15

—Yo saco las pepitas de chocolate.

Cuando abrí los ojos, en mi mente todavía resonaba la risa de Luc en la Soleil d’Or, la cervecería más cercana al 36. Parpadeé y me encontré frente a un médico japonés de la Unidad 731 que estaba practicando una vivisección. La foto estaba colocada delante de mí, sobre el escritorio.

—¡Mamá, ya lo hago yo!

¿A qué hora me había quedado dormido? Eché una ojeada a mi reloj: las ocho y cuarto.

—¡No las toques! ¡Te las daré después!

La voz de la niña detrás de la pared quedaba amortiguada por el ruido de platos y el tintineo de cubiertos. Camille y Amandine. Un desayuno familiar con variedad de copos de maíz antes de salir hacia el colegio. Me froté la cara para aliviar mi malestar y recuperar la lucidez.

Me arrodillé y guardé fotos, radiografías, notas y documentos en sus respectivos legajos. Volví a colocar cada archivo en su sitio, siguiendo el orden cronológico.

Cuando salí del despacho, las colegialas estaban en el vestíbulo, con sus mochilas en la espalda. En el pasillo flotaba olor a dentífrico y a cacao.

—¿Y mi bolsa para ir a la piscina?

—Está ahí, cariño. Delante de la puerta.

Las dos caritas se volvieron hacia mí. Inmediatamente, se lanzaron a mis brazos y me preguntaron si tenía algún regalo para ellas. Laure las condujo de nuevo hacia la puerta.

—Creía que te habías ido.

—Lo siento. Me he quedado dormido.

Esbocé una sonrisa, pero al ver a Laure sola con sus hijas se me hizo un nudo en la garganta. Volví al despacho, abroché la pistolera en el cinturón y me puse la gabardina.

Cuando regresé, Laure estaba inmóvil, de espaldas a la puerta cerrada. Parecía una ahogada que lleva un lastre de hormigón.

—¿Quieres un café? —preguntó.

—No, gracias, se me hace tarde.

—No olvidarás lo de mañana por la mañana, ¿verdad?

—¿Qué?

—La misa.

Le di un beso con mi habitual torpeza.

—Estaré allí. Cuenta conmigo.

Una hora más tarde, conducía hacia el Distrito 11.°, duchado, afeitado, peinado y con un traje limpio. Cogí el móvil. Era Foucault.

—Mat, estoy hecho una mierda.

—Ánimo, camarada. ¡Has cumplido con tu deber!

—Te lo juro, me rechinan los dientes.

—Al menos, ¿te acuerdas de Larfaoui?

—¿El caso de Luc?

—Espabila, tienes trabajo. Tendrás que abrir varios flancos. Llama a balística, al depósito de cadáveres, a la comisaría de Aulnay, a todos los que puedan informarte, salvo al juez y a los estupas. Busca también el expediente del cabileño.

—¿Es todo?

—No. Ponte en contacto con la SNCF. Luc fue a Besançon el pasado 7 de julio. Comprueba si viajó otras veces en tren por esas fechas. Compruébalo también en los aeropuertos. Luc se desplazó mucho estos últimos meses.

—De acuerdo.

—Llama también al Hôtel-Dieu, al servicio que hace la revisión anual de nuestra gente. Trata de averiguar si Luc tenía problemas de salud.

—¿Tienes alguna pista?

—Todavía no puedo decir nada. Apunta también este sitio de internet: unita16.com.

—¿Qué es?

—Una asociación italiana que organiza peregrinaciones. Escarba un poco.

—¿En italiano?

—Apáñate. Quiero la lista de las peregrinaciones, de los seminarios para este año y de todas sus actividades. Quiero su organigrama, su estatuto, sus fuentes de financiación. Todo. Luego, como quien no quiere la cosa, los llamas.

—¿En inglés?

Reprimí un suspiro. Tener una policía europea no se haría realidad en dos días.

—Luc les ha mandado por lo menos tres e-mails, justo antes de ahogarse. Los ha borrado. Trata de que te los den ellos.

—Carburaré con aspirinas.

—Carbura con lo que te apetezca, pero quiero noticias al mediodía.

Me dirigí hacia la Grappe d’Or, gran cervecería de la rue Oberkampf, regentada por dos hermanos, Saïd y Momo, que en otra época habían sido mis chivatos. Perfectos para hacer una evaluación de la situación del gremio. Estaba a punto de colocar la luz giratoria, debido a los atascos, cuando sonó el móvil.

—¿Mat? Soy Malaspey.

—¿Dónde estás?

—He hablado con un numismático. Ha identificado la medalla.

