Había diez fotografías sobre la superficie de acero pulido. Perpendiculares a la mesa de disección.
—Quiero que sepa de qué hablamos. Con exactitud —había dicho Valleret.
Yo ya no estaba tan seguro de querer saber. Las imágenes ilustraban, una tras otra, el proceso de una descomposición humana. La primera fotografía mostraba un plano de conjunto. Un claro en pendiente, rodeado de pinos que daban a un acantilado. Una mujer estaba de espaldas, encogida y de lado, como si durmiera. El cuerpo parecía un títere desarticulado, construido con fragmentos disparatados. La cabeza, hundida entre los hombros, y el busto arqueado mostraban proporciones normales, pero las caderas y las piernas iban disminuyendo de tamaño hasta llegar a los huesos de los pies, como si se tratara de la cola de una sirena de pesadilla.
La segunda imagen era un gran plano de tarsos y metatarsos unidos solamente por filamentos de carne ennegrecida. La tercera era una toma de los muslos, verdosos, apergaminados. En la cuarta, las caderas y el sexo eran un hervidero de gusanos, que levantaban placas de crisálidas y de fibras. Luego el vientre, pútrido, violáceo, hinchado, al cual también los profanadores daban vida.
Así, se subía hasta el busto, menos roído aunque horadado por el trabajo de las larvas y, hasta los hombros, solamente veteados. La cabeza, por fin, estaba intacta pero transmitía un sufrimiento aterrador. El rostro era solo una boca, horriblemente abierta, paralizada en un grito eterno.
—Todo lo que observa es obra del asesino —dijo Valleret, al otro lado de la mesa—. Este cadáver presenta todas las etapas de descomposición. Simultáneamente. De los pies a la cabeza, se puede reconstruir el proceso de putrefacción.
—¿Cómo es posible?
—No es posible. El asesino llevó a cabo lo imposible.
«Como si la mujer hubiera muerto varias veces», había dicho Shapiro. Esa putrefacción por etapas era, por tanto, el fruto de un trabajo realizado con particular esmero.
—Al principio —prosiguió el matasanos—, cuando los bomberos y los tíos de urgencias descubrieron el cuerpo pensaron que las condiciones meteorológicas habían provocado estas diferencias. Es lo que yo también declaré, para calmar los ánimos. Pero como sin duda usted sabe, son gilipolleces. En condiciones normales, una descomposición se completa al cabo de tres años. ¿Cómo podía haberse degradado la mitad inferior hasta ese punto en menos de una semana? El asesino provocó ese fenómeno. Concibió y creó cada fase de la degeneración.
Bajé la vista para mirar una vez más las fotografías mientras que Valleret recitaba a media voz:
El sol brillaba sobre esa podredumbre
como si cocinarla bien quisiera,
devolviendo a la gran naturaleza
centuplicado aquello que antes uniera.
¡Un médico forense poeta! Hacía buena pareja con Svendsen. Conocía esos versos. «Una carroña», de Charles Baudelaire.
—En cuanto vi el cuerpo, pensé en esta estrofa —comentó—. Hay una dimensión artística en esa carnicería. Una toma de posición estética, un poco como esas telas cubistas que exponen, en un solo plano, todos los ángulos de un objeto.
—¿Por qué? ¿Cómo lo hizo?
El médico rodeó la mesa y se colocó a mi lado.
—Desde el mes de junio no hago más que pensar en este cadáver. Trato de imaginar las técnicas del asesino. Creo que utilizó ácidos en las partes en las que la descomposición está más avanzada. Más arriba, inyectó productos químicos bajo la piel, en los músculos, para obtener ese aspecto apergaminado. Los diferentes estados de putrefacción implican también un tratamiento particular de la temperatura y de la luz. El calor acelera los procesos orgánicos.
—¿De modo que el cuerpo fue trasladado posteriormente al claro?
—Por supuesto. Todo se llevó a cabo en un sitio cerrado. Quizá incluso en un laboratorio.
—¿Cree que el asesino tiene una formación en química?
—No me cabe duda. Y acceso a productos muy peligrosos.
El forense cogió una foto y luego otra que colocó encima de la serie.
—Veamos unos ejemplos. Aquí, las caderas y el sexo en plena secreción: cuando la muerte se remonta a entre seis y doce meses, los humores aparecen mientras que las carnes se transforman en fluidos. Allí, la parte superior del abdomen está en estado gaseoso: fermentación amoniacal, evaporación de líquidos saniosos. Todo esto fue provocado, retenido, controlado. Ese demente es un auténtico director de orquesta.
