Una pistola automática Glock 21, calibre 45.
Tres cargadores de dieciséis balas con punta hueca.
Dos cajas de balas blindadas y semiblindadas.
Municiones Arcane, capaces de atravesar los chalecos antibalas. Una bomba de gas paralizante.
Un cuchillo de combate Randall con hoja biselada.
Un auténtico arsenal de guerra. Con o sin identificación de madero, con o sin jurisdicción, debía esperar lo peor. Coloqué las armas en sacos impermeables negros entre las camisas, los jerséis y los calcetines. En la funda para trajes colgué dos de invierno y varias corbatas cogidas al azar. Añadí guantes, un gorro y dos jerséis. Mejor ser precavido. No excluía la posibilidad de pasar más tiempo en la región del Jura.
Entre la ropa también puse mi ordenador portátil, una cámara digital, una linterna Streamlight y un kit de la policía científica, para extraer muestras orgánicas y tomar huellas dactilares.
Agregué documentación sobre la región que había sacado de internet y una fotografía reciente de Luc. Para terminar, una Biblia, las Confesiones de san Agustín y la Subida al monte Carmelo de san Juan de la Cruz. Cuando viajaba siempre me limitaba a estos tres libros, para no darle demasiadas vueltas y terminar llevándome la mitad de la biblioteca.
Siete de la tarde
El último café —un carajillo de ron— y en marcha.
No entré directamente en el bulevar periférico. Primero el Sena, el puente de la Cité, luego, por la orilla izquierda, la rue Saint-Jacques. La lluvia había vuelto. París relucía como una pintura recién barnizada. El halo azulado de las farolas desprendía una especie de inquietud, de agitación.
Justo después de la rue Gay-Lussac, aparqué a la izquierda en la rue de l’Abbé-de-L’Épée. Metí la bolsa en el maletero, lo cerré con llave y me dirigí hacia la iglesia de Saint-Jacques du Haut-Pas.
La parroquia daba directamente a la acera. Había reemplazado el asfalto por un pavimento de adoquines. Empujé la puerta lateral. Hice la señal de la cruz y volví a encontrar, intacta, inmutable, la suave claridad de aquel lugar. A esa hora, bajo las luces eléctricas, la nave surgía leve, horadada, tejida por el sol.
Pasos. Apareció el padre Stéphane, que apagaba los interruptores de todas las arañas. Cada noche cumplía el mismo rito. Lo había conocido en la Universidad Católica de París. Entonces era profesor de teología. Al llegar a la edad de jubilación le habían confiado esta iglesia, lo que le permitía seguir viviendo en el mismo barrio. Sintió mi presencia.
—¿Hay alguien ahí?
Salí de detrás de una columna.
—Vengo a saludarte. O más bien a despedirme. Salgo de viaje.
El anciano me reconoció y sonrió. Tenía una cabeza redonda y unos ojos a juego con ella: enormes iris en unos ojos como platos, de crío sorprendido. Se acercó, apagando otra lámpara al pasar.
—¿Vacaciones?
—¿Tú qué crees?
Señaló los bancos y me invitó a que me sentara. Él cogió un reclinatorio y lo colocó fuera de la hilera, en diagonal, frente a mí. Su sonrisa infundía calidez a sus facciones grises.
—Y bien —dijo palmeando las manos—, ¿qué te trae por aquí?
—¿Te acuerdas de Luc? ¿Luc Soubeyras?
—Por supuesto que sí.
—Se ha suicidado.
Su rostro se apagó. Sus ojos redondos se velaron.
—Mat, hijo mío, no puedo hacer nada por ti.
El sacerdote se equivocaba. Creía que pretendía pedirle unos funerales cristianos.
—No es eso —dije—. Luc no ha muerto. Ha intentado ahogarse pero está en coma. No se sabe si saldrá adelante. Las probabilidades son del cincuenta por ciento.
Sacudió la cabeza lentamente, con un matiz de reprobación.
—Era tan exaltado —murmuró—. Siempre extremo, en todas las cosas.
—Tenía fe.
—Todos tenemos fe. Pero Luc tenía ideas peligrosas. Dios excluye la cólera, el fanatismo.
—¿No me preguntas por qué ha querido poner fin a sus días?
—¿Qué se puede comprender de tales actos? Hasta nosotros, a menudo, no tenemos el brazo lo bastante largo para rescatar a estas almas.
—Creo que ha intentado matarse por culpa de una investigación.
—¿Tiene relación con tu viaje?
—Quiero terminar su trabajo —repliqué—. Es la única manera de llegar a comprenderlo.
—No es la única razón.
Stéphane leía en mí como en un libro abierto. Después de una pausa, proseguí:
—Quiero seguir su rastro. Cerrar su caso. Pienso… En fin, creo que si descubro la verdad él despertará.
—¿Te has vuelto supersticioso?
