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De regreso a mi despacho del 36, cerré la puerta con llave y ordené el expediente de mi investigación. Todo lo que había encontrado desde el pasado o 21 de octubre, desde mis notas sobre el asesinato de Larfaoui hasta los recortes de prensa acerca de Moritz Beltreïn, pasando por los artículos de Chopard, el informe de la autopsia de Valleret, las notas tomadas en el Vaticano, los artículos y las fotos de Catania, el expediente de Callacciura, las historias clínicas de los Sin Luz, los informes de Foucault, de Svendsen…

Había una clave oculta entre esos documentos.

El veneno negro de la historia no había sido extraído completamente.

Una del mediodía

Me propuse no salir de allí hasta que encontrara una señal, un elemento que me diera un indicio para explicar cómo habían matado a la familia de Luc si el asesino del caso, Moritz Beltreïn, se encontraba a mil kilómetros del lugar del crimen.

Antes de tomar el tren hacia Besançon, fui a visitar a Corine Magnan. Ella había regresado a sus dominios dos días después de la muerte de Manon. Había cruzado la frontera inmediatamente para tomar declaración a los equipos encargados de las investigaciones en la mansión de Moritz Beltreïn. El asesinato de Sylvie Simonis era caso cerrado. Se había identificado al culpable. Todas las pruebas estaban en su casa: las fotografías, los insectos, el liquen, un alijo de iboga.

La magistrada había expuesto esos elementos durante una conferencia de prensa en Besançon, el martes 19 de noviembre. Yo no había asistido, pero ella me había resumido sus conclusiones. Moritz Beltreïn, especialista en reanimación, había vengado a sus «pupilos» matando a los responsables de que entraran en coma. Paralelamente, y gracias a un arsenal químico, había condicionado a los supervivientes convenciéndolos de que eran los autores del asesinato de sus víctimas. El demente también había eliminado a Stéphane Sarrazin, una amenaza, pues podía descubrirlo y demostrar su culpabilidad.

Corine Magnan no había mencionado a los Sin Luz. Nunca utilizaba ese nombre. Además, en la investigación eludía cualquier referencia a la dimensión metafísica: los milagros del diablo, la evolución maléfica de los «soldados» de Beltreïn, su posesión. Finalmente, la budista se había limitado a una visión cartesiana de los hechos.

Durante nuestra entrevista, tampoco me habló de los Siervos de Satán. Por una razón muy sencilla: ignoraba la existencia de dicha secta. En ese sentido, las desapariciones de Cazeviel y de Moraz no formaban parte del sumario. Dos víctimas caídas en el olvido, marginadas de un caso mal cerrado.

Pero persistía una pregunta: ¿quién era el asesino de Moritz Beltreïn?

Magnan no tenía ninguna respuesta. Por lo menos oficial. El estado del cadáver, medio devorado por los insectos, no había permitido determinar las circunstancias exactas de su muerte. No obstante, me parecía que la juez tenía una vaga idea de la identidad del culpable. Pero yo sabía, de un modo implícito, que jamás me molestarían. De hecho, una sola persona podía establecer una relación entre ese cadáver y yo: Julie Deleuze, la ayudante de Beltreïn. Y, evidentemente, la señorita Tic-Tac no había hablado.

Quedaba aún otro enigma.

¿Quién había asesinado a Laure Soubeyras y a sus dos hijas?

A Magnan no le preocupaba ese misterio, por lo menos en el plano profesional. El caso ya no le concernía, un juez de París estaba a cargo de la instrucción del sumario. Yo me había puesto en contacto con él cuando todavía estaba retirado en Bienfaisance. Le di la dirección del conductor del taxi que yo había identificado: el que condujo a Manon hasta Sartuis cerca de las ocho de la tarde del 15 de noviembre. Ya era oficial. Manon Simonis era inocente.

Magnan y yo nos despedimos con un largo silencio; ambos sabíamos que un elemento crucial se nos había escapado. Sin duda, era el epicentro de todo el caso. Un asesino seguía libre, a la sombra de Moritz Beltreïn. Tal vez fuera una ilusión pero había sentido que ella me pasaba, tácitamente, el relevo.

A mí me correspondía encontrarlo.

A mí me correspondía juzgarlo, de un modo u otro.

Ahora estaba frente a mi expediente, que también ofrecía una vaga coherencia. Pero esta coherencia era una ilusión. Había, entre esas páginas, esas líneas, esas fotos, un secreto, una entrada oculta.

