El anzuelo se agitaba en la superficie del agua.
Seguí el hilo con los ojos y pude ver, entre el follaje, el extremo de la caña de pescar. Recordé que a aquel hilo se le llamaba «sedal», lo que acentuaba aún más la ligereza de la escena. El nailon brillaba bajo la luz matinal. Eran apenas las diez.
Después del siniestro hallazgo de la inscripción, di una vuelta completa a la rectoría y a sus dependencias. Desperté a Mariotte, que apenas reaccionó; solo dijo: «Vandalismo. Simple vandalismo». No me costó convencerlo de que no llamara a los gendarmes. Según él, no era el primer acto de hostilidad contra su parroquia.
Le propuse limpiar el grafiti. Mariotte volvió a acostarse sin hacerse de rogar y con absoluta tranquilidad; saqué muestras del liquen fresco, una vez fotografiada la escena. A medida que el flash de mi cámara salpicaba ese «te esperaba», mayor era mi certeza: esa frase era para mí.
Imposible dormir. Encendí mi Mac portátil para tomar nota de los hechos sucedidos desde mi llegada. Una buena manera de no seguir especulando sobre la identidad del que había escrito esa frase en el confesionario. Cargué las imágenes fotografiadas y escanée los documentos que poseía: el informe de Valleret; el plano de la región, sobre el que señalé cada lugar y cada personaje visitado; las notas de Plinkh…
A las seis de la mañana, en el despacho de la rectoría, descubrí una fotocopiadora. Hice dos copias del informe de la autopsia: una destinada a Foucault y otra a Svendsen. Luego preparé el paquete para el sueco: las muestras luminiscentes, el escarabajo, el liquen encontrado sobre el cuerpo de Sylvie.
Dudé si enviar también el crucifijo, un objeto litúrgico trivial, de mala factura. Decidí guardarlo. Yo mismo había buscado huellas dactilares: ninguna, evidentemente. En cuanto a la sangre coagulada, la adjunté en un sobre «para analizar».
A las seis y media de la mañana estaba nuevamente en la carretera, en dirección a Besançon. Seguía evitando cualquier pregunta que no tuviera una mínima respuesta. Eran poco más de las siete y ya estaba en la estación de Besançon esperando al conductor de «mi» tren. Esa técnica de transporte la había aprendido de los reporteros gráficos que conocí en Ruanda: daban sus películas a los pilotos o a las azafatas de los vuelos regulares.
A continuación, me tomé tranquilamente un café en la cervecería de la estación. Me sentía mejor: el aire, el frío, la luz. Después volví a conducir hacia las montañas, en busca de Jean-Claude Chopard, el corresponsal de Le Courrier du Jura. Tenía prisa por adentrarme en la otra vertiente de mi investigación: el asesinato de Manon Simonis, acaecido once años atrás.
—¿Señor Chopard?
Las hierbas se movieron. Un hombre, en traje de camuflaje y con el agua hasta las rodillas, apareció. Llevaba botas altas verde oliva y un mono con tirantes del mismo color. Su rostro estaba oculto detrás de una gorra de béisbol color caqui. Sus vecinos me lo habían advertido: el sábado por la mañana «Chopard tanteaba la trucha».
Me acerqué caminando encorvado entre el follaje.
—¿Señor Chopard? —repetí en voz baja.
El pescador me lanzó una mirada furiosa. Sacó una de sus manos de la caña, que apoyaba en la ingle, y movió los dedos. Primero el índice y el del medio, en tijera, luego cerró la mano delante de la boca. No comprendía nada.
—Usted es el señor Chopard, ¿no es así?
Con su mano libre, barrió el aire con un gesto que significaba: «Olvídalo». Levantó la caña, hizo una serie de molinetes rápidos y luego caminó hacia la orilla apartando ramas y hojas. Cuando hice ademán de ayudarlo, rechazó mi brazo y se plantó en tierra firme agarrándose al cañaveral. En la cintura llevaba dos cestos metálicos, vacíos. Chorreando, preguntó con voz gutural:
—¿Usted no conoce el lenguaje de los signos?
—No.
—Lo aprendí en un centro de sordomudos. Un reportaje, cerca de Belfort. —Se aclaró la garganta y luego suspiró—. Si le digo «pesca», ¿usted qué contesta?
—Matinal. Solitario.
—Eso es. Y también silencioso. —Soltó los cestos—. ¿Entiende lo que quiero decir?
—Lo lamento, discúlpeme.
