El despacho estaba impecable. El mismo orden artificial que en la oficina del 36. ¿Quién había limpiado? ¿Laure o Luc? Cerré la puerta, me quité la americana, me desabroché la pistolera. A priori, no había nada que descubrir. Pero nadie es infalible y yo tenía todo el tiempo del mundo.
Pasé por detrás del escritorio, donde estaba el iBook, para contemplar las fotos colocadas sobre un mueble debajo de la ventana. Amandine y Camille, en plena actividad: ponis, piscina, haciendo máscaras… Una tarjeta postal de Roma, firmada de mi puño y letra: «Conocíamos la fábrica. ¡He encontrado la empresa!». La «fábrica» —sobreentendía, de sacerdotes— era una alusión a Saint-Michel-de Sèze. «La empresa» se refería al seminario de Roma. Otra foto representaba a un hombre vestido con un mono de espeleólogo que llevaba un casco con lámpara frontal. Con gesto triunfante, enarbolaba las cuerdas y los mosquetones delante de la entrada de una gruta. Sin duda era Nicolas Soubeyras, el padre de Luc.
Luc siempre hablaba de él con admiración. Había fallecido en 1978, en el fondo de la sima de Genderer, en los Pirineos, a menos dos mil metros. En aquel entonces yo tenía celos de ese padre, de su heroísmo, hasta de su desaparición; yo, que solo tenía un padre publicista, fallecido por un infarto unos años atrás en el Harry’s Bar de Venecia después de una cena regada con demasiado vino. Se cosecha lo que se siembra.
Me agaché y traté de abrir la puerta persiana del mueble empotrado: cerrada con llave. Probé con el armario: lo mismo. Me senté detrás del escritorio y encendí el ordenador. Tecleé un poco y me di cuenta de que no necesitaba contraseña para abrir los iconos. Nada interesante. Un ordenador doméstico lleno de cuentas, registros de vencimientos, fotos de vacaciones, juegos. Abrí el buzón de correo electrónico. Los e-mails personales tampoco tenían interés alguno: pedidos por correspondencia, publicidad, historietas humorísticas… Solo algunos mensajes me llamaron la atención. Siempre enviados al mismo destinatario, aunque habían sido borrados inmediatamente después de escribirlos. Únicamente quedaba una línea en la memoria, indicando cada envío. El último databa de la víspera del intento de suicidio de Luc. La dirección era: unita16.com.
Entré los datos en Google.
Existía un sitio: www.unita16.com. Doble clic. Un logotipo. La silueta de Bernadette Soubirous, con su pequeño cinturón azul y un paisaje de Lourdes de fondo. La imagen iba acompañada por un texto redactado en italiano. Yo dominaba perfectamente ese idioma desde mis tiempos en el seminario.
La unita16 era una asociación benéfica que organizaba peregrinaciones a Lourdes. ¿Por qué había contactado Luc con esa fundación? De nuevo, la sospecha de una enfermedad mortal… Pero Laure parecía estar muy segura al respecto y los médicos del Hôtel-Dieu habrían detectado inmediatamente un cáncer o una infección. ¿Ese sitio estaba vinculado con alguna investigación? ¿Por qué contactar con él precisamente antes de sacar el billete para el otro barrio?
Pasé la página de presentación y recorrí los capítulos. La unita16 desarrollaba otras actividades: seminarios, retiros en abadías italianas. Leí la lista de conferencias. La única que podría haber atraído a Luc era un coloquio sobre «el regreso del diablo», previsto para el 5 de noviembre en Padua. Me prometí llamar a los especialistas de la policía informática. Quizá sabrían recuperar los textos de los e-mails.
Dejé el ordenador y me concentré en el escritorio. En los cajones solo descubrí fragmentos de vida administrativa. Extractos bancarios, facturas de electricidad, recibos de seguros, recetas de la seguridad social… Podría haber estudiado esos documentos pero no estaba de humor para revisar cifras. En el último cajón había una agenda: nombres, números garabateados, iniciales. Algunos me resultaban familiares, otros no y otros eran directamente ilegibles. Me metí la libreta en el bolsillo del pantalón y seguí registrando; encontré un juego de minúsculas llaves. Alcé la vista; el armario, el mueble empotrado con puerta persiana…
La puerta persiana se abrió. Archivadores grises con funda de lona, atados con una cinta y colocados en vertical sobre un estante. En los lomos, la letra «D» coronada de fechas: 1990-1999, 1980-1989, 1970-1979… Seguía así hasta principios de siglo. Cogí la carpeta del extremo derecho, titulada «2000…», la coloqué en el suelo y desaté la cinta.
