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Según el artículo sobre el rescate de Luc, la cavidad se sitúa a treinta kilómetros al sur de Lourdes, en el parque nacional de los Pirineos occidentales. Rodeo la ciudad mariana y tomo la N21 a todo gas. Argelès-Gazost. Pierrefitte-Nestalas. Aparecen las montañas, más densas que la misma oscuridad. Cauterets. En el centro de la ciudad, un cartel señala la dirección de Genderer. La carretera sube. Ganar altura para hundirse mejor en los abismos.

Cinco kilómetros más adelante, consigo ver el lago de Gaube. Una carretera comarcal, a la derecha, se esconde bajo los árboles desnudos. Hago marcha atrás para seguir subiendo. Después de una curva y de algunas casas aisladas no queda nada más, solo una flecha: Genderer.

La carretera se termina bruscamente en un aparcamiento.

Cierro el coche y me dirijo hacia el edificio de la entrada. Una serie de arcos futuristas de acero, integrados en lo alto del acantilado. El frío ha cambiado. Ahora, es una mordedura seca, implacable, un grado más en la escala de dureza. La borrasca hace restallar mi abrigo. Me veo como un ángel redentor, camino de su última batalla.

Bajo las bóvedas, unos escaparates: venta de entradas, tienda de souvenirs, bar-restaurante. Cerrados con una única reja. Sin embargo, cerca de la taquilla, distingo una luz bajo una puerta. Y también, aguzando el oído, el rumor de una radio. Sacudo la reja hasta armar un enorme alboroto.

Un hombre aparece. Hirsuto, mal afeitado, boquiabierto; muy parecido al guardián del ayuntamiento de Sartuis.

—¿Qué pasa? ¿Se ha vuelto loco?

Le meto mi identificación en la nariz a través de la reja de hierro. Se acerca; su aliento apesta a café.

—¿Qué quiere?

—Bajar.

—¿A esta hora?

—Abra.

Refunfuñando, el tipo acciona un sistema con el pie. La reja se abre. Paso por debajo y me pongo de pie frente a él. Su barba reluce como un estropajo metálico.

—Coja una lámpara y lléveme abajo.

—¿Tiene algún documento, una orden, algo?

Lo empujo delante de mí.

—Vístase. Y no olvide la linterna.

El tío se vuelve y empieza a andar, caminando de lado. Lo sigo para estar seguro de que no llamará a los gendarmes o a quien sea. Desaparece en la portería y vuelve. En la mano lleva una linterna con un cordón en bandolera. Se ha puesto un chubasquero color caqui; me da otro.

—Esta debe de ser su talla. Abajo hay mucha humedad.

Me pongo el poncho; me queda como un sudario.

—He encendido las luces de abajo. Tenemos instalación eléctrica. ¡Todo el año es Navidad!

Da una vuelta a mi alrededor y toma el pasillo que se hunde en la gruta. Al final, aparecen los barrotes negros de otra reja. Un montacargas, como los de los mineros de antaño. Mi guía manipula su juego de llaves y corre el cerrojo de la puerta de hierro montada sobre raíles.

—Por aquí, la visita.

Penetro en la cabina. Mi botones me sigue y cierra la reja. Manipula el cuadro de mando con ayuda de otra llave. Nos llega un soplo de humedad que indica el abismo que tenemos bajo nuestros pies. La plataforma se tambalea y se inclina por el peso. Bajamos con un movimiento fluido, suave, suelto. Pasados los primeros metros, la roca, alisada por una malla metálica, desfila delante de nosotros. Tengo la sensación de hundirme no solo en las profundidades de la tierra, sino también en los estratos olvidados de los tiempos. Las edades glaciares del mundo.

El guardián suelta su discurso de viejo veterano.

—Bajamos a veinte kilómetros por hora. A ese ritmo, dentro de tres minutos llegaremos a una profundidad de mil metros y…

No lo escucho. Mi cuerpo me informa. Mis pulmones se vacían, mis tímpanos están a punto de romperse. La presión. La corteza rocosa sigue pasando, negra, chorreante, a una velocidad vertiginosa. Mi guía insiste:

—Sobre todo, no saque la mano. Ha habido accidentes. La fuerza de aspiración…

—¿No ha oído algo esta noche?