Volví a repasar la cronología, ordenando cada documento. Lo apunté todo, tracé diagramas, relacioné cada hecho, cada fecha, cada lugar.

Luego empecé a hacer una lista de los detalles que no encajaban.

A las cuatro, ya tenía una serie de anomalías.

Los granos de arena que bloqueaban toda la máquina.

Primer grano de arena: el asesinato de Massine Larfaoui.

Según mi teoría, había sido Moritz Beltreïn, el cliente misterioso, quien había matado al cabileño tras un enfrentamiento del cual ignoraba el motivo. Quizá Larfaoui había hecho cantar a Beltreïn, creyendo que utilizaba la iboga negra con sus pacientes. Quizá había descubierto sus actividades criminales. Podía imaginar un móvil de este tipo pero quedaban muchas preguntas sin respuesta. ¿Por qué Gina, la prostituta, había tomado al asesino por un sacerdote? Ella había hablado de un tipo «muy alto y delgado». Nada que ver, físicamente, con Beltreïn.

El modus operandi también creaba un problema. El suizo era un asesino que usaba técnicas singulares, pero habría sido incapaz de manipular un arma automática de combate, no tenía ninguna formación militar. Por otra parte, no se había encontrado en su casa ningún material de ese tipo.

Segundo grano de arena: las apariciones psíquicas.

Siempre según mi teoría, Beltreïn drogaba a sus víctimas y luego se les aparecía con distintos disfraces: sus representaciones del «demonio». Pero incluso caracterizado, incluso en pleno trance, ¿cómo ese médico regordete había podido hacerse pasar por un anciano luminiscente, un ángel muy alto o un niño desfigurado?

Tercer grano de arena: la movilidad del asesino.

Había apuntado la fecha y el lugar de cada asesinato, no solo los de los «descompuestos», sino también los de Larfaoui y Sarrazin. Desde Arturas Rihiimäki, en 1999, hasta la muerte del capitán de gendarmería, la lista de asesinatos parecía demasiado extensa para atribuírselos a un solo hombre. Sin contar que había habido otras víctimas, las fotos encontradas en casa de Beltreïn así lo atestiguaban. ¿Eran compatibles con las responsabilidades del profesor todo; esos viajes, esos preparativos? Rozaba el don de la ubicuidad.

Cuarto grano de arena: la concentración de los hechos.

Que yo supiera, los crímenes del Visitante del Limbo habían empezado en 1999. Por lo tanto, Beltreïn había iniciado su actividad criminal a la edad de cincuenta y siete años. ¿Por qué tan tarde? Un asesino en serie suele revelar su naturaleza asesina entre los veinticinco y los treinta años. Jamás rayando los cincuenta. ¿Acaso Beltreïn había llevado a cabo desde los años ochenta una actividad criminal que ignorábamos? ¿O quizá no actuaba solo?

Quinto grano de arena: Beltreïn no había confesado.

Aunque se disponía a ejecutarme, el médico aún pretendía ser un «abastecedor», un «intermediario». Había dado a entender que él no hacía más que ayudar a los Sin Luz en su venganza. Mentía. Ni Agostina ni Raïmo habrían sido capaces de sacrificar a sus víctimas de esa manera. En cuanto a Manon, yo sabía que no había matado a su madre. Pero si no eran ni Beltreïn ni los salvados por un milagro, entonces, ¿quién era?

La idea de un cómplice iba tomando forma. Más que de un cómplice, del verdadero asesino. Quizá Beltreïn no había sido más que un comparsa. Ayudaba, sostenía, proveía al que se caracterizaba en ángel o en anciano. Al que torturaba a sus víctimas durante días enteros. Al que estaba en la treintena a finales de los años noventa.

Seis de la tarde

Había caído la noche. Solo tenía encendida la lámpara del escritorio, que proyectaba una luz rasante sobre mis notas, los informes, las fotos. Estaba completamente inmerso en mis reflexiones. Tenía la sensación visceral de la inminencia de un hallazgo capital, que obtendría solo gracias a la fuerza de mi concentración.

Pensé en un último grano de arena y descolgué el teléfono.

—¿Svendsen? Soy Mathieu.

—¿Dónde estabas? Habías vuelto a desaparecer.

—He regresado esta mañana.

—Nadie comprendió que estuvieras ausente en el entierro de…

—Tenía mis razones. No te llamo por eso.

—Dime.

—¿Hiciste tú las autopsias de Laure y las pequeñas?

