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Chopard me esperaba en la terraza frente a una barbacoa humeante; unas magníficas truchas rosadas crepitaban sobre las brasas. Me acordé de los cestos vacíos. El veterano soltó una carcajada, como si pudiera ver mi expresión a sus espaldas.

—Acabo de comprarlas en el restaurante de al lado. Es lo que hago siempre.

Me señaló una mesa de plástico rodeada de sillas de jardín. La mesa estaba puesta: mantel de papel, platos de cartón, vasos y cubiertos de plástico. Me sentí aliviado por semejante servicio. No había riesgo de chirridos metálicos.

—Sírvete. Las municiones están a la sombra, debajo de la mesa.

Encontré una botella de Ricard y otra de chablis. Opté por el blanco y encendí un Camel.

—Siéntate. Estará listo en un momento.

Me acomodé. El sol cubría cada objeto con una fina película de calor. Cerré los ojos y traté de poner mis ideas en orden. Las palabras que acababa de leer flotaban en mi mente.

—Y bien, ¿qué opinas?

Chopard me sirvió una trucha crujiente, acompañada con patatas fritas congeladas.

—Magnífica prosa.

—No me jodas. ¿Cuál es tu impresión?

—A veces soltaba un buen rollo.

Levantó sus cubiertos gigantes a juego con la barbacoa.

—¡Hacía lo que podía con lo que me daban! Los gendarmes estaban obsesionados con el secretismo. La verdad es que no tenían nada. Ni un pimiento. Nunca tuvieron nada.

Tiró una trucha en su plato y se sentó frente a mí.

—Pero ¿qué piensas de la investigación? Eres un madero, me interesa tu opinión.

—He visto que algo pasa. Pero no sé qué.

Chopard chocó el dorso de su mano derecha con su palma izquierda.

—¡Eso es! ¡Exactamente eso! —Se agachó hacia mí después de beber de un trago un vaso de vino—. Hay una bruma… Una bruma de culpabilidad que flota en toda esta historia.

—¿El culpable sería uno de los tres sospechosos?

—A mi modo de ver, los tres.

—¿Qué?

—Es una intuición. Me puse en contacto con los tres sujetos. Yo mismo interrogué a dos de ellos, a mi manera. Puedo garantizarte una cosa: no eran trigo limpio.

—¿Quiere decir que habrían cometido el asesinato juntos?

Engulló un lomo de carne blanca.

—Yo no he dicho tal cosa. En el fondo, ni siquiera estoy seguro de que uno de ellos sea el culpable.

—Me cuesta entender su razonamiento.

—Come, se enfriará. —Llenó su vaso y lo vació de golpe—. Cada uno de ellos tenía una parte de responsabilidad. Una especie de… porcentaje de culpabilidad. Digamos, el treinta por ciento. Los tres juntos formaban el asesino ideal.

Probé el pescado; delicioso.

—No entiendo.

—¿Nunca te ha pasado en una investigación? La culpabilidad flota sobre cada sospechoso pero no se define nunca. Y aunque descubras al verdadero asesino, la sombra no abandona a los demás.

—Me pasa todos los días. Pero mi trabajo consiste, justamente, en limitarme a los hechos. Detener al que sostenía el arma. Volvamos al asesinato de Manon. Si tuviera que escoger un culpable, ¿cuál de ellos sería?

Chopard volvió a llenar los vasos. Su plato ya estaba vacío.

—Thomas Longhini, el adolescente —dijo finalmente.

—¿Por qué?

—Era el único al que la niña habría seguido. Manon desconfiaba de los adultos. Me imagino a los dos aquella tarde, escapándose furtivamente, tomados de la mano, pasando por la salida de emergencia o por el sótano.

—¿Está de acuerdo con la teoría del SRPJ?

—¿El juego que habría terminado mal? No estoy seguro. Pero Thomas tiene su parte de responsabilidad. Eso está claro.

—Si es un crimen clásico, ¿cuál sería el móvil del adolescente?

—¿Quién puede saber lo que le pasa a un crío por la cabeza?

—¿Usted lo interrogó?

—No. Después de su liberación, sus padres se marcharon de Sartuis. El chaval estaba desquiciado.

