18

Entré en el bulevar periférico por la porte de Bercy y tomé la autopista después de la porte de La Chapelle. Había hecho un kilómetro cuando vi aparecer, más abajo, las grandes extensiones centelleantes del extrarradio.

Tres de la mañana

Sobre los cuatro carriles elevados no había ni un solo coche. Pasé la señalización SAINT-DENIS CENTRE-STADE y entré en el enlace de salida SAINT-DENIS UNIVERSITÉ-PEYREFITTE. Justo en ese momento, vi, o creí ver en el retrovisor el mismo rostro pálido que había divisado bajo las luces del Atlantis. Di un volantazo y luego volví a controlar el coche. Disminuí la velocidad y miré por el retrovisor: nadie. Ningún coche en mi camino.

Me metí bajo el puente de la autopista y tomé a la izquierda, siguiendo el eje de asfalto que corría por encima de mí. Muy rápido, los chalets y las urbanizaciones darían paso a los grandes muros de fábricas y almacenes desiertos. Leroy-Merlin, Gaz de France…

Giré a la derecha; luego otra vez a la derecha. Una callejuela con las luces opacas aterciopeladas, gente reunida delante de los portales. Apagué los faros y avancé, bamboleándome sobre la calzada llena de baches. Muros leprosos, vanos tapados con tablones, coches abandonados, sin ruedas y ni un solo parquímetro; los bajos fondos, los verdaderos.

Dejé atrás los primeros grupos de hombres; todos ellos negros. En la parte superior de los edificios la sombra de la autopista se dibujaba como un brazo amenazador. Amenazaba lluvia. Aparqué discretamente y caminé, más discretamente aún, sintiendo que de ahí en adelante entraba en el corazón del país negro; cien por cien africano, cien por cien inmunizado contra las leyes francesas.

Me colé entre los noctámbulos, dejé atrás la cortina metálica de la tienda de Pat y luego penetré en el edificio siguiente. Conocía el lugar; caminaba con seguridad. Llegué a un patio donde resonaban los murmullos y las carcajadas. En la escalera de entrada de la derecha, el portero me reconoció y me dejó pasar. Le di veinte euros por haberme ahorrado tiempo y saliva.

Tomé el pasillo y llegué a la trastienda, cerrada con una cortina de pequeñas conchas. El tenderete africano mejor provisto de París: mandioca, sorgo, mono, antílope… Hasta vendían plantas mágicas de las que se garantizaba su eficacia. En una sala aneja, Pat había abierto un chiringuito: un restaurante clandestino, donde tenías que lavarte las manos con detergente y cuyo sistema de ventilación dejaba mucho que desear.

Atravesé la trastienda. Los negros confabulaban sentados sobre racimos de plátanos macho y cajas de Flag, la cerveza africana. Por las miradas que me lanzaban comprendí que no era bienvenido. Hacía rato que había dejado atrás la zona turística.

Llegué a una escalera. El ritmo, que provenía del sótano, hacía temblar el suelo. Empecé a bajar sintiendo cómo subían el calor y la música en una bocanada aturdidora. Unas lámparas enrejadas iluminaban los peldaños. Abajo, un cerbero en chándal me cerró el paso, delante de una puerta de hierro montada sobre correderas. Le mostré mi placa. El hombre hizo deslizar el panel a regañadientes y me encontré ante un espectáculo alucinante. Una discoteca de reducidas dimensiones, oscura, vibrante, como moteada de luz —carne de gallina fosforescente sobre una piel negra.

Las paredes estaban pintadas de azul malva, con incrustaciones de estrellas fluorescentes; unas columnas sostenían un cielo raso que parecía hundido y estirado por algún peso. Entornando los ojos pude ver que de él pendían redes de pesca. En las puertas de París, a varios metros bajo tierra, se había creado una taberna marinera. Sobre las mesas, cubiertas con manteles de cuadros, había faroles antiguos, de barco. Al menos eso es lo que me parecía adivinar, porque el espacio estaba abarrotado por una marea humana que danzaba bajo las redes. Pensé en una pesca milagrosa de cráneos negros, de largas túnicas africanas, de vestidos tubo satinados.

