Barrio de Trépillot, al oeste de la ciudad.
Detrás de la piscina municipal se encontraba la división central de la gendarmería. Penetré en la zona de aparcamiento sin dificultades; no había ni siquiera un guardia en la entrada. Estacioné entre dos Peugeot. Debería haber ido directamente a Sartuis, pero primero quería ver la cara de los que habían investigado ese cadáver tan bien protegido.
Escogí el edificio más imponente del cuartel, encontré una escalera y subí. Ni un solo uniforme a la vista. Me atreví a echar una ojeada al pasillo del primer piso y encontré un letrero: SERVICIO DE INVESTIGACIÓN. Nadie. En el segundo piso, otro letrero: COG: CENTRO OPERATIVO DE GENDARMERÍA.
La puerta estaba entreabierta. Dos gendarmes dormitaban delante de una centralita telefónica; detrás había un mapa de la región.
Me presenté utilizando mi falsa identidad y pedí ver al gendarme encargado del caso Simonis. Los dos hombres se miraron. Uno de los dos se eclipsó sin pronunciar palabra.
Cinco minutos más tarde, volvió para guiarme hasta una pequeña habitación más bien espartana en el tercer piso. Paredes blancas, sillas de madera, mesa de formica.
Apenas había tenido tiempo de echar una mirada por la ventana cuando un tipo filiforme apareció en el marco de la puerta, llevando un vaso de plástico en cada mano. El olor a café se extendió por la habitación. No llevaba ni quepis ni uniforme. Solo una camisa de cuello abierto azul cielo, con galones en los hombros. Sin decir una palabra, dejó un vaso de mi lado, en la punta de la mesa, y luego fue a sentarse en el otro extremo. Esta actitud era una orden: me senté sin rechistar.
El oficial me estudió. Yo lo observé a mi vez. Apenas treinta años; sin embargo, tenía la certeza de que era el responsable de la investigación Simonis. Toda su persona emanaba una voluntad de hierro. Sus cabellos, muy cortos, le envolvían la cabeza como un pasamontañas negro. Sus ojos oscuros, demasiado juntos, brillaban intensamente bajo las gruesas cejas.
—Capitán Stéphane Sarrazin —dijo, por fin—. Corine Magnan me ha llamado por teléfono.
Hablaba demasiado rápido, como rozando apenas las sílabas. Repetí mi identidad ficticia:
—Soy un periodista de París y…
—¿A quién quiere hacerle creer eso?
Sentí cierta rigidez en la nuca.
—Pertenece usted a la Criminal, ¿verdad?
—No estoy en misión oficial —admití.
—Ya lo hemos comprobado. ¿Qué sabe sobre el caso Simonis?
Mi garganta se secaba de segundo en segundo.
—Nada. Solo he leído dos artículos. Uno en L’Est républicain y otro en Le Courrier du Jura.
—¿Por qué le interesa ese caso?
—Interesaba a uno de mis colegas: Luc Soubeyras.
—No lo conozco.
—Ha intentado suicidarse. Actualmente está en coma. Era un amigo. Intento averiguar qué buscaba en el momento de su… decisión.
Saqué de mi bolsillo el retrato de Luc y lo deslicé sobre la mesa.
—No lo he visto nunca —dijo después de una breve mirada—. Se equivoca de sitio. Si su amigo hubiera venido a husmear el caso, se habría cruzado en mi camino. Dirijo el equipo de investigación.
Las pupilas negras eran duras, obstinadas, dispuestas a taladrar mi mente.
—¿Por qué se habría interesado por esta historia? —prosiguió.
No me atreví a responder: «Porque tiene pasión por el diablo».
—Por el misterio.
—¿Qué misterio?
—El origen de la muerte. La descomposición anormal.
—Miente. Usted no ha hecho este viaje por cuatro gusanos.
—Le juro que no sé nada más.
—¿No sabe quién es Sylvie Simonis?
—Ni idea. Por eso estoy aquí.
El oficial cogió su vaso de plástico y sopló. Durante un breve instante creí que iba a darme la información, pero me equivocaba.
—Seré muy claro —dijo—. Por la matrícula de su coche, tengo su nombre y el de su comisaria de división. Si se marcha ahora, no usaré el teléfono. Si mañana me entero de que todavía sigue dando vueltas por aquí… ¡Prepárese!
Me tomé el tiempo de beber el café. No sabía a nada ni parecía real. A imagen de esa reunión: una superchería. Me puse de pie y me dirigí hacia la puerta. El gendarme repitió a mis espaldas:
—Tiene todo el día de hoy. Le dará tiempo para visitar el fuerte Vauban.
