Consulté el buzón de voz. Corine Magnan me había llamado. Por fin. Ya en el patio del instituto forense, bajo una suave llovizna, marqué su número.
—No he podido llamarlo antes —comenzó—, lo siento. En París los días se me pasan volando. ¿En qué puedo ayudarlo? Aunque me temo que no puedo hacer gran cosa. Ni siquiera estoy autorizada a hablar con usted.
El tono era propicio. Icé la bandera blanca.
—Quería ofrecerle ayuda.
—Durey, haga al favor de mantenerse al margen de todo esto. Ya hice la vista gorda cuando intervino en el Jura. ¡Le recuerdo que no tiene ninguna legitimidad en este caso!
La voz era seca, pero sentía que su actitud era defensiva. Sola en París, sin apoyos ni conocidos, rodeada por los tipos de la DPJ, Corine Magnan mostraba las uñas para sentirse más segura.
—Está bien —dije en tono conciliador—. Dígame solamente qué hacía esta mañana en el hospital. Usted instruye el sumario del homicidio de Sylvie Simonis. ¿Qué relación tiene con los delirios de Luc?
Hubo un breve silencio. Magnan seleccionaba la información: qué podía revelarme y qué no. Finalmente dijo:
—La experiencia de Soubeyras aporta un enfoque transversal a mi investigación.
—¿De modo que cree en todas esas historias de visiones, de posesión?
—Lo que yo crea no tiene importancia. Lo que me interesa es la influencia de esos traumas en los protagonistas de mi caso.
—Hable claro. ¿Qué protagonistas?
—Mi principal sospechoso es Manon Simonis. Esa joven podría haber vivido la misma experiencia que Luc Soubeyras. En 1988, durante su coma.
—Manon no conserva ningún recuerdo de ese tipo.
—Eso no excluye que viviera una NDE negativa.
—Admitiendo que la viviera y que esa experiencia la transformara en una homicida, cosa que no es muy convincente, ¿cuál sería su móvil?
—La venganza.
Seguí haciéndome el tonto.
—¿De qué?
—Durey, deje de jugar. Usted sabe tan bien como yo que fue su madre quien intentó matarla en 1988. A pesar de lo que afirma, Manon podría acordarse.
Un picor helado sobre el rostro. Corine Magnan sabía mucho más sobre el caso de lo que yo suponía. Proseguí en tono escéptico:
—Permítame recapitular. Manon habría vivido una NDE negativa cuando se ahogó. Esa experiencia límite la habría transformado progresivamente en un monstruo vengador. ¿Un monstruo que habría esperado catorce años para atacar?
—Es una hipótesis.
—¿Y el único indicio que tiene es el estado de Luc Soubeyras?
—Sí, aparte de su evolución.
—Se necesitan pruebas concretas para detener a la gente.
—Por esa razón no detengo a nadie por el momento.
—¿Quiere que Manon vuelva a prestar declaración?
—Sí. Quiero escucharla antes de regresar a Besançon.
—No lo soportará.
—No es de porcelana. —Su voz se había suavizado un poco más—. Durey, en esta historia usted es juez y parte. Y me da la sensación de que está muy nervioso. Si realmente quiere ayudar a Manon, manténgase al margen. Solo conseguirá agravar las cosas.
Mi rabia resurgió, y esta vez aumentada.
—¿Cómo puede sacar alguna conclusión del testimonio de un hombre que acaba de salir del coma? Conozco a Luc desde hace veinte años. No se encuentra en su estado normal.
—Usted finge que no lo comprende. Es precisamente ese estado lo que me interesa. La influencia psíquica de una NDE infernal. Tengo que averiguar si un trauma semejante puede incitar realmente al crimen. Y si Manon tuvo una vivencia parecida durante su muerte temporal.
La situación era cada vez más clara. Mi mejor amigo como prueba de cargo contra la mujer que amaba. Un auténtico conflicto corneliano. Para rematarme, Corine Magnan agregó:
—Sé muchas más cosas de las que imagina. Agostina Gedda, Raïmo Rihiimäki. No sería la primera vez que una visión infernal precede a un homicidio de ese tipo.
—¿Quién le ha hablado de esos casos?
—Luc Soubeyras no solo me ha dado su testimonio, también me ha dado el expediente de su investigación.
Me sentí al borde del abismo. Debía haberlo previsto. Balbuceé:
—Usted trabaja basándose únicamente en una trama de suposiciones sin fundamento. ¡No tiene nada contra Manon!
—En ese caso, no tiene por qué preocuparse —dijo, abofeteándome con sus palabras—. Inspector, es tarde. No vuelva a llamarme.
Jugando mi última carta, grité:
—¡Un testimonio bajo hipnosis no es admisible jurídicamente! ¿Qué pasa con la «declaración libre y voluntaria» y la «plena capacidad» del testigo? ¡En materia penal, la prueba de cargo debe ser libre!
—Muy bien, veo que estudió derecho —se mofó ella—. Pero ¿quién habla de declaración? He grabado la sesión de hipnosis de Luc Soubeyras como prueba de un peritaje psiquiátrico. Luc es un testigo voluntario. Primero debo comprobar su estado mental. En ese contexto, la hipnosis no supone ningún problema. Infórmese; hay antecedentes.