—No. No pude. Esas niñas habían jugado sobre mis rodillas, ¿comprendes?

No reconocía a mi Svendsen. Ese no era su estilo. Pero fuera cual fuese su estado de ánimo, necesitaba que me ayudara inmediatamente.

—El caso no está cerrado —dije con voz firme—. ¿Podrías…?

—La respuesta es no.

—Oye. Hay algo que no funciona en toda esta historia.

—No.

—Te comprendo, pero el tipo que mató a las pequeñas sigue en libertad. No puedo aceptarlo. Y tú tampoco.

Breve silencio. El sueco preguntó:

—¿Qué buscas, exactamente?

—Por lo que sé, las niñas fueron degolladas. Si estos asesinatos forman parte de la misma historia, como dice Luc, tiene que haber otra cosa. Un símbolo satánico. O algún juego con la descomposición de los cuerpos.

—¿Tú también crees que existe una relación con los otros?

—Creo que se trata del mismo asesino.

—¿Y Beltreïn?

—Quizá Beltreïn no era el asesino de los insectos. O no actuaba solo. Criaba los bichos, preparaba los productos para otro: el tipo que degolló a la familia y que debió de dejar su firma.

Otro silencio. Svendsen reflexionaba. Aproveché la ventaja.

—Si tengo razón, y el asesino de las Soubeyras es también el del ritual de los insectos, entonces tuvo que colocar un secreto en sus cuerpos. Algún elemento que tenga que ver con la cronología. Una descomposición acelerada. Algo que represente su firma.

—No. Cuando las encontramos, sus cuerpos todavía estaban calientes. Nadaban en su propia sangre. No he oído nada con respecto a algún hecho que…

—Compruébalo. Quizá al forense se le escapó algún detalle.

—Los cuerpos están enterrados desde hace días. Si estás pensando en una exhumación, tu…

—Lo único que te pido es que eches una ojeada a los informes. Estúdialos desde el punto de vista de la descomposición. Las cifras, los análisis, cualquier elemento sobre el estado de los cadáveres en el momento del hallazgo. Verifica si no hay alguna señal que pudiera pertenecer al universo retorcido de los otros asesinatos.

Transcurrió la última pausa. Por fin, el sueco concedió:

—Te llamaré.

Fui a buscar un café a la máquina; caminé pegado a la pared, para evitar cualquier encuentro con los colegas. De vuelta al expediente. Otro capítulo para el análisis: el perfil de Moritz Beltreïn. Su vida, sus pasiones, sus relaciones. Ya lo había hecho a conciencia, pero ahora buscaba otra cosa. Un personaje recurrente en su entorno. Un hombre en la sombra.

Una vez más, me sumí en su biografía. El hombre había pasado su vida reanimando a los muertos. Había inventado una máquina excepcional para arrancarlos de la nada. Se había mantenido siempre dentro de estos límites, tendiendo la mano a los que podían ser rescatados. Había salvado decenas de vidas, prodigado el bien durante treinta años, compartido su saber en Estados Unidos, Francia, Suiza. Una vida intachable.

Sin embargo, seguí buscando un nombre que reconociera, una zona de sombra, un acontecimiento singular. Algo, cualquier cosa que pudiera explicar su psicosis o delatara a un socio criminal. Cada palabra parecía sacudir los minúsculos vasos sanguíneos de mi cerebro.

Pero no encontraba nada.

Y sin embargo lo sentía; algo había entre aquellas líneas. Un detalle, un fallo, que tenía delante de mis ojos y que no llegaba a identificar.

Ocho de la tarde

Otro café. Los pasillos de la Brigada Criminal estaban desiertos. Como en todas partes, el viernes por la noche se regresaba a casa más temprano.

De vuelta al despacho.

Retomé, por tercera vez, los datos desde el principio. Estudié detalladamente las circunstancias del primer rescate de Beltreïn, en 1983. Leí el incomprensible artículo, redactado en inglés, que el médico había publicado dos años más tarde en la revista científica Nature. Me tragué la lista de conferencias que el especialista había dado, país por país.

Pasó otra hora.

No encontraba nada.

Encendí un Camel, me masajeé los párpados y volví a empezar.

Las fechas. Los nombres. Los lugares.

Y de pronto, lo supe.

En cada biografía, se citaba la primera utilización de la máquina by-pass: una muchacha ahogada en el lago Lemán, en 1983. Sin embargo, recordé algo. Durante la primera entrevista en el hospital, Beltreïn me había dicho, para demostrar su dilatada experiencia, que había intentado aquella operación, por primera vez, en 1978 «con un niño muerto por asfixia».

