Una familia feliz
—Después de todo, lo del picnic no resultó tan desastroso —dijo don Rigoberto, con una amplia sonrisa—. Nos ha servido para aprender una lección: en la casa se está mejor que en ninguna parte. Y, sobre todo, mejor que en el campo.
Doña Lucrecia y Fonchito celebraron la ocurrencia, y hasta Justiniana, que en ese momento traía los sandwiches de pollo y de palta con huevo y tomate a que había quedado reducido el almuerzo por culpa del frustrado picnic, también se echó a reír.
—Ahora ya sé lo que significa pensar en positivo, maridito —lo felicitó doña Lucrecia—. Y tener actitudes constructivas ante la adversidad.
—Poner al mal tiempo buena cara —remachó Fonchito—. ¡Bravo, papá!
—Es que, hoy, nadie ni nada puede empañar mi felicidad —asintió don Rigoberto, considerando los sandwiches—. No digo un miserable picnic. Ni una bomba atómica me haría mella. Bueno, salud.
Bebió un trago de cerveza fría con visible satisfacción y dio un mordisco al sandwich de pollo. El sol de Chaclacayo le había quemado la frente, la cara y los brazos, enrojecidos por la insolación. Se lo notaba muy contento, en efecto, disfrutando del improvisado almuerzo. De él había salido, la noche anterior, la ocurrencia de un picnic a Chaclacayo, ese domingo, para escapar de la neblina y la humedad de Lima y gozar de buen tiempo en contacto con la Naturaleza, a orillas del río y en familia. Doña Lucrecia se extrañó mucho con esa propuesta, pues recordaba el santo horror que todo lo campestre le había inspirado siempre, pero aceptó de buena gana. ¿No estaban estrenando una segunda luna de miel? Estrenarían, también, nuevas costumbres. Partieron esa mañana a la hora prevista —las nueve—, equipados con una buena provisión de bebidas y un almuerzo completo, preparado por la cocinera, que incluía manjarblanco con frituritas, el postre preferido de don Rigoberto.
Lo primero que salió mal fue la carretera del centro, atestada de tal modo que el avance era lentísimo, cuando avanzaban, entre camiones, autobuses y toda clase de vehículos destartalados que, además de embotellar la carretera y paralizar el tráfico por largos intervalos, echaban de los escapes abiertos un humo negruzco y un hedor a gasolina quemada que mareaban. Alcanzaron Chaclacayo pasado mediodía, exhaustos y congestionados.
Encontrar un lugar aparente, junto al río, resultó más arduo de lo que imaginaban. Antes de tomar el atajo que los aproximara a la orilla del Rímac —a esas alturas, a diferencia que en Lima, parecía un río de verdad, ancho, cargado de agua, decorado de espuma y olitas saltarinas en las zonas donde batía contra las piedras y roquedales— tuvieron que dar vueltas y vueltas que los regresaban siempre a la maldita carretera. Cuando, gracias a la ayuda de un compasivo vecino, descubrieron un desvío que los acercó hasta la orilla, en vez de mejorar, las cosas empeoraron. El Rímac, en ese lugar, servía de basural al vecindario (también de orinal y cagadero) que había arrojado allí todos los desperdicios imaginables —desde papeles, latas y pomos vacíos, hasta restos de comida, excrementos y animales muertos—, de modo que, además de la deprimente vista, maculaba el lugar una hediondez insoportable. Nubes de moscas agresivas los obligaron a taparse las bocas con las manos. Nada de esto parecía amoldarse a la eglógica expedición anticipada por don Rigoberto. Este, sin embargo, armado de una paciencia incombustible y un optimismo de cruzado que maravillaban a su mujer y a su hijo, persuadió a su familia de que no se dejaran amilanar por las azarosas circunstancias. Siguieron buscando. Cuando, luego de un buen rato, pareció que llegaban a un lugar más hospitalario —es decir, desprovisto de hedores mefíticos y de basuras— ya estaba tomado por innumerables grupos familiares que, algunos bajo sombrillas