Volví rápidamente al centro de la ciudad, donde se encontraba el despacho de la AFP. Cerca de la plaza Pasteur dejé el coche para entrar en una zona peatonal. Di con la agencia: una buhardilla situada en lo alto de un edificio de arquitectura tradicional. Joël Shapiro saboreó mi relato.
—¡Tendrían que haberlo atendido correctamente!
Era un muchacho joven, con unos pocos rizos en torno a una incipiente calva, que parecían una corona de laurel. A modo de reminiscencia, llevaba una perilla en el mentón. Opté por tutearlo.
—En tu opinión, ¿por qué esa actitud?
—Censura informativa. No quieren decir nada.
—Y tú, ¿no has descubierto nada estos últimos meses?
Metió las dos manos en una caja de copos de maíz; el desayuno de los campeones.
—Nada de nada. No sueltan prenda. Y no estoy en la mejor posición para hacer averiguaciones.
—¿Por qué?
—No soy de aquí. En el Jura, la ropa sucia se lava en casa.
—¿Hace mucho que estás aquí?
—Seis meses. Había pedido Irak. ¡Me dieron Bezak!
—¿Bezak?
—Es como llaman aquí a Besançon.
—Magnan ha mencionado que la víctima, Sylvie Simonis, era muy introvertida.
—Aquí es la comidilla del lugar.
—¿La historia del infanticidio?
—¡Un momento, no se precipite! Nunca se encontraron pruebas definitivas. Es más, hubo otros tres sospechosos. Pero no se obtuvo nada.
—¿Nunca identificaron al asesino?
—Nunca. Y mire por dónde, Sylvie Simonis muere en circunstancias misteriosas. ¿Se imagina que pasara lo mismo con Christine Villemin? ¿Que apareciera asesinada?
—Corine Magnan me ha dicho que ni siquiera se había confirmado que fuera un asesinato.
—¡Y una mierda! Lo taparon todo y santas pascuas.
Observé, bajo el techo abuhardillado, las estanterías repletas de expedientes grises y de cajas con fotos.
—¿Tienes artículos o fotos de aquella época? Me refiero a 1988.
—Nada. Todo lo que tiene más de diez años se envía a los archivos de la sede central en París.
—¿Y no los hiciste traer en junio?
—Sí, pero lo devolví todo. En realidad, no había gran cosa.
—Volvamos a Sylvie Simonis. ¿Tienes fotos del cuerpo?
—Ni una.
—¿Y qué sabes sobre las anomalías del cadáver?
—Rumores. Dicen que en algunas partes estaba podrido hasta el hueso. Pero en cambio, la cara estaba intacta.
—¿Es todo lo que has averiguado?
—Interrogué a Valleret, el forense de Besançon. Según él, ese fenómeno no es raro. Me citó ejemplos de cuerpos incorruptos después de años, particularmente los de los santos canonizados.
—Puede suceder que un cadáver no se descomponga. Pero no que se descomponga a medias.
—Tendría que hablar con Valleret. Un fuera de serie. Es parisino, pero creo que allí tuvo algunas dificultades.
—¿Qué tipo de dificultades?
—Ni idea.
Cambié de conversación.
—He oído decir que se trata de un crimen satánico. ¿Sabes algo al respecto?
—No. Nunca he oído nada parecido.
—¿Y el monasterio?
—¿Notre-Dame-de-Bienfaisance? Está cerrado. Es decir, ya no hay monjes ni monjas allí. Es una especie de albergue, de refugio. Los misioneros van a descansar. Las personas en duelo también.
Me puse de pie.
—Daré una vuelta por Sartuis.
—¡Lo acompaño!
—Si quieres ayudar —dije—, ve al juzgado de primera instancia. Averigua si mi visita ha armado mucho revuelo.
Pareció decepcionado. Tuve un detalle con él.
—Te llamaré más tarde.
A modo de conclusión, le mostré la foto de Luc.
—¿Has visto alguna vez a este hombre?
—No. ¿Quién es?
Parecía que Luc hubiera evitado pasar por Besançon. Sin contestar, me dirigí hacia la puerta.
—Otra cosa —dije, ya en el umbral—. ¿Conoces a los periodistas locales de Sartuis?
—Por supuesto. Jean-Claude Chopard, de Le Courrier du Jura. Un especialista en el primer caso. Incluso quería escribir un libro.
—¿Crees que hablará?
—¡Comparado con él, yo he hecho voto de silencio!