—¿Como qué?

—Un intruso. Un visitante.

Me mira con curiosidad. La plataforma ha llegado a la velocidad máxima de bajada. Experimento una especie de ebriedad. Descendemos en estado de ingravidez. Por fin, la máquina disminuye la marcha con un chirrido de cables. Mi cuerpo se comprime. Mis entrañas se retuercen y después vuelven a su sitio, dejándome un sabor nauseabundo en la garganta. El hombre abre.

—Menos mil metros. Fin del trayecto.

Sobre el umbral, vacilo. Un peso misterioso entorpece el ritmo de mi circulación sanguínea. Delante de mí, un cruce da acceso a varias galerías. Los fluorescentes están atornillados en la roca misma. En una de las aberturas hay un letrero: sentido de la visita. Me doy cuenta de que conozco el lugar exacto de la cita, allí DONDE EMPEZÓ TODO.

—¿Le dice algo el nombre de Nicolas Soubeyras? —pregunto.

—¿Quién?

—Nicolas Soubeyras. Un espeleólogo. Muerto en esta sima, en 1978.

—Yo ya curraba aquí —gesticula el hombre—. No hablamos de ello. Es mala publicidad.

—¿Sabe usted qué pasó?

Golpea el suelo con el talón.

—Justo debajo de nosotros. En la sala de baile. Por lo menos quedan todavía quinientos metros.

—¿Es accesible?

—No. Está reservada a los profesionales.

—¿Hay alguna entrada?

Sacude la cabeza.

—A partir de aquí, las flechas indican el camino, que desciende doscientos metros. A mitad del trayecto, hay una escalera para el personal, que se hunde todavía cien metros más abajo. Pero de ahí en adelante, es solo para espeleólogos. Hay que pasar por sifones y chimeneas. Un auténtico laberinto.

—¿Tengo alguna posibilidad de conseguirlo?

—¿Ha practicado alguna vez espeleología?

—Nunca.

—Entonces, olvídelo. Incluso los profesionales tienen problemas. Un tío como usted, si llega al primer sifón, ahí se quedará.

Dos posibilidades. O me he equivocado y renuncio al primer obstáculo. O Luc me espera en el fondo y ha preparado el camino de una manera u otra. Tomo conciencia de dos sensaciones simultáneamente: la humedad intensa y el ruido de la ventilación artificial.

—Indíqueme el camino.

—¿Qué?

—El camino para bajar a la sala de baile.

El guardián suspira.

—Al final de la galería, tome la escalera y siga los carteles. Está iluminado. Luego, vaya con cuidado. Encontrará una puerta de hierro a la izquierda. El pasaje del que le he hablado. Si todavía está en condiciones, pase al otro lado. Allí, encienda las lámparas con el interruptor. Y preste atención, porque enseguida topará con un pozo.

—¿Podré bajar?

—Lo veo difícil. Los escalones están encastrados en la roca, como una via errata. Al fondo encontrará una gran sala; luego un primer sifón, donde el agua cae por todos lados. Después hay otro pozo, muy estrecho, que da a una segunda sala. Ni siquiera estoy seguro, porque nunca he estado. Si por milagro todavía está vivo, más le vale abandonar. Por el liquen.

—¿Qué liquen?

—Una variedad que despide un gas tóxico. Un chisme luminiscente. Ese tipo de musgo que envenenaba a los egiptólogos y…

—Ya lo conozco. ¿Y después?

—No hay un después. No llegará hasta ahí.

—Digamos que lo consigo.

—Entonces, ya no estará lejos. En aquella época, el desprendimiento empujó a Soubeyras y a su crío dentro de una cámara cerrada. Fue ahí donde quedaron atrapados. Más tarde, se excavó un pasaje para acceder a la sala de baile. Es fantástico. Lo he visto en fotos.

Bajo el poncho, los temblores sacuden mi cuerpo. Terror o impaciencia. No lo sé. El liquen es el indicio. El último elemento que cierra el círculo. Luc me espera en esa sala, exactamente después de la antecámara de su primera muerte.