1978.

¿Por qué los artículos nunca mencionaban esa intervención? ¿Por qué esos panegíricos señalaban el año 1983 como el del inicio de las actividades del matasanos? ¿Por qué el mismo Beltreïn había ocultado esta experiencia en sus entrevistas y en su currículo? ¿Y por qué, si tenía algo que esconder, me la había mencionado a mí?

Me conecté a internet y accedí a los archivos del Tribune de Genève. Las palabras clave para el año 1978: «Bertreïn», «rescate», «asfixia». Ningún resultado. Probé lo mismo con L’Illustré suisse, Le Temps, Le Matin. Nada. Ni rastro de una operación espectacular. Mierda.

Otro recuerdo acudió en mi ayuda. El año 1978 era el último que Beltreïn había pasado en Francia, en Burdeos. Hice la misma búsqueda en los archivos del Sud-Ouest.

El artículo fue como una bofetada en la cara: «Médico suizo realiza milagroso rescate». Se narraba detalladamente cómo Moritz Beltreïn había utilizado, por primera vez, una máquina de transfusión sanguínea para reanimar a un niño muerto por anoxia.

Fuego en las venas.

El crío fue encontrado en el fondo de la sima de Genderer, en los Pirineos. Se le trasladó en helicóptero al CHU de Burdeos, donde Beltreïn propuso su método. Las líneas bailaban delante de mis ojos. Ya no comprendía nada.

Porque un nombre se imponía sobre todas las palabras creando oleadas de terror.

El nombre del niño reanimado.

Él último que yo había esperado.

Luc Soubeyras.

Sacudí la cabeza, murmurando: «No, es imposible», pero leí los detalles. En abril de 1978, Moritz Beltreïn había arrancado a Luc, entonces de once años de edad, de las garras de la muerte. La coincidencia era demasiado delirante. ¡Los caminos de estos dos hombres, Luc y Beltreïn, se habían cruzado veinte años antes de que todo empezara!

Me obligué a leer el artículo fríamente, distanciándome de las múltiples implicaciones del hallazgo. De entrada, un hecho que ignoraba: Luc estaba con su padre cuando el espeleólogo bajó a la cavidad de Genderer, en 1978. Sin duda, Nicolas Soubeyras quiso iniciar a su hijo en las sensaciones de esta disciplina. Y ponerlo a prueba una vez más.

Pero este descenso al abismo había acabado mal.

Un desprendimiento bloqueó la salida por la que padre e hijo habían bajado. Las piedras mataron a Nicolas Soubeyras inmediatamente. Luc sobrevivió, pero se asfixió lentamente debido a los gases de la descomposición del cadáver de su padre. Cuando los dos cuerpos fueron descubiertos, el chico acababa de morir. Beltreïn, en el hospital de Burdeos, probó, por primera vez, utilizar la máquina de enfriamiento invirtiendo el método. Logró que el niño volviera a la vida; un niño cuyo corazón dejó de latir por lo menos durante dos horas. El rescate más hermoso de Beltreïn, el primero, el que escondió en el fondo de su biografía.

Y ahora, las deducciones.

Durante este accidente, Luc había vivido una NDE negativa. A los once años había visto al diablo. Su «revelación» mística no era tal como me la había contado, en los acantilados de los Pirineos, con la luz dibujando el rostro de Dios. Había tenido lugar en el fondo de un abismo, en el momento en el que las tinieblas lo acorralaban mientras su padre se pudría a su lado.

Luc era un Sin Luz.

Él único verdadero poseído del caso.

Había que tomar los hechos en el sentido inverso.

Luc Soubeyras no había encontrado a Satán hacía tan solo unas semanas, al sumergirse en el río. Todo había sido simulado, calculado, amañado. Su ahogamiento, su visión, su despertar maléfico, todo era mentira. Durante la sesión de hipnosis, Luc simplemente había contado sus recuerdos infantiles, que se remontaban a Genderer.

Luc tiraba de los hilos desde aquella primera experiencia. El niño maldito se había convertido en el mentor de Beltreïn. Era él quien lo había montado todo, quien lo había inventado. «Solo soy un proveedor, un intermediario». Beltreïn había dicho la verdad. Desde el principio, estaba al servicio de una criatura diabólica, la que yo había conocido tres años más tarde en Saint-Michel-de-Sèze y que nunca había escondido su pasión por el diablo, pretendiendo que era necesario conocer al enemigo para enfrentarlo mejor.

