Rue Myrrha, cinco de la mañana
Los servicios municipales limpiaban la acera echando grandes chorros de agua mientras que un furgón policial patrullaba lentamente. Bajo los portales, algunas prostitutas hacían el amor con las sombras, esperando el día para desaparecer.
Aquí se encontraba el lado deteriorado del barrio africano de París. Por más que hubieran abierto una comisaría en la rue de la Goutte-d’Or, una tienda de Virgin en el boulevard Barbès y por más que se hubiera renovado la mayor parte de los edificios, la rue Myrrha seguía teniendo un aspecto lamentable. Un viejo aire destartalado y a la vez amenazador.
Delante del 56, utilicé mi llave maestra, la de los carteros, y abrí la cerradura. Buzones destrozados, construcciones vetustas, letras de escaleras pintadas sobre las paredes. No exactamente una vivienda de okupas, pero sí un bloque dejado de la mano de Dios, listo para el asalto inmobiliario. Localicé la letra «A» y penetré en el interior.
Cada piso daba o bien a un montón de escombros o bien a un pasillo tapiado con tablones En el tercero, pasé por debajo de los cables eléctricos que colgaban del techo. Todo parecía dormir; hasta los olores.
Un negro gigantesco dormitaba sobre una silla. A guisa de salvoconducto, saqué una vez más mi identificación. Alzó las cejas como si le faltara una parte del mensaje. Murmuré «Foxy». Se irguió, apartando una manta piojosa que hacía las veces de puerta, y me precedió en otra cueva.
Dos piezas; cada una daba a un lado del pasillo. Un dormitorio común a la izquierda y otro a la derecha; sobre las esteras reposaban amazonas arrebujadas; la ropa interior se secaba a lo largo de las habitaciones. El olor despertaba como cuando se frota una hoja de menta, mezcla de especias, sudor, polvo y ese perfume característico de los trópicos: mijo tostado, carbón de madera, frutas podridas.
Otro marco de puerta, otra cortina. El coloso hizo ademán de golpear el marco. Le detuve.
—It’s O.K.
Antes de que pudiera reaccionar, yo ya me había escabullido bajo la colgadura.
La alucinación nocturna continuaba. Las paredes estaban tapizadas con tejidos oscuros a rayas plateadas; unas velas, unos cuencos de aceite, unas varillas de incienso quemaban sobre el parquet; encima de los baúles pintados a mano y dispuestos a lo largo de los muros descansaban objetos tradicionales: matamoscas de crin de caballo, abanicos de plumas, estatuillas votivas, máscaras. Por todas partes se alineaban frascos, tarros, botellas de Coca-Cola, cerrados con corcho o con cinta adhesiva. Biombos, tapices colgados segmentaban la habitación y multiplicaban las sombras vacilantes, que se sumaban al caos general.
—Hi, Match, good to see you again.
La voz gruesa, inimitable. Me sorprendió y me halagó que Foxy se acordara de mí. Dejé atrás el panel que la ocultaba. Estaba flanqueada por otras dos brujas. A su izquierda, una especie de largo junco de rostro claro, con el pelo trenzado en rastas doradas que le daban el aspecto de una esfinge. A su derecha, una gorda rolliza de piel muy negra. Su amplia sonrisa revelaba unos dientes grandes y separados. Las tres estaban sentadas sobre esteras, con las piernas cruzadas.
Me acerqué. Foxy estaba envuelta en una túnica africana escarlata que parecía un telón de ópera. Su rostro, atravesado por escarificaciones, estaba envuelto en un pañuelo del mismo color. Al verla, me acordé de una teoría de ciertos farmacólogos, según la cual el organismo de los «expertos en calderos» se había modificado. A fuerza de ingerir sustancias, brujas y brujos eran capaces de desprender, a través del aliento o de los poros de la piel, venenos, sustancias alucinógenas. Seguí en inglés:
—¿Te molesto, mi reina? ¿Estás ocupada?
—Honey, eso depende de qué te traiga por aquí.
Hablaba alargando las palabras, con voz perezosa. Bajaba los párpados mientras machacaba polvos en un cuenco de madera con sus manos extrañamente delgadas. Encendió una rama gris.
