La moto de Doudou estaba aparcada delante del almacén.
Paré a cincuenta metros, apagué el motor, esperé. A esa hora, las calles estaban desiertas. Cinco minutos más tarde, el madero apareció en el umbral, acompañado por un fulano gordo, vestido con un chándal Adidas. Reconocí al tipo: un cervecero cuyo nombre no recordaba, que distribuía importantes pedidos de cerveza en varios distritos de París.
Echó un vistazo a su alrededor con la frente fruncida; parecía tener prisa por deshacerse de su visitante. Doudou daba la impresión de estar alterado, a punto de explotar. El cervecero metió una mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un sobre abultado. Doudou lo guardó en su cazadora, echando una mirada a su alrededor.
Me hundí en el asiento esperando que terminaran con su trapicheo. Desenfundé, cargué el arma y luego cogí un par de esposas de la guantera. El gordo desapareció en el interior de la nave mientras que Doudou caminaba hacia su moto. Antes de que me diera la espalda para ponerse el casco, salté y corrí hacia él, con la pipa en la mano. Cuando levantó los brazos sosteniendo el casco en el aire, sobre su cabeza, le hundí el cañón de mi HK en la nuca.
—No te muevas, cabrón —murmuré—. Así es como me gustas.
Al reconocer mi voz, Doudou se rio, socarrón.
—No te atreverás.
De una patada le doblé las piernas. Doudou se estrelló en el suelo y su casco fue a parar al asfalto. Se volvió gritando. Le planté la automática en la garganta.
—¿Qué te apuestas?
Le di un culatazo en la carótida. Dio un respingo y vomitó. Lo agarré por el cuello, sintiendo que su bilis me quemaba la mano y le estrellé la cara contra la acera. Su nariz se partió limpiamente. Una vez más, me metía en el papel que más odiaba: el del madero violento.
Registré la cazadora y encontré el sobre, empapado de vómito. Diez mil euros por lo bajo. Guardé la pasta en mi bolsillo y con un golpe de talón en los riñones puse al madero boca abajo. Ya tenía las esposas en la mano. Las cerré en su espalda. Masculló: «¡Maricón…!». Cogí su automática, la metí en mi cinturón y luego palpé las perneras de sus vaqueros. En el tobillo derecho, otra pistola. Una Glock 17, la más sencilla de la serie. Me la metí en el bolsillo.
—Es hora de ir al confesionario, amigo.
—¡Que te follen!
Lo agarré por los pelos y lo puse de pie. De una patada en el culo lo empujé al interior del edificio. Una nave enorme, llena de canastos de plástico y toneles de acero. Los hombres que pilotaban las carretillas elevadoras se quedaron petrificados. Busqué nerviosamente mi identificación en el bolsillo.
—¡Policía! Hora de descanso. ¡Largo de aquí! ¡Todos!
Los trabajadores no se hicieron de rogar. Todavía resonaban los últimos pasos en el umbral cuando murmuré a Doudou:
—Conoces las normas. O hablas y todo se acaba en dos minutos o haces el capullo y jugamos fuerte. Con lo que tengo en el bolsillo, no corro el riesgo de que vayas a llorar a los de la IGS.
Doudou me dijo en tono burlón, con el rostro ensangrentado:
—¡Joder! ¿Sigues ahí? ¿No te había mandado a que te follaran?
Fui a cerrar la gran puerta.
—¿Qué coño haces? —gimió Doudou.
Sin responder, bloqueé el panel y volví a su lado. Lo agarré por el cogote y le metí la cara entre dos toneles de acero. Di la vuelta a los toneles y me planté delante de él, al otro lado. Grité como si estuviera hablando con un sordo:
—¿Qué tal? ¿Me oyes?
Doudou escupió sangre y eructó algunas palabras ininteligibles. Disparé una bala a quemarropa en el tonel de la derecha. La cerveza empezó a derramarse a mis pies mientras el tonel reverberaba.
—¿Me oyes o no?
