A veces vale más un fiasco que una victoria.
Una derrota es mejor, más rica en enseñanzas que un triunfo. Así, cuando interrogo a Brigitte Oppitz, de casada Coralin, mi primer caso de delito flagrante, no sospecho que unas horas más tarde solo descubriré un osario. Como tampoco adivino que esta frustrada operación me aportará, aparte de lamentarla eternamente, mi promoción a la Brigada Criminal.
12 de diciembre de 2000
Después de la denuncia de la mujer del sujeto que responde al nombre de Jean-Pierre Coralin, nuestra brigada se hace cargo del caso. La mujer acusa a su marido de haberla prostituido en el domicilio conyugal, donde la sometía a prácticas sádicas. El informe del médico lo confirma: cortes en la vagina, quemaduras de cigarrillo, marcas de flagelación, infección en el ano.
Según afirma la víctima, ella es solo un elemento secundario. En realidad, su esposo satisface a una clientela que solo está interesada en la prostitución infantil. A lo largo de cuatro años ha conmocionado a los colectivos nómadas de Seine-Saint-Denis secuestrando a seis niñas, a las que dejaría morir de hambre después de utilizarlas. En el momento de la denuncia, dos están aún vivas en su chalet de Lilas, donde sufren, cada noche, los abusos de los pedófilos.
Tomo nota de la denuncia y opto por una operación en solitario con mi equipo. A los treinta y tres años llevo a cabo mi primer «ataque por sorpresa». Elaboro mi estrategia y organizo la operación.
A las dos de la mañana, rodeamos el chalet de la rue du Tapis-Vert en Lilas. Pero no encuentro a nadie, excepto a Ingrid, la hija de los Coralin, de diez años, dormida en el salón. Los padres están en el sótano. Se han saltado la tapa de los sesos con una escopeta después de matar a sus prisioneras. En pocas horas la mujer había cambiado de opinión y había advertido a su marido.
Salgo del chalet conmocionado. Enciendo un pitillo; en el aire frío giran las luces de las ambulancias y de los furgones aparcados en batería. A nuestro alrededor las casas cobran vida. Los vecinos, en bata, salen a los umbrales. Un agente uniformado se lleva a la pequeña Ingrid. Otro viene hacia mí.
—Teniente, la Brigada Criminal está aquí.
—¿Quién les ha avisado?
—No lo sé. El jefe del equipo lo espera. El Peugeot gris, al final de la calle.
Aturdido, camino hasta el coche, listo para recibir el primero de una larga serie de rapapolvos. Cuando llego a la altura del Peugeot veo que la ventanilla del conductor baja; Luc Soubeyras está dentro, arrebujado en una parka.
—¿Satisfecho de tu hazaña?
No puedo contestar. La sorpresa me deja sin palabras. Luc no ha cambiado nada. Gafas finas, huesos a flor de piel, pecas; solo algunas arrugas alrededor de los ojos delatan el paso de los años.
—Ven, da la vuelta.
Tiro el cigarrillo y entro en el coche. Olor a pitillo, a café frío, a sudor y a orina. Cierro la portezuela y recupero el habla.
—¿Qué coño haces aquí?
—Nos han llamado.
—Y una mierda. Nadie estaba al corriente.
Luc me concede una sonrisa.
—Te sigo de cerca desde hace un tiempo. Sabía que estabas en algo gordo.
—¿Me vigilas?
Luc mira directamente hacia la calle. Los enfermeros de las ambulancias entran en el chalet, empujando camillas plegables. Los maderos con chubasqueros negros delimitan el perímetro de seguridad y alejan a los vecinos que se han despertado.
—¿Cómo está la cosa allí dentro?
Enciendo otro Camel. El habitáculo se llena de azul mercurio al ritmo de las luces giratorias.
—Atroz —digo después de la primera calada—. Una carnicería.
—No podías preverlo.
—Sí, es cierto. La mujer se nos ha adelantado. No he bloqueado su…
—No, no has identificado lo que estaba en juego.