—Es para mis chicas. Purifico la noche. Noche de vicio, noche de mancillamiento.
—¿Quién tiene la culpa?
—Hummm… Ellas tienen que pagar sus deudas, Mat, lo sabes muy bien. Deudas enormes…
Colocó la rama incandescente entre los listones del parquet.
—¿Sigues siendo cristiano?
Mi garganta estaba seca. Abrasada por el alcohol, los cigarrillos y ahora por la atmósfera de esa cloaca. Me aflojé la corbata.
—Como siempre.
—Tú y yo nos entendemos.
—No, no estamos del mismo lado.
Foxy suspiró; las otras dos mujeres la imitaron.
—Siempre con los mismos antagonismos…
Dentuda dijo en inglés, irónica:
—El creyente reza, el brujo manipula.
Rastas prosiguió en el mismo idioma:
—El cristiano venera el bien, el brujo venera el mal.
Foxy cogió una vasija roja en la que flotaba una cosa horrible: un mono o un feto.
—Honey, el bien, el mal, la oración, el control, todo eso viene después.
—¿Después de qué?
—Del poder. Es lo único que cuenta. La energía.
Ahora sostenía una especie de escalpelo con hoja de obsidiana. Con un golpe seco, partió el cráneo de la criatura en el fondo de la vasija.
—A partir de ahí lo que cada uno haga es un asunto personal.
—Para el cristiano, lo único importante es la salvación.
Foxy se echó a reír.
—Eres un sol. ¿Qué quieres? ¿Buscas una chica?
—Investigo el asesinato de Massine Larfaoui.
Las tres brujas repitieron al unísono:
—Investiga un asesinato.
Foxy colocó el fragmento de cráneo en el cuenco de madera y empezó a machacar otra vez.
—Antes dime por qué te interesa ese asesinato. No es tu brigada la que lo investiga.
Foxy no poseía dotes de adivina. Era simplemente una informadora que tenía contactos en la DPJ de Louis-Blanc, en la BRP y hasta en la Brigada de Estupas.
—Esta investigación la llevaba un amigo. Un gran amigo.
—¿Ha muerto?
—Intentó suicidarse pero ha sobrevivido. Está en coma.
Hizo una mueca.
—Mal asunto. Doblemente malo. Suicidio y coma. Tu amigo flota entre dos mundos: el m’fa y el arun.
Foxy pertenecía a los yoruba, un numeroso grupo étnico que ocupa el golfo de Benin, cuna de la cultura vudú. Yo había estudiado ese culto. El m’fa es el «zócalo» y representa el mundo visible. El arun es el mundo superior de los dioses. Me arriesgué:
—¿Quieres decir que flota en el m’dolí?
El m’dolí es el puente entre los dos mundos, una pasarela donde se activan los espíritus, el territorio de la magia. La bruja me dedicó una amplia sonrisa.
—Honey, contigo sí que se puede hablar. No sé dónde se encuentra tu amigo, pero su alma está en peligro. No está ni muerto ni vivo. Su alma flota: es el momento ideal para robársela. Pero sigues sin contestarme, cariño. ¿Por qué te interesa esa investigación?
—Quiero comprender el acto de mi amigo.
—¿Y qué tiene eso que ver con Larfaoui?
—Investigaba su asesinato. Tal vez ha tenido algo que ver con su… caída.
—¿También es cristiano?
—Como yo. Crecimos juntos. Hemos rezado juntos.
—¿Y por qué sabría yo algo de esa historia?
—A Larfaoui le gustaban las mujeres negras.
Ella soltó una carcajada, secundada por las otras dos.
—¡Y que lo digas!
—Y tú se las conseguías.
Frunció el ceño.
—¿Quién te ha dicho eso? ¿Claude?
—Qué más da.
—¿Crees que sé algo sobre su muerte porque le presentaba a algunas chicas?
—Larfaoui fue asesinado el 8 de septiembre. Era un sábado. Larfaoui tenía sus costumbres. Cada sábado invitaba a una chica a su casa en Aulnay. Una de tus chicas. Se lo cargaron cerca de la medianoche. No estaba solo, de eso estoy seguro. Nadie ha hablado de otro cuerpo. Por lo tanto, la chica consiguió escapar y, en mi opinión, sabe algo.
