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TGV, en primera.

Un largo y confortable fuselaje, atravesando bosques, llanuras, colinas. Con la frente pegada a la ventana, imagino un serrucho monstruoso que corta el paisaje, que lo abre como si fuera un vientre. En mi piel, el bramido del viento, el deslizamiento sordo de los rieles, que refuerzan aún más la impresión de acorazado, de búnker lanzado a máxima velocidad.

A mi alrededor, hombres con corbata, los ojos entrecerrados sobre sus portátiles, los rostros inclinados sobre los móviles. Conversaciones telefónicas. El mismo tono grave, de entendidos, conciliador, con los mismos tratos comerciales, el mismo materialismo encarnizado. Todo eso, captado a través de mi pesadilla.

¿Quién podría creer que voy al encuentro de un brutal asesino?

Moritz Beltreïn, el Visitante del Limbo.

Por enésima vez, sopeso los argumentos a favor y en contra.

A favor. Su presencia junto a los cuatro sospechosos del caso. Sus mentiras con respecto a Agostina y a Raïmo durante nuestro primer encuentro. Sus conocimientos acerca del coma, de la reanimación, de la farmacología. Y su lugar de residencia, cerca de los valles del Jura, una región que siempre he percibido como la cuna del asesino.

En contra. Como especialista mundial en reanimación, Beltreïn puede haberse cruzado en el camino de los rescatados por razones profesionales. Sus características físicas: ¿cómo ese hombrecillo de gafas gruesas podría convertirse en un ángel filiforme, un anciano luminiscente, un niño con las carnes en jirones?

Una vez más, surge la duda. Después de todo, mi postulado inicial, el Visitante del Limbo, no tiene ninguna base. Quizá todo es solo un espejismo… Un delirio personal.

Meto la mano en el portafolio y saco la documentación sobre Beltreïn que he imprimido antes de salir. Una biografía completa, gracias a fragmentos encontrados en la página de internet del hospital universitario de Lausana y a artículos descargados de periódicos suizos.

Nacido en 1942, en el cantón de Lucerna. Estudios en Zurich. Facultad de medicina, cirugía cardiovascular, hasta 1969. Harvard (PBBH)[2] desde 1970 hasta 1972. A continuación, Francia, donde forma parte del equipo de cirugía del hospital de Bordeaux: 1973-1978. Finalmente, regreso a Suiza, al Hospital Universitario de Lausana, donde en 1981 es nombrado jefe del Servicio de Cirugía Cardiovascular.

Paso de largo la interminable lista de distinciones, las conferencias y seminarios en todo el mundo. Entre los artículos busco una sombra, un error entre líneas. Nada. Ni el menor asomo de creencia esotérica. Ni el menor problema en las instituciones donde ha trabajado. Ni la menor sospecha, la menor mancha en ningún terreno.

Soltero, sin hijos, es un hombre que está completamente dedicado a su oficio. Un genio de la investigación, un orgullo nacional, que salva vidas como otros van a fichar a la fábrica.

Contemplo las fotografías de los artículos. Rostro redondo, flequillo corto, gafas gruesas. Una cabeza de caniche peludo, con algo opaco, abstracto, disimulado. ¿El Visitante del Limbo?

Imposible lograr que se incline la balanza.

Ni hacia un lado ni hacia el otro.

• • • • •

Lausana.

En la primera agencia de automóviles de alquiler que veo, escojo un clase E, para pasar inadvertido entre las berlinas suizas. Consulto el buzón de voz antes de arrancar. Ningún mensaje. Ni noticias de Manon ni de mis hombres.

Arranco tragándome la rabia.

Si Corine Magnan la retiene esta noche, iré a buscarla personalmente.

Conduzco en dirección al CHUV, recorriendo las pendientes y las avenidas sobre las que están suspendidos los cables de los tranvías. Veo las dependencias de Champs-Pierres. Sus fachadas blancas, sus jardines zen, sus globos lunares y sus pequeños pinos.

Subo al servicio cardiovascular y encuentro a la estudiante, fiel en su puesto. Con su caja de Tic-Tac.

—¡Hola! —exclama—. Me había prometido que no volvería.

—Lo que demuestra… —empiezo a decir estúpidamente—. Necesito imperiosamente ver al doctor Beltreïn.

—Pues se le ha escapado. Ha pasado por aquí un momento y ha vuelto a salir.

—¿Tiene la dirección de su casa?

Se levanta, izando una deliciosa sonrisa en la cima de su silueta.

—Mejor aún. No se ha ido a su piso de Lausana. Está en su chalet. En Riederalp.

Saco del bolsillo el plano de la agencia de automóviles y lo abro sobre el mostrador.

—¿Dónde queda?

