Cuando descubrí Ruanda, el país no existía. En todo caso, no para el resto del mundo.
Una de las naciones más pobres del planeta, pero sin guerra, ni hambruna, ni catástrofes naturales; nada que motivara la organización de un concierto de rock o que llamara la atención de los medios de comunicación.
En febrero de 1993, llego allí. Ya todo está escrito. Ruanda vive sumida en la energía que proporciona el odio, tal como un moribundo aguanta gracias a sus nervios. Un odio que enfrenta a la mayoría tutsi, gente esbelta, refinada, contra la población hutu, baja, regordeta, que son el noventa por ciento de los habitantes del país.
Empiezo mi trabajo humanitario con los oprimidos tutsis. Enfrente, los milicianos hutus están armados con fusiles, garrotes y ya empiezan con los machetes. De un confín al otro del territorio golpean, matan, queman las chozas de sus enemigos con absoluta impunidad. Con Tierras de Esperanza atravesamos el país llevando víveres, medicinas; nos vemos obligados a negociar en cada control hutu, por lo que siempre llegamos demasiado tarde. Todo eso sin contar las delicias del trabajo humanitario: errores de entrega, envíos que se retrasan, problemas administrativos…
Finales de 1993
En las calles de Kigali resuenan los mensajes de odio de la RTML: Radio-Televisión Libre de las Mil Colinas, organismo hutu que llama a la matanza de las «cucarachas». Esa voz me persigue hasta el dispensario donde duermo. Repercute en las calles, en los edificios, se infiltra en el enlucido de los muros, en el calor sofocante del aire.
1994
Las primeras manifestaciones del genocidio se multiplican. Se importan 500000 machetes. El número de controles aumenta progresivamente. Extorsiones, violencia, humillaciones. Nada detiene al Hutu Power. Ni el gobierno, ni la ONU, que ha enviado unas fuerzas que demuestran ser impotentes. Y siempre la voz de las Mil Colinas: «Cuando la sangre se ha derramado, ya es posible recogerla. Pronto habrá novedades. ¡El verdadero ejército es el pueblo! ¡La fuerza es el pueblo!».
Cada mañana, cada noche, rezo. Sin esperanza. En ese país en el que la población es un noventa por ciento católica, Dios nos ha abandonado. Ese abandono está grabado en la tierra roja. Se manifiesta en la voz de la abominable radio: «Estos son los nombres de los traidores: Sebukiganda, hijo de Butete, que vive en Kidaho; Benakala, encargado del bar… Tutsis: ¡os acortaremos las piernas!».
Abril de 1994
El avión del presidente hutu Juvenal Habyarimana es derribado.
Nadie sabe quién es el autor. Quizá el frente rebelde tutsi en el exilio o los extremistas hutu, que opinan que el presidente es demasiado débil. O bien una fuerza extranjera, por intereses oscuros. En todo caso, es la señal para el inicio de la matanza. «Esta es la RTLM. Esta mañana me he fumado un petardito. Saludo a los tíos del control… ¡Que no se os escape ninguna cucaracha!».
En cada barricada se piden los documentos de identidad. Una vez identificados, los tutsis son asesinados y luego arrojados en las fosas recién abiertas. A los tres días, se cuentan varios miles de muertos en la capital. Los hutus se organizan. Tienen un objetivo: ¡mil muertos cada veinte minutos!
En Kigali se eleva un ruido que nunca olvidaré: el ruido de los machetes rascando la calzada en señal de amenaza, en señal de alegría. Las hojas rechinan contra el asfalto, antes de hundirse en los cuerpos. Las hojas ensangrentadas aúllan después de haber atacado.
Los residentes extranjeros son evacuados. En Tierras de Esperanza decidimos permanecer allí. Nos instalamos en el Centro de Intercambio Cultural Franco-ruandés, donde los soldados franceses han establecido su base. Los tutsis vienen a esconderse buscando protección, pero los soldados ya se retiran. Debo explicar a los refugiados que no hay nada que hacer. Debo explicarles que Dios ha muerto.
Consigo partir en misión de reconocimiento con los últimos cascos azules de Kigali. La ONU ha llamado al noventa por ciento de sus tropas. Solo entonces, descubro los osarios que bloquean las carreteras, los puentes formados por cadáveres con los pantalones por los tobillos. Siento en mis huesos las sacudidas de los cuerpos que rebotan bajo las ruedas. Veo aldeas exterminadas, donde corren ríos de sangre. Veo a mujeres encinta destripadas y a sus fetos aplastados contra los árboles. Veo a muchachas violadas; las eligen vírgenes, para no coger el sida. Primero se las fuerza por placer, luego con palos y con botellas que se rompen dentro de sus vaginas.
