Bajé rápidamente la cuesta, tropezando y levantándome varias veces. Sin mirar hacia atrás. No quería volver a ver el búnker, la tumba del demonio. Enfundando la Glock, que había recuperado, llegué hasta el coche. Noté los ataques helados del viento, que me pegaban al cuerpo la ropa empapada de formol y de sangre. Esas sacudidas eran como las planchas de acero que se utilizan para una radiografía, tan frías que queman la piel. Me gustaba ese contacto. Barría las moscas, los gusanos, las partículas de órganos. Las huellas del loco sobre mi piel.
Detrás del volante, murmuré unas oraciones, meciéndome de delante hacia atrás, como si recitara un sura, intentando lo imposible: perdonar a Beltreïn. Salmodié, los ojos cerrados, el cuerpo tenso, pero de mala gana, sin entusiasmo. No sentía la menor compasión cristiana. Ni hacia él, ni hacia mí.
Arranqué. Imaginar las huellas de los neumáticos me hizo pensar en las que debía de haber dejado en la casa: miré mis manos. Tenía puestos los guantes de látex. Me los quité rápidamente y los metí en el bolsillo, aliviado.
Pisé el acelerador a fondo y bajé a toda velocidad por las curvas que me llevaban hasta el valle. Los faros. Había olvidado encender los faros. Cuando surgió la luz tuve la sensación de que los pinos, asustados, se apartaban al verme pasar. A pesar de mi lamentable estado, no podía apartar una idea de mi mente. La última antes del epílogo.
Un asesino circulaba aún por ahí.
El de Laure y las niñas.
Nada había terminado.
Al mismo tiempo, pensé en otra emergencia: Manon. Localizarla antes de que lo hicieran los maderos. Encontrar una explicación para que sus huellas estuvieran en la escena del crimen, y librarla así de toda sospecha.
Tomé un sendero y conduje por el bosque. Salí del coche, hundí mi rostro en las hojas, en las espinas, frotándome hasta sangrar. Me quité el abrigo, lo sacudí, lo golpeé. Me arranqué la camisa, la volví del revés, expulsé los últimos gusanos escondidos entre los pliegues empapados. Por fin, con la piel enrojecida por el frío, sacudida por los espasmos, caí de rodillas y esperé que el viento se llevara la muerte y mis pecados. Recé para que la tempestad purificara mi alma.
Atontamiento. Abolición del tiempo. Me helaba, inmovilizado allí, con el torso desnudo, sin que la menor sensación llegara en mi ayuda. Luego, lentamente, una imagen se dibujó en mi mente. Camille y Amandine, al despertarse, camisones de felpa, con sus peluches en la mano, echando copos de maíz en el cuenco. Estallé en sollozos, con el rostro pegado al suelo.
¿Cuánto tiempo pasó? Es imposible saberlo. Me levanté con dificultad. Con los dientes castañeteando, me arrastré hasta el coche. Giré la llave de contacto y puse la calefacción. Al cabo de una eternidad, cuando el calor empezó a reanimarme, llamé a Foucault.
—Soy yo —refunfuñé—. ¿Habéis encontrado a Manon?
—No.
—¿Has pasado por mi casa?
—No está. Hay maderos por todos lados. ¡Joder! Todos los tipos uniformados de París la buscan.
Pensar en ella me hizo daño. Manon perdida en la ciudad, refugiándose en la sombra de los portales, ocultándose entre la multitud de un viernes por la noche. ¿Por qué no me llamaba? El aire caliente saturaba el habitáculo, pero yo seguía tiritando.
—¿Y Luc?
—Cuando se entere, habrá que colocar rejas en su habitación.
—¿Quién se lo dirá?
—No lo sé. Los matasanos. O Levain-Pahut.
Me tranquilizaba la idea de no tener que hacerlo yo. Pensé una vez más en las dos niñas. Dos gracias habían desaparecido de la tierra. Ahora reconocía mi desesperación. Su rostro particular.
El de Ruanda.
La desesperación de la ausencia de Dios.
—Y tú —prosiguió Foucault—, ¿dónde estás?
—Hay otro muerto.
—¿En Suiza?
—Toma nota de la dirección. Avisa a los maderos de Lausana.
—¿Quién es?
—Moritz Beltreïn, un matasanos.
—¿Qué ha pasado?
—¿Apuntas?
Le dicté las señas de la Villa Parcossola y precisé:
—Llama desde una cabina. De incógnito.
La imagen del médico devorado por las moscas volvía a dibujarse en mi mente.
—Y diles que se den prisa si quieren encontrar algún resto del cadáver.
—¿Por qué?
—Ya lo verán ellos mismos.
—¿Cuándo vuelves?
—Esta noche, conduciendo. Foucault, tienes que encontrar a Manon antes de que lo hagan otros.
Suspiró, traicionando el agotamiento y la resignación.
—Si la localizo la entregaré.
—No. ¡Escóndela hasta mi vuelta! La llevaremos juntos al juez. Foucault murmuró una despedida. Retomé el camino rumbo a Lausana. Mis venas recuperaban la calma. Una calma propia de la nada. Un estado postraumático. Me concentré en las luces de la autopista. Ese único esfuerzo ya era suficiente para ocupar mi conciencia.
En las cercanías de Vevey, sonó el móvil.
—Soy yo.
El corazón me dio un vuelco.
La voz de Manon.
—¿Dónde estás?
—En casa de mi madre.
—¿Dónde?
—En casa de mi madre, en Sartuis.
Traté de hallar alguna lógica en sus palabras. No la encontraba y recurrí a un detalle práctico.
—¿Has tomado el tren?
—En la estación del Este.
—¿A qué hora?
—No lo sé. Después de salir del despacho de la juez.
—¿Has ido directamente a la estación?
—Sí.
—¿No has ido a casa de Luc?
—No. ¿Por qué?
Pensé en las huellas dactilares del piso de la rue Changarnier.
—¿Nunca has estado allí?
—¡Te digo que no!
Una evidencia en sus respuestas: lo ignoraba todo sobre los asesinatos. Cálculo rápido. Eran las diez de la noche. Emplearía por lo menos cinco horas para llegar a Besançon y una hora más para llegar a Sartuis. Manon había sido liberada a eso de las tres, antes de mi llamada a Foucault para pedirle que fuera a buscarla. Eso significaba que había tomado el tren inmediatamente y que acababa de llegar a Sartuis. Este cálculo del tiempo le proporcionaba una coartada indiscutible para la matanza de la familia Soubeyras. Una onda cálida se difundió por mi cuerpo.
—¿Alguien te ha visto? —pregunté.
—No.
—Y de Besançon a Sartuis. ¿Cómo has ido?
—En taxi.
Ese taxista podía atestiguar que la había recogido en Besançon. ¡A la hora del crimen de París! Esa misma noche, ponerse a buscar al conductor. Luego explicar la presencia de las huellas de Manon en la escena del crimen. Una maquinación.
Pero primero debía evitar que cayera en manos de la pasma.
—¿Por qué has ido allí?
—Tenía miedo. Me han machacado durante horas, Mat.
—¿Por qué no me has llamado?
—Creía que estabas de acuerdo con ellos. No quería volver a tu casa. Ni tampoco a la mía en Lausana.
Manon hablaba rápidamente, como una niña pequeña que susurra bajo las sábanas, en el corazón de la noche. Mi voz había vuelto a encontrar su vigor cuando dije:
—No te muevas de ahí. Ahora mismo voy para allá.