Diciembre de 1991
Hacía dos años que no veía a Luc. Dos años en los que yo seguía mi propio camino, enfrascado en los autores paleocristianos, viviendo con el Apologeticum de Tertuliano y el Octavius de Minucio Félix. Desde el mes de septiembre me había integrado en el Seminario Pontificio francés de Roma.
El período más feliz de mi vida. El edificio rosa del número 42 de la via Santa Chiara. El gran patio rodeado por una galería ocre pálido. Mi pequeña habitación con las paredes amarillas, que yo percibía como un refugio para mi corazón y para mi conciencia. La sala de estudio donde ya ensayábamos los gestos litúrgicos. «Benedictos es, Domine, deus uniuersi…». Y la azotea del edificio, abierta ciento ochenta grados sobre las cúpulas de San Pedro, el Panteón, la iglesia de Gesú…
Para Navidad, mis padres habían insistido en que fuera a París; era importante, «vital», decía mi madre, que celebráramos el fin de año en familia. Cuando aterricé en Roissy, la situación había cambiado: mis progenitores habían acabado haciendo un crucero a las Bahamas a bordo del velero de un socio inversor de mi padre.
Era la noche del 24 de diciembre y yo me sentía más bien aliviado. Dejé mi bolsa en la residencia de mis padres en la avenida Victor Hugo y salí a caminar por París. Así de sencillo. Mis pasos me guiaron hasta Notre-Dame. Llegué justo a tiempo para oír la misa del gallo.
A duras penas logré penetrar en la catedral abarrotada de fieles. Me escabullí por la derecha. Un espectáculo increíble: miles de cabezas erguidas, rostros en sentido recogimiento, un gran silencio envuelto de incienso y resonancias. Anónimo entre los anónimos, saboreaba ese fervor de una noche, que me permitía olvidar, solo por un momento, la decadencia de la fe católica, la pérdida de vocaciones, la deserción de las iglesias.
—¡Mathieu!
Volví la cabeza sin reconocer el rostro en medio de la multitud.
—¡Mathieu!
Alcé la vista. Sentado en la base de una columna, Luc dominaba la masa de los fieles. Su rostro pálido, salpicado de manchas cobrizas, brillaba como un cirio solitario. Se sumergió en la multitud. Un segundo después, me tiraba del brazo.
—Ven. Nos largamos.
—La misa acaba de empezar…
En el fondo del coro el sacerdote declamaba:
¡En ti, Señor, mi esperanza!
Sin tu ayuda, estoy perdido…
Luc siguió:
—«Pero fortalecido por tu poder, no estaré nunca desencantado…». Esa ya la conocemos, ¿no?
El tono burlón se había vuelto todavía más agresivo. A nuestro alrededor oímos algunas protestas. Para evitar el escándalo, acepté seguirlo. Cuando nos acercamos al muro, lo cogí por el hombro.
—¿Has regresado a Francia?
Luc me guiñó un ojo.
—Disfruto del espectáculo.
Detrás de los cristales de sus gafas, su mirada era todavía más encendida que antaño. Sus facciones, muy acentuadas, dibujaban sombras en sus mejillas. De no conocerlo tan bien habría creído que se drogaba.
Luc se abrió paso entre las apretadas filas y se detuvo cerca del confesionario, al lado del cristal protector. Abrió la puerta transparente y me empujó al interior.
—Entra.
—¿Estás loco?
—¡Entra, te digo!
Me encontré en el confesionario. Luc pasó por la otra puerta, del lado del sacerdote, y corrió las dos cortinas. En un segundo, nos habíamos aislado de la multitud, de los cantos, de la misa. La voz de Luc se filtró por las rejillas de madera.
—Lo he visto, Mat. Lo he visto con mis propios ojos.
—¿A quién?
—Al diablo. En vivo.
Me incliné tratando de distinguir su rostro a través del enrejado. Casi fosforescente. Sus facciones se estremecían. No cesaba de morderse el labio inferior.