No puedo precisar la fecha de mi primer desfallecimiento.
Tal vez a finales del mes de mayo, durante las operaciones de limpieza, cuando se queman los cadáveres putrefactos con gasolina. O quizá más tarde, cuando empieza la Operación Turquesa, la primera iniciativa humanitaria de envergadura, organizada en Ruanda bajo bandera francesa. Una certeza: la crisis sobreviene en los campos de refugiados, allí donde la enfermedad y la podredumbre prolongan el genocidio.
Primero, la parálisis del brazo izquierdo. Se piensa en un infarto. Pero un miembro de Médicos sin Fronteras emite su veredicto: mis síntomas no responden a causas orgánicas. Dicho de otra manera, se trata de un problema psicológico. Repatriación. Dirección: Hospital Sainte-Anne de París.
No resisto más. No puedo hablar. Creía que había superado el horror, ver la sangre. Pensé que lo había integrado, como un hombre que consigue vivir con una bala dentro de la cabeza. Me he equivocado. El injerto es incompatible. El rechazo comienza. El rechazo es esa parálisis. Primera señal de una depresión que me va a corroer completamente.
En el Sainte-Anne trato de rezar. Pero cada vez me deshago en lágrimas. Lloro como no lo he hecho nunca. Todo el día. Con una sensación en la que se mezclan el sufrimiento y el alivio. La respuesta al dolor del alma es un sosiego físico. Casi animal.
Reemplazo la oración con comprimidos, aunque lo vivo como si consumara mi destrucción. Mi percepción del mundo es mi fe. Influir en esa percepción es como pretender engañar a mi conciencia, por lo tanto a Dios. Pero ¿tengo todavía fe? No siento en mí convicción alguna, ni freno, ni límite. Bastaría que alguien abriera una ventana delante de mí para que saltara.
Septiembre de 1994
Cambio de tratamiento.
Menos comprimidos, más loquero. Yo, que solo he revelado mis pecados a los sacerdotes, que nunca he compartido mis dudas con nadie que no fuera el Señor, tengo que soltárselo todo a un especialista de la indiferencia, que no representa a ninguna entidad superior; su silencio es el único espejo en el que mi conciencia debe contemplarse. La idea en sí me parece atroz, fundada en una visión del alma humana agnóstica, reductora, desesperada.
Noviembre de 1994
A mi pesar, a pesar de todo, aparecen signos de mejoría. Mi parálisis disminuye, mis crisis de llanto son más espaciadas, mi deseo de suicidarme se atenúa. De doce comprimidos al día paso a cinco. Vuelvo a rezar. Balbuceos, palabras desordenadas, saliva. Los antidepresivos me hacen babear en el sentido estricto de la palabra.
Vuelvo a encontrar el sendero de Dios. Y me alejo de esa idea de que soy yo quien debe perdonarlo por lo que he visto allí. Recuerdo una frase de uno de mis profesores, en Roma: «El verdadero secreto de la fe no es perdonar, sino pedir perdón al mundo tal como es, porque no hemos sabido cambiarlo».
Enero de 1995
Regreso al mundo real. Escribo varias cartas a fundaciones religiosas, lugares de retiro, monasterios, solicitando un puesto de trabajo, cualquier cosa, siempre que esté en compañía de otros hombres. Un centro de formación en teología en Drôme contesta favorablemente a mi petición a pesar de mi estado, pues no he ocultado nada sobre mi enfermedad.
Me asignan un trabajo de archivero. A pesar de mi brazo inválido, me muevo, ordeno, clasifico. En medio de los expedientes, del polvo, de los seminaristas que hacen cursillos, paso inadvertido. Gracias a un puñado de comprimidos al día y a dos visitas por semana a un loquero de Montélimar, mantengo la compostura. Y consigo ocultar mi estado depresivo que, particularmente aquí, provocaría incomodidad, malestar.
A veces me sobreviene una crisis. Mis manos tiemblan, mi cuerpo se agita, me invade una actividad febril inexplicable. Otras, al contrario, mi conciencia llega a pesar tanto como un planeta inerte. Me vuelvo apático. Imposible mover un dedo. Me quedo así, varias horas, aplastado por las ideas que me desbordan: la muerte, el más allá, lo desconocido… En esos momentos, Dios ha desaparecido nuevamente.
Pero los recuerdos, ellos, siempre están presentes. A pesar de mis precauciones siempre me cogen desprevenido. Por mucho que evite la proximidad con radios, televisiones y otros sonidos transmitidos, si por desgracia un ruido blanco, un chisporroteo, llega a mis tímpanos, experimento inmediatamente unas náuseas implacables, un seísmo en el fondo de mis tripas. «¡Que ninguna cucaracha se os escape!». Corro al retrete a vomitar mi bilis, mi miedo, mi cobardía, y termino, como siempre, en una crisis de llanto.