La cara del madero estaba deformada por el dolor. Apunté al barril de la izquierda y volví a disparar. Chorro dorado. Vibración superaguda. Los tímpanos de Doudou tal vez ya habían estallado. Me planté a unos centímetros de él.
—¿Sigues sin oírme?
El madero no podía ni siquiera gritar. Su cara era un rictus de terror. Cogí su pelambrera y le levanté el rostro.
—¡Vas a contestar a mis preguntas, de lo contrario, vaciaré el cargador en estos jodidos barriles!
Doudou sacudió la cabeza. Era imposible saber si se rendía o si seguía provocándome. Volví a la carga y saqué el sobre de mi bolsillo.
—¿Esto qué es?
El madero abrió la boca. La sangre cayó en el charco espumoso. Tartamudeó:
—Tío, eso… —tartamudeó—, eso me acojona… tengo que… tengo que largarme.
—¿Por qué?
Las lágrimas caían por sus mejillas. Me entraban ganas de vomitar pero los vapores de cerveza anestesiaban el asco.
—¿Qué te acojona?
—Los Bueyes… Investigarán sobre Larfaoui… Descubrirán nuestros trapicheos…
—¿Estás implicado en su muerte?
—¡No! Joder… sácame la cabeza de aquí…
Aparté los barriles. Su cabeza hizo ¡splash!, en el charco. Lo cogí por las esposas y tiré violentamente de él hacia atrás para sentarlo.
—Quiero toda la historia. Larfaoui. Su asesinato. El papel de Luc y el tuyo en este follón.
—Llegamos a un arreglo con Larfaoui…
—¿Cómo que «llegamos»? ¿Quiénes?
—Yo, Jonca, Chevillat. Conseguíamos permisos para el moro. Pasábamos por las cafeterías, nos hacíamos los duros para hacerles ver que Larfaoui tenía a la pasma de su lado. Cerrábamos los ojos con los clandestinos…
—¿Estáis implicados en el asesinato de Larfaoui?
—¡Te digo que no! ¡No tenemos nada que ver con eso!
—Entonces, ¿se puede saber por qué tanto miedo?
—Los Bueyes mirarán con lupa las últimas acciones de Luc. ¡Estudiarán el expediente de Larfaoui! Y verán que algo huele mal…
—¿Luc estaba al corriente de vuestros chanchullos?
—¿Y tú qué crees, listillo?
—Mientes. Él nunca habría aceptado que…
—¡Luc siempre ha cerrado los ojos!
Doudou se reía con socarronería a pesar de su sufrimiento. Lo empujé con todas mis fuerzas contra los barriles. Los efluvios de la cerveza empezaban a embriagarme.
—¿Estás diciendo que Luc estaba pringado?
—Tu colega era todavía más vicioso. La pasta le traía sin cuidado. Nos dejaba hacer los chanchullos y luego los usaba contra nosotros, ¿te enteras?
—No.
—Nos tenía cogidos por los huevos, joder. Decía que le importaban una mierda nuestros chanchullos siempre y cuando nos comiéramos todos los marrones que él quisiera.
—¿Qué marrones?
—Jornadas de veinticuatro horas. Registros sin orden judicial. Pruebas amañadas. Los métodos de Luc para poner a los sospechosos contra las cuerdas.
El deseo de condenar, más que nunca. Reconocía a Luc y su lógica retorcida. Encubrir un delito a condición de conseguir más fuerza para luchar contra otro. Hacer cantar a sus propios hombres para que se convirtieran en esclavos de su cruzada contra Satán.
—Háblame de la investigación sobre Larfaoui. ¿Cómo conseguisteis un caso que debía asignarse a la Criminal?
—Luc conocía al juez. Y también tenía un expediente sobre los tíos de la DPJ. Decía que era la única manera de tapar nuestros embrollos.
—¿Y qué descubrió sobre el asesinato?
—Nada. Un misterio. Trabajo fino, de profesional. Y ni rastro de un móvil.
Intuía que Doudou era sincero. No obstante, insistí:
—¿Por qué Luc estaba tan obsesionado con ese caso?
—No estaba obsesionado.
—¿No era el caso lo que le volvía loco?
—No.