El hombre farfulló una frase ininteligible y tiró de sus botas. Se las quitó con un solo movimiento, hizo saltar los clips de los tirantes y surgió del mono, como una enorme mariposa de su crisálida. Debajo llevaba una camisa hawaiana y un pantalón de lona. En los pies, unas Nike flamantes.
Encendí un cigarrillo. Me miró con cara de pocos amigos.
—¿No te has enterado de que es malo para la salud?
—No tenía la menor idea.
Se caló un Gitanes Maïs en la comisura de los labios.
—Ni yo.
Le di fuego y estudié al personaje: en la sesentena, macizo, cabellos canos que le salían de la gorra como si fueran de paja. La barba de tres días recordaba las limaduras de hierro y hasta sus orejas eran peludas. Un auténtico puercoespín, emboscado en sus propios pelos. El rostro era cuadrado, dominado por unas gruesas gafas. Una barbilla prominente le daba un aire arisco a la manera de Popeye.
—¿Es usted Jean-Claude Chopard?
Se quitó la gorra y dibujó un ocho en el aire.
—Para servirte. ¿Y tú quién eres?
—Mathieu Durey, periodista.
Soltó una carcajada. Tiró de un baúl metálico escondido en el matorral y metió en él las botas, el mono y los cestos.
—Chaval, si quieres venderme la moto, búscate otro rollo.
—¿Perdón?
—Treinta años de columnista en sucesos. ¿Eso te dice algo? Huelo un madero a diez kilómetros. De modo que si quieres hablar, juega limpio. ¿Lo captas?
El acento del periodista no se parecía al de Mariotte. Eran las mismas sílabas guturales, entrecortadas, pero sin la lentitud del sacerdote. Me pregunté si no habría perdido mi habilidad para camuflarme.
—Está bien —admití—. Pertenezco a la Brigada Criminal de París.
—Ya era hora. ¿Vienes por lo de las Simonis?
Asentí con la cabeza.
—¿Misión oficial?
—Oficiosa.
—O sea, que aquí no pintas nada.
Rebuscó en el baúl y sacó por fin una botella amarillenta.
—¿Quieres degustar mi «vinito para el postre»?
—No veo dónde está el postre.
Se rio nuevamente. Con la otra mano cogió dos vasos que golpeó como si fueran castañuelas.
—Te escucho —dijo, llenando los vasos que había dejado sobre la hierba.
Resumí la situación: la investigación de Luc, su intento de suicidio, los indicios que me habían llevado hasta allí. Mi hipótesis según la cual la investigación del caso Simonis y su acto desesperado estaban relacionados. Para terminar, le mostré la foto de Luc y escuché el ya habitual «No lo he visto nunca». Los insectos zumbaban bajo el resplandor del sol. El día prometía ser magnífico.
—Sobre la muerte de Sylvie —dijo él después del primer vaso—, no puedo decirte mucho. No cubro el caso.
—¿Por qué?
—Jubilación anticipada. En Le Courrier consideraron que ya había hecho bastante. El caso Sylvie Simonis les cayó del cielo. La oportunidad para «aparcar a Chopard».
—¿Y por qué este caso en particular?
—Se acordaban de mi pasión por el primer asesinato. Según ellos, me había implicado demasiado. Prefirieron enviar a un joven. Un pipiolo. Un tío que no hiciera mucho alboroto.
—¿Querían evitar la repercusión mediática?
—Tú lo has dicho. No hay que dañar la imagen de la región. Es la política. Preferí renunciar.
Llevé el vaso a mis labios: un vino amarillo del Jura. Excelente, pero no estaba de humor para degustaciones.
—Usted hizo su propia investigación, ¿verdad?
—No fue fácil. Era imposible conseguir la menor información de los gendarmes.
—¿Ni siquiera usted?
—Sobre todo yo. Los viejos inspectores, mis amigos, están jubilados. Un nuevo y flamante equipo llegó de Besançon. Unos descerebrados.
—¿Como Stéphane Sarrazin?
—El descerebrado en jefe.
—¿Y a la familia de Sylvie? ¿No la interrogó?
—Sylvie no tenía familia.
—Nadie me ha hablado de su marido.
—Sylvie había enviudado hacía años. Ya era viuda cuando Manon fue asesinada.
—¿De qué murió el marido?
Chopard no respondió de inmediato. Había dejado su vaso, ya vacío. Ordenaba cuidadosamente los cebos, los anzuelos, los hilos en los cajoncitos de su caja de pesca. Por fin, me echó una mirada a hurtadillas.
