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Podría haber ido a Vernay con los ojos cerrados. Primero la A6, porte de Châtillon, dirección Nantes-Bordeaux; la A10 hacia Orléans; luego la A11, siguiendo las señalizaciones de Chartres.

Los coches aceleraban, pero la lluvia retenía los faros, trazando líneas definidas, hilos de luz similares a los filamentos interiores de una bombilla. A las siete de la mañana aún no había amanecido.

Al alba, reflexioné sobre las informaciones que había reunido. Después de cabecear en un duermevela, desperté definitivamente a las cuatro de la mañana. Había tecleado en Google las cuatro letras fatídicas: coma. Había miles de artículos. Para dar un matiz de esperanza a mi busca y para limitarla, había añadido otra palabra: DESPERTAR.

Durante dos horas, había leído los testimonios de despertares repentinos, de regresos progresivos a la conciencia y, también, de experiencias de muerte inminente. Me había sorprendido la frecuencia de este fenómeno. De cinco víctimas de infarto con resultado de coma, por lo menos una había sufrido esta «muerte temporal», caracterizada, para empezar, por la sensación de salir del cuerpo; luego por la visión de un largo túnel y de una luz blanca, que muchos asimilaban a Cristo. ¿Había visto Luc ese gran destello? ¿Recuperaría un día la conciencia para contárnoslo?

Dejé atrás la catedral de Chartres con sus dos agujas asimétricas. La llanura de Beauce se extendía hasta el horizonte. Sentía un hormigueo en las manos; me acercaba a la casa de Vernay. Conduje todavía unos cincuenta kilómetros, tomé la salida de Nogent-le-Rotrou y entré en la nacional. Entonces me interné verdaderamente en el campo, justo cuando salía el sol. Las colinas se elevaban, los pequeños valles se ahuecaban y los campos negros, cubiertos de escarcha, centelleaban en la claridad matinal. Bajé la ventanilla y respiré los perfumes de las hojas, los olores del abono y del aire frío de la noche que no quería retirarse.

Todavía treinta kilómetros. Rodeé Nogent-le-Rotrou y tomé una carretera departamental, en la frontera del Orne y del Eure-et-

Loir. Al cabo de diez kilómetros apareció una señalización a la izquierda: PETIT-VERNAY. Entré en el estrecho camino y conduje trescientos metros. En la primera curva apareció un portón de madera blanca. Miré el reloj: las ocho menos cuarto. Podría reconstruir los hechos segundo a segundo. Aparqué el coche y continué a pie. Petit-Vernay era un antiguo molino de agua compuesto por varios edificios dispersos a lo largo del río. El edificio principal no era más que una ruina, pero sus dependencias habían sido renovadas para utilizarlas como segunda residencia. La tercera a la derecha era la de Luc.

Doscientos metros cuadrados de planta, una buena parcela, situada a ciento treinta kilómetros de París. ¿Cuánto le había costado a Luc una casa semejante seis años atrás? ¿Un millón de francos de entonces? ¿Más aún? La región de Perche se cotizaba al alza. ¿De dónde había sacado Luc tanta pasta? Me recordaba una película de Fritz Lang, Los sobornados, que empieza con el suicidio de un madero. Más tarde se descubre que el hombre era un corrupto. Lo delata su segunda residencia, demasiado cara, demasiado hermosa. Oí la voz de Doudou: «Si hurgas en la mierda, salpicarás a todo el mundo». ¿Luc, un madero corrupto? Imposible.

Dejé atrás la casa y sus tres ojos de buey y me dirigí hacia el río. La hierba mojada desprendía un suave aroma. El viento azotaba mi rostro. Me abroché la parka y seguí caminando. Una barrera de carpes ocultaba el curso de agua. Su suave murmullo me llegaba como si fuera la risa de una criatura.

—¿Qué hace usted aquí?

Un hombre surgió de entre los arbustos. Un metro ochenta, corte al cepillo, traje negro de algodón grueso. Mal afeitado, cejas hirsutas, parecía más un vagabundo que un campesino.

—¿Usted quién es? —insistió, acercándose.

Bajo la chaqueta solo llevaba un jersey agujereado.

Agité al sol mi placa de identificación tricolor.

—Vengo de París. Soy un amigo de Luc Soubeyras.

El hombre pareció tranquilizarse. Sus pequeños ojos eran de un verde grisáceo muy denso.

—Lo había tomado por un notario. O un abogado. Uno de esos cabrones que sacan partido de los cadáveres.

—Luc no ha muerto.

—Gracias a mí. —Se rascó la nuca—. Soy Philippe, el jardinero. Yo soy quien lo salvó.

Le di la mano. Sus dedos estaban manchados de nicotina y de briznas de hierba. Olía a arcilla y a ceniza fría. Detecté también olor a alcohol. No era vino, más bien calvados u otra bebida fuerte. Adopté un aire de complicidad.

—¿Tiene algo de beber?