—¿Qué quieres decir?
—Brigitte Coralin no ha hablado contigo porque tuviera remordimientos o porque quisiera salvar a las niñas. Ha actuado movida por los celos. Amaba a su cabronazo de marido. Ella lo amaba cuando la torturaba, cuando le hundía los pitillos en el coño. Y estaba celosa de las niñas. Del sufrimiento de las niñas.
—Celosa…
Luc coge un Gitane.
—Sí, colega. Has evaluado mal el círculo del mal. Siempre más amplio, más extenso de lo que se cree. Brigitte Coralin habría matado también a su propia hija en caso de que Coralin empezara a mirarla con otros ojos. —Expulsa una gran nube de humo, tomándose tiempo, con cinismo—. Deberías haberla empapelado.
—¿Has venido a sermonearme?
Luc no contesta. Una sonrisa se congela en sus labios. Llegan los hombres de la policía científica, uniformados de blanco.
—Nunca te he quitado los ojos de encima. Hemos seguido el mismo camino. Vukovar para mí; Kigali para ti. La Judicial para mí, la BRP para ti.
—¿Qué judicial?
—Louis-Blanc.
La División de la Policía Judicial de Louis-Blanc cubre los distritos más violentos de París: 18.°, 19.°, 20.°. La escuela de los duros.
—El mismo camino, Mat. Para llegar al mismo destino: la Criminal.
—¿Y quién te dice que quiero formar parte de la Criminal?
—Ellas.
Luc señala a las niñas muertas que los enfermeros llevan hasta la ambulancia. Las mantas térmicas golpean las camillas y revelan parcialmente sus cuerpos con cada sacudida. Luc murmura:
—«Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero». ¿Te acuerdas?
El claustro de Saint-Michel. El olor a hierba cortada de los jardines. La caja de píldoras estomacales y sus pitillos. Teresa de Ávila. La esencia de la experiencia mística. La poetisa lamenta no estar muerta y ver por fin la grandeza del reino de Dios.
Pero hay otra lectura de esos versos. Con frecuencia la comentaba con Luc. La muerte, necesaria para el verdadero cristiano. Destruir en uno mismo al que vive sin Dios. Morir para sí mismo, para los otros y para todo valor material hasta renacer en la Memoria Dei. «Muero porque no muero». San Agustín ya había proclamado esa verdad, cuatro siglos atrás.
—Aún hay otra muerte —añade Luc como si leyera mi pensamiento—. Tú y yo hemos abandonado el materialismo para vivir recorriendo el sendero de Dios. Pero esta vida espiritual también es una comodidad. Ahora, ha llegado el momento de abandonar esa fe que da sosiego. Debemos morir una vez más, Mat. Matar al cristiano en nosotros para convertirnos en maderos. Ensuciarnos las manos. Acorralar al diablo. Combatirlo. Comprenderlo. Aun a riesgo de olvidar a Dios.
—¿Y ese combate se libra en la BC?
—Los crímenes de sangre: es la única vía. ¿Estás dispuesto o no? ¿Quieres arrancarte de ti mismo de una vez por todas?
No sé qué contestarle. Después del sexo y sus desviaciones, el círculo de sangre es la etapa que siempre he considerado la siguiente. Pero no quiero que me guíe otro. Luc tiende la mano hacia los luminosos haces azules que parpadean como estroboscopios.
—Esta noche, te has arriesgado. Y no tienes nada de que arrepentirte. Uno debe tomar riesgos. Los verdaderos cruzados tienen las manos manchadas de sangre.
Termino por sonreír ante ese sermón grandilocuente.
—Solicitaré el puesto.
Luc saca de su bolsillo un puñado de papeles.
—Aquí lo tienes. Firmado por el prefecto. Bienvenido a mi equipo.
Suelto una carcajada nerviosa.
—¿Cuándo empezamos?
—El lunes. Treinta y tres años. ¡Una buena edad para renacer!
La cena de Nochevieja sella nuestra colaboración.
