Viernes 22 de noviembre. Regreso a Paris
La ciudad ya lucía los adornos de Navidad. Guirnaldas, bolas, estrellas, otra ofensa a mis tinieblas. Esas luces, esos destellos, que pugnaban por vencer al día gris, parecían una galaxia miserable en un cielo de cenizas. Ahora conducía un Saab, el nuevo coche alquilado.
Camino de Villejuif, me detuve primero en la porte Dorée. Quería pasar un momento de recogimiento ante las tumbas de Laure y sus niñas, enterradas en el cementerio sur de Saint-Mandé.
No tuve dificultades para encontrar la sepultura de granito, coronada por una lápida más clara. Tres retratos estaban dispuestos formando un triángulo, subrayado con las palabras:
No llores por los muertos. No son más que jaulas de las cuales los pájaros han partido.
Reconocí la cita. Muslah al-Din Saadi, poeta persa del siglo XIII. ¿Por qué un autor profano? ¿Por qué no había ningún símbolo católico? ¿Quién había elegido esa frase? ¿Estaba Luc en condiciones de tomar algún tipo de decisión?
Me arrodillé y recé. Estaba azorado, en un estado que rozaba la inconsciencia; ni siquiera comprendía qué significaban esos retratos sobre la piedra, pero murmuré las palabras:
De ti Señor,
de ti viene nuestra esperanza
cuando nuestros días se oscurecen
y nuestra existencia se desgarra…
Volví a la carretera de Villejuif. Luc Soubeyras. Después de la carnicería, no había hablado con él personalmente. Solo le había dejado un par de mensajes en el hospital, a los que no había respondido. Más que su angustia, temía su cólera, su locura.
A las once de la mañana, llegué al muro ciego del Instituto Paul-Guiraud, a los campos de deporte, a los pabellones en forma de hangares. Me detuve en el pabellón 21, con el temor de que Luc hubiera sido trasladado a Henri-Colin, la unidad para pacientes graves. Pero no. Estaba instalado nuevamente en una habitación normal del pabellón, En realidad, solo había pasado unas horas en Ingreso Forzoso.
—Siento mucho no haber podido asistir al entierro.
—¿No estabas allí?
Luc parecía sinceramente sorprendido. Vestido con un chándal azul claro, estaba echado en la cama, con una actitud desenfadada. Parecía sumido en sus pensamientos, manipulando unos trozos de cuerda, seguramente del taller de ergoterapia.
—Tuve que encargarme de los funerales de Manon.
—Desde luego.
No apartaba los ojos de su labor con los nudos. Hablaba dulcemente, pero también con un matiz distante, irónico. Había preparado un discurso, una parrafada cristiana sobre el sentido oculto de los acontecimientos, pero lo mejor era abstenerse. No había protegido a su familia. No había prestado la menor atención a su petición. Me arriesgué.
—Luc, no sabes cuánto lo siento. Debí actuar con mayor rapidez. Debí mandar unos hombres, yo…
—No hablemos de ello.
Se levantó y se sentó en el borde de la cama, suspirando. Incapaz de contenerme, volví a mi obsesión.
—No fue ella, Luc. No estaba en París cuando Laure y las niñas fueron asesinadas.
Volvió la cabeza y me miró, sin verme. Sin embargo, sus pupilas doradas no estaban muertas. Temblaban, bajo los breves parpadeos.
Ante su silencio, añadí, casi agresivamente:
—¡No fue ella y no es culpa mía!
Luc se tumbó de nuevo y cerró los ojos.
—Déjame. Debo descansar.
Eché una ojeada a mi alrededor: la celda blanca, la cama, la mesilla. Ni la libreta negra, ni un libro, ni televisión. Pregunté de un modo absurdo:
—¿No necesitas nada?
—Tengo que descansar. Antes de llevar a cabo mi misión.
—¿Qué misión?
Luc volvió a abrir los párpados y mantuvo fija la mirada. Sus pestañas parecían espolvoreadas con azúcar moreno.
Una sonrisa desgarró su rostro.
—Matarte.