Dos subcarpetas tenían las fechas de 2000 y 2001 respectivamente. Abrí la de 2001 y me encontré con las imágenes del atentado del 11 de septiembre. Las torres ardiendo, humeantes, los cuerpos cayendo al vacío, personas despavoridas cubiertas de polvo corriendo sobre un puente. Luego aparecieron otras fotos. Cadáveres con las cuencas de los ojos vacías, torsos infantiles arrancados, bajo los escombros. El comentario precisaba: «Grosnia, Chechenia». Seguí hojeando: restos de esqueletos, un cráneo con los maxilares apretados sobre una braga. No era necesario leer el título. La escena era la exhumación de las víctimas de Émile Louis, en la región de Auxerre.
¿Por qué guardaba Luc esos horrores? Volví a poner el archivador en su lugar y abrí el de los años noventa; cogí ficheros al azar. 1993: víctimas degolladas en una callejuela de un pueblo argelino. 1995: cuerpos desmembrados entre charcos de sangre y chapas carbonizadas. «Atentado suicida, Ramat Ash Kol, Jerusalén, agosto de 1995». Mis manos empezaron a temblar. Intuía que una de aquellas carpetas estaría dedicada a mi pesadilla personal. Cuerpos negros en el barro rojo, rostros cortados, osarios que se perdían de vista en el horizonte: «Ruanda, 1994».
Cerré la carpeta antes de que las imágenes me saltaran a la cara. Tuve que hacer esfuerzos para recuperarme. Un sudor helado caía por mi rostro. El miedo, otra vez, con toda la intensidad de las peores épocas. Me levanté y aparté los estores de la ventana, escudriñando el patio de ladrillos hundido en la oscuridad. Al cabo de unos segundos me sentí mejor. Pero estaba decepcionado, humillado una vez más, al comprobar hasta qué punto Ruanda seguía allí, en mi interior, a flor de piel.
Volví a Luc. De modo que era eso lo que le ocupaba las noches y los fines de semana. Buscar, recortar, clasificar las más siniestras hazañas humanas. Inclinándome nuevamente sobre las estanterías, escogí un archivador y lo dejé aparte: «1940-1944». Esperaba un repertorio de violencia nazi pero, para empezar, me encontré con imágenes asiáticas. La vivisección de una mujer llevada a cabo por unos japoneses vestidos con batas y mascarillas quirúrgicas. El título rezaba: «Violada y fecundada por el investigador de la unidad 731, llamado Koyabashi; el mismo que está extirpando el feto que ella lleva en su seno». Las manos enguantadas del investigador, el cuerpo sangrando, los hombres vestidos de civil en un segundo plano, también con mascarillas. Todo aquello pertenecía al terror en estado puro.
La siguiente subcarpeta era la que esperaba: el nazismo y sus abominaciones. Los campos de exterminio. Los cuerpos hambrientos, consumidos, destruidos. Cadáveres arrastrados por una excavadora. Mi mirada se detuvo en una foto. Escena cotidiana en el barracón 10 de Auschwitz, 1943: una ejecución en la que los condenados, desnudos, frente al muro de azulejos, esperaban que el oficial les disparara una bala en la cabeza. La mayoría eran mujeres y niños. Un detalle me dejó petrificado: las dos trenzas negras de una niña, acentuadas por el grano fotográfico, que se destacaban sobre su espalda blanca y endeble.
Lo guardé todo; ya tenía suficiente. La cronología sobre los demás estantes retrocedía en los siglos: XIX, XVIII… Podría haberme sumergido en el horror hasta el alba. Grabados, pinturas, textos, siempre sobre lo mismo: guerras, torturas, ejecuciones, asesinatos… Una antología del mal, una taxonomía de la crueldad. Pero ¿qué significaba esa «D» escrita en el lomo de cada archivador?
De pronto comprendí.
«D» de «DIABLO» o «DEMONIO».
Pensé en Dancing with Mister D. de los Rolling Stones.
Las obras completas del diablo, o casi…
El timbre del móvil me sobresaltó.
—Soy Foucault. Acabo de cenar con Doudou.
Eran casi las once. Las imágenes atroces palpitaban bajo mis párpados.
—¿Cómo ha ido?
