17

La noche africana.

Era como cualquier noche, del otro lado de las tinieblas parisienses. Una tierra confusa donde podían captarse, a lo lejos, los braseros asfixiantes, el rumor sordo. Una ribera secreta, con ritmos musicales y un aroma de ron que escapaba por las puertas entreabiertas de las discotecas, las tiendas de comestibles que escondían burdeles clandestinos, las escaleras que daban a sótanos reformados.

Conocía esas luces. Desde las más brillantes hasta las sencillas lámparas de petróleo, en las puertas de París o en el extrarradio del norte. En mi época en la BRP, había adquirido una larga experiencia de estos lugares que siempre ofrecían, junto con música y alcohol, amor remunerado.

Empecé mi recorrido por la orilla izquierda. En Saint-Germain-des-Prés se hallaba la flor y nata de la prostitución africana. El Ruby’s, en la rue Dauphine. Mi discoteca preferida por su ambiente íntimo, su indolencia, su sorprendente emplazamiento: una puerta color rojo oscuro, estilo chino, al fondo de un patio adoquinado del siglo XVII, en pleno barrio de los escritores.

Allí volví a encontrarme con viejos conocidos: porteros, clientes habituales y otros adictos a la «barra fija». Me quedé unos minutos en el vestíbulo. El bar era el territorio de los machos negros; la pista y los sofás estaban reservados a las mujeres y a los puteros: los blancos. Abandoné esa fauna y me dirigí hacia los servicios, buscando a Cocotte.

Cocotte era una morena del Zaire que siempre había visto detrás de su mostrador. Un personaje ineludible del África by night.

—¡Me alegro de verte. Cerilla! ¿Cómo van tus amores?

«Cerilla» era mi apodo entre los negros.

—En punto muerto. ¿Y tu Musculitos?

—Ni me hables. ¡Esta vez se acabó!, ¡lo largo! ¡A él y a su pulido nabo!

Carcajadas. Cocotte estaba loca perdida por un culturista que abusaba de los productos dopantes, de los andrógenos que destruían su espermatogénesis y lo volvían estéril. Cocotte se ponía furiosa viendo ese montón de músculos atiborrados de testosterona administrada en pequeñas dosis. Ella, que soñaba con tener críos…

—¿Qué te trae por aquí, mi amor?

—Busco a Claude.

—Aquí no lo encontrarás. Ha tenido una discusión con el dueño. Ve a Keur Samba.

Claude era uno de mis antiguos chivatos. Un marfileño que sin ser un verdadero chulo se había convertido en un consejero, en un intermediario entre las etnias, las redes, los clientes con pasta. Un hombre «indispensable» para la comunidad.

Cuatro besos y me dirigí hacia la puerta. De pronto, cambié de opinión. «Solo un vistazo», pensé. Volví sobre mis pasos y caminé hacia la sala. En la penumbra, me di de bruces con el estruendo de la música (zouk africano) y me quedé alucinado.

Ellas estaban sobre la pista, esbeltas, morenas, casi inmóviles, arqueándose siguiendo la música. Concentradas y al mismo tiempo distantes, desenvueltas. Parecían percibir lo que nadie captaba en ese momento: una fluidez, una languidez única en el ritmo. Cada una de ellas tenía una manera personal de expresarla. Círculos mágicos con las caderas, manos alzadas, como en un adiós a tierra firme, cinturas ondulantes, como si treparan a una pared invisible, cimbreando sincopadamente los riñones, todo con una discreción salvaje.

La emoción me contraía el bajo vientre. ¿Cómo había podido olvidar «ESO»? ¿Cómo, desde que estaba en la Criminal, había resistido a la tentación, había renunciado a mis aventuras? Me marché disimuladamente, sin volverme, huyendo de la sombra de mis deseos.

Cogí nuevamente el coche y aceleré por la vía paralela al Sena, negro y lento, con sus luces dislocadas por los charcos. Tenía la impresión de remontar otro cauce que solo yo conocía, a lo largo del cual se levantaban los pontones de los ríos africanos. Al llegar al Grand Palais crucé el río en dirección al Distrito 8.°.