Traté de imaginar al asesino manos a la obra. No vi nada. Una sombra quizá, con una máscara sobre el rostro, inclinado sobre su víctima en una sala de cirugía utilizando jeringas, aplicaciones, instrumentos desconocidos. Valleret seguía:
—En ese sentido, hay algo curioso. En la caja torácica hallé un liquen que no hacía nada allí. Quiero decir: nada que ver con la descomposición. Un elemento extraño inyectado bajo las costillas.
—¿Qué tipo de liquen?
—No conozco su nombre, pero tiene una particularidad: es luminiscente. Cuando los de salvamento descubrieron el cuerpo, el interior del pecho aún brillaba. Según los tíos de urgencias, parecía una verdadera calabaza de Halloween, con una vela adentro.
Una pregunta me daba vueltas en la cabeza: ¿por qué? ¿Por qué semejante complejidad en la preparación del cuerpo?
—Otras partes son más «sencillas» —continuó el forense—. Los hombros y los brazos acababan de alcanzar el rigor mortis, que normalmente tarda en aparecer aproximadamente unas siete horas después del óbito y se disipa, según los casos, unos días más tarde. En cuanto a la cabeza…
—¿La cabeza?
—Todavía estaba tibia.
—¿Cómo pudo el asesino lograr ese prodigio?
—No es nada excepcional. Cuando se la descubrió, la mujer acababa de morir, eso es todo.
—Es decir que…
—Que Sylvie Simonis aún estaba viva cuando sufrió los demás tratamientos, sí. Murió de sufrimiento. No podría decir con certeza cuándo, pero seguramente al final del suplicio. El estado del rostro así lo atestigua. En los restos del hígado y del estómago descubrí rastros de lesiones de gastritis y de úlceras duodenales que demuestran un intenso estrés. Sylvie Simonis pasó varios días agonizando.
En mi cabeza sentía un zumbido y una opresión provocadas por la angustia. Valleret agregó:
—Me arriesgaría a decir que la asesinó… con los mismos instrumentos de la muerte. No olvidó nada. Ni siquiera los insectos.
—¿Fue él quien colocó los bichos?
—Los inyectó en las heridas, bajo la piel. Escogió los especímenes necrófagos que correspondían a cada etapa. Moscas sarcófago, gusanos, ácaros, coleópteros, mariposas. Todo el batallón de la muerte estaba allí, escalonado según una cronología perfecta.
—¿Eso significa que tiene un criadero de insectos?
—Sin la menor duda.
Bajo el rumor de mi cabeza, unos puntos precisos se dibujaban: un químico, un laboratorio, un criadero. Pistas reales para acorralar a ese cabronazo.
—En esta región vive uno de los mejores entomólogos de Europa, un especialista en esos insectos. Él me ayudó a hacer la autopsia.
Valleret escribió las señas en una de sus tarjetas. «Mathias Plinkh», seguido de todos los detalles de su dirección.
—¿Él también tiene un criadero?
—Es su principal actividad.
—¿Podría considerársele sospechoso?
—Usted nunca pierde el rumbo, ¿no? Vaya a visitarlo. Se hará una idea. A mi modo de ver, es extraño pero no peligroso. Su incubadora está cerca del monte de Uziers, en la carretera de Sartuis.
Bajé otra vez la vista sobre los primeros planos y me obligué a mirarlos en detalle. Carnes hinchadas por los gases. Heridas abiertas llenas de moscas. Gusanos blancos succionando los músculos rosados. A pesar del frío, sudaba a chorros.
—¿Ha observado otras huellas de violencia? —pregunté.
—¿No ha tenido ya suficiente?
—Me refiero a otro tipo de violencia. Por ejemplo, señales de golpes, de brutalidades cometidas durante el secuestro.
—Hay señales de ligaduras, lógicamente, pero sobre todo de mordeduras.
—¿Mordeduras?
El médico titubeó. Me sequé los párpados, que me picaban por el sudor.
—Ni humanas, ni animales. Según mis observaciones, la «cosa» que le ha hecho eso dispone de numerosos dientes. Parecen colmillos, desordenados, invertidos. Como si… Como si los dientes no estuvieran colocados en el mismo sentido. Una especie de mandíbula surgida del caos.
Una imagen se dibujó en mi mente. Pazuzu, el demonio asirio de la iconografía de Luc. La criatura con cola de escorpión agitándose en la sala de cirugía, su morro de murciélago inclinado sobre el cuerpo. Podía oír sus gruñidos roncos. Los ruidos de succión, de carne desgarrada. El diablo. El diablo encarnado, en flagrante delito de asesinato.
Valleret acudió en mi ayuda.
