31

Antes de ir a Sartuis quería dar una vuelta por Notre-Dame-de-Bienfaisance. Retomé la carretera en sentido inverso, luego torcí hacia el este, en dirección a Morteau y a la frontera suiza. Pasé el pueblo de Valdahon, tomé directo al norte y volví a encontrar la presencia, aún más fuerte, de la montaña.

Curvas abruptas y furia de las piedras. Precipicios, paredes, abismos y, muy abajo, la efervescencia del verde o de los torrentes plateados. Los indicadores de altura se sucedían: 1200 metros, 1400 metros… A 1700 metros un letrero anunció el despeñadero de Bienfaisance.

Cinco kilómetros más adelante, apareció el monasterio. Un gran edificio cuadrado, austero, que lindaba con una capilla de campanario perfilado. Sus muros grises estaban horadados solo por ventanas angostas, y la entrada, sellada con puertas negras, remataba el cerramiento del coro. Solo un detalle de color alegraba el conjunto: parte del techo estaba cubierta de tejas policromadas, que evocaban las exuberancias de Gaudí en Barcelona.

Estacioné en el aparcamiento y me enfrenté al viento. Inmediatamente sentí una extraña melancolía por ese sitio. Bienfaisance era el tipo de lugar en el que habría querido retirarme. Un lugar que satisfacía mi deseo de vida monacal. Apartarse del mundo, permanecer solo con Dios, en busca de la beatitud.

Una sola vez, desde que era madero, me había retirado con los benedictinos; fue después de haber acabado con la vida de Eric Benzani, un macarra chiflado, en marzo de 2000. Había decidido renunciar a mi oficio y consagrar el resto de mis días a la oración. Fue Luc, una vez más, quien vino a buscarme. Debíamos asumir nuestra segunda muerte, la que nos alejaba de Cristo, para servirlo mejor.

Sacudí la campanilla. No hubo respuesta. Empujé la puerta; se abrió. El patio central estaba limitado por una galería acristalada. Fuera, dos mujeres envueltas en abrigos jugaban al ajedrez sobre una mesa plegable. Bajo una manta escocesa, un hombre mayor dormitaba cerca de un árbol. Un sol helado se posaba sobre esos comparsas inmóviles y les daba, no sé por qué, un aire de invierno chino.

Caminé por la galería hasta llegar a una nueva puerta. Según mi orientación, daba a la iglesia. Sobre una tabla, la etiqueta de una libreta indicaba: «Apunte sus intenciones. Serán tomadas en cuenta durante la oración comunitaria». Me incliné sobre la libreta y leí algunas líneas: oraciones por las misiones lejanas, por los muertos…

Oí una voz detrás de mí.

—Este es un sitio privado.

Descubrí a una mujer rolliza que me llegaba al codo. Llevaba un gorro negro que le ceñía la frente y una esclavina oscura.

—El refugio está cerrado durante el invierno.

—No soy un turista.

Frunció las cejas. Tez morena, rasgos asiáticos, pupilas oscuras que parecían dos perlas grises en el fondo de dos ostras viscosas. Era imposible precisar una edad. Sin duda pasaba de la sesentena. En cuanto al origen, me inclinaba por una filipina.

—¿Historiador? ¿Teólogo?

—Policía.

—Ya se lo conté todo a los gendarmes.

Ni sombra de acento pero la voz era gangosa. Le mostré mi identificación, acompañada de una sonrisa.

—Vengo de París. El caso está creando, por así decirlo, algunos problemas.

—Hijo, yo descubrí el cadáver. Estoy al corriente.

Miré el patio e hice ademán de buscar un asiento.

—¿Podríamos sentarnos en alguna parte?

La misionera seguía inmóvil. No me quitaba de encima sus ojos acuosos.

—Tiene usted algo de religioso.

—Asistí al seminario francés de Roma.

—¿Es por eso por lo que lo envían aquí? ¿Es usted un especialista?

Lo había preguntado como si yo fuera un exorcista o un parapsicólogo. Presentí que podía ganar algún punto de ventaja.

—Exactamente —murmuré.

—Me llamo Marilyne Rosarias. —Atrapó mi mano y la estrechó con vigor—. Dirijo la fundación. Espéreme aquí.