Otro ejemplo. He pedido que me permitan comer siempre solo, para evitar el ruido de tenedores, cualquier chirrido metálico. Pero solo escuchar la estridencia de una mesa arrastrada sobre el parquet me propulsa a la carretera principal de Kigali. Los asesinos gritan y silban, los cuerpos se acumulan en las fosas, cuerpos que ya no se cuentan, que no cuentan. Lanzo un grito antes de empezar a tener convulsiones. Me despierto en la enfermería, sedado. Y me doy cuenta, una vez más, de que no estoy curado, que nunca lo estaré. El injerto no ha funcionado y no hay manera de extraer el cuerpo extraño.
Enero de 1996
Dejo el centro de teología para dirigirme a un monasterio aislado en el departamento de Hautes-Pyrénnées. Experiencia interior. Conocimiento trascendente. Búsqueda del Verbo Divino. Entre los monjes cistercienses, recupero la fuerza, la esperanza, la vitalidad. Hasta el día en el que lo cotidiano ya no me parece suficiente.
Después de lo que he visto, me resulta imposible permanecer allí, de rodillas, hablando al cielo mientras el infierno se ha adueñado de la tierra. Los monjes que me rodean son novicios en materia de almas. He viajado hasta otros confines. He visto el verdadero rostro del hombre. Piel arrancada, músculos desnudos, nervios desgarrados. Su odio irreductible. Su violencia sin límite. Hay que sanar de su mal al ser humano y no es en el silencio del aislamiento donde podré hacerlo.
Entonces me acuerdo de Luc.
Dos años en los que casi me he olvidado de él. Su silueta y su voz vuelven con nueva claridad. Luc siempre estuvo un paso por delante de mí. Siempre presintió las verdades groseras, contradictorias, subterráneas de la realidad. Hoy comprendo una vez más que debo seguir su camino.
Septiembre de 1996
Me incorporo a la Isla de los Cuervos.
La ENSOP, Escuela Nacional Superior de Inspectores de Policía, situada en Cannes-Écluse, Seine-et-Marne, llamada así porque todos llevan uniforme. No me siento fuera de lugar. He conocido la sotana. Ahora luzco la guerrera azul marino. Pasado el primer obstáculo, en el que los oficiales encargados de la formación me miran con desconfianza, dado que con mis diplomas podría haberlo intentado en Saint-Cyr-au-Mont-d’Or, la «fábrica de comisarios», mis logros hablan por sí solos.
En todas las asignaturas obtengo las mejores notas. Derecho penal, derecho constitucional, derecho civil. Procedimientos. Ciencias humanas. Ninguna dificultad. Todo eso sin contar el deporte. Atletismo, tiro, lucha cuerpo a cuerpo… Mi vida de asceta, mi inclinación al rigor, hacen de mí un adversario temible.
Pero es al finalizar los estudios, durante las prácticas sobre el terreno, cuando mi mejor cualidad se revela: un sentido innato del mundo de la calle. Intuición de lugares, instinto de caza, psicología… Y sobre todo, el don del camuflaje. A pesar de mi silueta de espárrago y de mi formación de intelectual, me mimetizo en cualquier parte, adoptando el lenguaje de los golfos, haciendo amistad con la peor gentuza.
Junio de 1998
Soy el número uno de mi promoción. Tengo treinta y un años. Gracias a mi calificación, tengo prioridad para escoger destino entre los cargos vacantes. Unos días más tarde, el director de la escuela me convoca.
—¿Ha solicitado la Brigada de Represión del Proxenetismo?
—¿Y…?
—¿No le interesaría un cargo en una oficina central? ¿El Ministerio del Interior?
—¿Hay algún problema?
—Se dice… Es usted católico, ¿verdad?
—No veo la relación.
—Corre usted el riesgo de ver historias bastante curiosas en la BRP y…
El hombre duda; luego, me dedica una amplia sonrisa paternalista.
—He pasado diez años de mi vida en la BRP. Es un universo muy particular. No estoy seguro de que los depravados que se encuentran allí tengan necesidad de un policía de su valía.
Le devuelvo la sonrisa, inclinando mi metro noventa.
—Se equivoca. Soy yo quien tiene necesidad de ellos.
Septiembre de 1998
Me hundo en los arcanos del vicio. En pocos meses enriquezco mi vocabulario. Coprofilia: desviación sexual consistente en alimentarse con excrementos. Urofilia: práctica en la que el placer se obtiene por medio de la vista o el contacto con la orina. Zoofilia: echo la mano de un stock de vídeos. Obvio los comentarios. Necrofilia: organizo un memorable delito flagrante en plena noche, en el cementerio de Montparnasse.
