A la salida de la ciudad, entré en la atmósfera de efervescencia que creaban las hojas amarillas y ocres. Según las especies de los árboles, pasaba por charcos de té, hojas de oro, tostadas quemadas. Toda una paleta de tonalidades en sordina. Apagadas y sin embargo intensas.
Había comprado una guía y mapas de cada departamento de Franche-Comté. Entré en la nacional 57 y tomé dirección sur, la de Pontarlier-Lausanne, hacia la región de Haut-Doubs y la frontera suiza.
Ahora, con la altura, los tonos otoñales retrocedían y daban paso al profundo verde oscuro de los pinos. El paisaje parecía salido de un anuncio del chocolate Milka. Pendientes verdosas, aldeas con campanarios en forma de cebolla, graneros con fachadas con frontón y largos techos poligonales que recordaban pliegues de papel manila. El cuadro era perfecto. Hasta las vacas llevaban una campanilla de bronce.
Un panel de señalización: SAINT-GORGON-MAIN. Abandoné la nacional para tomar la D41. Las cumbres del Jura se aproximaban. La carretera rectilínea, bordeada de pinos y de tierra roja, evocaba las interminables landas del sudoeste de Francia. Seguí esas paredes hasta tomar la dirección del calvario de Uziers. Según el plano, Mathias Plinkh, el entomólogo, vivía en las inmediaciones.
Pronto, las curvas fueron más seguidas, aunque a veces se abrían sobre las llanuras al fondo del valle. Por fin apareció un cruce de caminos. Luego, un letrero de madera anunció: GRANJA PLINKH, MUSEO DE ENTOMOLOGÍA, PERITAJE DE TANATOLOGÍA, CULTIVO DE INSECTOS.
La nueva carretera serpenteaba entre las colinas. De pronto, una vivienda surgió, como si resbalara entre las laderas oscuras. Una construcción moderna, de una sola planta en forma de L. La alternancia de madera y piedra evocaba ciertas villas de las Bahamas, muy planas, con los muros horadados por largos ventanales que daban a una galería. Las dos partes de la L tenían estilos diferentes: de un lado, numerosos ventanales; del otro, una fachada ciega en la que estaban desperdigadas algunas lucernas. El ala de vivienda y el ecomuseo.
Un viejo poli a quien al principio de mi carrera supuestamente yo debía seguir, pero al que en realidad había arrastrado como un trasto, decía siempre: «Una investigación es tan sencilla como un timbrazo». Ojalá fuera cierto. Aparqué y llamé al interfono. Un minuto más urde, sonó una voz grave con acento del norte. Me presenté abiertamente. «Entre en la primera sala; ahora mismo estoy con usted. ¡No se pierda las láminas!».
Al penetrar en el gran cuadrado blanco del vestíbulo comprendí que Plinkh hablaba de una serie de apuntes científicos pintados a mano que colgaban en las paredes. Moscas, coleópteros, mariposas; la precisión del trazo recordaba las acuarelas chinas o japonesas.
—Las primeras planchas de Pierre Mégnin sobre los insectos necrófagos. 1888. El inventor de la entomología criminal.
Me volví hacia la voz y descubrí un gigante metido en una chaqueta negra de cuello Mao. Cabellos canos, mirada verde, brazos cruzados: un gurú New Age. Le tendí la mano. Juntó las palmas a la manera budista. Luego cerró los ojos con una untuosidad casi felina. Su actitud olía a cálculo, a artificio. Volvió a abrir los párpados y señaló hacia la derecha.
—Tenga la bondad de pasar.
Otra habitación, igualmente blanca. Más cuadros colgados; esta vez contenían insectos clavados con alfileres. Batallones de una misma familia, ordenados por tamaños y colores de sus respectivos pedigrís.
—He reunido aquí los grupos principales. Los famosos «escuadrones de la muerte». Esta sala tiene mucho éxito. ¡A los críos les encanta! Hábleles de insectos y de ecosistema y bostezarán. ¡Hábleles de cadáveres y lo escucharán religiosamente!
Se acercó a un cuadro que contenía hileras de moscas azuladas.