—Ha mencionado usted una puerta de hierro. ¿Está cerrada con llave?

—¿Y a usted qué le parece?

—La llave.

El hombrecillo duda. De mala gana, saca su juego de llaves y extrae una. La cojo, así como la linterna; luego meto al guía de nuevo en la cabina del montacargas. Trata de protestar.

—¡No puedo permitírselo! ¡Usted no está cubierto por el seguro!

—Nunca me cubro —digo, cerrando la reja—. Si no estoy de vuelta dentro de dos horas, llame a este número.

Garabateo las señas de Foucault sobre uno de los recibos de la autopista y se lo paso a través de la malla.

—Dígale que Durey tiene problemas. Durey, ¿entendido?

El hombre no deja de menear la cabeza.

—Si tiene la suerte de llegar al sifón, cuidado con el liquen. O bien pasa en menos de diez minutos o ahí se queda.

—Me acordaré.

—¿Está seguro de lo que hace?

—Espéreme arriba.

Todavía duda. Finalmente, por fin se decide a accionar el cuadro de mando.

—Le mandaré de vuelta el ascensor. ¡Suerte!

La cabina desaparece en medio de un temblequeo de chatarra. El vacío se cierne sobre mí, impregnado del ruido de la ventilación y el goteo del agua. Me vuelvo, lámpara al hombro, y me pongo en marcha.

A cincuenta metros, una escalera en picado. Cientos de escalones, prácticamente en vertical. Me agarro a la baranda. Las gotas caen brillando sobre los muros; el agua hace centellear el techo; hay humedad por todas partes, una humedad penetrante, que empapa el aire como si fuera una esponja.

Abajo, otro letrero: sentido del recorrido. El ritmo regular de los fluorescentes, fijados en el techo, recuerda al túnel de un metro. Después de andar cien metros, localizo la puerta, a la izquierda. Uso la llave y busco el interruptor. Una serie de bombillas, unidas entre sí por un solo cable, se enciende débilmente. Cada vez más lúgubre, la galería es oscura, en suave pendiente. Dejo a un lado mi temor y sigo, sin ver realmente dónde pongo los pies. Mis hombros topan con las lamparillas, que oscilan a mi paso.

De pronto, la pendiente se quiebra en ángulo recto. El pozo. Enciendo la linterna y veo los peldaños de hierro en la pared opuesta. Pruebo con el tacón del zapato los primeros barrotes, apago la linterna, me la coloco en bandolera y luego empiezo a bajar mirando los escalones.

Un centenar de peldaños más abajo, piso suelo firme. No veo nada pero el aire fresco me dice que me encuentro en un gran espacio. «La primera sala». Cojo la linterna y la enciendo nuevamente. Estoy en una galería. A mis pies, una cueva inmensa. Un valle circular, que recuerda un anfiteatro romano.

Los volúmenes de la roca dibujan miríadas de ornamentos. Los picos se elevan, las puntas se bajan, formando franjas, pilares, encajes. Es absurdo, pero vuelve a mi mente una vieja lección de Sèze. «Estalactitas: solidificaciones calcáreas que se forman en el techo de una cueva por evaporación de gotas de agua». «Estalagmitas: solidificaciones que surgen en columnas desde el suelo».

Me desplazo hacia la izquierda, de espaldas a la pared de roca. Sostengo la linterna delante de mí y tengo cuidado de no bajarla para no iluminar el vacío.

Otra galería. Avanzo, encorvado, a veces casi en cuclillas. Las piedras de los desprendimientos ruedan debajo de mis zapatos. Mis tobillos se tuercen en las salientes, se hunden en los charcos. Mi campo de visibilidad se limita al haz de mi linterna. Los ruidos de la corriente de agua me confirman que estoy en el buen camino. El guía ha mencionado un sifón.

Por fin, delante de mí, el torrente. Dudo un instante. Luego vuelvo a colocarme la linterna en el hombro, afianzo los pies en los lados de la galería, casi rozando el agua. Otro descenso. El agua está por todas partes. El agua es la sangre de la cueva. Sus galerías son sus venas, sus arterias. Y yo estoy en el corazón de esta circulación.