—¿Quieres decir en Sudán?
Luc se hundió en la oscuridad, sin responder. Era imposible saber si iba a llorar o a estallar en carcajadas. Esos dos últimos años solo habíamos intercambiado algunas cartas. Yo le escribí que me habían aceptado en el seminario de Roma. Él me había contestado que continuaba con su «trabajo», bajando siempre hacia el sur, donde los rebeldes cristianos luchaban contra las tropas regulares. Sus cartas eran extrañas, frías, neutras; resultaba imposible adivinar su estado de ánimo.
—En Sudán —dijo riendo sarcásticamente—, solo he visto la huella del diablo. El hambre. La enfermedad. La muerte. En Vukobar, en Yugoslavia, he visto a la bestia en acción.
Sabía por los periódicos que la ciudad croata acababa de caer en manos de los serbios, después de tres meses de asedio.
—Bebés decapitados por las bombas. Críos con los ojos arrancados. Mujeres embarazadas con el vientre destripado antes de ser quemadas vivas. Los heridos asesinados a quemarropa dentro mismo del hospital. Quinceañeros obligados a violar a sus madres… Todo eso, lo he visto yo. El mal en estado puro. Una fuerza liberada en el interior de los hombres.
Como contraste, pensé en mí, en el interior de mi celda amarilla. Cada mañana, escuchaba las noticias de Radio Vaticana. A salvo y arropado.
—¿Cómo… cómo saliste de allí? —pregunté.
—Un milagro.
—¿Para qué asociación trabajabas?
—Para ninguna.
Rio otra vez con sarcasmo, acercándose al tabique que nos separaba.
—Me alisté, Mat.
—¿Qué?
—Voluntario. La única solución para sobrevivir allí.
De repente, pensé que Luc se confesaba, pero estaba equivocado. Luc no se arrepentía de nada. Al contrario, estaba orgulloso de haber pasado a la acción. Afloró mi agresividad.
—¿Cómo pudiste?
Luc se acurrucó nuevamente en la oscuridad. En la catedral se apagaron los cánticos. Entonces escuché un ruido mucho más cercano: los sollozos de Luc. Lloraba con el rostro hundido entre las manos. Inmediatamente cambié de tono.
—Debes olvidar todo aquello. Lo que hicieron, lo que tú hiciste… No puedes juzgar a la humanidad en esas condiciones: estabas en la peor de las situaciones: aquella en la que el hombre se convierte en un monstruo. Tú…
Luc levantó la cabeza y se acercó otra vez. Las lágrimas brillaban sobre sus pómulos pero sonreía. Una sonrisa a medias que le deformaba el rostro.
—¿Y tú, todavía en el seminario?
—Desde hace tres meses.
—¿No has traído la sotana? ¿Estás de incógnito?
—No me tomes el pelo.
Rio, sorbiéndose los mocos.
—¿Todavía en tu hospital de sanos?
—¿A qué estás jugando? ¿Has esperado hasta los veinticuatro años para descubrir la violencia? ¿Te hacía falta ver Vukovar para medir la crueldad humana? Y ahora, ¿qué harás? ¿Ir a otro frente? La luz está en nosotros, Luc. Recuerda el Evangelio de San Juan: «El hijo de Dios ha aparecido precisamente para destruir las obras del diablo».
—Ha llegado demasiado tarde.
—Si crees eso, es que has perdido la fe. Nuestro cometido no es que nos fascine el mal, sino llamar al bien, guiarlo…
—Eres un enchufado, Mat. Buen tío, pero un enchufado. Un pequeñoburgués de la fe.
Me agarré al enrejado. Bajo la nave los cantos se reanudaron.
—¿Qué buscas? ¿Qué es lo que quieres?
—Seguir en la acción.
—¿Vuelves a Yugoslavia?
—Estoy matriculado en Cannes-Écluse.
