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Despacho. Papeleo. Post-it. Cerré la puerta y luego abrí un nuevo paquete de cigarrillos, fumar PUEDE DAÑAR LOS ESPERMATOZOIDES Y REDUCIR LA FERTILIDAD. Esas advertencias tenían la virtud de exasperarme. Pensé en lo que había escrito Antonin Artaud a propósito de las drogas: «Poco importan los medios para perderse: eso no le incumbe a la sociedad».

Eché una ojeada al fajo de etiquetas amarillas: «11 h: llamar a Dumayet», «Mediodía: Dumayet», y aún: «14 h: Dumayet. ¡URGENTE!». Nathalie Dumayet, comisaria de división y jefa de la Brigada Criminal, era la responsable de los grupos de investigación del 36. Miré el reloj: eran apenas las tres. Demasiado temprano para tomar el té con el dragón.

Me quité la parka y hojeé los documentos. No encontré los que esperaba. Escuché los mensajes del móvil y luego los del teléfono fijo: tampoco había nada. Llamé a Malaspey.

—No has vuelto a llamar —ataqué—. ¿Algún progreso en el caso de los cíngaros?

—Estoy saliendo de la facultad de Nanterre. Acabo de hablar con un profesor de romaní, el idioma de los cíngaros. Tenías razón. La puesta en escena de los zapatos es clavada. Romaní puro. Según este fulano, nuestro cliente podría haberle quitado los botines a su víctima para evitar que su fantasma lo persiguiera. Cosas de gitanos.

—Bien. Busca en el fichero de la Policía Judicial. Toma nota de todos los calós metidos en atracos a mano armada en Val de Marne.

—Está hecho. Trabajamos también con la comisaría de Créteil sobre las comunidades de la zona.

—¿Dónde estás ahora?

—En la vía rápida, llegando al despacho.

Coloqué la medalla de san Miguel Arcángel sobre los expedientes.

—Ven a verme antes de ponerte a escribir el parte. Tengo algo para ti.

Colgué y llamé a Foucault. Había terminado de mirar la información sobre los delitos de la noche anterior cuando llamaron a la puerta. El primero de mi grupo se parecía a un golfillo, de carácter alegre. Cabellos rizados, hombros estrechos enfundados en una cazadora Bomber, sonrisa resplandeciente. Foucault era el vivo retrato de Roger Daltrey, el cantante de los Who en la época de Woodstock.

Mi adjunto estaba en la variante lúgubre, con la evidente intención de hablar de la catástrofe de Luc. Lo atajé con un gesto.

—Necesito que me ayudes. Es un asunto privado.

—¿De qué tipo?

—Quiero que sondees a los tíos del equipo de Luc. Que averigües en qué andaban.

Asintió con la cabeza pero sus ojos delataban escepticismo.

—No será nada fácil.

—Invítalos a comer. Hazlos beber. Ponte en plan cómplice.

—De acuerdo. Por probar que no quede.

El día anterior, Doudou me había ofrecido una muestra de la buena voluntad del equipo.

—Oye. Nadie conoce a Luc como yo —proseguí—. Su acto tiene un motivo externo. Un asunto inexplicable que le ha caído encima, que no tiene nada que ver con una depresión o con un abatimiento repentino.

—¿Un asunto como cuál?

—Ni idea. Pero quiero saber si trabajaba en un caso especial.

—Bien. ¿Algo más?

—Sí. Investiga su vida privada. Cuentas bancarias, créditos, declaración de impuestos. Absolutamente todo. Busca sus facturas de teléfono: móvil, despacho, domicilio. Todas sus llamadas de los últimos tres meses.

—¿Estás seguro de lo que haces?

—Quiero saber si Luc tenía algún secreto. Una doble vida; qué sé yo.

—¿Luc, una doble vida?

Con las manos en los bolsillos de su cazadora, Foucault parecía atónito.

—Contacta también con el Centro de Evaluación Psicológica de la Policía Judicial. En algún lugar deben de tener un expediente sobre Luc. Queda entendido que trabajarás con la mayor discreción posible.

—¿Y los Bueyes?

—Adelántate a ellos y mantenme informado.

Foucault se eclipsó, con una expresión cada vez más escéptica. Yo tampoco creía en ese tipo de investigación. Si Luc hubiera tenido algo que ocultar habría empezado por borrar su rastro. No hay nada peor que ir a la caza de un cazador.

