La nave de los locos.
Navegaba a bordo de un barco de zumbados y ya no había modo de desembarcar. Desde la juez budista hasta el psiquiatra visionario, pasando por el madero poseído. Me sentía solo en ese círculo de dementes, aferrándome desesperadamente a la razón como a la borda de un navío en plena tempestad.
Sin embargo, la tentación de lo sobrenatural me presionaba cada vez con mayor intensidad. Zucca tenía razón. En cierto sentido, era la solución más sencilla. Un anciano con los cabellos luminiscentes. Un ángel con colmillos agresivos. Un niño con las carnes desgarradas. Sí, ante semejantes criaturas era difícil no ceder a la tentación. El diablo y su ejército constituían la explicación más aceptable.
Pero seguía resistiéndome. Debía encontrar una explicación racional para ese caos. Fui a toda velocidad hacia el centro de París, con la sirena aullando y las manos crispadas sobre el volante. En las inmediaciones de Notre-Dame, en la orilla izquierda, giré para tomar el puente de Saint-Michel y dirigirme al quai des Orfèvres. De repente, se me ocurrió otra idea. Aquella mañana, el padre Katz, el sacerdote exorcista, me había dado su tarjeta. Su despacho, en el centro diocesano de exorcismo de París, estaba a cincuenta metros, en la rue Gît-le-Cœur.
Otro golpe de volante.
Seguí por la orilla izquierda hacia esa dirección.
Volvía a ver al hombrecito negro lanzando disimuladamente los chorritos de agua bendita.
Ya puestos, podía acabar el día completando la lista de iluminados.
—El diablo es el adversario —dijo el padre Katz con el índice señalando al techo—. El obstáculo. El nombre de Satán proviene de la raíz hebraica «stn»: «el opositor», «el que obstaculiza». Luego fue traducido al griego como «diabolos», del verbo «diaballein»: «obstaculizar».
Asentí con la cabeza educadamente, contemplando la celda del exorcista. Estrecha, alargada, en el extremo había una ventana en forma de media luna, el detalle que faltaba para completar la semejanza con una cabina de galeón pirata. Sin embargo, era la casa de un soldado de Dios. No faltaba nada: los viejos libros esotéricos, los papeles amarillentos, la cruz en la pared y sobre el escritorio, un cuadrito representando un Descendimiento de la Cruz.
Katz seguía con su conferencia magistral:
—No se comenta con frecuencia, pero la presencia del diablo es casi inexistente en el Antiguo Testamento. Está ausente porque Dios. Yahvé, todavía no es completamente bueno. Asume el mal que ha hecho. No necesita alguien que se responsabilice de sus malas obras. Recuerde a Isaías: «Dios hace el bien, Él crea también el mal». Satán aparece en el Nuevo Testamento. Es incluso omnipresente. ¡Se le cita por lo menos ciento ochenta y ocho veces! Esta vez, Dios es perfecto, por lo que hay que encontrar algún culpable del mal que reina en la tierra. Existe otra razón. Hoy en día se diría que es un problema de casting. Si el hijo de Dios desciende a la tierra, no es para enfrentarse a naderías. Necesita un adversario de su calibre. Un ser sobrenatural, poderoso, corruptor, que intenta imponer su ley. Será el Príncipe de las Tinieblas. ¡No olvidemos que Jesús era un exorcista! A lo largo de las páginas del Evangelio, no cesa de extraer los malos espíritus de los cuerpos de los poseídos que encuentra.
Esa exposición no me enseñaba nada nuevo, pero era el precio por las respuestas precisas que esperaba. En todo caso, sentado en un sofá de piel gastada, reconsideré mi opinión sobre el cura. Aquella mañana me había parecido exaltado, obsesionado, peligroso. Por la noche, su aspecto era sonriente y bonachón. Un apasionado que hablaba con Satán como Don Camilo hablaba con Jesús.
Lo más característico del anciano era su nariz, enorme. Todas las facciones se agrupaban en su base como una aldea en torno a un campanario. Era una curva convexa que partía abruptamente de la frente para surcar el rostro gris, hasta enroscarse sobre los labios secos.
Era hora de ir al grano.
—Pero, usted —dije, señalándolo con el dedo—, ¿qué opina de la sesión de esta mañana?
Me miró en silencio, con una ligera sonrisa. Su titilante iris le iluminaba el rostro.