Me abrí paso entre la jauría, buscando a Claude.

En el fondo, sobre un escenario en el que se proyectaban haces de luces rosas y verdes, un grupo cimbreaba, marcando un ritmo de acordes repetitivos, obsesivos. Era verdadera música africana, alegre, refinada, primitiva. Un destello iluminó a un guitarrista que giraba la cabeza como en torno a un eje; a su lado, un negro daba la espalda al público mientras arrancaba alaridos a su saxo. Aquí ya no era cuestión de R&B ni de zouk antillés. Esa música anulaba los sentidos, sacudía las entrañas, se subía a la cabeza como un encantamiento vudú.

Las parejas bailaban con sutil lentitud. Bañado en sudor seguí avanzando, como en el fondo de un denso estanque. Al pasar, localizaba rostros conocidos: los que en vano había buscado en otros lugares. El mánager de Femi Kuti, el hijo del presidente del Congo belga, diplomáticos, futbolistas, locutores de radio… Todos reunidos allí, sin distinción de raza o nacionalidad.

Por fin, Claude al fondo de un reservado, sentado a una mesa con otros tíos. Al acercarme, distinguí mejor el careto ambiguo de mi soplón. Una nariz achatada que le comía toda la cara, un ceño fruncido, que poblaba de arrugas la frente en un gesto de inquietud, y unos grandes ojos intranquilos que permanentemente parecían gritar: «¡Soy inocente!». Alzó los brazos.

—¡Mat! ¡Mi amigo tubab! ¡Ven a sentarte con nosotros!

Me instalé saludando con la cabeza a los demás ocupantes de la mesa. Solo tipos bien plantados —gigantes, seguramente del Zaire— y colosos más robustos, del Congo francés. Me saludaron sin gran efusividad. Todos habían olido al madero. En señal de paz, cerré el abrigo cubriendo el arma.

—¿Tomas algo?

Asentí, sin quitar los ojos de encima al resto de los comensales. Un canuto iba de mano en mano; el humo planeaba sobre las cabezas formando briznas azuladas. Me encontré con un whisky en la mano.

—¿Conoces el cuento de Mamadou?

Sin esperar respuesta, Claude dio una calada al canuto y empezó:

—Una muchacha blanca va a casarse. Le presenta el novio a su padre. Mamadou, un negro de un metro noventa. El padre pone cara de asco. Le tira de la lengua al novio. Le pregunta por su trabajo, sus deudas, sus ingresos. El negro lo tiene todo en orden. El padre no puede más. Finalmente, le dice: «¡Quiero que mi hija sea feliz en la cama! ¡Solo se la daré a un hombre que la tenga de treinta centímetros!». Y el negro contesta, con una amplia sonrisa: «Ningún problema, jefe. Cuando Mamadou ama, Mamadou corta».

Claude soltó una carcajada mientras le pasaba el canuto a su vecino. Hice como que sonreía y bebí un trago de whisky. Había escuchado ese chiste una decena de veces. Para manifestar su alegría, Claude me palmeó la espalda y luego abrió su teléfono móvil; las luces de la pantalla se proyectaban sobre su rostro, coloreando el blanco de sus ojos. Cerró la tapa y preguntó:

—¿Qué te trae por aquí, tubab?

—Larfaoui.

La risa de Claude se apagó.

—Jefe, no nos agües la fiesta.

—Cuando se lo cargaron, el cabileño no estaba solo. Busco a la chica.

Claude no contestó. Una vez más abrió el móvil y leyó un SMS. Sin duda un cliente. Pero su rostro inquieto no expresó nada. Era imposible adivinar si la llamada era importante o no. Cerró el teléfono.

—¿Dónde está? —pregunté después de vaciar la copa—. ¿Dónde está la puta?

—No sé nada, tubab. Palabra. No sé nada de ese asunto.

—¿No eras tú el proveedor de Larfaoui?

—No tenía el tipo de artículos que le interesaban.

Lo interrogué, temiéndome lo peor.

—¿Con qué se empalmaba?

—Jovencitas. Para Larfaoui, pasados los catorce ya eras una anciana.