La puerta no se cerró; Malaspey estaba en el umbral. Forzudo, impasible, arrebujado en un polar, llevaba siempre un minúsculo morral trenzado, estilo indio. El pelo canoso recogido con una cola de caballo y una pipa entre los dientes completaban el cuadro. Recordaba más bien a un profesor de instituto técnico que a un madero de la Criminal con quince años de experiencia a sus espaldas.

—¿Erías erme?

La pipa hacía que se tragara la mitad de las palabras. Abrí un cajón, cogí una bolsa translúcida y deslicé en ella la medalla de san Miguel.

—Quiero que indagues sobre esto —dije, lanzándole el objeto—. Consulta a los numismáticos. Quiero conocer su origen exacto.

Malaspey dio vueltas al sobre delante de sus ojos.

—¿Qué es?

—Eso es lo que quiero saber. Habla con profes. Busca en la universidad.

—Me siento como si retomara mis estudios.

Se metió la medalla de Luc en el bolsillo y desapareció. Pasé todavía una hora estudiando los documentos acumulados sobre mi escritorio. Nada interesante. A las cinco, me levanté para visitar a mi superior jerárquica.

Llamé a la puerta. Me invitaron a entrar. Atmósfera depurada, en la que flotaba un suave aroma de incienso, lo que me recordó mi guarida.

Nathalie Dumayet era del tipo brutal, pero nada en su aspecto la delataba. En la cuarentena, tez pálida, cintura de modelo; llevaba los cabellos negros con un corte cuadrado, siempre estudiadamente despeinados. Una belleza angulosa, suavizada por unos grandes ojos verdes, serenos, que se hundían con fluidez en su interlocutor. Siempre elegante, incluso a la última, vestía marcas italianas poco habituales en el quai.

Esto, en cuanto a su aspecto. En lo referente a su interior, Dumayet encajaba bien con la Brigada: dura, cínica, perseverante. Había trabajado sucesivamente en antiterrorismo y en estupefacientes con resultados ejemplares. Dos detalles la definían: para empezar, sus gafas, con monturas flexibles e irrompibles, que se podían apretar con la mano y que recuperaban su forma inicial. Muy parecidas a la misma Dumayet: bajo su apariencia flexible, no se olvidaba de nada y nunca perdía de vista su objetivo.

El otro detalle eran sus falanges. Agudas, prominentes, se parecían a los martillos ultrafinos de los diamantistas, tan duros que podían quebrar las piedras preciosas.

—¿Le hago un té Keemun? —preguntó, levantándose de su asiento.

—No, gracias.

—De todos modos prepararé uno.

Manipuló un hervidor y una tetera. Tenía gestos de estudiante pero también de gran sacerdotisa. De su ritual se desprendía algo antiguo y religioso. Pensé en un rumor que circulaba, según el cual Dumayet frecuentaba los clubes de intercambio de parejas. ¿Verdadero o falso? Desconfiaba de los rumores en general y de este en particular.

—Puede fumar, si le apetece.

Me incliné pero no saqué el paquete de Camel. No era cuestión de relajarme. Haberme convocado «urgentemente» no presagiaba nada bueno.

—¿Sabe por qué lo he hecho venir?

—No.

—Siéntese.

Colocó una taza delante de mí.

—Todos estamos conmocionados, Durey.

Me senté y guardé silencio.

—Un madero del calibre de Luc, tan sólido, ha causado un verdadero impacto.

—¿Tiene algo que reprocharme?

La brusquedad de mi pregunta la hizo sonreír.

—¿Cómo avanza el caso de Perreux?

Pensé en mis suposiciones al respecto. Pero era demasiado pronto para cantar victoria.

—Estamos en ello. Tal vez los gitanos.

—¿Tiene pruebas?

—Presunciones.

—Cuidado, Durey. Nada de prejuicios raciales.

—Por eso mantengo cerrada la boca. Deme un poco más de tiempo.

Ella asintió moviendo la cabeza distraídamente. Todo eso era solo un preámbulo.

—¿Conoce a Coudenceau?

—¿A Philippe Coudenceau?

IGS, sección disciplina. Por lo visto, Soubeyras tenía un expediente algo delicado.

—¿Qué significa delicado?

—No lo sé. Me ha llamado esta mañana. Y acaba de llamarme de nuevo.

