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Fuera me esperaba una bomba.

Un mensaje de Manon, de las nueve y diez.

—¿Dónde estás? ¡Me están arrestando, Mat! ¡Me llevan en detención preventiva! No sé adónde. ¡Ven a buscarme!

La comunicación terminaba con un suspiro breve, jadeante, el de un animal aterrorizado. De modo que Magnan se había movido más rápido de lo previsto. Y había optado por la peor medida: la detención preventiva. Veinticuatro horas encerrado, prorrogables una vez, con cacheo y confiscación de cualquier objeto personal. ¿Quién la interrogaría? Pensé en los tíos de la 1.ªDPJ, los más duros de todos.

Llamé a Manon. Contestador. Marqué el número de la magistratura. Contestador también. Me cago en… Hice dos llamadas más y me informaron que le estaban tomando declaración en la rue des Trois-Fontanots de Nanterre.

Conecté la sirena, puse la luz giratoria en el techo y salí en dirección a la Défense. Los destellos de luz saturaban mi habitáculo de un azul helado. Sin levantar el pie del acelerador me dije que, a pesar de todo, no debía olvidar mi investigación. Aparté de mi mente las imágenes de Manon en lágrimas, perdida, y volví a la otra prioridad: los expedientes de los que se habían salvado por un milagro.

Llamé a Valtonen, el psiquiatra de Raïmo Rihiimäki. Le expliqué mi urgente demanda gritando; debía enviarme cuanto antes la historia médica de Raïmo, incluidos los nombres de los médicos y especialistas que lo habían tratado.

Valtonen ya los tenía en el ordenador. Podía mandármelos por e-mail inmediatamente, pero no había encontrado la versión inglesa. Todo estaba redactado en estonio. No sería un problema: buscaba un nombre, no una disertación científica.

A pesar del estrépito de la sirena, me puse en contacto con la Oficina de Constataciones Médicas de Lourdes, para conseguir los nombres de los expertos que habían certificado el milagro de Agostina Gedda. Me explicaron que esos documentos no estaban disponibles debido a una investigación criminal. Pierre Bucholz, el médico que había seguido a Agostina, acababa de ser asesinado.

Colgué sin más y sin dar mi nombre. Joder. Joder. Joder. Pensé en Van Dieterling. Él también tenía el expediente, pero era pedirle otro favor y no quería más negociaciones con el purpurado.

Quedaba la diócesis de Catania. Llamé a monseñor Corsi. Desactivé la sirena y hablé con dos sacerdotes antes de que el arzobispo me atendiera. Se acordaba de mí y no veía ningún problema en hacerme llegar el informe del peritaje de la Santa Sede. Pero quería enviarme las fotocopias por correo, lo que significaba que tardaría, como mínimo, una semana. Manteniendo la sangre fría, expliqué la urgencia de mi investigación y conseguí que uno de sus diáconos me enviara el expediente por fax aquella misma mañana. Me deshice en agradecimientos.

Sobre la marcha, marqué el número del hospital universitario de Lausana. También tenía que conseguir los documentos sobre el rescate y el tratamiento de Manon Simonis. El doctor Moritz Beltreïn estaba en un seminario y no regresaría hasta la tarde. Solo él sabía dónde estaba el expediente. ¿Quería dejarle un mensaje?

Pedí hablar con la becaria que había conocido la primera vez que había ido allí, me acordaba de su nombre: Julie Deleuze. Solo trabajaba los fines de semana y no empezaba hasta el viernes a última hora de la tarde, es decir, en unas horas. Me prometí llamar más tarde.

Porte Maillot.

Hice mis cálculos. Conseguiría los expedientes de Raïmo y de Agostina durante el día. Por otra parte, Éric Thuillier iba a hacerme llegar la lista de todos los que habían visitado a Luc Soubeyras después de que despertara. Solo me faltaría el informe de Manon, para comparar todos esos datos y ver si surgía un nombre.

Evité el túnel de Saint-Germain-en-Laye y tomé la avenida de circunvalación, que me condujo rápidamente a la salida «Nanterre-Parc», la vía más rápida para alcanzar el cuartel general de la pasma de Nanterre.

Unos guardias uniformados me prohibieron el acceso a las oficinas. No me había citado con nadie y ellos no me habían llamado. Estaba claro que tenía menos suerte que Foucault, que había entrado la noche anterior como Pedro por su casa. Pedí que avisaran de mi presencia a Corine Magnan.

Cinco minutos más tarde, la juez pelirroja apareció. Sus mejillas ya no tenían color de herrumbre sino de fuego. Ni siquiera me saludó.

—¿Qué hace aquí? —soltó, cruzando el detector de metales.

El tono delataba su ira. La alarma del sistema hizo eco a sus palabras, sumándose a la agresión de la voz.

—Quiero hablar con Manon.

Se rio. Era una risa forzada, que se apagó de golpe. Di un paso hacia ella.