El Keur Samba. Más elegante que el Ruby’s pero menos familiar para mí. Lo que más me gustaba era la decoración. Muros de cristal retro con luces y motivos de jungla estilizados: leones, hojas de palmera, gacelas… Una verdadera pecera en tonos coñac con cierto aire a saloncito íntimo de la Belle Époque. Pasé por el bar rozando a criaturas de seda negra, tan altas como yo; luego entré en los servicios, donde me esperaba otra conocida.

Merline estaba detrás de un pupitre cubierto de cajetillas de cigarrillos y cajas de condones. Rostro afilado, coronado por una enorme melena negra brillante, que caía en mechones sobre las sienes. En cuanto me vio, lanzó una risa de cotorra, mientras me honraba haciendo la ola en solitario.

—¡Hola, mi bello tubab!

—Hola, Merline.

«Tubab» era el término que se utilizaba en los países de África occidental para designar al hombre blanco. Cinco años atrás, había rescatado a Merline de la calle, cuando llegó de Bamako. En aquel momento, ya la hambreaban para que no vomitara durante sus primeras felaciones.

—No tengas miedo de tus viejas amigas, ven aquí.

Saludé a las mujeres que la rodeaban: cinco o seis flores de carbón lascivas, apoyadas en los muros de terciopelo violeta. Sus grandes ojos negros eran como una reminiscencia de la encantadora de serpientes del Aduanero Rousseau.

—¿Te habías cansado de mí?

—No sé cómo he podido esperar tanto tiempo.

De su garganta salió un rugido. Con cada carcajada, sus dientes parecían tomar aire. Yo observaba a las «viejas amigas». Todas vestidas con telas tornasoladas y llenas de piercings: en los labios, las fosas nasales, el ombligo. Me fijé en particular en sus pelucas: rastas, mechas rosáceas, pelo cardado años sesenta, al estilo Diana Ross…

—Olvídalas. Están por cardado de tus posibilidades.

—No he venido para eso.

—Pues deberías. Te relajaría. ¿Qué quieres?

—Claude. Tengo que verlo.

—Búscalo en el Atlantis. Ahora mismo trabaja para las Antillas.

Me despedí de Merline y de su corte. Al salir del Keur Samba me di cuenta de que no había encontrado a ninguna de las personalidades famosas de la comunidad: ni músicos, ni hijos de embajadores, ni futbolistas. ¿Por dónde andaban esa noche?

El Atlantis estaba en el interior de una nave justo al lado del almacén de moquetas Saint-Maclou, en el quai d’Austerlitz. En el inmenso portal, unas vallas de hierro delimitaban la entrada de la discoteca. Había que pasar por un arco detector de metal y luego por un cacheo.

En cuanto me vio, uno de los seguratas, un coloso congolés a quien llamaban «el osito de peluche», gritó: «¡Agua va! ¡Llega la pasma!». Gran carcajada. A modo de disculpa me estampó en la mano una marca azul, que garantizaba una bebida gratis. Le di las gracias y entré en la nave. Salía de la alta costura para entrar en los grandes almacenes.

El Atlantis, el país donde el zouk es un océano. Noté la vibración de la música. Varios miles de metros cuadrados hundidos en la oscuridad, donde se habían instalado banquetas y mesas sin orden ni concierto. Me orienté con la vista pero también con las tripas. Era como un nadador que se deja llevar por la corriente.

Pasando entre los sofás, llegué a la barra, llena de botellas. Uno de los barman había sobrevivido a mis años de ausencia.

—¿Está Claude? —grité.

—¿Quién?

—¡CLAUDE!

—Seguro que está en lo de Pat. Hay una fiesta esta noche.

Por eso no había encontrado a ningún conocido. Todo el mundo estaba allí.

—¿Pat? ¿Qué Pat?

—El tendero.

—¿El de Saint-Denis?

El hombre asintió con la cabeza y se agachó para coger un puñado de cubitos de hielo. Su movimiento me permitió ver, en el espejo que tenía delante, una silueta que no encajaba allí. Un blanco con el rostro pálido, vestido de negro. Me volví; nadie. ¿Una alucinación? Di un billete al barman y salí a todo gas, intentando vencer mi cansancio.