No dije nada. Coudenceau era uno de esos que hurgan en la mierda y solo disfrutan cuando ponen contra las cuerdas a uno de sus colegas abriéndole un expediente disciplinario. Un enchufado que disfrutaba destrozando a los polis y logrando que se tragaran su orgullo de héroes.

—Él está a cargo del informe sobre Luc. Está llevando a cabo una investigación de rutina.

—Como siempre.

—Según él, hay unos maderos que están metiendo las narices. Esta tarde han llamado al banco de Luc. No les ha costado demasiado identificar al curioso.

Foucault no había perdido el tiempo. Pero en cuanto a discreción, todavía le quedaba mucho por aprender. Clavó sus ojos acuosos en los míos. En un segundo, se endurecieron como diamantes.

—¿Qué busca, Durey?

—Lo mismo que la IGS. Lo mismo que todo el mundo. Quiero comprender el acto de Luc.

—Una depresión no tiene explicación.

—No hay nada que indique que Luc estaba deprimido. —Levanté la voz—. Tenía mujer y dos hijas. ¡Joder! No podía abandonarlas. ¡Algo fuera de lo normal ha debido ocurrirle!

Dumayet cogió su taza y sopló sobre el borde, sin decir nada.

—Hay algo más —dije, continuando en un tono más suave—. Luc es católico.

—Todos somos católicos.

—No como él. No como yo. Misa todos los domingos; oración cada mañana. Va contra nuestra fe, ¿comprende? Luc ha renunciado a su vida, pero también a su salvación. Debo encontrar las razones de semejante abandono. Eso no interferirá en los casos abiertos.

La comisaria bebió un sorbo, como un garito.

—¿Dónde estaba esta mañana? —preguntó posando suavemente su taza.

—En las afueras —dije, vacilante—. Tenía que verificar algunas cosas.

—¿En Vernay?

Encajé la pregunta en silencio. Volvió la mirada hacia las ventanas entreabiertas que daban al Sena. Ya anochecía. El río parecía una masa de cemento fraguado.

—Levain-Pahut, el jefe de Luc, ha hablado conmigo este mediodía. Los gendarmes de Chartres lo han llamado. Acababan de avisarles. Un médico del hospital había recibido la visita de un madero parisino. Un tipo alto, con pinta de haber bebido una copa de más. ¿Le dice algo?

Me agaché de golpe, agarrándome al borde del escritorio.

—Luc es mi mejor amigo. Se lo repito: ¡quiero saber qué lo ha empujado hasta ese extremo!

—Nada nos lo devolverá, Durey.

—No está muerto.

—Sabe muy bien qué quiero decir.

—¿Prefiere que los hurgamierda de la IGS hagan el trabajo?

—Están acostumbrados.

—Acostumbrados a investigar a maderos colocados, jugadores, chulos. ¡El móvil de Luc está en otro sitio!

—¿Dónde? —preguntó en tono irónico.

—No lo sé —admití, echando atrás mi asiento—. Todavía no. Pero existe un móvil real para este intento de suicidio. Un asunto extraño que quiero descubrir.

Lentamente, hizo girar su sillón. Con un movimiento sensual, estiró las piernas y colocó sus tacones de aguja sobre el radiador.

—Si no hay crimen, no hay sumario. Esto no incumbe a nuestra brigada. Y usted no es el hombre apropiado.

—Luc es como un hermano para mí.

—Por eso precisamente se lo digo. Está usted con los nervios a flor de piel.

—¿Se supone que tengo que tomarme vacaciones?

Nunca me había parecido tan dura, tan indiferente.

—Dos días. Durante cuarenta y ocho horas deje todo lo que tiene entre manos y hágase a la idea. Después, vuelva al tajo.

—Gracias.

Me levanté y llegué a la puerta. En el momento en el que giraba el pomo, dijo:

—Una cosa más, Durey. Usted no tiene el monopolio de la tristeza. Yo también conocí bien a Soubeyras, cuando estaba con nosotros.

La frase no pedía respuesta. Pero, movido por la intuición, volví la cabeza y le eché una mirada. Tuve la certeza, una vez más, de que nunca comprendería a las mujeres.

Nathalie Dumayet, la mujer que dirigía la Criminal con mano de hierro, la poli que había arrancado una confesión a los terroristas del GIA, el Grupo Islámico Armado, y había desmantelado la filial de la heroína afgana lloraba en silencio, con la cabeza baja.