En la avenida de la Porte-de-Vincennes, divisé la moto de Doudou.
Una pieza de colección: una Yamaha 500, modelo trial. Me dirigí hacia el vehículo, sacando el móvil. Marqué el número de información horaria y luego calcé el teléfono entre el asiento de la moto y el guardabarros.
Esperé unos largos cinco minutos hasta que la multitud emergió de la cripta. Puse cara de circunstancias y fui hacia el tropel, buscando a Laure con la mirada. Estaba asediada por una infinidad de saludos y gestos benevolentes. Me deslicé entre los abrigos negros y le murmuré al oído:
—Te llamo luego.
Empecé a irme, pero agarré por la cazadora a Foucault cuando pasé por su lado.
—¿Me prestas tu móvil?
Sin hacer preguntas, me lo pasó. Cerca de su moto, Doudou se puso el casco integral.
—Gracias, te lo devuelvo a mediodía, en el despacho.
—¿A mediodía? Pero…
—Lo siento. Olvidé el mío.
Sin esperar respuesta corrí hacia mi Audi A3, aparcado a cincuenta metros de allí, en el lateral. Giré la llave de contacto mientras Doudou hundía su talón en el pedal. Puse primera mientras marcaba un número que conocía de memoria.
—Soy Durey, de la Brigada Criminal. ¿Quién está de guardia?
—Estreda.
Golpe de suerte: uno de los operadores que mejor conocía.
—Ponme con él.
Doudou desapareció entre la circulación. Salí de la fila y frené antes de meterme en el tráfico. Oí el acento de Estreda.
—Soy Durey.
—¿Qué tal?
—Me han birlado el móvil.
—¡Menudo policía estás hecho!
—¿Podrás localizarlo?
—Si el tío está usándolo, no hay problema.
Desde hacía poco tiempo era posible rastrear un móvil siempre y cuando estuviera comunicándose. El principio era sencillo: se identificaba la celda del satélite solicitada por el teléfono. En las ciudades, esas celdas eran cada vez más numerosas y su radio de acción se limitaba a doscientos o trescientos metros.
Esa técnica la habían iniciado empresas privadas especializadas en fletes y en transportes por carretera, que la utilizaban para localizar sus vehículos. La policía francesa no poseía un sistema propio y recurría a esas compañías, las cuales, mediando una fianza, daban acceso a su servidor.
—Estás de suerte —dijo Estreda—. El tío comunica.
Me coloqué el móvil bajo el mentón y puse primera.
—Dime.
—¿Tienes un ordenador?
—No, estoy en el coche. Tendrás que guiarme.
—Tu historia me huele a trapisonda.
—Empieza. Estoy conduciendo.
—No me estarás metiendo en una operación de seguimiento sin una orden, ¿verdad?
—¿Confías en mí o no?
—No. Pero el tío acaba de entrar en el periférico. Porte-de-Vincennes.
Arranqué a toda pastilla.
—¿Qué dirección?
—Periférico sur.
Atravesé la explanada a toda velocidad, obligando a los demás coches a frenar en seco. Los conductores se quejaron a gritos, pero ni hablar de utilizar la sirena. Entré en la rampa de acceso a más de ochenta kilómetros por hora.
—Va a toda mecha. ¿Está huyendo o qué?
No contesté, aunque acababa de descubrir una innovación: un nuevo programa permitía calcular, en tiempo real, la velocidad de kilómetro en kilómetro. Un auténtico videojuego.
—Ya ha pasado por la porte de Charenton.
Superé los cien kilómetros por hora y me cambié al carril rápido. La circulación era fluida. Estaba seguro de que Doudou no regresaba al 36. Estreda me confirmó que el motociclista había dejado atrás la porte de Bercy.
Porte de Bercy. Quai d’Ivry. Porte d’ltalie…
—Parece que disminuye de velocidad…
Hice un giro en diagonal para colocarme en el carril derecho.
—¿Sale? ¿Dónde está?
—Espera, espera…
Estreda entraba en el juego. Suponía que le seguía los pasos al «ladrón» de mi móvil. Me lo imaginaba encorvado sobre la pantalla donde parpadeaba la señal correspondiente a mi teléfono.
—Ha cogido la A6. Dirección Orly.
¿El aeropuerto? ¿Doudou iba a tomar un avión arriesgando el todo por el todo? Esa dirección era también la del mercado de Rungis. Inmediatamente lo relacioné con el mundo de los cerveceros.
—¿Dónde está?
Estreda no respondió; seguramente la señal aún no había cambiado de zona.
—¡Joder! ¿Dónde está? ¿Ha salido en Orly o qué?
Delante de mí veía cómo se acercaba la bifurcación: a la izquierda, Orly; a la derecha, Rungis. Ya estaba a tan solo doscientos metros. A mi pesar, levanté el pie del acelerador tratando de retener los segundos. De pronto, el portugués gritó:
—¡Acelera! Dirección Rungis.
Había acertado. Los almacenes de bebidas. Aceleré a fondo. La fluidez de la circulación parecía un milagro, teniendo en cuenta que en los carriles en sentido contrario estaban atascados.
—Va más despacio… —susurró Estreda—. Sale. ZA Delta. Hacia el mercado.
Conocía el camino; ya había estado en ese «mercado de interés nacional». Pasé el peaje y me encontré frente a una batería de paneles: HORTICULTURA, PESCADOS, FRUTAS Y VERDURAS… Frené en seco y cogí el móvil.
—¿Dónde está? ¡Al menos dame la orientación!
—Estamos jodidos. Mi señal ya no se mueve.
—¿Se ha parado?
—No. Pero hay varias señales de satélite en Rungis. Suelen saturarse.
—¿Entonces?
—Entonces puede que el tío se mueva pero que su señal siga en el mismo sitio, porque las otras no pueden pillarla. Hay un sistema que envía las llamadas en caso de…
—¡Mierda!
Golpeé el volante. Ya me veía recorriendo la inmensa zona comercial y sus pasajes, buscando la moto de Doudou.
—Está bien —susurré—. Ya me apañaré.
—¿Estás seguro de…?
—Llámame si la señal se mueve.
—¿Llamarte? Pero si es tu móvil el que…
—Me han prestado uno. El número debe de estar en tu pantalla.
—De acuerdo… Espera, ¡buenas noticias!
—Dime.
—La de la rotonda de los mercados, cerca de la porte de Thiais.
Estaba claro que Estreda conocía el lugar.
—Rungis es como nuestra casa, colega —me confirmó—. Nuestros camiones van allí todos los días.
—¿Conoces un sector especializado en bebidas por aquí?
—Un sector no, pero ahí está la Compañía de la Cerveza. Un almacén de cerveceros, rue de la Tour.
Puse la primera y aceleré quemando los neumáticos, que rechinaron con estridencia.