playeras, comían tallarines embadurnados en salsas rojizas y escuchaban música tropical, a todo volumen, en radios y caseteras portátiles. El error que cometieron entonces, fue responsabilidad exclusiva de don Rigoberto, aunque inspirado en el más legítimo de los deseos: la búsqueda de un mínimo de privacidad, apartarse algo de la muchedumbre de comedores de pasta, para los que, por lo visto, era inconcebible salir de la ciudad por unas horas sin llevarse consigo ese producto urbano por antonomasia que es el ruido. Don Rigoberto creyó encontrar la solución. Como un boy scout, propuso que, descalzándose y arremangándose los pantalones, vadearan un pedazo de río hacia lo que semejaba una minúscula islita de arena, pedruscos y conatos de maleza, que, milagrosamente, no estaba ocupada por la numerosa colectividad dominguera. Así lo hicieron. O, mejor dicho, empezaron a hacerlo, cargando las bolsas de comida y bebida preparadas por la cocinera para la matiné campestre. Apenas a unos metros de la idílica islita, don Rigoberto —el agua le llegaba sólo a las rodillas y hasta allí el trayecto había transcurrido sin incidentes— resbaló en una forma cartilaginosa. Cayó sentado en las frescas aguas del río Rímac, lo que, en sí, no hubiera tenido importancia dado el calor que hacía y lo sudado que estaba, si no hubiera naufragado, al mismo tiempo que su humanidad, la canasta del picnic, que, para añadir un toque de burla al accidente, antes de ir a reposar en el lecho del río se desparramó toda, regando a diestra y siniestra de las alborotadas aguas que los arrastraba ya en dirección a Lima y el mar Pacífico, el picante cebiche, el arroz con pato y las frituritas con manjarblanco, así como el primoroso mantel y las servilletas a cuadraditos rojos y blancos que doña Lucrecia había seleccionado para el picnic.
—Ríanse, nomás, no se aguanten las ganas, no me voy a enojar —decía don Rigoberto a su esposa y a su hijo, que, ayudándolo a incorporarse, hacían grotescas morisquetas y trataban de sofrenar las carcajadas. También la gente de las orillas se reía, viéndolo ensopado de pies a cabeza.
Dispuesto al heroísmo (¿por primera vez en su vida?), don Rigoberto propuso perseverar y quedarse, alegando que el sol de Chaclacayo lo secaría en un dos por tres. Doña Lucrecia fue terminante. Eso sí que no, podía darle una pulmonía, se regresaban a Lima. Lo hicieron, derrotados, aunque sin ceder a la desesperación. Y, riéndose con cariño del pobre don Rigoberto, que se había quitado el pantalón y manejaba en calzoncillos. Llegaron a la casa de Barranco cerca de las cinco de la tarde. Mientras don Rigoberto se duchaba y cambiaba de ropa, doña Lucrecia, ayudada por Justiniana, que acababa de regresar de su salida de fin de semana —el mayordomo y la cocinera sólo volverían a la noche— prepararon los sandwiches de pollo y palta con tomate y huevo de ese tardío y accidentado almuerzo.
—Desde que te amistaste con mi madrastra te has vuelto bueno, papá.
Don Rigoberto apartó la boca del sandwich a medio comer. Recapacitó.
—¿Lo dices en serio?
—Muy en serio —replicó el niño, volviéndose hacia doña Lucrecia—. ¿No es cierto, madrastra? Hace dos días que no reniega ni se queja por nada, está de buen humor y diciendo cosas bonitas todo el tiempo. ¿No es eso ser bueno?
—Sólo llevamos dos días de amistados —se rio doña Lucrecia. Pero, poniéndose seria y mirando con ternura a su marido, añadió—: En realidad, siempre fue buenísimo. Has tardado un poco en darte cuenta, Fonchito.
—No sé si me gusta que me llamen bueno —reaccionó al fin don Rigoberto, adoptando una expresión cavilosa—. Todas las personas buenas que he conocido eran un poco imbéciles. Como si hubieran sido buenas por falta de imaginación y de apetitos. Espero que, por sentirme contento, no me esté volviendo más imbécil de lo que soy.