Hice una pausa. Tenía la garganta más seca que un cortafuego.
—Creo que conoces a esa chica. Creo que la escondes.
—Siéntate. Toma un té caliente.
Me senté sobre la estera con las piernas cruzadas. Ella dejó a un lado la inmunda vasija y cogió una tetera azul. Servía el té al estilo tuareg, levantando bien el brazo. Foxy me ofreció el brebaje en un vaso Duralex.
—¿Y por qué te lo diría?
No contesté de inmediato. Finalmente, opté una vez más por la sinceridad.
—Foxy, estoy en un túnel. No sé nada. Y oficialmente no me encargo de este caso. Pero mi colega está entre la vida y la muerte. ¡Quiero comprender por qué se hundió! ¡Quiero saber en qué trabajaba y qué verdad descubrió de repente! Todo lo que me digas quedará entre nosotros. Te lo juro. Dime, ¿había una chica o no?
—Esta noche no la olvidaremos ni tú ni yo.
—No la olvidaré, pero ya no estoy en la BRP.
—Estás en la Criminal, mi amor, y eso es mucho mejor.
Estaba pactando con el diablo. Ya me veía al cabo de un mes, echando tierra sobre un caso de homicidio por petición de la hechicera. Foxy tenía buena memoria.
—La recordaremos, ¿verdad? —repitió.
—Te doy mi palabra. ¿Había una chica aquella noche?
Foxy se tomó tiempo para beber un sorbo de té; luego colocó la taza sobre el parquet.
—Había una chica.
La atmósfera pareció calmarse, sentí una liberación. Y al mismo tiempo una nueva crispación. Mis venas, mis arterias se contraían, la pesadilla no hacía más que empezar.
—Tengo que verla. Tengo que interrogarla.
—Imposible.
—Foxy, tienes mi palabra, yo…
—Ha desaparecido.
—¿Cuándo?
—Una semana después de la noche en cuestión.
—Cuéntame.
Hizo chasquear la lengua y me taladró con la mirada. Sus ojos estaban clavados en los míos.
—Aquella noche, cuando regresó, estaba aterrorizada.
—¿Vio al asesino?
—No vio nada. Cuando se cargaron a Larfaoui ella estaba en el baño. Salió por la ventana y subió al tejado del chalet. Decía que el asesino no la había visto. Pero siete días más tarde desapareció.
—¿Quién se encargó de ella?
—¿Tú qué crees? El tío la ha buscado y la ha encontrado.
Otro indicio: el mercenario no solo utilizaba un arma automática sino que era capaz de introducirse subrepticiamente en la comunidad africana anglófona. ¿Un veterano de Liberia? Le tendí mi vaso vacío.
—¿No tienes algo más fuerte?
—Foxy tiene todo lo que haga falta.
Sin descruzar las piernas giró el torso. Una botella apareció entre sus manos ganchudas. Llenó mi vaso con un líquido transparente que tenía la consistencia del aceite. Tomé un breve sorbo, con la impresión de beber éter, y le pregunté con voz ronca:
—¿Era una cría?
—Se llamaba Gina. Tenía quince años.
—¿Estás segura de que no vio nada?
La devoradora de almas alzó los ojos hacia el techo, repentinamente pensativa. Una tristeza teatral apareció en sus rasgos. Suspiró con los ojos húmedos.
—Pobre chiquilla…
Bebí otro sorbo y grité:
—¡Joder! ¿Vio algo o no?
Sus ojos se posaron sobre mí. Sus labios se abrieron con indolencia.
—Cuando estaba en el tejado vio salir a un hombre.
—¿Cómo era? ¿Grande? ¿Pequeño? ¿Robusto?
—Un hombre alto. Muy alto y delgado.
—¿Cómo iba vestido?
Foxy se sirvió a su vez un vaso de aquel matarratas y se mojó los labios.
—Tú y yo estamos de acuerdo, ¿verdad? Esta noche quedas en deuda conmigo.
—De acuerdo, Foxy. Habla.
Bebió una vez más y luego dijo con una voz sepulcral:
—Llevaba un abrigo negro y cuello blanco.
—¿Un cuello blanco?
—Man, Gina dijo que era un sacerdote.