—Quieres toda la historia, ¿no es así?
—Es el objetivo de mi viaje.
El periodista colocó diversos anzuelos en el fondo de un compartimiento.
—Frédéric Simonis se mató en un accidente de coche, en el año 1987.
—¿Un accidente?
—Un accidente de Ricard, sí. El hombre empinaba el codo lo suyo.
Retrato de familia: un marido alcohólico muerto en la carretera, una hija asesinada en un pozo. Y ahora, la superviviente, relojera, asesinada de la peor manera. Nada cuadraba, aparte de la omnipresencia de la muerte. Chopard pareció intuir mi desasosiego.
—Frédéric y Sylvie se conocieron en la escuela politécnica de Bienne, en el cantón de Berna. La escuela de relojería más famosa de Suiza. Estaban en las antípodas el uno del otro. Él, un hijo de papá. Gran familia de Besançon, dedicada a la industria textil. Ella, hija de un viudo, artesano relojero de Nancy, fallecido cuando Sylvie solo tenía trece años. Con el talento sucedía lo mismo. Él, un inútil protegido por los viejos. Ella, becada, consecuente, un genio de la relojería. Tenía «mano de oro», como se dice por aquí. Ningún engranaje, ningún mecanismo tenía secretos para ella.
—¿La pareja funcionó?
El pescador cerró su caja de un golpe.
—Por extraño que parezca, sí. En todo caso, al principio. Se casaron en 1980. Tuvieron a Manon y luego empezó el desfase. Frédéric zozobró en la bebida. Sylvie no cesó de progresar en su oficio. Trabajaba en un taller para Rolex, Cartier, Jaeger-LeCoultre, los más grandes. Montaba relojes valiosísimos para príncipes árabes, familias de banqueros… Todavía se entendían, en cuanto a la niña. Sentían adoración por ella. La pega eran los suegros. Nunca pudieron tragar a Sylvie. Hasta trataron de quedarse con Manon cuando murió Frédéric. Erraron el tiro. A pesar de su pasta no pudieron hacer nada. La madre era irreprochable.
—Después de la desaparición de Manon, ¿por qué Sylvie no abandonó la región? La investigación, los rumores, las acusaciones, los recuerdos: ¿por qué no huyó de todo eso? Nada la retenía ya en Sartuis.
Chopard volvió a llenar su vaso.
—Era lo que todo el mundo esperaba. Pero nadie podía intervenir. Además, acababa de comprarse un caserón. Un lugar muy conocido en la región: la Casa de los Relojes. Un edificio construido por una estirpe de relojeros célebres. Para Sylvie fue una verdadera victoria. Se instaló por cuenta propia y se encerró allí a hurgar en sus mecanismos. Siguió ascendiendo en su carrera. A pesar de los dramas. A pesar de la hostilidad que la rodeaba.
—¿La hostilidad?
—A Sylvie nunca la quisieron en Sartuis. Dura, talentosa, altiva. Y sobre todo, extranjera. Era de Lorena. Cuando en los años ochenta la región se hundió, ella buscó un trabajo del otro lado de la frontera. Para los demás fue una traición. Sin contar con que después de la muerte de la niña, la mitad de la ciudad pensaba que ella era la culpable. A pesar de su coartada.
—¿Qué coartada?
—En el momento del asesinato, estaba recién operada de un quiste en los ovarios, en el hospital de Sartuis.
Chopard se incorporó, empuñó las cañas y el baúl. Le ofrecí ayuda. Me puso las dos cajas en las manos. Seguí sus pasos a lo largo del sendero.
—Según su opinión, ¿los dos asesinatos están relacionados?
—Se trata del mismo caso. Y del mismo asesino.
—Según lo que sé, los métodos son muy distintos.
—Han pasado catorce años entre los dos asesinatos. Hay tiempo suficiente para evolucionar, ¿no crees?
Apreté el paso para seguir a su lado.
—Pero ¿cuál sería el móvil? ¿Por qué encarnizarse con los Simonis?
—Esa, río, es la clave del enigma. En cualquier caso, es imposible comprender el asesinato de Sylvie sin estudiar el de Manon.
—¿Puede ayudarme con eso?
—¿Y a ti qué te parece? Durante un año, he escrito una columna semanal sobre el caso. Lo tengo todo guardado.
—¿Podría leerlos?
—¡Allá vamos, chaval!