—Las célebres Sarcophagidae. Se presentan a los tres meses, aproximadamente. Son capaces de detectar un cadáver a treinta kilómetros. Cuando estaba en Kosovo, en calidad de experto, con solo seguirlas encontrábamos los osarios.
—Señor Plinkh…
Se detuvo delante de una serie de bastidores más gruesos, cubiertos con papel de periódico.
—Aquí he agrupado algunos casos de manual. Sucesos en los que los insectos han permitido que se confunda al criminal. Observe el ardid: cada caja está decorada con los recortes de los periódicos que se ocupan del caso.
—Señor Plinkh…
Dio todavía un paso más.
—Aquí tiene los especímenes excepcionales, que se remontan a la prehistoria. Vestigios que hemos encontrado en los despojos congelados de los mamuts. ¿Sabía que el exoesqueleto de una mosca es absolutamente indestructible?
Levanté la voz.
—Señor, he venido a hablar de Sylvie Simonis.
Se detuvo en seco y bajó lentamente los párpados. Cuando tuvo los ojos cerrados, una sonrisa se dibujó en sus labios.
—Una obra maestra. —Juntó otra vez las palmas de las manos—. Una verdadera obra maestra.
—Se trata de una mujer que sufrió un martirio atroz. De un demente que la torturó durante una semana.
Abrió los ojos de golpe, girando la cabeza como un búho. Eran ojos de ruso, con el iris muy claro y la pupila muy negra. Parecía sinceramente sorprendido.
—No le hablo de eso. Le hablo de la distribución. La manera de repartir las especies sobre el cuerpo. ¡No faltaba ni un solo insecto! Las moscas Calliphoridae, que llegan justo después de la muerte; las Sarcophagidae, que se instalan a continuación, en el momento de la fermentación butírica; las moscas Piophilidae y los coleópteros Necrobia rufipes, que llegan ocho meses más urde, cuando los líquidos saniosos se evaporan. Todo era perfecto. Una obra maestra.
—Intento descubrir su método.
La cabeza cana pivotó. El efecto de rotación quedaba aún más acentuado por el cuello Mao.
—¿Su método? —repitió—. Venga conmigo.
Seguí al gurú por un pasillo revestido de madera de pino. Después de atravesar una puerta cortafuego, con burletes de guata, penetramos en una gran sala diáfana, hundida en la penumbra, con los dos muros laterales llenos de jaulas cubiertas con velos de gasa. Reinaba una atmósfera de vivario. El calor era sofocante. Se percibía un olor a carne cruda y a productos químicos.
En el centro de la sala, sobre una mesa de laboratorio blanca había una caja rectangular disimulada bajo una sábana. Temí lo peor.
Plinkh se acercó a la mesa.
—El asesino es como yo. Alimenta a sus insectos. Da a cada uno de ellos el organismo en mutación que les conviene.
Levantó la tela de golpe. Apareció un acuario. Al principio solo distinguí una masa en medio de un torbellino de moscas. Luego creí ver una cabeza humana, en la que abundaban los gusanos. Me equivocaba: era simplemente un gran roedor, bastante devorado.
—Verá, no existen muchas alternativas. Hay que mantener el ecosistema de cada especie, es decir, el grado de putrefacción que les corresponde.
—¿De… de dónde los saca?
—Es sencillo, de las granjas, de los cazadores. Normalmente compro conejos. Una vez que una especie se ha alimentado, solo tengo que dar la carroña a la familia siguiente, y así sucesivamente.
—¿Puedo fumar? —pregunté.
—Preferiría que no.
Dejé el paquete en el fondo del bolsillo.
—Me preguntaba cómo transportó a Sylvie Simonis —proseguí—. Según su opinión, ¿cómo se llevó a cabo? ¿El traslado habría afectado al desarrollo de la escenificación?
—No. Seguramente el cadáver fue introducido en una funda de plástico para luego descargarlo en el promontorio.
—¿Y los insectos? Deberían haber escapado o morir, ¿no?
Plinkh se echó a reír.
—Pero ¡el cadáver tenía reservas! Miles de huevos que seguían a determinado tiempo de incubación. Larvas que tenían un ciclo de vida preciso. En cuanto a las moscas, no cabe duda de que recuperaron la libertad, por supuesto, pero sin alejarse. Seguían teniendo hambre, ¿comprende? De todos modos, no está del todo equivocado; aquella mañana, el cuerpo no llevaba allí mucho tiempo. Es evidente.