—¿Dónde?
—En la academia de policía. Convocatoria de enero. Seré madero. Dentro de dos años estaré en la calle. No hay otra solución. Quiero enfrentarme con el diablo en su terreno. Quiero ensuciarme las manos. ¿Lo pillas?
Su voz era serena, decidida. Por el contrario, algo se derrumbó en mi interior. Una vez más, san Juan: «Sabemos que hemos nacido de Dios, pero el mundo entero yace bajo el imperio del mal». Cerré los ojos y volví a vernos: Luc y yo, apoyados en las columnas de la abadía de Saint-Michel-de-Sèze. Íbamos a transformar la Iglesia, a cambiar el mundo…
—Feliz Navidad, Mat.
Cuando alcé los párpados el confesionario estaba vacío.
La impresión que me causó duró meses.
En el seminario, mi fervor parecía ausente. Los sacramentos, la liturgia, la oración, la comunión, la confesión… Escuchaba sin oír. Repetía los gestos sin entusiasmo. Las noticias de Yugoslavia me llegaban por Radio Vaticana. Cada vez que había una matanza, un nuevo horror, rezaba, ayunaba. Sentía asco de mí mismo. Un enchufado. Un pequeñoburgués de la fe.
No dejaba de pensar en Luc. ¿Cómo era posible que ese intelectual, ese apasionado por la teología se convirtiera en un simple madero? No tenía ninguna respuesta, pero sus sarcasmos seguían retumbando en mis oídos. Cada día, creía un poco menos en mi misión. Mi formación me parecía estéril. ¡Y tan cómoda! Había elegido el ascetismo pero vivía como un pachá. Alimentado, alojado, protegido, rezando tranquilamente y consagrándome a lo que más amaba: los libros.
Intuía mi carrera. Nunca sería un cura de campo. Cuando finalizara el seminario y la tesis me quedaría en Roma y formaría parte de la Universidad Gregoriana o de la Academia Pontificia, la ENA (Escuela Nacional de Administración) eclesiástica. Después de algunos cargos en las nunciaturas europeas, subiría los peldaños de la teocracia hasta acceder a las jerarquías más altas de la Curia romana. Una «buena posición» bajo el amparo del desahogo, del poder. Todo lo que había detestado de mis padres me atrapaba de repente bajo otra forma.
Compartí mis dudas con mis padres superiores. No encontré más que respuestas académicas, el habitual lenguaje estereotipado de los religiosos, un bálsamo insípido aplicado a los tormentos del alma. El 29 de junio de 1992, el mismo día del ingreso de los futuros sacerdotes en «el cuerpo de la santa Iglesia católica, apostólica y romana», devolví la sotana.
Luc se equivocaba, no estaba en un hospital de sanos.
Estaba en un cementerio.
Allí todo el mundo había muerto.
Yo también.
Regresé a París y fui inmediatamente al arzobispado. La lista de organizaciones humanitarias religiosas era larga. Me detuve en la primera que iniciaba sus misiones en el continente que había escogido: África. Tierras de Esperanza era una asociación de franciscanos que aceptaba en sus filas a trabajadores laicos; me pareció perfecta. Era el grupo que se internaba más profundamente en territorios de riesgo.
A principios de 1993, me embarqué en mi primera aventura.
Ruanda, un año antes del genocidio.
Las señalizaciones de salida de la autopista me arrancaron, in extremis, de mis recuerdos. Me hundí en el túnel de la porte d’Orléans pensando aún en Luc y en la falta de sincronía de nuestros destinos. Él siempre se me había adelantado. Este pensamiento me estremeció. Nunca lo seguiría en el camino del suicidio. Pero ahora debía admitir su acto y averiguar la razón del mismo. Algo había ocurrido. Un acontecimiento inconcebible, que había expulsado a Luc de su destino.
Debía entender su decisión.
Era la condición indispensable para que él recuperara la conciencia.