El hospital principal de Chartres, el Hôtel-Dieu, el bien nombrado, se levantaba en el fondo de un patio salpicado de charcos negros y de árboles truncados. El edificio, de color crema y marrón, recordaba un bizcocho Brossard, con sus franjas de chocolate. Evité la gran escalera exterior que conducía a la recepción en el primer piso, para escabullirme por la planta baja.
Entré en la gran cafetería. Suelo negro y blanco, bóvedas y columnas de piedra. En el extremo, un porche bañado por el sol daba a los jardines. Pasó una enfermera. Le pedí hablar con el médico que había salvado a Luc Soubeyras.
—Lo siento. El doctor está comiendo.
—¿A las once?
—Tiene una operación inmediatamente después.
—Lo espero aquí —dije sacando mi identificación—. Dígale que se traiga el postre.
La joven salió corriendo. Detestaba las manifestaciones de autoridad pero me sentía mal solo de pensar en tener que entrar en la cafetería y soportar los tintineos y los olores de la comida.
Unos pasos en la sala.
—¿Qué quiere?
Un tipo grandote con bata blanca venía hacia mí con cara enojada.
—Inspector Mathieu Durey. Brigada Criminal de París. Investigo el intento de suicidio de Luc Soubeyras. Lo trató usted ayer en su unidad.
El médico me observaba a través de sus gafas. Rondando la sesentena, cabellos canosos mal peinados, un largo cuello de buitre. Por fin dijo:
—Anoche envié mi informe a los gendarmes.
—En la Brigada, todavía no lo hemos recibido —dije, intentando intimidarlo—. En primer lugar, dígame por qué lo ha trasladado al Hôtel-Dieu de París.
—No estamos equipados para tratar un caso así. Luc Soubeyras era policía, de modo que hemos creído que el Hôtel-Dieu…
—Tengo entendido que su forma de proceder fue auténticamente prodigiosa.
El matasanos no pudo evitar sonreír con orgullo.
—Luc Soubeyras vuelve de muy lejos, es cierto. Al llegar aquí, su corazón había cesado de latir. Si pudimos reanimarlo, fue solo gracias a un feliz cúmulo de circunstancias.
Saqué libreta y lápiz.
—Explíqueme.
El médico hundió sus manos en los bolsillos parsimoniosamente y dio unos pasos hacia los jardines. Se mantenía encorvado, casi rígido, formando un ángulo de treinta grados. Yo le pisaba los talones.
—Primer hecho favorable —comenzó—. La corriente arrastró a Luc varios metros y él se golpeó la cabeza contra una roca. Perdió el conocimiento.
—¿Y eso qué tiene de favorable?
—Cuando uno se sumerge en el agua, primero retiene la respiración, incluso en el caso de querer suicidarse. Luego, cuando empieza a faltar oxígeno en la sangre, esa persona abre la boca; es un reflejo irreprimible. Como consecuencia de lo cual se ahoga en pocos segundos. Luc se desmayó justo antes de ese momento crucial. No tuvo tiempo de abrir la boca. Sus pulmones no contenían agua.
—De todos modos se había asfixiado, ¿no es cierto?
—No. Sufría una apnea. Ahora bien, en ese estado, el cuerpo humano retrasa de forma natural la circulación sanguínea y la concentra en los órganos vitales: corazón, pulmones, cerebro.
—¿Como en una hibernación?
—Exactamente. Este fenómeno se acentuó aún más debido a que el agua estaba muy fría. Luc sufrió una hipotermia grave. Cuando el servicio de urgencias le tomó la temperatura, esta había bajado a treinta y cuatro grados. Envuelto en este caparazón de frío, el cuerpo administró el escaso oxígeno que le quedaba.
Yo seguía tomando notas.
—¿Cuánto tiempo permaneció bajo el agua, según usted?
—Es imposible saberlo. Según el servicio de urgencias, el corazón acababa de detenerse.
—¿Le hicieron un masaje cardíaco?
—Por suerte, no. Habría significado romper esa especie de estado de gracia. Optaron por esperar a llegar aquí. Sabían que yo podía ensayar una técnica específica.
—¿Qué técnica?
—Sígame.
El matasanos franqueó el umbral y luego caminó a lo largo de un edificio moderno antes de entrar. La sala de quirófano. Pasillos blancos, puertas batientes, olores químicos. Nuevo umbral. Ahora estábamos en una sala sin ningún tipo de material. Solamente un cubo de metal, alto como una cómoda, montado sobre unas ruedas, ocupaba parte de una pared. El matasanos tiró de él orientándolo hacia mí, para que viera las hileras de mandos y medidores de sonido.