—¿Por qué?
—Esos depredadores no se llevan bien entre sí. Nunca conviven, porque les atraen etapas de descomposición distintas. Si coinciden, se devoran los unos a los otros. Teniendo en cuenta que todos estaban ahí, diría que el cadáver fue depositado en el sitio solo unas horas antes de que lo encontraran.
—¿Eso significaría que el asesino vive en la región?
—Él vive en la región.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Tengo un indicio.
—¿Qué indicio?
Plinkh sonrió. Parecía divertirse muchísimo. Ese fulano no tenía la cabeza muy en su sitio y yo tenía prisa por acabar.
—Cuando examiné el cuerpo extraje numerosas muestras. Había un insecto que no provenía de nuestra región. Me refiero a nuestros países de clima continental.
—¿De dónde venía?
—De África. Un escarabajo de la familia Lipkanus silvus, pariente de nuestro Tenebrio. Coleópteros que se manifiestan durante la reducción esquelética para hacer la limpieza final.
Menudo indicio, efectivamente. Pero no veía en qué probaba la proximidad del asesino. Plinkh prosiguió:
—Permítame contarle una anécdota. Actualmente trabajo en la elaboración de un ecomuseo para la región, que albergará las diversas especies de nuestros valles. Para ello, pago a unos adolescentes que cazan para mí: abejorros, mariposas, ácaros, etcétera. No hace mucho tiempo, uno de ellos me trajo un espécimen muy particular. Un coleóptero que no era de aquí.
—¿El escarabajo?
—Un Lipkanus silvus, sí. El crío lo había encontrado en los alrededores de Morteau. Semejante espécimen solo podía haber escapado de una colección particular. Busqué un criadero de las mismas características que el mío en las inmediaciones, pero no encontré nada. Incluso del lado suizo. Cuando descubrí el segundo espécimen sobre el cuerpo de Sylvie Simonis, lo comprendí inmediatamente. El primero provenía del mismo lugar: la granja del asesino.
—¿Y eso cuándo fue?
—Durante el verano de 2001.
—¿Comentó eso a los gendarmes?
—Hablé con el capitán Sarrazin, pero él tampoco encontró nada. Se habría puesto en contacto conmigo nuevamente.
—Según usted, ¿el asesino cría una especie tropical?
—O bien viajó y trajo, a pesar suyo, un espécimen que se introdujo en el criadero o bien desarrolla voluntariamente la cepa y por una razón misteriosa coloca los bichos en su víctima. Me inclino por esta última respuesta. Este escarabajo es una firma. Un símbolo que no podemos comprender.
—¿Es posible ver el espécimen? ¿Lo guarda?
—Por supuesto. Es más, puedo dárselo. También le daré la ortografía exacta de su nombre.
La alusión a la firma me recordó otro elemento.
—¿Le mencionaron lo del liquen en la caja torácica?
—Estuve presente en la autopsia.
—¿Qué opina?
—Un símbolo más. O algo que tiene una razón específica.
—¿Ese liquen también podría venir de África?
Su expresión era de desdén.
—Soy entomólogo, no botánico.
Me imaginé el lugar donde se preparaban esos delirios. Un criadero de insectos, un laboratorio, un invernadero. ¿Qué coño hacían los gendarmes? Era imposible no encontrar un sitio tan peculiar en los valles de la región.
—Está aquí —agregó Plinkh, como si leyera mis pensamientos—. Muy cerca. Puedo sentir su presencia, sus escuadrones, en alguna parte de nuestros valles. Su ejército, idéntico al mío, listo para un nuevo ataque. Son sus legiones, ¿comprende?
Eché una mirada a mi derecha, hacia las jaulas veladas con gasa. Todo me pareció aumentado con una lupa. Los ácaros trotando sobre una mecha de pelo, una mosca hinchada de sangre lamiendo la que brotaba de una herida, centenares de huevos; caviar grisáceo, en el fondo de una cavidad podrida.
—¿Podemos volver a su despacho? —pregunté con una voz sorda.