Su rostro se contrajo. Lamenté mi ardid. Demasiado precipitado. Saqué mis Camel y le ofrecí uno. El hombre dijo «no» con la cabeza, estudiándome por el rabillo del ojo. Al final, encendió uno de sus Gitanes Maïs.

—Es un poco temprano para echarse un trago, ¿no cree? —gruñó.

—Para mí, no.

Lanzó una risa burlona y sacó del bolsillo una petaca oxidada. Me la pasó. Sin titubear, eché un buen trago. El ardor recorrió mis pectorales. El hombre probaba mi resistencia. Pareció satisfecho de mi reacción y se echó al coleto un lingotazo. Chasqueó la lengua y volvió a guardar el matarratas.

—¿Qué quiere saber?

—Quiero los detalles.

Philippe suspiró y fue a sentarse sobre un tronco. Lo seguí. El canto de los pájaros se elevaba en el aire de escarcha.

—Me caía bien, el señor Soubeyras. No entiendo qué le pasó por la cabeza.

Me apoyé en el árbol más cercano.

—¿Trabaja aquí todos los días?

—Solo los lunes y los martes. Hoy he venido como siempre; nadie me ha dicho que no lo hiciera.

—Cuénteme.

Hundió su mano en el bolsillo, cogió la petaca y me la pasó. Decliné la oferta. Echó otro trago.

—Al llegar cerca del río lo vi inmediatamente. Me zambullí y lo rescaté. Ahí el río no es profundo.

—¿Y dónde ocurrió eso, exactamente?

—Donde estamos. A algunos metros de la esclusa. Llamé a los gendarmes. A los diez minutos ya estaban aquí. Salvado por los pelos. Si yo hubiera llegado un minuto más tarde, la corriente lo habría arrastrado y no habría visto nada.

Observé la superficie del agua. Completamente inmóvil.

—¿Y la corriente?

—Esta mañana no hay porque la esclusa está cerrada.

—¿Y ayer estaba abierta?

—El señor Soubeyras la había abierto. Lo tenía todo previsto. Sin duda quería ser arrastrado…

—Me han dicho que llevaba un lastre de piedras.

—Por eso me costó Dios y ayuda sacarlo del agua. Pesaba una barbaridad. Tenía piedras alrededor de toda la cintura.

—¿Cómo lo hizo?

—Venga conmigo.

Siguió el seto. Al fondo del jardín, había una cabaña de madera negra encajonada entre el sotobosque y la hilera de carpes. Unos leños, cubiertos con un plástico, estaban adosados al muro de madera. Dando un golpe con el hombro, mi guía abrió la puerta. Se hizo a un lado para que pudiera mirar dentro.

—El fin de semana pasado, el señor Soubeyras me ordenó que guardara aquí los viejos sillares que andaban por ahí desde hacía lustros, en el otro lado del río. Hasta me mandó que cortara algunos en dos. Entonces no comprendí por qué. Ahora lo sé: quería usarlos de lastre. Había calculado el peso que necesitaba para hundirse.

Eché una mirada al reducto, sin detenerme. Era hora de aceptar que Luc había intentado suicidarse. Retrocedí, aturdido.

—¿Cómo fijó esas piedras?

—Con tres vueltas de alambre, para que fuera bien resistente. De ese modo logró algo parecido a un cinturón de plomo, como el de los submarinistas.

Inspiré una gran bocanada de aire frío. Mi vientre estaba castigado por ardores ácidos. El hambre, el apestoso aguardiente y la angustia. ¿Qué le había ocurrido a Luc? ¿Qué había descubierto para querer acabar de una vez? ¿Para abandonar a su familia y su fe cristiana?

El campesino cerró la puerta y me preguntó:

—De todos modos, él era su colega, ¿no es así?

—Mi mejor amigo —respondí en tono ausente.

—¿No se había dado cuenta de que estaba deprimido?

—No.

No me atrevía a confesar a ese desconocido que no había hablado con Luc, lo que se dice realmente hablar, desde hacía meses, aunque solo nos separaba un piso. Para terminar, por si acaso, le pregunté:

—Aparte de esto, ¿no notó nada raro? Al rescatar el cuerpo, quiero decir.

El hombre de negro arrugó sus pequeños ojos. Parecía de nuevo desconfiado.

—¿No le han dicho nada de la medalla?

—No.

El jardinero se acercó. Evaluó mi grado de sorpresa. Cuando llegó a una conclusión se acercó y murmuró a mi oído:

—En su mano derecha había una medalla. En todo caso, es lo que supongo. Vi la cadena que sobresalía. La tenía apretada entre los dedos.

En el momento de sumergirse, Luc llevaba consigo un objeto. ¿Un amuleto? No. Luc no era supersticioso. El hombre volvió a pasarme su petaca, acompañándola de una sonrisa desdentada.

—Dígame, para ser tan colegas, se andaba con bastantes secretillos, ¿no?