—No hay peligro —la señora Lucrecia acercó la cara a su marido y lo besó en la frente—. Eres todas las cosas del mundo, salvo eso.
Estaba muy bella, con las mejillas arrebatadas por el sol de Chaclacayo, los hombros y los brazos al aire, en ese ligero vestido floreado de percala que le daba un aire fresco y saludable. «Qué bella, qué rejuvenecida», pensó don Rigoberto, deleitándose en el espigado cuello de su mujer y la graciosa curva de una de sus orejas, en la que se enroscaba una mecha suelta de sus cabellos, sujetados en la nuca con una cinta amarilla del mismo color de las alpargatas del paseo. Habían pasado once años y estaba más joven y atractiva que el día que la conoció. ¿Y, dónde se reflejaba más esa salud y esa belleza física que desafiaban la cronología? «En los ojos», se respondió. Esos ojos que cambiaban de color, de un pálido pardo a un verde oscuro, a un suave negro. Ahora, se veían muy claros bajo las largas pestañas oscuras y animados de una luz alegre, casi chispeante. Inadvertida de la contemplación de que era objeto, su mujer daba cuenta con apetito del segundo sandwich de palta con tomate y huevo, y bebía, de rato en rato, traguitos de cerveza fría que dejaban sus labios húmedos. ¿Era la felicidad, esta sensación que lo embargaba? ¿Esta admiración, gratitud y deseo que sentía por Lucrecia? Sí. Don Rigoberto deseó con todas sus fuerzas que volaran las horas que faltaban para el anochecer. Una vez más estarían solos y tendría entre sus brazos a su mujercita adorable, al fin, aquí, de carne y hueso.
—Por lo único que a ratos no me siento tan parecido a Egon Schiele es que a él le gustaba mucho el campo y a mí nada —dijo Fonchito, continuando en alta voz una reflexión comenzada en silencio hacía rato—. En eso, he salido a ti, papá. Tampoco me gusta nada eso de ver árboles y vacas.
—Por eso el picnic nos salió patas arriba —filosofó don Rigoberto—. Una venganza de la Naturaleza contra dos enemigos. ¿Qué dices de Egon Schiele?
—Que en lo único que no me parezco a él es en lo del campo, a él le gustaba y a mí no —explicó Fonchito—. Ese amor a la Naturaleza lo pagó caro. Lo metieron preso y lo tuvieron un mes en una prisión, donde casi se vuelve loco. Si se quedaba en Viena, eso no le hubiera pasado jamás.
—Qué bien informado estás sobre la vida de Egon Schiele, Fonchito —se sorprendió don Rigoberto.
—No te imaginas hasta qué extremo —lo interrumpió doña Lucrecia—. Se sabe de memoria todo lo que hizo, dijo, escribió y le pasó en sus veintiocho años de vida. Se conoce todos los cuadros, dibujos y grabados de memoria, con títulos y fechas. Y, hasta se cree Egon Schiele reencarnado. A mí me asusta, te juro.
Don Rigoberto no se rio. Asintió, como ponderando esa información con el mayor cuidado, pero, en verdad, disimulando la súbita aparición en su conciencia de un gusanito, una estúpida curiosidad, esa madre de todos los vicios. ¿Cómo se había enterado Lucrecia de que Fonchito sabía tantas cosas sobre Egon Schiele? «¡Schiele!, pensó. Variante aviesa del expresionismo al que Oscar Kokoshka llamaba, con toda justicia, un pornógrafo». Se descubrió poseído de un odio visceral, ácido, bilioso, a Egon Schiele. Bendita la gripe española que se lo cargó. ¿De dónde sabía Lucrecia que Fonchito se creía ese garabateador abortado por los últimos vagidos del imperio austro-húngaro al que, también en buena hora, se había cargado la trampa? Lo peor era que, inconsciente de estar hundiéndose en las aguas pútridas de la autodelación, doña Lucrecia seguía torturándolo:
—Me alegro de que toquemos este tema, Rigoberto. Hace tiempo quería hablarte de eso, hasta pensé escribirte. Me tiene muy preocupada la manía de este niño con ese pintor. Sí, Fonchito. ¿Por qué no lo conversamos, entre los tres? ¿Quién mejor que tu padre para aconsejarte? Ya te lo he dicho varias veces. No es que me parezca mal esa pasión tuya por Egon Schiele. Pero, te estás obsesionando. No te importa que cambiemos ideas entre los tres ¿no es cierto?