—¿Qué ha dicho?

—El objeto no tiene valor en sí mismo. Es la reproducción en cobre de una medalla de bronce fundida a principios del siglo XIII, en Venecia. Tengo el nombre del taller que…

—Déjalo. ¿Para qué servía?

—Según este individuo, era un amuleto. Un chisme que protegía contra el diablo. Los monjes copistas la llevaban encima. Vivían aterrorizados por el demonio y esta medalla los inmunizaba. Los monjes eran unos neuróticos que estaban obsesionados con la vida de san Antonio y…

—Conozco la historia. ¿Sabes de dónde procede la reproducción?

—Todavía no. El tío me ha dado algunas pistas. Pero es solo una cosa sin…

—Llámame cuando tengas algo más concreto.

De repente pensé en la muerte de la joyera de Perreux.

—Y ponte en contacto con la pasma de Créteil para ver si tienen alguna novedad sobre los gitanos.

Colgué. De modo que estaba en lo cierto. Luc se había procurado un talismán antes de tirarse al agua. Un objeto que solo tenía un valor simbólico, que lo protegía contra Satán. ¿En qué contradicción debía hallarse si temía la vida y la muerte al mismo tiempo?

Rue Oberkampf. Estacioné a cien metros de la cervecería. Los ruidos de la circulación mezclados con los gases tóxicos me oprimían la cabeza. Encendí un pitillo, todavía en ayunas. Me subí el cuello de la gabardina y me metí en mi piel de madero. Y encima de esa piel, otra piel más: la del tío agotado después de una noche en vela, cliente fijo de las tabernas, capaz de meterse un calvados entre pecho y espalda de buena mañana.

Las diez. La cervecería estaba desierta. Me senté en el extremo de la barra, sobre un taburete en forma de T. Algunos tíos bebían parsimoniosamente delante del mostrador, listos para soltar alguna gilipollez. Más allá, unos estudiantes hacían novillos sentados a las mesas. Realmente era una hora de poca actividad.

Me relajé. Los hermanos habían reformado el local. Imitación madera, imitación cobre, imitación mármol; los únicos elementos verdaderos eran el olor viciado a restos de tabaco y el hedor a aguardiente. También respiré vagamente otro olor: a cerveza y a moho. La trampilla del sótano estaba abierta, sobre la derecha. Se estaban abasteciendo.

Momo apareció por el extremo de la barra, llevando un puñado de baguettes. Lo observé sin decir nada. Una montaña de arcilla con una camiseta blanca de tirantes. Un rostro pesado bajo una pelambrera crespa, en la que se destacaban dos grandes cejas en ángulo y un mentón de plomo. Era la sombra brutal y colosal de su hermano menor Saïd, enclenque y vicioso.

No sabría decir cuál de ellos era más peligroso pero con los dos había que andarse con ojo. En el 96, dos comandos del GIA habían atacado su aldea natal. Se decía que los dos hermanos se echaron al monte, encontraron a los asesinos, castraron a los jefes y obligaron al resto a comerse los órganos. Con este recuerdo en mente me dije: «Ándate con pies de plomo».

Momo acababa de verme.

—¡Durey! —Una sonrisa onduló su mentón—. ¡Cuánto tiempo!

—Ponme un café.

El cabileño obedeció. Entre los chorros de vapor, parecía un submarinista en una sala de máquinas.

—¿No tiene que currar a esta hora? —preguntó, deslizando sobre la barra una taza llena de espuma.

—Ahora salgo de allí. Estoy hasta los cojones de horas suplementarias.

Momo empujó el azucarero hacia mí y apoyó los codos sobre el mostrador de la barra.

—¿Sus jefes le dan la tabarra?

—Me dan por saco, querrás decir. Ya no puedo ni sentarme.

—Haga como nosotros. Establézcase por cuenta propia. Se hace detective y asunto arreglado.

Soltó una estrepitosa carcajada; le parecía una buena idea.

—Siempre hay un jefe, Momo. Vosotros tenéis a los cerveceros.

El tabernero puso cara de pocos amigos.

—Los cerveceros no son los que cortan el bacalao. Nosotros tomamos todas las decisiones.

—No me hagas reír. Larfaoui os tiene cogidos por los huevos.

De repente, Momo puso la misma cara que un guardameta que no ha visto venir el balón. Saqué un Camel y le di unos golpecitos contra la barra para comprimir el tabaco.

—¿No es él vuestro proveedor? —insistí.

—Larfaoui está muerto.

Encendí el pitillo y levanté la taza.

—Que en paz descanse. ¿Qué puedes contarme al respecto?