—Todo lo que puedo imaginar es una porra forrada con dientes de animal. De una hiena o una fiera. En todo caso, es un arma que tiene un mango. Debió de golpear con eso el cuerpo de Sylvie Simonis en diferentes lugares: brazos, garganta, costados. Pero subsiste el problema de las marcas de mandíbulas, muy precisas. Y, ¿por qué esa tortura en particular? No tiene relación con el resto. Yo… —Me observó de repente—. ¿Se encuentra bien, muchacho? Tiene mal aspecto.
—Estoy bien.
—¿Quiere que vayamos a tomar un café?
—No, no, muchas gracias.
Proseguí con las preguntas habituales de un madero: concretas, para recuperar la sangre fría.
—¿Se encontraron huellas alrededor del cuerpo?
—No. Seguramente se depositó el cuerpo durante la noche, pero la lluvia matinal lo borró todo.
—¿Conoce la ubicación de la escena del crimen con respecto al monasterio?
—Sí, he visto fotos. En lo alto de un acantilado, encima de la abadía. El cuerpo dominaba el claustro, como una afrenta. Una provocación.
—Me han hablado de un crimen satánico. ¿Había señales o símbolos sobre el cuerpo o cerca de él?
—No lo sé.
—En cuanto al asesino, ¿qué puede decirme?
—Técnicamente, su perfil es preciso. Un químico. Un botánico. Un entomólogo. Conoce bien el cuerpo humano. ¡Quizá hasta es forense! Es un embalsamador. Pero un embalsamador a la inversa. No preserva. Acelera la descomposición, la orquesta, juega con ella. Es un artista. Y un hombre que preparó el golpe durante años.
—¿Dijo todo esto a los gendarmes?
—Por supuesto.
—¿Están trabajando sobre pistas precisas?
—No tengo la impresión de que las cosas estén para tirar cohetes, pero la juez y el capitán de la gendarmería llevan el asunto con mucha discreción. Quizá tienen algo…
Volvía a ver a Corine Magnan con su bálsamo de tigre y al capitán Sarrazin comiéndose las palabras. ¿Qué podían hacer contra semejante crimen? Hice una pregunta en otra dirección:
—¿Ve alguna relación con el asesinato de la hija de Simonis, en 1988?
—No conozco bien el primer caso. Pero no hay ningún punto en común. La pequeña Manon fue ahogada en un pozo. Es horrible, pero no tiene nada que ver con el refinamiento de la ejecución de Sylvie.
—¿Por qué dice «ejecución»?
Se encogió de hombros sin responderme. Durante su exposición había subido el tono y adquirido cierta seguridad. Ahora, recuperaba su posición encorvada. Se metía nuevamente en su piel de fracasado.
—Según su opinión, ¿cuál era su objetivo? —insistí.
Hubo un largo silencio. Valleret buscaba las palabras.
—Es un príncipe de las tinieblas. Un orfebre del mal, que se mueve por amor al refinamiento. No estoy seguro de que experimente algún goce. Quiero decir, de tipo sexual. Se lo repito: un artista. Con pulsiones… abstractas.
No conseguiría nada más. Para terminar le pregunté:
—¿Tiene a mano una copia de su informe de la autopsia?
—Espéreme aquí.
—¿Ha conservado también muestras del liquen?
—Sí, tengo varias. Al vacío.
Desapareció por las puertas batientes. Unos segundos más tarde, dejaba en mis manos una carpeta de color beis.
—Aquí lo tiene —dijo—. Mi informe, las constataciones de los gendarmes, las fotos tomadas in situ, el informe meteorológico, todo. He adjuntado también dos sobres de liquen.
—Gracias.
—No me dé las gracias. Le paso la pelota, muchacho. Un regalo envenenado. Durante años he vivido obsesionado por el accidente que destrozó mi vida. Después de hacer esta autopsia, solo escucho los aullidos de la mujer roída por los gusanos. —Sonrió con amargura—. Un clavo saca otro clavo, sea cual sea la podredumbre de la madera.
Volví a la superficie del mundo con alivio. Cuando atravesaba la explanada del hospital, a la luz del mediodía, mi malestar disminuyó. Sin embargo, al accionar el mando a distancia del coche, me quedé paralizado.
La imagen del demonio acababa de surgir, destrozando a mordiscos las carnes de Sylvie Simonis, rodeada de una nube de moscas, con un fondo de perros aullando. Un recuerdo, heredado de los cursos de teología, surgió en mi mente.
Belcebú provenía del hebreo Beelzebul.
El mismo derivado del nombre filisteo Beel Zebub.
El Señor de las Moscas.