Pero Luc solo tenía un enemigo: Dios mismo.

Era Luc, y solo Luc, quien mataba a sus víctimas siguiendo un ritual orgánico. Era él y solo él quien creaba a los Sin Luz y se les aparecía, detrás de una máscara, después de haberles inyectado la iboga negra. Marcado a fuego y para siempre por el doble trauma de la cueva y del coma, nunca había dejado de formar hombres y mujeres a su imagen: los Sin Luz. Él había matado reproduciendo los tormentos a los que tuvo que hacer frente en el fondo de la gruta: los caminos de la descomposición. Luc se creía el Príncipe de las Tinieblas o uno de sus emisarios y era un demonio obsesionado con la putrefacción, con la degeneración de la muerte.

Pero ¿por qué el montaje de ahogarse en el río? ¿Por qué esa segunda NDE negativa? ¿Por qué haberme puesto a mí sobre sus huellas? ¿Para sacar a la luz todas sus maniobras? ¿Para provocarme? ¿Para pisotear a Dios delante de mis ojos? SOLO TÚ Y YO.

Vislumbraba el móvil de Luc. Su afición por lo teatral, por la representación. Si era un emisario de Satán, entonces era necesario que los mortales descubrieran su reino, la potencia de su fuerza dañina. Quería un testigo, un relevo para su obra. ¿Por qué no un católico, un amigo, al que nunca había dejado de pervertir? ¿Un corazón inocente, ingenuo, que a su pesar se convertiría en su escriba, su apóstol?

Cogí el teléfono fijo para llamar al hospital de Villejuif. En el mismo instante, sonó mi móvil.

—Soy Svendsen. Tenías razón. Hay una anomalía en el estado de los cuerpos.

Una úlcera fulgurante en el fondo de mis entrañas.

—¿Cuál?

—Las conclusiones del primer médico son erróneas. Las víctimas no murieron cuando creíamos.

—¿En qué te basas para afirmarlo?

—Los órganos internos están dilatados. Los vasos sanguíneos han estallado. Y ciertas lesiones de los tejidos podrían estar relacionadas con la aparición de cristales de hielo.

—¿Y eso qué significa?

—Es completamente delirante.

—Suéltalo, ¡joder!

—Los cuerpos fueron congelados.

Un gran ruido blanco en mi cabeza. Svendsen prosiguió:

—Congelados y luego recalentados. Laure y las niñas fueron asesinadas antes de lo que se supone.

—¿Cuándo?

—Es difícil determinarlo. La congelación lo ha embarullado todo. Pero diría que estuvieron congeladas, por lo menos, durante veinticuatro horas.

—¿De modo que fueron asesinadas a la misma hora, pero el jueves?

—Más o menos, sí.

Hice cuentas. El jueves 14 de noviembre por la tarde, Manon estaba en casa. La había llamado por teléfono varias veces y dos policías la vigilaban constantemente. Era imposible que se hubiera desplazado hasta la rue Changamier, como tampoco habría podido congelar los cuerpos para luego volver a colocarlos al día siguiente en el apartamento. Con un suspiro, pregunté:

—¿Estás seguro?

—Habría que exhumar los restos. Hacer más pruebas. Basándome en estos cálculos, podría tratar de hablar con el juez y…

Ya no lo escuchaba. Mis pensamientos se asomaban a otro abismo.

Otro sospechoso de los asesinatos.

¡El mismo Luc!

El jueves 14 de noviembre, todavía no estaba en la celda de aislamiento. Eso quería decir que pudo ir a París para matar a su propia familia y congelar los cuerpos, de algún modo que todavía teníamos que descubrir. A continuación, regresó al hospital y simuló su crisis, para que lo encerraran. Solo por algunas horas.

La tarde del viernes lo sacaron de allí. Entonces, volvió discretamente a la rue Changarnier, dispuso los cuerpos y regresó al redil. El calor del apartamento había completado el proceso. Los cadáveres habían «muerto» una segunda vez, mientras Luc cenaba con sus amigos, los locos de Villejuif.

Le di las gracias, o creí dárselas, a Svendsen; luego colgué.

Luc había preparado una coartada perfecta. Más aún. Gracias a este método, había sido coherente con su experimentación de violencia. ¡Una vez más, había jugado con la cronología de la muerte!

¿Cuál era la próxima etapa de su plan?

¿Matarme, como me había advertido?