—Nada.

—El mundo sería mucho más sencillo si la gente fuera más conversadora. Por ejemplo, por ahí me han dicho que habíais abierto un nuevo bar en Bastille.

—¿Y…?

Momo no quitaba la vista de la trampilla. Saïd estaba abajo. Tenía que darme prisa antes de que el hermano avispado subiera. Cambié de táctica.

—Todavía me quedan algunos amigos en las autoridades sanitarias. Podrían haceros una visita. La higiene, la salubridad, los permisos…

Momo se inclinó hacia mí; desprendía un olor nauseabundo a sudor y a incienso.

—No sé de dónde sale, porque los maderos ya no hacen esas cosas hoy en día.

—Vamos, Momo. Larfaoui. Cuéntame algo y me pierdo.

A guisa de respuesta, sonó un ruido de motor. El arco del montacargas emergió por la trampilla. Saïd apareció de pie sobre la pasarela; un auténtico almirante en medio de sus barriles metálicos. Mi primera tentativa se iba al traste.

—Buenos días, inspector. Es un placer verlo.

Esbocé una sonrisa, una vez más impresionado por el contraste con su hermano. Momo era el bloque sin esculpir; Saïd la obra terminada. De la espesa melena negra y lisa, surgía su rostro en punta. Sus facciones evocaban sentimientos encontrados: dulzura, desprecio, respeto, crueldad… Todo eso se vislumbraba en el fondo de sus ojos almendrados, en las comisuras de sus labios carnosos, sensuales.

Pasó por encima de los barriles y fue a sentarse en el taburete contiguo al mío. Se había acabado la fiesta.

—Le doy mi más sentido pésame.

Bajé la cabeza, pasándome la mano por los rizos, inquieto. Saïd ya estaba al corriente de la situación de Luc. Y debía de haberle relacionado con la investigación sobre Larfaoui. Hizo una señal discreta a su hermano, que le sirvió un café.

—Nosotros le teníamos mucho aprecio al inspector Soubeyras.

Su voz aguda era como todo el resto: aceitosa, despectiva. Y su acento, redondo, flotante, como si hablara con un puñado de aceitunas dentro de la boca.

—Luc no ha muerto, Saïd. No hables en pasado. Puede despertar en cualquier momento.

—Eso esperamos todos, inspector. Se lo juro.

Saïd echó un terrón de azúcar en la taza. Llevaba una chaqueta militar de faena y adornos de oro: cadena, pulsera, sortijas de sello.

—Comprendo su tristeza. Pero nosotros no sabemos nada. Y no serán sus preguntas las que hagan volver a la vida al inspector.

—Tranquilo, Saïd. Solo me intereso por las investigaciones que estaba llevando a cabo.

—¿Ya no está usted en la Criminal?

Sonreí y saqué otro cigarrillo. Decididamente era más astuto que su hermano.

—Es un favor a un amigo. ¿Qué puedes decirme sobre el caso Larfaoui?

Saïd soltó una risita. Nunca miraba a su interlocutor a la cara. O bien bajaba los ojos, pestañeando rápidamente, o bien movía las pupilas hacia el costado, como si reflexionara intensamente. Todo eso era puro teatro; Saïd ya tenía las respuestas preparadas antes de escuchar las preguntas. Entretanto, seguía sin contestar a las mías.

—Luc os interrogó sobre ese asesinato. ¿Sí o no?

—Por supuesto que sí. Conocemos bien el barrio. Las gentes, las idas y venidas, todo. Pero no sabíamos nada del asesinato. Se lo juro, inspector. La muerte de Massine es un auténtico misterio.

Hice un gesto explícito a Momo: otro café. Saïd comenzaba a irritarme con su tono zalamero. Cuanto más educado era, más parecía reírse en mis barbas. Lo miré directamente a los ojos; la mejor estrategia era la «ausencia de estrategia». La franqueza.

—Oye, Saïd. Luc es mi mejor amigo, ¿lo entiendes?

Saïd endulzaba el café moviendo suavemente la cucharilla, en silencio.

—Nadie vio venir esta… desgracia. Ni siquiera yo. Pero quiero saber por qué lo ha hecho. En qué andaba en su trabajo, qué tenía en la cabeza. ¿Me recibes?

—Absolutamente, inspector.

—Investigaba por su cuenta a Larfaoui y, según parece, ese expediente lo tenía obsesionado. Mi teoría es que encontró algo en ese montón de mierda. Algo que influyó en su depre. Ahora, ¡ponte las pilas y desembucha!