Casi me sentí aliviado. Esperaba que me hablara de animales o de comer mierda con cucharilla. Pero también era una mala noticia. El asunto viraba hacia otro mundo: el de los anglófonos. Solo esas regiones exportaban menores. En un país en guerra como Liberia o superpoblado como Nigeria, todo era posible cuando se trataba de ganar algunas divisas. Conocía mal ese ambiente, completamente cerrado. Las putas vivían en autarquía, no hablaban ni una palabra de francés y, a menudo, ni siquiera inglés.

—¿Quién era su proveedor?

—No conozco esas redes.

Haciendo girar el vaso entre mis manos, observé a los demás negros. Mi abrigo se había abierto dejando ver la culata del 9 mm. El canuto seguía pasando de mano en mano.

—Mi querido Claude, algo me dice que te aguaré la fiesta.

El negro sudaba la gota gorda. Los proyectores de la pista reflejaban un chisporroteo coloreado sobre su rostro. Detuvo mi gesto circular cogiéndome la muñeca.

—Ve a ver a Foxy. Ella puede darte un soplo.

La prostitución africana tiene una particularidad: los proxenetas no son hombres, sino mujeres: las mammas. Normalmente se trata de putas viejas, que han subido en el escalafón. Mujeres enormes, insensibles, con rostros escarificados, que no salen nunca de su casa. Me había encontrado con Foxy una o dos veces. Procedía de Ghana. La alcahueta más poderosa de París.

—¿Dónde para ahora?

—56, rue Myrrha. Escalera A. Tercer piso.

Me levanté pero Claude me detuvo.

—Ándate con cuidado. Foxy es una mala bruja. Una devoradora de almas. ¡Mmuuuuy peligrosa!

Las alcahuetas africanas no retienen a sus chicas utilizando la violencia, sino la magia. En caso de desobediencia, las amenazan con echar un maleficio a sus familias en África o a ellas mismas. Las mammas siempre guardan trozos de uñas, vello púbico o lencería manchada pertenecientes a sus chicas. Para ellas, una amenaza semejante es más aterradora que cualquier maltrato físico.

De repente, pensé en la expresión de algunas máscaras africanas, con los ojos bordeados de rojo. La música, el calor, los efluvios de hierba se mezclaban en mi cabeza. Las estridencias del saxo empezaban a parecerse a los rasgueos de los machetes en la carretera, a los silbidos de los hutus sedientos de sangre.

Iba a perder el equilibrio cuando unos bailarines retrocedieron hacia el reservado y me empujaron contra la mesa. El whisky salió despedido de los vasos. Claude se quemó con el petardo.

—¡Joder!

Con la manga empapada en alcohol, me volví hacia la pista; los hombres y las mujeres se apartaban como si una serpiente hubiera caído desde las redes. Me erguí sobre la punta de mis pies y vi, en el centro, a un negro en el suelo, sacudido por convulsiones. Con los ojos en blanco y los labios llenos de espuma. El hombre necesitaba que lo llevaran a urgencias, pero nadie se le acercaba.

La música continuaba. Se limitaba a un martilleo de pieles y a los desgarramientos del cobre. Los bailarines volvieron a sus giros, evitando rozar al tipo en trance; los demás batían palmas como si quisieran expulsar el mal del cuerpo del poseso. Me abrí paso a codazos para socorrerlo, pero Claude me detuvo.

—Déjalo, tubab. Ya se calmará. Es un gabonés. Esos tíos no saben comportarse.

—¿Un gabonés?

Los gaboneses parisienses constituían un colectivo tranquilo. El país de Omar Bongo era rico en petróleo y sus residentes solían ser estudiantes correctos y discretos. Nada que ver con los congoleños o los marfileños.

—Ha bebido un producto local. Un hierbajo de su país.

—¿Una droga?

Claude sonrió, con los ojos entornados. Ya se llevaban al alucinado, tieso como el tronco de un árbol.

—Pues parece muy eficaz —comenté.

Claude se rio, inclinando la cabeza hacia atrás.

—¡En materia de colocones, los negros sabemos hacer bien las cosas!