La joven nota que mis manos tiemblan pero se abstiene de hacer comentarios. Posa el índice sobre el mapa.

—Aquí, pasado Bulle.

Cojo un bolígrafo y dibujo un círculo rodeando el nombre del pueblo.

—Una vez allí, ¿cómo encuentro el chalet?

—Es fácil —contesta, cogiendo mi pluma y trazando el camino—. Diríjase hacia Spiez. Al llegar a Wessenburg, coja por la izquierda. Parcossola, es el nombre del arquitecto que proyectó la casa. Es conocido en la región.

Me parece que la muchacha está bien informada. Durante un instante, me pregunto si no tiene una historia con Beltreïn los fines de semana. Su fresco aliento a Tic-Tac agudiza mis sentidos.

—¿Volverá por aquí?

La balanza sigue oscilando en mi cabeza.

Beltreïn, el predador. ¿Pro o contra?

—Lo dudo mucho.

—Eso ya lo dijo la otra vez.

—Es cierto. Inshallah!

Salgo a toda prisa.

Sudor helado, sin aliento.

Rodeo el lago nuevamente y encuentro el paisaje de mi primer periplo. Las luces lejanas sobre las laderas de las colinas, titilando con suavidad, como brasas dispersas.

En Vevey, giro hacia Bulle y tomo la autopista E27; luego salgo de la vía rápida y subo hacia las cimas, en dirección a Spiez. Pienso en mi paso por el puerto de Simplon; parece que hayan transcurrido siglos desde la persecución por los túneles.

Wessenburg.

La información de Julie Deleuze es correcta: la dirección de la Villa Parcossola está indicada. Abandono la calzada brillante para tomar una carretera nevada. La expresión del paisaje cambia como la de un rostro. Los pinos, cada vez más densos, cada vez más negros. Los ventisqueros opacos, azulados, haciendo eco a las nubes aceradas, por encima de los montes.

Veo una señalización en un camino de pálida gravilla. Una vena blanca en el cuerpo negro del bosque. Me deslizo bajo las coníferas. Paso por una central eléctrica. Un bloque gris que emerge entre los matorrales y aumenta, misteriosamente, la soledad del lugar.

Después de una curva, los árboles se abren y revelan la villa.

Una estructura formada por varias terrazas de hormigón se apoya sobre las rocas, entre las que cae una cascada. Apago las luces y espero que la casa se perfile bajo la luz de la luna. Me recuerda una célebre obra de Frank Lloyd Wright, la Casa de la Cascada, concebida con el mismo principio. Suspendida sobre el agua.

Paro a unos cincuenta metros de la zona de aparcamiento. No hay ningún coche estacionado. Cojo la linterna eléctrica, los guantes de látex y salgo del coche de un salto.

Camino hacia la residencia, siguiendo siempre el costado más oscuro del sendero. El estrépito del torrente apaga el ruido de mis pasos sobre la gravilla.

Ahora abarco la villa con una sola mirada. Cada nivel, rematado por una terraza de hormigón, avanza sobre el torrente, desafiando las leyes de la física. La casa, maciza en la parte trasera, hace de contrapeso. Todo está oscuro. A la izquierda, dos torres cuadrangulares de ladrillo enmarcan un estrecho vestíbulo acristalado. El agua plateada y los pinos negros se reflejan en el cristal, creando la ilusión de que penetran en la casa.

Sigo avanzando y me fijo en un detalle. Las luces no están apagadas. Las ventanas están obturadas con persianas enrollables. ¿Está Beltreïn dentro? Camino bajo las terrazas y subo por una pasarela que discurre sobre el torrente. Las salpicaduras de agua vuelan por el aire y me azotan el rostro.

Paso bajo el cuerpo del edificio. Al final de la pasarela, una escalera de hormigón conduce a la planta baja, hacia un césped plateado. Avanzo y me vuelvo. La fachada principal de la residencia está allí. Con su portal, su timbre y su cámara de vigilancia. La grava brilla bajo la luna. Parece una escenografía.

Vuelvo a acercarme al edificio, bordeo el muro por la izquierda hasta el ángulo, buscando una puerta de servicio o un tragaluz que pueda forzar. Diviso otra escalera que arranca también desde las rocas. Movido por el instinto, empiezo a subirla y descubro, a medio camino, una puerta de hierro.

El acceso al sótano o a un garaje.

Hormigueo en el cuerpo. Desenfundo la Glock y quito el seguro. Tengo el abrigo pegado al cuerpo, empapado y helado a la vez. Con un gesto reflejo, palpo la X de acero que cierra el paso, imposible forzar semejante muralla. Giro el pomo, por si acaso. La puerta pivota sobre sus goznes. Está abierta.

¡Simplemente abierta!

Cargo la pistola y me escabullo entre las sombras.