—Creo que mi papá no se siente bien, madrastra —se limitó a decir Fonchito, con un candor que don Rigoberto tomó como una suplementaria afrenta.
—Dios mío, qué pálido estás. ¿No ves? Te lo dije, esa remojada en el río te ha hecho daño.
—No es nada, no es nada —tranquilizó don Rigoberto a su mujer, con una vocecita difusa—. Un bocado demasiado grande y me atoré. Un huesecito, creo. Ya está, ya me lo pasé. Estoy bien, no te preocupes.
—Pero, si estás temblando —se alarmó doña Lucrecia, tocándole la frente—. Te has resfriado, por supuesto. Ahora mismo un matecito de yerbaluisa bien caliente y un par de aspirinas. Yo te lo preparo. No, no protestes. Y, a la cama, sin chistar.
Ni siquiera la palabra cama levantó algo el ánimo de don Rigoberto, que, en pocos minutos, había pasado de la alegría y el entusiasmo vitales a una desmoralización confusa. Vio que doña Lucrecia se alejaba de prisa rumbo a la cocina. Como la mirada transparente de Fonchito le producía incomodidad, dijo, para romper el silencio:
—¿Schiele estuvo preso por ir al campo?
—No por ir al campo, cómo se te ocurre —lanzó una risa su hijo—. Lo acusaron de inmoralidad y seducción. En un pueblecito que se llama Neulengbach. Nunca le hubiera pasado eso si se quedaba en Viena.
—¿Ah, sí? Cuéntame —lo invitó don Rigoberto, consciente de que trataba de ganar tiempo, sólo que no sabía para qué. En vez del glorioso y soleado esplendor de estos dos días, su estado de ánimo era en este momento una calamidad con aguaceros, rayos y truenos. Apelando a un recurso que había funcionado otras veces, trató de calmarse enumerando mentalmente figuras mitológicas. Cíclopes, sirenas, letrigones, lotófagos, circes, calipsos. Ahí se quedó.
Había ocurrido en la primavera de 1912; en el mes de abril, exactamente, explicaba el niño con locuacidad. Egon y su amante Wally (un apodo, se llamaba Valeria Neuzil) estaban en pleno campo, en una casita alquilada, en las afueras de esa aldea difícil de pronunciar. Neulengbach. Egon solía pintar al aire libre, aprovechando el buen tiempo. Y, una tarde, se apareció una muchacha a buscarle conversación. Conversaron y no pasó nada. La chica volvió varias veces. Hasta que, una noche de tormenta, llegó empapada y anunció a Wally y a Egon que se había escapado de casa de sus padres. Trataron de convencerla, has hecho mal, vuelve a tu casa, pero, ella, no, no, déjenme al menos pasar la noche con ustedes. Aceptaron. La chica durmió con Wally; Egon Schiele, en un cuarto aparte. Al día siguiente… pero, el regreso de doña Lucrecia, con una humeante infusión de yerbaluisa y dos aspirinas en las manos, interrumpió la narración de Fonchito, que, por lo demás, don Rigoberto apenas escuchaba.
—Tómatela todita, así, bien caliente —lo mimó doña Lucrecia—. Con las dos aspirinas. Y, después, a la cama, a hacer rorró. No quiero que te me resfríes, viejito.
Don Rigoberto sintió —sus grandes narices aspiraban la fragancia jardinera de la yerbaluisa— que los labios de su esposa se posaban unos segundos sobre los ralos cabellos de su cráneo.
—Le estoy contando la prisión de Egon, madrastra —aclaró Fonchito—. Te la he contado tantas veces que te aburrirá oírla de nuevo.
—No, no, qué va, sigue nomás —lo animó ella—. Aunque, es cierto que ya me la sé de memoria.