—¿Los maderos le habían apretado las tuercas?

—Setton, el comisario, no era precisamente un blando.

—¿Sabe dónde está Thomas ahora?

—No. Creo que la familia incluso ha cambiado de apellido.

Bebí un nuevo trago. La náusea se insinuaba.

—Y a los otros dos, Moraz y Cazeviel, ¿sabe dónde puedo encontrarlos?

—Moraz no se ha movido. Sigue en Locle. Cazeviel también anda cerca. Se ocupa de un centro recreativo cerca de Morteau.

Saqué mi libreta y garabateé las señas.

—¿Y los demás? ¿Los investigadores de aquella época? ¿Hay alguna manera de encontrarlos?

—No. Setton es ahora prefecto en algún lugar de Francia. De Witt está muerto.

Cogí mi paquete de Camel para librarme del sabor del vino.

—¿Y Lamberton?

—Se está muriendo de un cáncer de garganta. En el Jean-Minjoz, el hospital de Besançon.

Chopard volvió a llenar mi vaso; luego me tendió su mechero para encender el cigarrillo. La cabeza me daba vueltas.

—¿Los suegros?

—Viven en la Suiza románica. Es inútil llamarlos. Ya me rompí las narices con ellos. No quieren volver a oír hablar de esta historia.

—Una última pregunta, a propósito de Manon: sobre la escena del crimen, ¿no había señales de satanismo?

—¿Cruces y cosas así?

—Sí, de ese estilo.

Acabé el vino de mi vaso. Al inclinar la cabeza me fui hacia atrás. Me agarré a la mesa como si fuera la borda de un barco. Creí que iba a vomitar sobre mis zapatos.

—Nadie las ha mencionado. —Chopard se inclinó, intrigado—. ¿Tienes alguna pista?

—No. Y sobre el asesinato de Sylvie, ¿tiene alguna idea?

Llenó los vasos una vez más.

—Ya te lo he dicho. Es el mismo asesino.

—Pero ¿cuál sería el móvil?

—Una venganza, que se lleva a cabo catorce años más tarde.

—¿Una venganza por qué?

—Esa es la clave del enigma. Es lo que hay que buscar.

—¿Por qué haber esperado tantos años para golpear nuevamente?

—Te toca a ti encontrar la respuesta. Estás aquí para eso, ¿no?

Hice un movimiento inseguro y creí que perdía de nuevo el equilibrio. Todo parecía esponjoso, inestable, oscilante. Tomé un bocado de pescado para frenar la sensación de ebriedad.

—¿Es decir que Longhini también podría ser el asesino de Sylvie?

—Piensa un poco. ¿Por qué ha pasado tanto tiempo entre los dos asesinatos? Porque el asesino ha cambiado. Su pulsión criminal ha madurado. En 1988, Thomas Longhini tenía catorce años. Ahora tiene veintiocho. Para un asesino, es la edad decisiva. El período en el que estalla la pulsión criminal. La primera vez, quizá fue un accidente relacionado con el sadismo de un juego. La segunda vez se trata de un asesinato, perpetrado con la frialdad de la madurez.

—¿Dónde está actualmente?

—Ya te he dicho que no sé nada. Y no será fácil hacerlo salir al descubierto. Ha cambiado de apellido, vive en otro sitio.

El sol había desaparecido. La entrevista había terminado. Me puse de pie, titubeante.

—¿Podría usted imprimir sus artículos?

—Está hecho, amigo. Tengo una serie a punto.

Saltó de su silla y desapareció dentro de la casa. Miré los reflejos del cielo gris sobre los paneles de vidrio que dominaban la terraza; las superficies esmeriladas oscilaban como olas.

—¡Aquí está!

Chopard me trajo un fajo encuadernado con una espiral negra. Dentro había deslizado un sobre de papel manila. Me apoyé en la barandilla. Mi cerebro y mis tripas parecían bañados en alcohol, como un gallo al vino.

—He puesto también un juego de fotos. Archivos personales.

Le di las gracias, hojeando los documentos. Un gluglú me hizo alzar los ojos.

—No te irás antes del último trago, ¿verdad?