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En el 36, me esperaba el caos habitual en mi casillero. Actas, informes de escuchas, telegramas de la prefectura, comunicados de prensa… Cogí todo el papeleo y lo tiré sobre mi escritorio. Me senté, envolví en una piel de camello las dos automáticas de Doudou y las guardé bajo llave en uno de los cajones de mi escritorio.

Cogí el teléfono fijo. Antes que nada, llamé a Laure para disculparme por haberme marchado tan precipitadamente después de la misa. Tras las habituales fórmulas de cortesía, dudé un momento antes de susurrar:

—También quería decirte que he investigado los viajes de Luc.

—¿Y?

—No había ninguna mujer. No en el sentido en el que tú lo decías.

—¿Estás seguro?

—Completamente. Volveré a llamarte.

Colgué sin saber si había aliviado su orgullo de mujer o empeorado su dolor de esposa. Hojeé mis documentos y leí las notas de Malaspey sobre el medallón de Luc. Un chisme sin valor alguno. Decididamente, lo importante para Luc era el símbolo de san Miguel.

Encontré también el informe de Meyer acerca del sospechoso del caso Perreux. El gitano Kalderash. Lo miré rápidamente: buen trabajo. Lo suficiente para convencer a Dumayet de que la investigación avanzaba.

Hablé con Foucault para pedirle que viniera a buscar su móvil. También llamé a Svendsen. Quería saber si había estudiado los escáneres encontrados en casa de Luc. No me dejó terminar la frase.

—Son imágenes captadas por un tomógrafo PET. Una máquina que permite visualizar la actividad del cerebro humano en tiempo real. Estas resonancias proceden del departamento de medicina nuclear del Brookhaven National Laboratory, un importante centro de investigaciones que está en New Jersey.

—¿De qué actividad cerebral se trata en este caso preciso?

—Según lo que me han dicho, de la de pacientes en plena crisis. Esquizofrénicos peligrosos.

—¿Criminales?

—Por lo menos, violentos.

Exactamente lo que había supuesto. En la Edad Media, la presencia diabólica se expresaba en forma de una gárgola monstruosa En el siglo XXI, en la de una «fisura asesina» en el cerebro.

Svendsen proseguía:

—He hallado más informaciones. Estos pacientes presentan también deformidades físicas relacionadas con su esquizofrenia. Torso más ancho, rostro asimétrico, sistema piloso más desarrollado… Es como si la enfermedad mental transformara el cuerpo. Son como una especie de Mister Hyde…

Presentí lo que interesaba a Luc en esos casos de mutación. El mal «poseía» a esos seres hasta el punto de deformarlos. Los condenados de nuestra época. Me despedí de Svendsen mientras Foucault hacía acto de presencia en mi guarida.

—Gracias —le dije, devolviéndole su móvil.

—¿Encontraste el tuyo?

—Todo en orden. ¿Resumiendo?

—He comprobado, para pasar el rato, si Larfaoui tenía contactos en la región de Besançon. Pero nada.

—¿Y los extractos?

—Lo he recibido todo. Sin novedad. Ninguna irregularidad en las cuentas de Luc ni en las facturas de teléfono. Sus llamadas, incluso las de su propia casa, tienen que ver con el trabajo. Pero no hay ninguna a Besançon. En mi opinión, usaba otra línea. Es cada vez más común en el caso de los maridos infieles y…

—De acuerdo. Quiero que sigas investigando las actividades de Larfaoui. A ver en qué trapicheos andaba, aparte de la birra.

No perdía la esperanza de descubrir algún detalle que pudiera, de una manera o de otra, relacionarse con el conjunto. Después de todo, el asesino del cabileño era, supuestamente, un sacerdote. Algo que podía, a su vez, establecer un nexo de unión con el diablo.

—¿Y los e-mails de la unita16?

—Los tipos de la asociación lo han devuelto todo. ¡Juran que no han recibido nada!

No lo había soñado; Luc había enviado esos mensajes. Decidí abandonar ese camino por el momento.

—¿Y la lista de los tipos que participarán en la conferencia sobre el diablo?

—Aquí está.

Eché un vistazo a la lista: sacerdotes, psiquiatras, sociólogos, todos italianos. Ningún nombre me decía nada.

—Cojonudo —dije, dejando la hoja—. Algo más, me marcho esta noche.

—¿Adónde?

—Asuntos privados. Entretanto, tú te haces cargo del chiringuito.

—¿Por cuánto tiempo?

—Unos días.

—¿Estarás disponible en el móvil?

—No habrá problema.

—¿Disponible de verdad?

—Escucharé los mensajes.

—¿Has hablado con Dumayet sobre tu escapadita?

—Estoy en ello.

—¿Y… Luc?

—Estacionario. No se puede hacer nada más.

Dudé y luego agregué:

—Pero allí donde voy estaré cerca de él.

Mi teniente se pasó la mano por los rizos dubitativamente. No comprendía.

—Te llamaré —dije sonriéndole.

Miré la puerta que se cerraba y luego cogí el informe de Meyer. Fui inmediatamente al despacho de Nathalie Dumayet.

—Ha hecho usted bien presentándose —dijo la comisaria cuando entraba—. Sus cuarenta y ocho horas han pasado.

Coloqué el informe delante de ella.

—Esto es lo de Le Perreux, para empezar.

—¿Y el resto?

Cerré la puerta, me senté frente a ella en el escritorio y empecé a hablar. La muerte de Larfaoui. Los chanchullos del cabileño. Los nombres: Doudou, Jonca, Chevillat. Metidos hasta el cuello. Pero me callé lo de la tolerancia de Luc, su tendencia a la manipulación.

—Los estupas no tienen más que barrer delante de su puerta —concluyó—. Que cada uno se ocupe de su mierda.

—Le prometí a Doudou que usted intervendría.

—¿A santo de qué?

—Me ha soplado otras informaciones… importantes.

—Lo que les ocurra a los estupas no es asunto nuestro.

—Usted podría llamar a Levain-Pahut. Ponerse en contacto con Condenceau. Orientar a los Bueyes sobre otra pista.

—¿Qué pista?

—Luc trabajaba en el asesinato de Larfaoui. Podría enredarle hablándoles de una infiltración entre los cerveceros. Con un buen caso en vista.

Su mirada acuática me dejó helado.

—¿Las informaciones de Doudou valen tanto?

—Quizá ahí esté el motivo del intento de suicidio de Luc. En todo caso, la investigación que lo ha obsesionado hasta el final.

—¿Qué investigación?

—Un asesinato en la región del Jura. Hoy es jueves. Deme hasta el lunes.

—Ni hablar. Ya le he echado una mano, Durey. Ahora, vuelva al tajo.

—Permítame que me tome unos días libres.

—¿Dónde cree que trabaja? ¿En Correos?

No contesté. Ella parecía estar pensándolo. Sus afilados dedos golpeteaban la carpeta de cuero. Desde mi llegada a la BC, nunca había hecho vacaciones.

—No quiero problemas —dijo por fin—. Sea donde sea donde vaya, no tiene ninguna jurisdicción.

—Seré discreto.

—¿El lunes?

—Estaré en el despacho a las nueve de la mañana.

—¿Quién más está en el ajo?

—Nadie, salvo usted.

Aprobó lentamente, sin mirarme.

—¿Y los casos abiertos?

—Foucault se hace cargo del chiringuito. La tendrá al corriente.

—Téngame usted al corriente. Cada día. Buen fin de semana.