—¿Cuándo le contaste esa historia a tu madrastra? —se le escapó entre los dientes a don Rigoberto, mientras soplaba el mate de yerbaluisa—. Si hace apenas dos días que está en la casa y yo la he monopolizado día y noche.
—Cuando iba a visitarla a su casita del Olivar —repuso el niño, con su cristalina franqueza habitual—. ¿No te ha contado?
Don Rigoberto sintió que el aire del comedor se electrizaba. Para no tener que hablar ni mirar a su esposa, tomó un heroico trago de la ardiente yerbaluisa que le quemó la garganta y el esófago. El infierno se instaló en sus entrañas.
—No tuve tiempo todavía —oyó que musitaba doña Lucrecia—. La miró y —¡ay, ay!— estaba lívida. Pero, por supuesto, iba a contárselo. ¿Acaso tenían algo de malo esas visitas?
—Qué de malo iban a tener —afirmó don Rigoberto, tragando otro sorbo del infierno líquido y perfumado—. Me parece muy bien que fueras donde tu madrastra a llevarle noticias mías. ¿Y esa historia de Schiele y su amante? Te has quedado a la mitad y yo quiero saber cómo termina.
—¿Puedo seguir? —se alegró Fonchito.
Don Rigoberto sentía su garganta como una pura llaga y adivinaba que a su esposa, muda y petrificada a su lado, el corazón se le había desbocado. Igual que a él.
Bueno, pues… Al día siguiente, Egon y Wally llevaron a la chica, en el tren, a Viena, donde vivía su abuelita. Les había prometido que se quedaría donde esa señora. Pero, en la ciudad, se arrepintió y más bien pasó la noche con Wally, en un hotel. Egon y su amante, a la mañana siguiente, regresaron con la muchacha a Neulengbach, donde esta se quedó con ellos dos días más. Al tercer día, se apareció el padre. Enfrentó a Egon en el exterior, donde estaba pintando. Muy alterado, le advirtió que lo había denunciado a la policía, acusándolo de seducción, pues su hija era menor. Mientras Schiele trataba de calmarlo, explicándole que no había pasado nada, en el interior de la casa, la muchacha, al descubrir a su padre, cogió unas tijeras y trató de cortarse las venas. Pero, entre Wally, Egon y su padre la atajaron, la auxiliaron y ella y el señor tuvieron una explicación y una amistada. Partieron juntos y Wally y Egon se creyeron que todo se había arreglado. Por supuesto, no fue así. Pocos días después, vino la policía a arrestarlo.
¿Escuchaban su relato? En apariencia, sí, pues tanto don Rigoberto como doña Lucrecia se hallaban inmóviles y parecían haber perdido no sólo el movimiento, también la respiración. Tenían los ojos clavados en el niño, y a lo largo de su historia, recitada sin vacilaciones, con pausas y énfasis de buen contador, ninguno pestañó. Pero ¿y la palidez que lucían? ¿Y esas miradas reconcentradas y absortas? ¿Los conmovía tanto aquella antigua anécdota, de ese lejano pintor? Esas eran las preguntas que creía leer don Rigoberto en los grandes ojos vivarachos de Fonchito, que, ahora, examinaban a uno y a otro, con calma, como esperando un comentario. ¿Se reía de ellos? ¿Se reía de él? Don Rigoberto fijó la vista en los ojos claros y translúcidos de su hijo, buscando el brillo malévolo, ese guiño o inflexión de luminosidad que delatara su maquiavelismo, su estrategia, su doblez. No descubrió nada: sólo la sana, clara, pulcra mirada de la conciencia inocente.
—¿Sigo, o ya te aburriste, papá?
Negó con la cabeza y haciendo un gran esfuerzo —su garganta estaba seca y áspera como una lija—, murmuró: «¿Y qué le pasó en la prisión?».