—Hemos conseguido ser testigos de un flagrante delito. ¡Un flagrante delito de existencia!
—¿Del diablo?
Se inclinó encima del escritorio.
—Actualmente se piensa que Lucifer nunca ha existido. En un mundo donde Dios apenas logra sobrevivir, el demonio queda reducido a una superstición. Un cliché de otra época. En cuanto a los casos de posesión, todos entran en el campo de la alienación mental.
—Eso es un progreso, ¿no?
—No. Hay que separar el grano de la paja. Que exista la histeria no significa que el diablo ya no exista. Y el hecho de que nuestras sociedades industrializadas hayan enterrado ese miedo ancestral no significa que el objeto del mismo haya desaparecido. En realidad, muchos religiosos opinan que en el siglo XX, el Anticristo ha triunfado. Ha logrado hacernos olvidar su presencia. Ha penetrado suavemente en los mecanismos de nuestra sociedad. Está en todos los sitios, que es lo mismo que decir en ninguno. Diluido, integrado, invisible. ¡Se mueve sin ruido y sin rostro pero nunca ha sido tan poderoso!
Katz parecía subyugado con sus propias palabras. Volví a lo que me interesaba.
—¿De modo que la experiencia de Luc ha sido una especie de ventana hacia un ser real?
—Una ventana con vistas a un patio interior —rio con sarcasmo—. Sí. El diablo, el verdadero, se nos ha aparecido esta mañana. Un ser maligno, hostil, cruel, un maestro de la apostasía que se activa en el fondo de todas las almas. «La bestia inmunda agazapada en el fondo de nuestras entrañas». Al morir, Luc Soubeyras ha establecido contacto con él. Lo ha visto y lo ha escuchado. Ahora está impregnado de esa presencia. Poseído en el sentido profundo del término.
—Pero ¿qué opina de la criatura que se le ha aparecido? Ese anciano de cabellos luminiscentes. ¿Por qué esa apariencia?
—El diablo es mentira, espejismo, ilusión. Multiplica los rostros para confundirnos más. No debemos quedarnos con lo que ven nuestros ojos, con lo que escuchan nuestros oídos. San Pablo nos exhorta: «Revestíos con la armadura de Dios para que podáis resistir las astucias del demonio».
No había manera de escapar de ese pozo de citas. Tomé aliento y formulé la única pregunta que, en el fondo, me importaba en ese momento.
—Al final de la sesión, cuando Luc ha gritado, lo ha hecho en arameo, ¿verdad?
Katz volvió a sonreír. Una sonrisa que irradiaba juventud.
—Por supuesto. Arameo bíblico. El arameo de los manuscritos del mar Muerto. El idioma de Satán, cuando se dirigió a Jesús en el desierto. El hecho de que su amigo lo haya utilizado podría considerarse un síntoma oficial de posesión, en la medida en que él no domina ese idioma.
—Lo domina. Luc Soubeyras estudió en el Instituto Católico de París. Hizo cursos de varias lenguas antiguas.
—En ese caso, estamos ante un caso mucho más grave. Una posesión invisible, sin síntoma, sin signo exterior, absolutamente… ¡integrada!
—¿Comprendió usted el significado de lo que decía?
—«Dina hou be’ovadâna.». La traducción literal sería: «La ley está en nuestros actos».
—«La ley es lo que hacemos» ¿sería similar?
—Sí, pero en el arameo no existe el tiempo presente. Digamos que sería un presente universal.
La frase de Agostina. La frase del Juramento del Limbo, la ley es lo que hacemos. La libertad absoluta del mal, erigida en ley. ¿Por qué Luc repetía esas palabras? ¿Cómo había llegado a conocerlas? ¿Las había escuchado realmente en el fondo de la nada? Cada elemento reforzaba la lógica de lo imposible.
—Permítame una última pregunta —dije, concentrándome en mis palabras—. ¿Usted había hablado con Luc antes de la experiencia de esta mañana?
—Sí, me había llamado.
—¿Le pidió que lo exorcizara?
Hizo un gesto de negación.
—No, todo lo contrario.
—¿Lo contrario?
—Parecía casi satisfecho con su estado. Se observa a sí mismo, por así decir. Es el teatro de una experiencia. El protagonista de su propia condena. Lux aeterna luceat eis, Domine!