—¿Estás bien instalado?
Foucault no ocultaba su hilaridad. Miré mis pies que sobresalían de la cama, las cortinas enfrente formando compartimientos, las fotos de alpinistas pegadas en las paredes.
—Confortable —respondí—. ¿Qué ha pasado hoy?
—Hemos atrapado al cíngaro. El caso de Perreux. La joyera asesinada.
—¿Ha confesado?
—Casi nos ha agradecido que lo enchironáramos. El tío estaba aterrorizado con el fantasma de la víctima.
—¿Y Larfaoui?
—Nada. Estamos en pleno territorio de los estupas y…
—Olvídalo. Tengo otras cosas para ti.
Le hice un resumen de la situación. La investigación de Luc en el Jura, el asesinato de Sylvie Simonis, la sospecha de satanismo que rondaba la historia.
—¿Qué quieres que haga?
—Busca si ha habido asesinatos del mismo tipo en la región del Jura pero también en toda Francia.
Precisé las características principales del ritual y agregué:
—He podido recuperar el informe de la autopsia. Se lo mandaré a Svendsen mañana por la mañana. Podrás echarle una ojeada. Tu cultura criminal se enriquecerá.
—¿Meto esos datos en el SALVAC?
El Sistema de Análisis de Links de la Violencia Asociados con los Crímenes era un nuevo programa informático que censaba los asesinatos cometidos en suelo francés. Una imitación del famoso VICAP estadounidense. Pero todavía estaba en una etapa embrionaria.
—Sí —dije—. Pero, sobre todo, envía una nota interna a todos los servicios de policía y de gendarmería de Francia, excepto a las comisarías de Franche-Comté. Para esa región, llama al SRPJ (Servicio Regional de la Policía Judicial) de Besançon. No quiero que los gendarmes se enteren de que estamos metidos en el baile.
—De acuerdo. ¿Eso es todo?
—No. Infórmate también sobre los criaderos de insectos de la zona.
—¿Qué zona?
Estirado en mi cama de adolescente, cogí mi guía.
—Toda Franche-Comté: Haute-Saône, Jura, Doubs, Territorio de Belfort. Ya que estás, llama también a los suizos. Buscamos a un entomólogo. Quizá especializado en África. Amplía tu investigación a los aficionados iluminados, a los maníacos de domingo…
Silencio. Foucault tomaba notas.
—¿Y luego?
—Haz la lista de los laboratorios de química de la región. Trata de encontrar también a los botánicos. Especialistas en setas, musgos, líquenes. Los profesionales y los aficionados, una vez más.
Buscaba un sospechoso que fuera todo eso a la vez. Tenía la esperanza de que esas características se agruparan bajo un único nombre.
—Infórmate también acerca de un monasterio convertido actualmente en una fundación —continué.
Deletreé el nombre de Notre-Dame-de-Bienfaisance y le di la dirección exacta.
—Sobre el asesinato en sí —prosiguió Foucault—, ¿no hay nada más preciso? ¿Actas de los interrogatorios? ¿Declaraciones del vecindario?
—Los gendarmes lo tienen todo pero me temo que no soy bien recibido.
—¿Estás seguro de que Luc se interesaba en esta historia?
Ni una sola persona había reconocido su fotografía. En ningún momento había encontrado algún rastro suyo. No obstante, contesté:
—Completamente. Empléate a fondo. Y ni una palabra de esto en el despacho. Nos llamamos mañana.
Marqué el número de Éric Svendsen. Con pocas palabras repetí los hechos. El sueco parecía escéptico acerca de que Valleret hubiera logrado practicar una autopsia profesional.
—Tengo el informe —contesté—. Y muestras que hay que analizar. Te lo enviaré todo mañana por la mañana.
—¿Por correo?
—No, en tren.
Miré los horarios del TGV que me había procurado por teléfono.
—Le daré el expediente al conductor del TGV 2014, que sale de Besançon a las siete cincuenta y tres. Estará en París a las doce y diez. Para recogerlo ve al andén, en la estación del Este. Quiero saber qué opinas. Saber cómo consiguió el asesino semejante resultado.
Para estimularlo, añadí:
—Y no dudes en pedir consejo.
—¿Bromeas?
—Espera a ver el informe. Necesitarás un entomólogo. Y un botánico. Te mando un escarabajo, un insecto depredador de origen africano y una muestra de liquen luminiscente con el que el asesino forró la caja torácica de la víctima.
—Caliente, el asunto.
—Caliente que quema. Ese cabronazo domina todos estos conocimientos. Tú empieza desde cero. Piensa hasta en la menor manipulación. Cada etapa del ritual. Quiero el discurso de su método, ¿lo coges?
—De acuerdo, yo…
—Ve mañana por la mañana a la estación.
Después de colgar, tomé conciencia del bramido del viento que penetraba violentamente por el marco de la ventana. El bastidor silbaba como un hervidor. Había escogido una de las camas de la hilera de la derecha y había corrido las cortinas de la cama contigua, para colocar mi bolsa y su peligrosa carga.
A pesar del cansancio, opté por rezar. Me arrodillé al pie de la cama, al lado de los velos corridos. Un padrenuestro. La más sencilla y luminosa de las oraciones. El bastón con el que había surcado mi propio camino. Ese padrenuestro era mis rodillas agotadas de las primeras misas, cuando la impaciencia por ir a jugar aceleraba mis palabras. La gran inmersión en Saint-Michel-de-Sèze, cuando había descubierto la profundidad de mi fe. La letanía celosa, enérgica del futuro sacerdote, galvanizada por las campanas de Roma. Luego el grito de socorro, en África, sitiado por el olor de los cadáveres y el rechinar de los machetes. Era, por fin, la oración del madero, pronunciada en iglesias encontradas al azar para lavar mis crímenes.
Padre nuestro que estás en los cielos,
santificado sea Tu nombre…
Un ruido estridente resonó en el pasillo.
Me sobresalté y agucé el oído. Nada. Bajé los ojos; ya tenía en la mano mi 9 mm. El reflejo había sido más rápido que mi conciencia. Volví a prestar atención. Nada. Pensé en una sirena de alarma. Una alerta de incendio.
En el momento en el que mi cuerpo empezaba a distenderse, la disonancia volvió, larga, chirriante, obstinada. Salté hacia la puerta. Acababa de abrirla cuando, una vez más, todo quedó en silencio. Me aposté en el umbral y eché una mirada al pasillo. Nadie a la vista. A la izquierda: la puerta cortafuego de la rectoría. A la derecha: la puerta acristalada exterior. Todo estaba inmóvil.
Mi atención se fijó en la celda de madera a unos metros de la salida de emergencia. Comprendí lo que acababa de escuchar: el timbre del confesionario. La cortina de uno de los dos compartimientos oscilaba.
El padre Mariotte debía de roncar como un bendito. Escondí la HK en la espalda y caminé lentamente hacia la celda. Me detuve a cinco metros. Una luz verdosa atravesaba la cortina. Pensé en coger otra vez la pipa pero entré en razón. Volví a caminar en silencio.
Cogí la cortina y la corrí bruscamente. La celda estaba vacía.
Pero había algo escrito en el panel del fondo.
Por instinto, reconocí la materia estigmatizada sobre la madera negra.
El liquen luminiscente que cubría las carnes podridas de Sylvie Simonis.
La inscripción decía:
TE ESPERABA