Lo habían tenido veinticuatro días entre rejas, acusado de inmoralidad y seducción. Seducción, por el episodio de la chica, e, inmoralidad, por unos cuadros y dibujos de desnudos que la policía encontró en la casa. Como se demostró que no había tocado a la muchacha, fue absuelto de la primera acusación. Pero, no de inmoralidad. El juez consideró que, ya que visitaban la casa niñas y niños menores de edad que habían podido ver los desnudos, Schiele merecía un castigo. ¿Cuál? Quemar el más inmoral de sus dibujos.
En la prisión, sufrió lo indecible. En los autorretratos que pintó en su calabozo, se lo veía flaquísimo, con barba, los ojos hundidos, la expresión cadavérica. Llevó un diario donde escribió («Espera, espera, la frase me la sé de memoria»): «Yo, que soy, por naturaleza, uno de los seres más libres, me hallo atado por una ley que no es la de las masas». Pintó trece acuarelas y eso lo salvó de volverse loco o matarse: el camastro, la puerta, la ventana y una luminosa manzana, una de las que le llevaba Wally todos los días. Ella, iba a colocarse cada mañana en un lugar estratégico, en los alrededores de la prisión, y Egon podía verla a través de los barrotes de su calabozo. Porque, Wally lo quería muchísimo y se había portado maravillosa con él, ese mes terrible, dándole todo su apoyo. En cambio, él no debía de quererla tanto. La pintaba, sí; la usaba como modelo, sí; pero, no sólo a ella, a muchas otras, sobre todo a esas niñitas que recogía en las calles y tenía ahí, medio desvestidas, mientras las pintaba en todas las poses imaginables trepado en su escalera. Las niñitas y los niñitos eran su obsesión. Se moría por ellos y, bueno, parecía que no sólo para pintarlos, que le gustaban de verdad, en el sentido bueno y en el malo de la palabra. Eso decían sus biógrafos. Que, al mismo tiempo que un artista, era un poco perverso, porque tenía predilección por los niños y las niñas…
—Bueno, bueno, creo que me he enfriado un poco, en efecto —lo interrumpió don Rigoberto, poniéndose de pie tan bruscamente que la servilleta que tenía sobre las piernas rodó al suelo—. Mejor sigo tu consejo, Lucrecia, y me acuesto. No vaya a pescar uno de esos resfríos de caballo que me dan.
Habló sin mirar a su mujer, sólo a su hijo, quien, cuando lo vio de pie, calló y adoptó una expresión alarmada, como ansioso de echar una mano. Don Rigoberto tampoco miró a Lucrecia al pasar junto a ella rumbo a la escalera, pese a la curiosidad que lo devoraba por saber si aún estaba lívida, o más bien granate, de indignación, de sorpresa, de incertidumbre, de desasosiego, preguntándose como él si eso que el chico había dicho, hecho, obedecía a una maquinación, o era obra del azar intrigante, rocambolesco, frustrador y mezquino, enemigo de la felicidad.
Se dio cuenta de que arrastraba los pies como un anciano ruinoso y se enderezó. Subió las escaleras a un ritmo vivo, como para demostrar (¿a quién?) que era todavía un hombre enérgico y en plena forma.
Quitándose sólo los zapatos, se echó de espaldas en la cama y cerró los ojos. Su cuerpo ardía, afiebrado. Vio una sinfonía de puntos azules en la oscuridad de sus párpados y le pareció oír el beligerante zumbido de las avispas que había escuchado esa mañana, durante el frustrado picnic. Poco después, como bajo el efecto de un fuerte somnífero, cayó dormido. ¿O, desmayado? Soñó que tenía paperas y que Fonchito, niño de voz revejida y aires de especialista, le advertía: «¡Cuidado, papá! Se trata de un virus filrtrante y si baja hasta los compañones, te los pondrá igual que dos pelotas de tenis y tendrían que arrancártelos. ¡Como las muelas del juicio final!». Despertó acezando, bañado en sudor —doña Lucrecia le haría echado encima una frazada— y advirtió que había caído la noche. Estaba oscuro, el cielo no tenía estrellas, la neblina apagaba las lucecitas del malecón de Miraflores. La puerta del baño se abrió y, en medio del chorro de luz que entró a la habitación en penumbra, apareció doña Lucrecia, en bata, lista para acostarse.