—Este es un sistema by-pass. Es decir, de circulación extracorporal. Se utiliza para bajar la temperatura de los pacientes antes de una intervención importante. La sangre pasa por la máquina, que la enfría algunos grados, y luego se reintroduce. Se realiza este proceso varias veces, hasta alcanzar una hipotermia artificial, que favorece una mejor anestesia.
Yo seguía escribiendo, sin comprender adónde quería llegar el hombre.
—Al ver llegar a Luc Soubeyras, decidí ensayar una técnica reciente, importada de Suiza. Utilizar este sistema invirtiendo el proceso, es decir: usarlo no para refrigerar la sangre, sino para calentarla.
Con la nariz pegada a mi libreta, terminé su frase:
—Y funcionó.
—Perfectamente. Cuando ingresó, el cuerpo de Luc Soubeyras no estaba a más de treinta y dos grados. Después de tres circuitos, se alcanzaron los treinta y cinco grados. A los treinta y siete, su corazón volvió a latir, muy lentamente.
Alcé la visu.
—¿Quiere usted decir que durante todo ese tiempo él estaba… muerto?
—No cabe duda.
—¿Y de cuánto tiempo hablamos?
—Es difícil de precisar. Pero, aproximadamente, unos veinte minutos.
Una pregunta pasó por mi mente.
—La intervención del servicio de urgencias fue muy rápida. ¿El equipo no provenía de Chartres?
—Este fue otro factor positivo. Los habían llamado de la región de Nogent-le-Rotrou por una falsa alarma. Cuando los gendarmes los avisaron, estaban a pocos minutos del lugar del accidente.
Garabateé dos líneas sobre esa información y volví a las condiciones fisiológicas.
—Hay algo que no comprendo. El cerebro no puede mantenerse sin oxígeno más de unos segundos. ¿Cómo es posible que ese órgano funcionara de nuevo veinte minutos después de su deceso?
—El cerebro recurrió a sus reservas. En mi opinión, estuvo oxigenado durante toda la muerte clínica.
—¿Significa eso que Luc no tendrá secuelas al despertar?
El hombre tragó saliva. Tenía una glotis prominente.
—Nadie puede responder a esa pregunta.
Luc en silla de ruedas, condenado a gestos de babosa. Debí de palidecer. El médico me palmeó el hombro con amabilidad.
—Vamos. Aquí hace un calor infernal.
Fuera, el viento frío me reanimó. Los ancianos habían terminado de comer. Deambulaban en cámara lenta, como zombis.
—¿Puedo fumar? —pregunté.
—Adelante.
La primera calada me devolvió el aplomo. Pasé al último capítulo.
—Me han hablado de una medalla, de una cadena…
—¿Quién le ha hablado de eso?
—El jardinero. El hombre que sacó a Luc del agua.
—Los de urgencias encontraron una medalla en su puño cerrado, es cierto.
—¿La ha guardado?
El médico deslizó la mano en el bolsillo de su bata.
—La tengo desde entonces.
El objeto brillaba en el hueco de su mano con un resplandor mate. Una moneda de bronce, bruñida, erosionada, que parecía muy antigua. Me incliné. Inmediatamente supe de qué se trataba.
La medalla tenía grabada la efigie de san Miguel Arcángel, príncipe de los ángeles, portaestandarte de Cristo, tres veces victorioso de Satán. Representado en el estilo de La leyenda dorada de Jacobo de Vorágine, el héroe llevaba una armadura y empuñaba su espada en la mano derecha y la lanza de Cristo en la mano izquierda. Con el pie derecho aplastaba al dragón ancestral.
El médico seguía hablando pero yo ya no lo escuchaba. Las palabras del Apocalipsis de san Juan resonaban en mi cabeza:
Hubo una gran batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles peleaban con el dragón y peleó el dragón y sus ángeles, y no pudieron triunfar ni fue hallado su lugar en el cielo. Fue arrojado el dragón grande, la antigua serpiente, llamada Diablo y Satanás, que extravía a toda la redondez de la tierra, y fue precipitado en la tierra y sus ángeles fueron con él precipitados.
La verdad era evidente.
Antes de hundirse en el infierno, Luc se había protegido contra el diablo.