—¿Pretende impedírmelo?

—No pretendo nada —dijo—. No puede verla. Lo sabe.

—¡Soy inspector jefe de la Criminal!

—Tranquilícese.

Había gritado en un lugar lleno de maderos. Todas las miradas cayeron sobre mí. Me pasé la mano por el rostro, húmedo de sudor. Mis dedos temblaban. Magnan me cogió del brazo y, suavizando algo el tono, me propuso:

—Venga. Vayamos a mi despacho.

El control de seguridad y luego, a la derecha, un pasillo sembrado de puertas. Sala de reunión. Mesa blanca, hilera de sillas, paredes beige. Terreno neutral.

—Usted conoce la ley tan bien como yo —dijo la juez cerrando la puerta—. No haga el ridículo.

—¡No tiene nada contra ella!

—Simplemente quiero interrogarla. No estaba segura de que aceptara venir sin medidas coercitivas.

—¡Joder! ¿Para declarar sobre qué?

—Sobre su propia experiencia. Quiero buscar en sus recuerdos.

Caminé por detrás de las sillas sin sentarme, descontrolado.

—Manon no recuerda nada. Lo ha dicho una y otra vez. Joder, es usted sorda ¿o qué?

—Tranquilícese. Tengo que estar segura de que no ha vivido una experiencia similar a la de Luc, ¿comprende? Hay novedades.

—¿Novedades?

—Vi a Luc Soubeyras anoche. Su estado empeora.

Palidecí.

—¿Y ahora qué le pasa?

—Una especie de crisis. Pidió hablar conmigo, urgentemente.

—¿Cómo estaba?

—Vaya a verlo. No puedo describirle lo que he visto.

Golpeé la mesa con las dos manos.

—¿A eso llama una novedad? ¿A un hombre en pleno delirio?

—Ese delirio es un hecho. Luc pretende que Manon Simonis ha sufrido el mismo trauma. Dice que ella permanece bajo la influencia de aquella vieja vivencia. Una conmoción que podría haber liberado en ella instintos asesinos.

—¿Y usted cree esas gilipolleces?

—Tengo un cadáver entre manos. Quiero interrogar a Manon.

—¿Cree que está loca?

—Tengo que asegurarme de que es totalmente dueña de sí misma.

Comprendí otra verdad. Alcé la vista hacia el techo.

—¿Hay un psiquiatra allá arriba?

—He designado a un experto, sí. Examinará a Manon después de que yo le haya tomado declaración.

Me hundí en una silla.

—No lo soportará. Joder, usted no se da cuenta.

Corine Magnan se acercó. Por encima de la fila de sillas, su mano rozó la mesa de reuniones.

—Actuaremos con mucho cuidado. No puedo descartar que la clave del caso se encuentre en esa zona oscura de su mente.

No contesté. Pensaba en las palabras que Manon había dicho en latín, unas horas antes. «Lex est quod facimus…». Ya no estaba seguro de nada.

Corine Magnan se sentó frente a mí.

—Seré sincera, Mathieu. En este caso, voy un poco a ciegas. Y quiero ir paso a paso. No puedo desechar ninguna hipótesis.

—Suponer que Manon esté poseída es cualquier cosa menos una hipótesis.

—Todo en el caso Simonis es anormal. El método del asesino. La personalidad de Sylvie, una fanática de la religión, sospechosa de infanticidio. Su hija, víctima de un asesinato, atravesando la muerte sin recordar nada. El hecho de que el homicidio que nos ocupa sea la copia exacta de otros asesinatos, igualmente retorcidos. ¡Y ahora Luc Soubeyras que se hunde voluntariamente en el coma hasta perder la razón!

—¿Tan mal está?

—Vaya a verlo.

Observé su rostro de cerca; sus pecas me recordaban a las de Luc. Esa piel lechosa, seca, mineral, que encerraba cierta dulzura pero también un misterio. Magnan no era antipática, solo se sentía perdida con aquel expediente. Cambié de tono.

—¿Cuánto tiempo durará el interrogatorio?

—Algunas horas. No más. Luego, la verá el psiquiatra. Al final de la tarde estará en libertad.

—No utilizará hipnosis o algo así, ¿verdad?

—El caso ya es bastante extraño. No lo compliquemos más.

Me levanté y caminé hasta la puerta, con los hombros caídos. La magistrada me acompañó hasta el vestíbulo. Allí, se volvió y me apretó el brazo amistosamente.

—Lo llamaré en cuanto hayamos terminado.

Cuando empujé las cristaleras del exterior, un rayo de luz me atravesó el corazón. Abandonaba a la mujer que amaba. Y ni siquiera sabía quién era verdaderamente.

Inmediatamente, tomé una decisión. Se me hizo un nudo en la garganta.

Tenía que darme prisa.

Pero primero debía hacer una visita.

Las doce y cuarto.

Me di una hora, ni un segundo más, para dar ese rodeo.