Seguirían doce meses de perfecta eficacia.
Nuestro equipo, que contaba con ocho policías, era sobre todo un tándem. Nuestro proceder difería y a la vez se complementaba. Yo representaba el papel del policía extremadamente riguroso: solicitaba una imputación únicamente cuando tenía en mano un expediente contundente; realizaba registros cuando ya estaba seguro de lo que encontraría. Luc se arriesgaba utilizando todo tipo de métodos para confundir a los sospechosos. Amenazas, violencia y… teatro. Sus técnicas preferidas eran: simular un cumpleaños en los despachos del 36 para engatusar a un detenido; hacerse el místico loco para aterrorizar a un imputado; echarse faroles sobre las pruebas que poseía hasta el punto de meter a un sospechoso en un furgón, rumbo a la prisión, y lograr que confesara en el camino.
Yo era un camaleón, discreto, preciso, que pasaba inadvertido. Luc era un actor, un farsante, un chulo. Mentía, manipulaba, golpeaba y les arrancaba la verdad. Disfrutaba con esa situación, ya que daba argumentos a su cinismo. Para lograr sus fines: traicionar siempre sus propios principios; utilizar las armas del enemigo; ¡convertirse en un demonio para el demonio! Le gustaba ese papel de mártir obligado a corromperse para servir a su Dios. Su absolución estaba en relación directa con la cantidad de éxitos de nuestro equipo: la mayor de la Brigada.
Por mi parte, yo ya no tenía ilusiones. Hacía mucho tiempo que mis pudores de católico ferviente habían desaparecido. Imposible hurgar en la mierda sin salpicarse. Imposible conseguir confesiones sin usar la violencia o la mentira. Pero en mi conducta nunca era complaciente conmigo mismo; esa ruptura de las normas no formaba parte de mis métodos prioritarios y siempre que recurría a ella lo hacía con remordimientos.
Entre esas dos posiciones habíamos encontrado un equilibrio. La balanza estaba calibrada al miligramo, gracias a nuestra amistad. Volvíamos a encontrarnos, ya adultos, tal como nos habíamos descubierto adolescentes. El mismo sentido del humor, la misma pasión por el trabajo, el mismo fervor religioso.
Los colegas habían llegado a apreciar la situación. Había que soportar las extravagancias de Luc. Sus subidones de adrenalina, sus lados sombríos, su extraña manera de expresarse. Hablaba de la influencia del diablo o del reino del demonio en lugar del índice de criminalidad o de la estadística de delitos. A veces llegaba a rezar en voz alta, en plena tarea, por lo que con frecuencia daba la impresión de estar trabajando con un exorcista.
Yo tampoco estaba mal dentro de mi estilo, con mi aversión a los ruidos metálicos y mi alergia a la radio —encendía la del coche siempre a regañadientes—. Me alimentaba exclusivamente de arroz y bebía té verde todo el día, en un mundo en el que los hombres comen carne y beben alcohol a palo seco.
Nuestros éxitos se acumulaban.
En un año, más de treinta detenciones. En los pasillos del 36 circulaba una broma: «¿Aumenta la criminalidad? No. ¡Los meapilas se han puesto manos a la obra!». Nos gustaba ese sobrenombre. Nos gustaba nuestra imagen, diferente y pasada de moda. Nos gustaba, sobre todo, trabajar en equipo. Aunque sabíamos que, al final, el precio del éxito sería, precisamente, la separación.
Principios de 2002
Luc Soubeyras y Mathieu Durey son promovidos oficialmente al grado de inspector jefe. Luc en la Brigada de Estupefacientes; yo en la Criminal. Sobre el papel, más responsabilidades y aumento de salario. En la práctica, un equipo de investigación para cada uno.
Apenas tuvimos tiempo de despedirnos, arrastrados por los casos que teníamos en mano. No obstante, nos propusimos seguir comiendo juntos y disfrutar de los fines de semana en Vernay.
Tres meses más tarde, nos cruzábamos en el patio del 36 sin vernos.