Desapareció por una puerta que yo no había visto. Empezaba a respirar el olor de la piedra gastada mientras observaba otra vez a los pensionistas en el patio, cuando reapareció.

—Venga conmigo. Le mostraré algo.

Su esclavina restalló como el ala de un murciélago. Un minuto más tarde estábamos fuera, enfrentándonos al viento de la montaña. Nuestro aliento se cristalizaba en bocanadas de vapor, materializando nuestros pensamientos silenciosos. Tendría que subir al despeñadero, más allá del monasterio. Marilyne se adentró valerosamente en un sendero abrupto lleno de trozos de troncos que obstruían el paso.

Diez minutos más urde, accedimos a un sotobosque de pinos y abedules en el que había diseminadas algunas rocas cubiertas de moho. Seguimos el río. Las ramas estaban revestidas de terciopelo verde; las piedras que asomaban en el agua lucían el mismo manto. Se abrió un sendero más ancho: tierra ocre y pinos negros, inextricables. Poco a poco, el ruido de las copas reemplazó la efervescencia de la espuma de las aguas. Marilyne gritó:

—¡Casi hemos llegado! ¡El punto más alto del parque está aquí, encima de la Roche Rêche y su cascada!

Un gran claro en suave pendiente apareció, abriéndose sobre un precipicio. El monasterio estaba ahora a nuestros pies. Reconocí el paisaje de las fotos. Marilyne me lo confirmó, señalando con el índice.

—El cuerpo estaba allí, al borde del despeñadero.

Descendimos la pendiente. La hierba era tan tupida como la de un campo de golf.

—¿Viene a recogerse aquí todas las mañanas?

—No. Solo camino por el sendero.

—Entonces, ¿cómo es que descubrió el cuerpo?

—Debido a la fetidez. Pensé que era una carroña.

—¿Qué hora era?

—Las seis de la mañana.

Presentí otro detalle.

—Fue usted quien reconoció a Sylvie Simonis, ¿verdad?

—Por supuesto. Su rostro estaba intacto.

—¿La conocía?

—Todos la conocían en Sartuis.

—Quiero decir, ¿personalmente?

—No. Pero el asesinato de su hija traumatizó a la región.

—¿Qué sabe de ese primer caso?

—¿Qué quiere que sepa?

Dejé que el silencio se impusiera. La noche caía. Una bruma de nieve pigmentaba el aire. Me apetecía encender un Camel pero no me atrevía: sin duda, por el carácter sagrado de la escena del crimen.

—Me han dicho que el cuerpo estaba vuelto hacia el monasterio.

—Evidentemente.

—¿Por qué evidentemente?

—Porque ese cadáver era una provocación.

—¿De quién?

Metió las dos manos bajo la esclavina. Su rostro moreno y arrugado recordaba un trozo de cuarzo negro.

—Del diablo.

«Ya lo tengo», pensé. A pesar del carácter absurdo de la reflexión, experimenté una sensación reconfortante: el enemigo estaba identificado, bajo una buena capa de superstición. Utilicé el lenguaje adecuado.

—¿Por qué el diablo habría escogido este parque?

—Para mancillar nuestro monasterio. Para corromperlo. ¿Ahora cómo podemos rezar aquí? Satán ha lanzado sobre nosotros su estela de podredumbre.

Me acerqué al precipicio. El viento me pegaba el abrigo a las piernas. Mis pies aplastaban la hierba endurecida.

—Aparte de la elección del sitio, ¿qué la lleva a pensar en un acto satánico?

—La postura del cuerpo.

—He visto las fotografías. No he observado nada diabólico.

—Es que…

—¿Qué?

Me lanzó una mirada de soslayo.

—Es usted un especialista, ¿verdad?

—Ya se lo he dicho. Crímenes rituales, asesinatos satánicos. Mi brigada trabaja directamente con el arzobispado de París.

Me pareció que recuperaba la calma.

—Antes de llamar a los gendarmes —dijo por lo bajo— cambié su postura.

—¿Perdón?

—No tenía elección. Usted no conoce la fama de Notre-Dame-de-Bienfaisance. Sus mártires. Sus milagros. La tenacidad de nuestros padres para defender el lugar, constantemente amenazado de destrucción. Nosotros…

—¿Cuál era la postura inicial?