—Siento que puedo rescatarlo. Arrancarlo de las tinieblas.
—¿Y quién te dice que él no ha terminado ya esta investigación? ¿Que precisamente es su conclusión lo que lo ha hundido en la desesperación?
—Puedo salvarlo —insistí en tono porfiado.
—Solo Nuestro Padre puede salvarlo.
—Por supuesto —dije y cambié de conversación—. ¿Crees en el diablo?
—No —contestó, sin vacilar—. Creo en un Dios todopoderoso. Un creador que no comparte su poder. El diablo no existe. Lo que existe es la libertad que el Señor nos ha otorgado y el modo en que la desperdiciamos.
Aprobé en silencio. Stéphane se agachó y adoptó el tono con el que se reprende a los niños.
—Tú finges interrogarme sobre tus dudas pero estás muy seguro. Quieres pedirme algo más, ¿verdad?
Me moví, inquieto, en el asiento.
—Querría confesarme.
—¿Ahora?
—Ahora.
Saboreaba el olor del incienso, del mimbre tejido de los asientos, de la resonancia de nuestras palabras. Estábamos en el espacio de la confesión, de la redención.
—Ven conmigo.
—¿No podemos quedarnos aquí?
Stéphane arqueó las cejas, sorprendido. Detrás de su aire bonachón, se escondía un tradicionalista, casi un reaccionario. Cuando impartía cursos de teología mencionaba siempre esa arquitectura invisible, esos puntos de referencia: los ritos, que deben estructurar nuestro camino. Sin embargo, esa noche, cerró los ojos y unió las manos, murmurando un padrenuestro. Lo imité.
Luego se inclinó hacia mí y susurró:
—Te escucho.
Hablé de Doudou, del episodio de Rungis, de las mentiras y las marranadas que jalonaban mi investigación. Hablé de las discotecas africanas, de las tentaciones que habían hecho nacer en mí. Hablé de Foxy, de la realidad inmunda que representaba y del pacto que había tenido que sellar con ella. Evoqué esa lógica de lo peor, que consiste en cerrar los ojos ante un mal para evitar otro, más grave aún.
Confesé mi cobardía hacia Luc: no había tenido el coraje de pasar por el hospital antes de marcharme. Y también mi desprecio hacia Laure, mi madre, todos esos maderos que había encontrado esa misma mañana en la capilla.
Stéphane escuchaba con los ojos cerrados. Comprendí, mientras hablaba, que seguía pecando. Mis remordimientos no eran sinceros: disfrutaba de ese momento compartido, un momento de sinceridad. Había placer allí donde debía existir contrición, penitencia.
—¿Eso es todo? —preguntó por fin.
—¿No te parece suficiente?
—Haces tu trabajo, ¿no?
—No es una disculpa.
—Podría ser una disculpa para dejarse llevar por la pereza del pecado, de la indiferencia. Pero me parece que estás lejos de eso.
—¿De modo que estoy absuelto? —Chasqueé los dedos—. ¿Así, sin más?
—No seas irónico. Recemos una oración juntos.
—¿Puedo elegirla?
—No es a la carta, hijo. —Sonrió—. ¿Qué oración querrías?
Murmuré:
Mi vida es solo un instante, una efímera hora.
Mi vida es solo un día,
que se evade y que huye.
—¿Thérèse de Lisieux?
Cuando éramos adolescentes, con Luc, despreciábamos a las mujeres célebres de la historia cristiana: santa Teresa de Ávila: una histérica. Santa Teresa de Lisieux: una simplona. Hildegarde von Bingen: una iluminada… Pero con la edad, las había descubierto y me habían fascinado. Como la frescura de Teresa de Lisieux. Su inocencia era la quintaesencia. La pura simplicidad cristiana.
—No es muy ortodoxo —refunfuñó Stéphane—, pero si insistes…
Susurró:
Mi vida es solo un instante, una efímera hora.
Mi vida es un solo día,
que se evade y que huye.
Tú lo sabes, oh mi Dios, para amarte en esta Tierra
no tengo más que un día: ¡solo el día de hoy!
Continué con él:
Oh, yo te amo, Jesús. Hacia ti mi alma aspira.
Por un día solamente sé para mí dulce apoyo.
En mi corazón ven y reina, dame hoy tu sonrisa.
¡Nada más que por hoy!
El contraste entre el rostro ajado, erosionado, del sacerdote y sus palabras palpitantes, impacientes, me emocionó hasta las lágrimas. Con las últimas palabras bajé la cabeza. El sacerdote hizo la señal de la cruz sobre mi frente.
—Ve en paz, hijo mío.
De pronto, comprendí lo que había ido a buscar. Una anticipación. Una absolución, no por mis faltas recientes, sino por las que vendrían.
Stéphane también lo había comprendido. Dijo, en tono campechano:
—Es todo lo que puedo hacer por ti. Buena suerte.