Magnan ganaba. Repliqué, sin convicción:
—Su sumario es un castillo de naipes.
—Buenas noches, inspector.
El tono sonó en mi mano. Miré estúpidamente el móvil. Había perdido este asalto y estaba seguro de que Magnan no me lo había dicho todo. Marqué otro número. Foucault.
A pesar de que eran las doce y media de la noche, su voz era muy clara.
—Acabo de terminar la jornada —dijo riendo.
—¿En qué trabajas?
—Un asunto en L’Isle-Adam. Un ahogado. De los que no tienen agua en los pulmones. ¿Y tú? ¿Qué coño haces? Hace una semana que…
—¿Te apetecería ir de pesca?
—¿Qué tipo de pesca?
—No por teléfono. Mejor hablamos en el despacho.
—Ya salía para casa.
—Te espero en la plaza Jean XXIII.
De un salto subí al coche y crucé el puente de Austerlitz. Tomé por la vía rápida hacia Notre-Dame; la plaza estaba al lado de la catedral. Aparqué en la orilla izquierda, cerca de la iglesia Saint-Julien-le-Pauvre, luego atravesé nuevamente el Sena a pie, de incógnito, por el puente del Arzobispado.
Franqueé la verja. Foucault ya estaba allí, sentado sobre el respaldo de un banco. Su melena rizada destacaba sobre el muro gris de la catedral, detrás de los jardines.
—¿De qué se trata? —preguntó, riendo con sarcasmo—. ¿De un complot?
—De un favor.
—Dime.
—Una magistrada de Besançon, que está actualmente en París.
—¿La de tu caso?
—Sí, Corine Magnan.
—¿Dónde se ha instalado?
—De eso se trata. La encontré esta mañana. Ha pedido a los tíos de la 1.ª DPJ que tomen cartas en el asunto, pero no estoy seguro de que le hayan dado un despacho.
—De acuerdo, se lo doy yo. ¿Y qué hago?
—Quiero saber qué tiene sobre Manon, la hija de Sylvie Simonis.
—¿La que vive en tu casa?
Las noticias volaban. Para guardar la discreción había acudido a la BAC, la Brigada Anticrimen, para reclutar el equipo de guardaespaldas. Pero en la policía no hay secretos. Fingí no haber oído la pregunta y continué:
—Necesito el expediente.
—¿Nada más? Debe de llevarlo siempre con ella. Día y noche.
—Salvo si pesa una tonelada.
—Si pesa una tonelada no podré sacarlo. Ni copiarlo.
—Apáñate. Escanea las partes que conciernan a Manon. Quiero saber qué tiene contra ella.
De un salto, Foucault pisó el suelo.
—Ahora mismo me pongo manos a la obra. Te llamaré mañana por la mañana.
—No, llámame cuando tengas alguna novedad.
—Sin falta.
Le cogí el brazo.
—Te lo agradezco.
Lo miré mientras desaparecía bajo los sauces llorones de la plaza; el viento y el olor del asfalto húmedo volvían a envolverme. Tiritaba; sin embargo, percibía en esas sensaciones una cálida familiaridad. París estaba allí, testigo de mis buenos recuerdos.
Me senté en el banco. La lluvia se había convertido en una llovizna muy fina, casi imperceptible, que vaporizaba la noche. Volví a mis reflexiones en el punto donde las había dejado dos horas atrás. La hipótesis de un solo asesino, capaz de corromper un cuerpo aún con vida y, al mismo tiempo, de penetrar en la conciencia del supuesto asesino. El Visitante del Limbo.
No faltaban interrogantes. ¿Cómo lograba impregnar las mentes? ¿Había llegado a reproducir una experiencia de muerte inminente? En ese caso, ¿por qué sus víctimas estaban convencidas de haber vivido ese «viaje» precisamente antes o después de su período de inconsciencia? ¿Había logrado sembrar la confusión también en sus recuerdos?
En todo caso, había que investigar los aspectos técnicos de esa alucinación: los productos químicos, las drogas o los métodos de sugestión que permitían inducir tales espejismos.
De pronto tuve una nueva revelación.
Una sola sustancia podría crear semejantes alucinaciones. La iboga negra. Gracias a ella, quizá el Visitante creaba su propio limbo para «aparecerse» a sus víctimas. Las mandaba a los confines de la muerte para surgir luego delante de ellas, en carne y hueso, confundiéndose en el trance.
Un nuevo giro en mi investigación.
La iboga, la planta que me había llevado a ocuparme del caso.
Por fin, un vínculo directo entre el homicidio de Massine Larfaoui, traficante de iboga, y los homicidios de Sylvie Simonis, de Arturas Rihiimäki, de Salvatore Gedda. Quizá el Visitante del Limbo le compraba la iboga negra a Larfaoui. De ahí a pensar que también era el asesino del cabileño solo había un paso.
Me levanté e inspiré profundamente.
Tenía que volver a enfrascarme en el caso Larfaoui.
Escarbar en la pista de la iboga.
Pero primero debía verificar si mi hipótesis era factible desde el punto de vista «médico».