Por fin, una superficie plana. Enfoco con la linterna, una cámara de rocas negras. Los bloques cubren el suelo, las estalactitas lamen los muros, ninguna salida. Todavía algunos pasos. De repente, una boca. El segundo pozo que ha mencionado el guardián. Pero esta vez no hay ningún escalón, ningún amarre. Imposible bajar sin equipo.

En ese momento, percibo un destello. Dirijo el haz luminoso y descubro un arnés atado a una cuerda. La confirmación. Luc me ha preparado el camino. Está ahí, muy cerca, esperando el último enfrentamiento.

Me coloco el arnés enredándome con mi ropa mojada. No tengo ninguna experiencia en alpinismo, pero a pesar del miedo encuentro algunos restos de sentido práctico. Una vez amarrado, me dejo caer de espaldas al vacío. Primero no pasa nada. Me mantengo suspendido, girando sobre mí mismo, con las dos manos aferradas a la cuerda. Luego, empieza a desplazarse hundiéndome lentamente en la oscuridad. Ya no pienso en nada. Planeo con los ojos cerrados. Estoy cayendo, físicamente, en el infierno de Luc.

Mis pies pisan suelo firme. Me libero del arnés y enfoco con mi linterna. La segunda sala. El mismo arco de círculo, las mismas estalactitas. Pero el halo de mi lámpara adquiere una tonalidad verde. Con un gesto la apago. El resplandor verdoso continúa. Un olor fosfórico me produce picor en las fosas nasales. El liquen. Por todas partes a mi alrededor.

Semanas de análisis, de investigaciones, de conjeturas para establecer el origen de este musgo. Y ahí está. He llegado a la fuente del misterio, como los egiptólogos cuando descubrieron la tumba de Tutankamón, dejándose el pellejo.

Todavía algunos metros. No he vuelto a encender mi linterna. La noche vuelve a cambiar. Ahora distingo un halo rojizo. Pienso en las visiones de los Sin Luz. La escarcha incandescente. La linterna palpitando. ¿Se me aparecerá el diablo?

El resplandor proviene de una de las galerías. Sigo sin encender la linterna y avanzo a gatas hacia el interior. Mis palmas me envían una nueva señal: la piedra está caliente. Una lignita, algún otro mineral, que guarda el recuerdo del magma inmemorial. Tengo la sensación de acercarme al corazón incandescente de la tierra.

Otro nicho.

Una cavidad circular, de algunos metros cuadrados, muy baja.

Aquí se ha levantado un altar, rodeado de faros de espeleólogo.

Pero no es la puesta en escena lo que me fascina.

Son los dibujos sobre los muros.

Los pictogramas apretujados, como surgidos de la prehistoria.

Adivino que me encuentro delante de los bocetos que Luc mencionó: las figuras que supuestamente Nicolas Soubeyras bosquejó antes de morir. Ahora sé que estas obras son del mismo Luc. Nunca fueron dibujadas en una libreta, sino sobre las paredes de la cueva. Los dibujos de un Luc de once años de edad, muerto de miedo, emparedado vivo, asfixiándose cerca del cadáver de su padre.

Me acerco. Los motivos tienen reminiscencias de los de Lascaux o los de Cosquer. El niño utilizó rotuladores a los que les aplastó las puntas. Rojos, ocres, algunos negros. Los colores de los primeros artistas de la historia del hombre.

El fresco repite siempre la misma escena. Una silueta, dibujada con algunos trazos, una especie de Y. Una criatura. A su lado, otra figura, echada. El padre. Encima, una cúpula erizada de estalactitas. Las imágenes repiten siempre la misma escena: el niño, el padre, la bóveda.

El único elemento que cambia es la forma de las estalactitas que, poco a poco, se alargan, se distorsionan, se transforman en zarpas. En las últimas variantes, las garras de piedra forman un rostro: los rasgos de un anciano, acentuados con blanco y rojo. De modo que, incluso antes de hundirse en el coma, Luc ya había visto que el Príncipe de las Tinieblas venía a llevárselo.

Una voz detrás de mí.

—Es aquí donde nos encontró la muerte, a mi padre y a mí.