—Me ha costado una comilona pero tengo el dato. Últimamente, Luc estaba interesado en un caso en particular.
—¿Qué caso?
—El asesinato de Massine Larfaoui.
—¿El cervecero?
—El mismo.
Conocía al cabileño desde la época de la BRP, la Brigada de Represión del Proxenetismo. Era uno de los principales proveedores de bebidas para los bares, restaurantes y discotecas de París. Ni siquiera sabía que había sido asesinado.
—¿Cuándo se lo han cargado?
—A principios de septiembre. Una bala en la cabeza y dos en el corazón, a bocajarro. Un trabajo de profesional.
—¿Por qué no nos han dado el caso?
—Los estupas ya seguían de cerca a Larfaoui. El tío estaba metido en varios tráficos: marihuana, cocaína, heroína. Para conseguirlo, hicieron un apaño con los de la Judicial de la región afectada.
—¿Por dónde anda la investigación?
—No anda. No hay indicios, no hay testigos, no hay móvil. Un expediente vacío. El juez quería archivar el caso pero Luc se negaba a soltar el hueso.
Este crimen no alejaba la sospecha de corrupción. Al contrario, Larfaoui siempre había mantenido relaciones oscuras con los comisarios y prefectos, gracias a las cuales sus clientes gozaban de favores policiales. Conseguir un permiso de apertura, no cerrar un garito, protección contra posibles extorsiones… Los mejores guardaespaldas seguían siendo los maderos. ¿Había encontrado Luc, a raíz de ese asesinato, algún hueso que roer en el seno de la policía? ¿O por el contrario, encubría alguna cosa?
—En cuanto a Larfaoui —proseguí—, ¿tienes los pormenores? ¿Dónde lo liquidaron?
—En su casa. Un chalet en Aulnay-sous-Bois. El 8 de septiembre a eso de las once de la noche.
—¿La bala, el arma?
—Doudou no ha querido soltar prenda. Pero parece una ejecución. Un ajuste de cuentas o una venganza. De entrada, podría ser cualquier profesional. —Mantuvo el suspense y siguió—: Incluso un madero.
—¿Y qué opinaba Luc?
—Nadie lo sabe.
—¿Doudou no te ha hablado de los viajes que últimamente hacía Luc?
—No.
—¿Quién es el juez del caso Larfaoui?
—Gaudier-Martigue.
Mala noticia. Un capullo mezquino, testarudo, de ideas fijas. Ninguna posibilidad de conseguir información bajo cuerda. Y mucho menos de consultar el expediente.
—Vete a dormir —concluí—. Ya te daré mañana otras cosas que hacer.
Foucault se echó a reír. Completamente borracho. Colgué el teléfono. La información no era la que esperaba. Era imposible que la ejecución de un cervecero traficante hundiera a Luc en la desesperación.
Volví al mueble. En el estante inferior los expedientes llevaban letras minúsculas en orden alfabético bajo la D genérica. Abrí la primera carpeta y comprendí: asesinos en serie. Ahí estaban todos, a través de los siglos y de los continentes. Desde Gilles de Rais hasta Ted Bundy, desde Joseph Vacher hasta Fritz Haarmann, desde Jack el Destripador hasta Jeffrey Dahmer. Renuncié a leer esos documentos; conocía la mayoría de los casos y no me apetecía revolcarme en este nuevo fangal, del mismo modo que no quería consultar el último estante de abajo, visiblemente dedicado a la pornografía y a todas las bajezas que puede concebir la carne.
Me froté los ojos y me levanté. Era hora de atacar el armario grande. Abrí los dos batientes y descubrí nuevos archivos, también señalados con la inicial D. Pero esta vez, había un cambio de registro: se trataba de una extensa iconografía del diablo, de su representación a través de los siglos.
Cogí los expedientes de la izquierda y los abrí sobre el escritorio. La Antigüedad, con los primeros demonios de la historia, surgidos de las tradiciones sumerias y babilónicas. Me detuve en una de las principales criaturas de esa mitología: Pazuzu, de origen asirio, Señor de las Fiebres y de las Plagas.
Cuando estudiaba en la facultad, había hecho unos créditos de demonología. Conocía a ese monstruo de cuatro alas, cabeza de murciélago y cola de escorpión. Personificaba a los malos vientos, los que acarrean las enfermedades, la invalidez. Observé su morro respingón, sus dientes caóticos. Él solo había inspirado siglos de tradición diabólica. Y cuando se filmaba una película importante sobre el diablo, como El exorcista de William Friedkin, seguía siendo Pazuzu, el ángel negro de los cuatro vientos, el que desenterraban de las arenas de Irak.