La buena mujer volvió a dudar. Los copos de nieve revoloteaban alrededor de su rostro oscuro.

—Ella estaba tendida ahí —murmuró—, de espaldas al suelo, con las piernas abiertas.

Me incliné; el recinto y el río se extendían cien metros más abajo. De modo que el cadáver exhibía su vagina repleta de gusanos por encima del monasterio. Ahora entendía la «provocación». Satán, el príncipe rebelde, el ángel caído, queriendo siempre aplastar a la Iglesia bajo su poder y mancillarla.

—Marilyne, usted no me lo ha contado todo —dije, enderezándome—. El diablo nunca hace las cosas a medias. Había otra cosa. ¿Señales en la hierba? ¿Pentagramas? ¿Un mensaje?

Se acercó. Los elevados troncos de los pinos ululaban detrás de nosotros como tubos de un monstruoso órgano vegetal.

—Tiene razón —admitió—. Oculté un elemento. Después de todo, no era tan importante. Quiero decir, para la investigación. Pero para nuestra fundación era esencial. Cuando descubrí los despojos, comprendí inmediatamente que se trataba de un ataque satánico. Volví al monasterio a buscar unos guantes. Guantes de plástico, de los que se usan para lavar los platos. Desplacé el cuerpo para ocultar… en fin, su intimidad.

Imaginé la escena, el estado del cadáver. Esa mujer tenía agallas.

—Cuando le di la vuelta fue cuando vi la cosa.

—¿Qué cosa?

Me dirigió una nueva mirada oblicua. Dos canicas de plomo, propulsadas por una pistola de aire comprimido. Se persignó y soltó con rapidez:

—Un crucifijo. Dios, tenía un crucifijo hundido en la vagina.

Esta revelación casi me alivió. Pisábamos territorio conocido. Ese ultraje era un clásico de la profanación. Nada que ver con la locura única, delirante, del asesinato. Para puntualizar, añadí:

—Supongo que el crucifijo estaba cabeza abajo.

—¿Cómo lo sabe?

—No olvide que soy un experto.

Se persignó nuevamente. Iba a volver sobre mis pasos cuando el vértigo se apoderó de mí. Alguien, en alguna parte, me observaba en la penumbra. Una mirada cargada de ira que me produjo la sensación de un contacto nauseabundo. De golpe, me sentí completamente vulnerable. A la vez sucio y desnudado por esos ojos ardientes que no veía pero que me sondeaban como un hierro al rojo.

Una mano me atrapó.

—Cuidado. Se caerá.

Sorprendido, observé a Marilyne y luego escruté los pinos. Nada, por supuesto. Pregunté, con la voz alterada:

—Ese… ese crucifijo, ¿lo ha conservado?

Su mano desapareció en el abrigo. Colocó en la palma de mi mano un objeto envuelto en un trapo.

—Cójalo. Y váyase.

Marilyne me dio su número de móvil. «Por si acaso…». A cambio, le mostré el retrato de Luc; nunca lo había visto. Retomé la dirección de los pinos. A mis espaldas, me preguntó:

—¿Por qué nos abandonó?

Me detuve. La filipina me alcanzó.

—Usted me ha dicho que había estado en el seminario. ¿Por qué nos abandonó?

—No he abandonado a nadie. Mi fe está intacta.

—Necesitamos hombres como usted. En nuestras parroquias.

—Usted no me conoce.

—Pero es joven, íntegro. Nuestra religión está muriendo con mi generación.

—La fe cristiana no está asentada sobre una tradición oral que desaparece con los oficiantes.

—En este momento, es una comunidad de dentaduras postizas que castañetean en el vacío. Nuestros jóvenes toman otros caminos, escogen otros combates. Como usted.

Metí el crucifijo en el bolsillo.

—¿Quién le ha dicho que no se trata del mismo combate?

Marilyne retrocedió, turbada. La había hecho caer en su propia trampa: Dios contra Satán. Retomé mi camino sin volverme. No había sido más que una frase soltada sin pensar pero había dado en el blanco.

El cuerpo profanado de Sylvie no era una simple provocación.

Era una declaración de guerra.