Poco faltó para que olvidara la misa de Luc.
Siete de la mañana
Tenía el tiempo justo para pasar por mi casa, ducharme y cambiarme de ropa. Apestaba a trópico y a brujería. Mientras conducía traté de recapitular.
Los elementos eran disparatados, fraccionados, sin el menor vínculo entre sí. Un suicidio protegido por san Miguel Arcángel. Una iconografía del diablo. Una asociación que organizaba peregrinaciones a Lourdes. Escapadas a la región del Jura, supuestamente adúlteras. Una frase enigmática: «He encontrado la garganta». El asesinato de un cervecero traficante.
Y sobre todo, el personaje del clérigo asesino, que batía todos los récords del absurdo. Un tirador con alzacuello, un profesional del gatillo, capaz de introducirse en los ambientes africanos más impenetrables. No tenía sentido, como tampoco lo tenían las sospechas de corrupción que planeaban sobre Luc en tanto que posible móvil del suicidio.
Si todos esos hechos formaban una sola red, era obvio que ya no tenía la clave de acceso, y que estaba lejos de conseguirla.
Nueve de la mañana
Empujé la puerta de la capilla de Sainte-Bernadette con los cabellos todavía húmedos. La iglesia, subterránea, parecía un refugio atómico. Techo bajo, columnas de hormigón, tragaluces de cristal rojo que parecían coagular la escasa luz diurna.
Rocé el agua bendita con la mano, me persigné y luego me escabullí por la izquierda. Allí estaban todos o casi todos. Rara vez había visto a tantos maderos por metro cuadrado. Por supuesto, la Brigada de Estupas en pleno, pero también los jefes de otras brigadas —BRP, Protección de Menores, Antiterrorismo—, peces gordos del ministerio, los comisarios de la DPJ… La mayoría llevaba uniforme negro: galones plateados y hojas de roble, lo que reforzaba aún más el tono marcial de la ceremonia. No era precisamente la reunión íntima que Laure había planeado.
Dudaba que Luc conociera personalmente a todos esos pesos pesados, pero tenían que estar presentes. Mostrar el compromiso de las autoridades, la solidaridad de todos hacia ese «acto desesperado». El prefecto de policía, Jean-Paul Proust, caminaba por la nave central junto a Martine Monteil, directora de la PJ. Los seguía Nathalie Dumayet, elegante con su abrigo oscuro; su cabeza sobrepasando la de los demás.
Semejante desfile me ponía los nervios de punta. Se enterraba a Luc antes de que hubiera exhalado su último suspiro. ¡Esa maldita ceremonia le daría mala suerte! Además, esos maderos constituían la mejor selección de ateos imaginable. No había ni uno solo que creyera en Dios. Luc vomitaría si viera semejante mascarada.
En las primeras filas, a la derecha, vi a los hombres de su equipo. Doudou, con la mirada ansiosa, la cabeza metida en su cazadora roja, Chevillat; tieso como un palo, un mechón sobre el ojo, hundido en su abrigo de piel; Jonca parecía un ángel del infierno, mal afeitado, con los bigotes caídos y los cabellos grasientos bajo una gorra de béisbol. Tres maderos del asfalto, duros, peligrosos, «limítrofes».
La iglesia seguía llenándose de gente; resonaban los murmullos, el siseo de los abrigos. Doudou abandonó su sitio. Lo seguí con la mirada. Fue al encuentro de un hombre que estaba cerca de un confesionario en el extremo derecho. Pequeño, robusto, con los cabellos canos cortados al cepillo. Sus anchos hombros estaban encorsetados en una gabardina tres cuartos, azul oscuro. Parecía que llevara un uniforme invisible, un uniforme que no era policial. De repente lo supe: un sacerdote. Un religioso vestido de civil.
Rodeé la primera fila de bancos y atravesé la nave. Ya estaba a solo diez metros de los dos hombres. En ese instante, Doudou deslizó un objeto en las manos del otro. Una suerte de estuche de lápices de madera barnizada.
Apreté el paso, pero una mano me cogió la manga.
Laure.
—¿Qué haces? Tú te quedas a mi lado.
—Por supuesto —dije sonriendo—. ¿Dónde quieres sentarte?
La seguí, pero eché otro vistazo a los conspiradores. Doudou ya volvía a su sitio. Detrás de una columna, el hombre de azul se persignaba. Estupor. Un signo de la cruz invertido, empezando por abajo como hacen ciertos satanistas, reproduciendo el símbolo del Anticristo. Laure me había hecho una pregunta.
—Perdona, ¿qué decías?
—¿Has elegido el texto?
—¿Qué texto?
—Había previsto que leyeras un fragmento de la Epístola a los Corintios…
Otra mirada a la derecha; el hombre había desaparecido. Mierda. Murmuré:
—No… Si no te importa yo…
—Está bien —dijo Laure en tono seco—. La leeré yo.
—Perdona. Pero no he pegado ojo.
—¿Acaso crees que yo he dormido bien?
Se volvió hacia el altar. Los remordimientos me crispaban el vientre. Era el único cristiano de todos los presentes y ¿no podía leer unas frases? Pero mis interrogantes lo borraban todo: ¿quién era ese hombre? ¿Qué le había entregado Doudou? ¿Por qué se había persignado al revés?
La ceremonia empezó. El sacerdote, vestido con una túnica blanca que llevaba estampado el cordero pascual, abrió los brazos. Un tamil puro. Fosas de la nariz anchas como monedas, ojos negros, húmedos, curiosamente alargados. Con su voz resonando casi como un pitido empezó:
—Queridos hermanos, estamos aquí reunidos…
Sentí de golpe que el cansancio me invadía otra vez. El oficiante hizo una señal explícita. Todo el mundo se sentó. La voz monocorde empezaba a alejarse. El crujido de los papeles me despertó. Todos buscaban en el texto de los cantos del día.
—Ahora cantaremos la tercera alabanza —dijo el sacerdote.
Quedarme dormido en la misa de mi mejor amigo… Eché un vistazo a Doudou. No se había movido.
—Este canto lleva por título «Que tus obras sean bellas». El fragmento empieza por: «Cada hombre es una historia sagrada / el hombre está hecho a imagen de Dios…».
Me produjeron cierta gracia aquellas palabras, teniendo en cuenta que la capilla estaba hasta los topes de maderos agnósticos y desencantados. Sin embargo, el público respondió a coro, en un zumbido vacilante.
—¿Puedo sentarme en tus rodillas?
Amandine, con sus dos trenzas rubias bajo un gorro color chocolate, me tendía su folio.
—No sé leer.
La puse en mis rodillas y entoné: «Cada hombre es una historia…». Aspiré el olor del tejido limpio y del calor infantil. Mis pensamientos se perdieron por senderos difusos, indistintos, en los que Mathieu Durey, madero obsesivo, treinta y cinco años, sin mujer ni hijos, avanzaba hacia la nada.
Treinta minutos más tarde, interrumpidos a menudo por los timbrazos intempestivos de los móviles, el sacerdote, que no tenía demasiada idea de con quién se las veía, soltó un sermón interminable sobre la Eucaristía. Temí lo peor. ¿Iba a ofrecer la comunión a ese atajo de incrédulos? Eché una ojeada a Doudou; empezaba a inquietarse y a mirar desesperadamente hacia la puerta. Evidentemente tenía más prisa que los demás.
Me levanté, senté a Amandine en mi asiento y murmuré a Laure:
—Te espero fuera.