Mi vista se nublaba a través de la bruma del alcohol.
—¿Luc trabajaba en otra cosa?
Doudou no contestó. Jadeaba con la cabeza colgando sobre el torso. Le levanté la cara con el cañón.
—¡Habla, jodido inútil!
—Estás meando fuera del tiesto, tío.
—¿Por qué?
—Besançon… —Doudou arrastraba las palabras como un borracho—. Trabajaba sobre un caso en Besançon…
Por fin un dato que tenía relación con otro. Los viajes de Luc. El billete de tren descubierto por Laure. Puse una rodilla en el suelo.
—¿Qué sabes de eso?
—Quítame las esposas.
Tuve ganas de vaciar mi cargador en los cilindros de acero pero lo cogí por los hombros y le di la vuelta. Era hora de tirar lastre. Mi voluntad se estaba debilitando; los vapores de la cerveza… Le quité las esposas. Doudou se masajeó las muñecas; luego se palpó los tímpanos, alelado.
—¿Y bien? ¿Esa investigación?
—Un asesinato en el Jura. El cuerpo de una mujer, en la frontera suiza.
—¿Dónde, exactamente?
—No lo sé. El nombre del pueblucho es Sarty o Sartoux. Luc me habló de él una vez.
—¿Cuándo ocurrió?
—El verano pasado. En junio, creo.
—¿Qué sabes sobre ese asesinato?
—Un asunto horrible, según parece. Un crimen satánico. A Luc se le iba la olla con eso…
Un crimen satánico. Segunda revelación. Los elementos empezaban a ponerse en su sitio.
—¿Qué más sabes?
—Nada, te lo juro. Luc trabajaba solo en ese asunto. Viajó allí en diversas ocasiones. A veces, ida y vuelta el mismo día. Pasaba horas estudiando sus notas y las fotos de la escena del crimen.
—¿Dónde está ese expediente?
—Luc lo tenía en un archivo informático.
—¿Tienes el documento?
—Si había algún problema tenía que entregárselo a un pavo.
Tercera conexión. La escena de la iglesia, dos horas atrás.
—¿Es la caja que le has dado al tipo de la iglesia?
—Tienes ojo, cabrón. Sí, creo que es esa.
—¿Quién es ese hombre?
—Ni idea.
—¿Por qué se la has dado?
—Luc me había alertado. En caso de que se armara un berenjenal debía llamar a un número. Como respuesta, el tío me daría una contraseña.
—¿Qué contraseña?
Doudou se rio, un gorjeo horrible que terminó en tos.
—«He encontrado la garganta». Como contraseña parece una broma, ¿no?
Las informaciones por fin se articulaban, pero sin cobrar el menor sentido. Una investigación secreta. Un crimen satánico vinculado con un hombre que se persignaba al revés. Una frase que parecía una clave.
—Y esas palabras, ¿sabes qué quieren decir?
—Ni idea. Ayer, llamé. El tío me dijo que llevara la caja a la misa. Se la di. Asunto concluido.
—Ese hombre es un sacerdote, ¿verdad?
—¿Por qué?
Doudou no comprendía de qué le hablaba. Me levanté y lancé el sobre con la pasta en el charco de cerveza.
—Toma, emborráchate a mi salud. Y no te muevas de París.
Doudou alzó la vista, despavorido.
—¿Y los Bueyes?
—Yo me ocuparé. Hablaré con Dumayet. Ella llamará a Levain-Pahut. Ya encontrarán una solución.
—¿Por qué haces esto?
—Por Luc. Vuestro equipo debe permanecer unido. Te devolveré la pipa en el 36.
—Pero si Luc…
—Luc despertará, ¿me has oído?
Abrí la puerta de la nave y me enfrenté a la luz matinal. Mientras caminaba a lo largo del muro traté de vomitar. Nada, solo una bilis ácida. Encendí un Camel para quemar el sabor a violencia de mi garganta.
Recuperé el móvil del asiento de la moto. Corté la comunicación con la información horaria y eché una ojeada a la pantalla.
Mi tarifa plana mensual acababa de agotarse.