Mis dotes para el camuflaje se confirman. Me infiltro en todas partes; hago amistad con los chulos, las putas, y descubro con una sonrisa las perversiones más retorcidas. Clubes de intercambio, clubes sadomasoquistas, veladas especiales… Sorprendo, observo, arresto. Sin problemas de conciencia y sin contemplaciones. Hago todas las guardias. De noche, para estar en el ajo. De día, para escuchar los testimonios de los querellantes, ser compasivo con las prostitutas, con las familias de las víctimas.
Con frecuencia, empalmo de un tirón veinticuatro horas de servicio. Guardo una muda de ropa en mi despacho. Mis colegas me consideran un adicto al trabajo, un «enganchado», un arribista. A este ritmo, ascenderé rápidamente a capitán, todo el mundo lo sabe. Pero nadie comprende mi verdadera motivación. Esta incursión en el terreno del sexo no es más que una etapa. El primer círculo del infierno. Quiero ahondar en el mal en todas sus facetas, para combatirlo mejor.
Además, se equivocan sobre mi estado de ánimo, como siempre. Soy feliz. Observo una norma dentro de la norma. Bajo mi pellejo de madero, mi vida se articula en función de los tres votos monásticos: obediencia, pobreza, castidad, a las que he añadido otra: soledad. Llevo esa disciplina como una cota de malla.
Cada día rezo en Notre-Dame. Cada día doy las gracias a Dios por mis logros en el trabajo y por el perdón que Él me concede, estoy seguro, por los métodos que utilizo. Violencia. Amenazas. Mentiras. También le agradezco la ayuda que ofrezco a las víctimas… y su perdón para los culpables.
Mi enfermedad no ha desaparecido. Incluso en pleno París, en el boulevard de Strasbourg o en Pigalle, todavía me sobresalto si oigo un ruido confuso de mi radio o el chirrido de una jaula metálica sobre la acera. Pero he encontrado una manera de sosegarme: ahogo la violencia del pasado en la violencia del presente.
Septiembre de 1999
Un año hundido en el fango, un año de experiencias escabrosas. Lo duro del trabajo no son los pervertidos sino los proxenetas, las redes. Días al acecho, días vigilando, siguiendo el rastro de mafiosos eslavos, de gamberros magrebíes, de productores corruptos, de políticos retorcidos. Noches mirando vídeos, navegando por internet, dividido entre el asco y la erección.
También tengo que cerrar los ojos ante los abusos en la oficina: los colegas que obligan a los travestís a hacerles felaciones, las becarias que roban las cintas de vídeo para su uso personal. El sexo está omnipresente, en ambos lados del espejo.
Un océano negro en el que practico la apnea.
A medida que pasan los meses observo un cambio. Mi personalidad suscita menos desconfianza. Los jueces, que solo veían en mí a un ambicioso, me firman las órdenes de registro que solicito. Mis colegas empiezan a acercarse, llegan incluso a apreciar mi capacidad de escuchar. Sus confidencias se convierten en confesiones y mido hasta qué punto la lucha contra el mal nos contamina, nos obliga cada día a transgredir los límites. Cada día que pasa hago más honor a mi sobrenombre: el Capellán.
Pienso en Luc. ¿Dónde está ahora? ¿Policía Judicial? ¿Brigada? ¿Ministerio? Desde Ruanda he perdido el contacto con él. Espero volver a verlo por los azares de una investigación, en un pasillo. Cierta entonación de voz en un despacho, una silueta en el fondo de un tribunal y creo encontrarlo. Corro hacia él; decepción.
Sin embargo, no quiero ponerme en contacto con él. Confío en nuestro camino; seguimos la misma ruta. Ya volveremos a vernos.
Otra figura del pasado me saca de vez en cuando del fango cotidiano. Mi madre. Con la edad y la desaparición de su marido se ha acercado a mí; dentro de los límites de lo razonable: un almuerzo semanal en un salón de té de la orilla izquierda.
—¿Qué tal tu trabajo? —pregunta ella saboreando su tarta de queso.
Pienso en el pervertido que atrapé la víspera, acusado de violación de un adolescente, un enfermo que mojaba el churro en los meaderos de la estación del Este. O en el pirómano encontrado muerto por una hemorragia interna, esa misma mañana, después de hacerse sodomizar por su doberman. Bebo el té, con un dedo en el aire, y respondo lacónicamente:
—Bien.
Después, le pregunto sobre los nuevos trabajos de restauración de su casa de campo en Rambouillet y todo vuelve a su cauce.
El infierno funciona así, a fuego lento.
Hasta el mes de diciembre de 2000.
Hasta el caso de Lilas.