Seguí hojeando. Seth, el demonio egipcio; Pan, dios griego del deseo sexual con su cara de macho cabrío y su cuerpo peludo; Lotan, «el que se retuerce», que más tarde inspiraría el Leviatán…
Continué con los demás ficheros. El arte paleocristiano, donde el mal, según el Génesis, tiene forma de serpiente. Luego la Edad Media, edad de oro de Satán. Unas veces, era un monstruo tricéfalo devorando a los condenados en el momento del juicio final. Otras, un ángel negro con las alas quebradas, y otras veces, gárgolas, esculturas y bajorrelieves que mostraban semblantes abyectos, hocicos roídos, dientes puntiagudos.
Llamaron suavemente a la puerta. Laure entró sin hacer ruido. Era medianoche. Echó una ojeada a los expedientes que estaban a mis pies.
—Lo dejaré todo tal como estaba —me apresuré a decir.
Hizo un gesto de hastío; no tenía importancia. Había llorado. Su maquillaje se había corrido, por lo que parecía que tuviera un morado en cada ojo. Pensé algo absurdo y cruel: mi madre nunca habría cometido semejante error. Podía verla en el coche que nos llevaba al entierro de mi padre, aplicándose en las pestañas maquillaje water proof, por si aparecían lágrimas intempestivas.
—Me voy a dormir —dijo Laure—. ¿Necesitas algo?
Tenía el gaznate seco pero dije que no con la cabeza. A una hora tan avanzada, esa repentina intimidad con Laure… No me sentía cómodo.
—¿Te molesta si me quedo toda la noche trabajando aquí?
Posó de nuevo los ojos sobre las fotografías que estaban en el suelo. Su mirada consternada se detuvo sobre la máscara de un demonio tibetano que salía de una caja.
—Pasaba los fines de semana en su despacho, coleccionando estos horrores.
Su voz contenía una sorda reprobación. Se volvió y cogió el pomo de la puerta, pero luego cambió de parecer.
—Quería decirte algo. He recordado un detalle.
—¿Qué?
Yo estaba cubierto de polvo. Automáticamente, me levanté y me limpié las manos en el pantalón.
—Un día, le pregunté qué coño hacía en esta leonera. Solo me dijo: «He encontrado la garganta».
—¿La garganta? ¿No dijo nada más?
—No. Parecía un loco. Alucinado. —Se calló, atrapada de repente por sus recuerdos—. Cierra la puerta de golpe si decides irte durante la noche. Y no olvides la misa de pasado mañana.
«He encontrado la garganta». ¿Qué había querido decir? ¿Era una garganta en el sentido fisiológico del término o en el mineral? ¿Se refería a la anatomía de una persona o de un cañón, de un pozo de piedra?
Las horas pasaron. Acompañado por los frescos diabólicos de Fra Angelico y del Giotto, de las pinturas maléficas de Grünewald y de Bruegel el Viejo, del diablo con cola de rata de El Bosco, del diablo puerco de Durero, de las brujas de Goya, del Leviatán de William Blake…
A las tres de la mañana ataqué el último estante. Al tacto, noté que las subcarpetas ya no contenían reproducciones, sino radiografías médicas. Escáneres, resonancias magnéticas que representaban cerebros. Leí los títulos. Enfermos mentales en plena crisis, particularmente esquizofrénicos violentos.
No hacía falta ser un genio para descubrir el modo de proceder de Luc. A sus ojos, las representaciones contemporáneas del diablo podían ser esas convulsiones cerebrales captadas en el interior mismo del órgano vivo. Todo participaba de la misma lógica: identificar el mal en todas sus formas.
Miré rápidamente esos archivos y guardé algunas fotos para mi expediente, así como otras para Svendsen. Agotado, me instalé detrás del escritorio; no tenía fuerzas para irme a esa hora. Mis pensamientos empezaban a perder nitidez y me sentía cada vez peor.
No era solo el cansancio. Un malestar me había acompañado desde el principio de mi registro: Ruanda. La proximidad de las imágenes de la matanza me había arruinado la noche. Dado mi estado de agotamiento, comprendí que no podría resistirlo.
Estaba en las mejores condiciones para hacer un viaje de ida al infierno.
Al pozo de mi memoria.