Casi había gritado. Tosí y me serené. Imperturbable, Saïd negó moviendo su pelambrera en forma de casco.

—No sé nada de todo este asunto.

—¿Larfaoui no tenía follones con los demás cerveceros?

—Nunca he oído nada al respecto.

—¿Y con algún tabernero? ¿Algún tío endeudado que hubiera querido vengarse?

—Usted sabe muy bien que entre nosotros las cosas no se arreglan de esa manera.

Saïd tenía razón. A Larfaoui se lo había cargado un profesional.

Y estaba claro que ningún dueño de bareto podía permitirse contratar a un verdadero asesino.

—Larfaoui no era solamente cervecero. Traficaba.

—En eso no puedo ayudarlo. Nosotros no tocamos las drogas.

Cambié de táctica.

—Cuando Luc os interrogó, ¿tenía ya alguna idea sobre el asesinato?

—Es difícil decirlo.

—Piensa un poco de todos modos.

Lanzó su habitual mirada de soslayo, simulando reflexionar, y luego soltó:

—Vino dos veces. La primera en septiembre, cuando se cargaron a Larfaoui. Luego a principios de este mes. Parecía completamente colgado.

—No irás a decirme que se sinceró contigo.

—Cinco vodkas en menos de media hora dan para sincerarse, ¿no cree?

A Luc siempre le había gustado empinar el codo. No me sorprendía que en los últimos tiempos hubiera buscado refugio en la botella. Saïd se acercó. Todavía con los codos sobre la barra, solo estaba a unos centímetros de mí. Él también renunció a toda estrategia.

—Para serle franco, en el caso de Massine usted puede ir más lejos que el inspector.

—¿Por qué?

—Porque usted es un verdadero creyente.

—Luc también era cristiano.

—No. Se había extraviado. Ya no era un verdadero practicante.

Tomé el café sintiendo ardor de estómago.

—¿Adónde quieres llegar?

—Larfaoui también era muy religioso.

—¿Y…?

—Piense en la noche del asesinato.

—El 8 de septiembre.

—¿Qué día de la semana era?

—Ni idea.

—Un sábado. ¿Qué hace un musulmán el sábado?

Pensé. No veía adónde quería llevarme Saïd.

—Se va de juerga —prosiguió—. Después de las oraciones del viernes, un verdadero creyente se relaja. La carne es débil, como dicen ustedes en Francia.

—¿Me estás diciendo que aquella noche se había ido de picos pardos?

—Larfaoui tenía sus costumbres. Su familia estaba en Argelia.

—¿Tenía una amante?

—Una amante no. Zorras.

Por fin las cosas empezaban a encajar. Larfaoui había sido asesinado en su casa, aproximadamente a las once. Seguramente no estaba solo. Nadie había hablado de un testigo o de un segundo cuerpo. Sin embargo, una chica había conseguido huir; lo había visto todo.

—¿Conoces a la chica?

—No.

—Conmigo no te hagas el listillo.

—Confíe en mí. —Sonrió—. Usted tiene los medios necesarios para encontrarla.

Pensé en mi experiencia en la BRP. Conocía todas las redes. Pero buscar a una prostituta sin conocer las preferencias de su cliente era como buscar un casquillo después de un ataque de Hizbullah.

—Y sus gustos… ¿cómo eran?

—Piense, inspector. Hallará lo que busca.

Un recuerdo borroso flotaba en mi mente.

—¿Se lo contaste a Luc?

—No. Él no buscaba las circunstancias sino los móviles. Por lo visto creía que era un ajuste de cuentas. Un problema… —Saïd titubeó—. Un problema relacionado con la misma policía. Un asunto interno…

—¿Te lo dijo él?

—No me dijo nada, pero estaba nervioso. Realmente nervioso.

La sospecha de corrupción otra vez. Me levanté.

—Quizá unos hombres pasen por aquí. De la jefatura.

—¿Los Bueyes?

—No les digas nada.

—¡Ni visto ni oído, como se dice aquí en Francia!

Me dirigí hacia la puerta de cristal. La cervecería empezaba a llenarse. La hora del aperitivo. Me volví hacia Saïd.

—Una última cosa. ¿Larfaoui andaba metido en historias satánicas?

—¿Qué?

—La gente que venera al diablo.

El cabileño soltó una carcajada.

—Nosotros hemos dejado nuestros demonios en casa.

—¿Quiénes son vuestros demonios?

—Los djinn, los espíritus del desierto.

—¿Y Larfaoui no tenía interés en ellos?

—Aquí nadie se interesa por los djinn. No han pasado la frontera, inspector. ¡Por suerte para Sarko!