—¿Es un monstruo? —le preguntó don Rigoberto, angustiado—. ¿Se da cuenta de lo que hace, de lo que dice? ¿Hace lo que hace sabiéndolo, midiendo las consecuencias? ¿O, es posible que no? ¿Que sea, simplemente, un niño travieso, cuyas travesuras resultan monstruosas, sin que él lo quiera?
Su mujer se dejó caer a los pies de la cama.
—Me lo pregunto todos los días, muchas veces al día —dijo, muy abatida, suspirando—. Creo que él tampoco lo sabe. ¿Te sientes mejor? Has dormido un par de horas. Te he preparado una limonada bien caliente, ahí en el termo. ¿Te sirvo un vasito? Oye, a propósito. Jamás pensé ocultarte que Fonchito iba a visitarme al Olivar. Se me fue pasando, en estos dos días tan atareados.
—Por supuesto —se atropelló don Rigoberto, manoteando—. No hablemos de eso, por favor.
Se puso de pie, y murmurando «Es la primera vez que me quedo dormido fuera de horas», fue a su vestidor. Se desnudó; en bata y zapatillas, se encerró en el baño a hacer sus minuciosas abluciones de antes de dormir. Se sentía apesadumbrado, confuso, con un zumbido en la cabeza que parecía presagiar una fuerte gripe. Puso a llenar la bañera con agua tibia y desparramó en ella medio frasco de sales. Mientras se llenaba, se limpió los dientes con el hilo dental, luego se los escobilló y con una delgada pinza depuró sus orejas de los vellitos recientes. ¿Cuánto tiempo hacía que abandonó la costumbre de dedicar un día de la semana, además del baño cotidiano, a la higiene especializada de cada uno de sus órganos? Desde la separación de Lucrecia. Un año, más o menos. Restablecería aquella saludable rutina semanal: lunes, orejas; martes, nariz; miércoles, pies; jueves, manos; viernes, boca y dientes. Etcétera. Hundido en la bañera, se sintió menos desmoralizado. Trató de adivinar si Lucrecia se habría metido ya bajo las sábanas, qué camisón llevaba puesto, ¿estaría desnuda?, y consiguió que por momentos se eclipsara de su cabeza la ominosa presencia: la casita del Olivar de San Isidro, una figurita infantil de pie junto a la puerta, un dedito tocando el timbre. Había que tomar una decisión respecto al niño, de una vez. Pero ¿cuál? Todas parecían ineptas o imposibles. Luego de salir de la bañera y secarse, se friccionó con agua de colonia de la tienda Floris, de Londres, de donde un colega y amigo del Lloyd's le hacía periódicos envíos de jabones, cremas de afeitar, desodorantes, talcos y perfumes. Se puso un pijama de seda limpio y dejó su bata colgada en el vestidor.
Doña Lucrecia estaba ya en la cama. Había apagado las luces de la habitación, salvo la de su velador. Afuera, el mar rompía con fuerza contra los acantilados de Barranco y el viento lanzaba lamentos lúgubres. Sentía su corazón latiendo con fuerza mientras se deslizaba bajo las sábanas, junto a su esposa. Un suave aroma a hierbas frescas, a flores húmedas de rocío, a primavera, penetró por sus narices y llegó hasta su cerebro. En estado casi de levitación de lo tenso que se hallaba, podía percibir a milímetros de su pierna izquierda el muslo de su mujer. En la escasa, indirecta luz vio que ella llevaba un camisón de seda rosa, sujeto a los hombros por dos delgados tirantes, con una orla de encaje por el que divisaba sus pechos. Suspiró, transformado. El deseo, impetuoso, liberador, colmaba ahora su cuerpo, se desbordaba por sus poros. Se sentía mareado y embriagado con el perfume de su mujer.
Y, en eso, adivinándolo, Lucrecia estiró la mano, apagó la luz de la lamparita y con el mismo movimiento giró hacia él y lo abrazó. Se le escapó un gemido al sentir el cuerpo de doña Lucrecia, al que ansioso abrazó, apretó, enredando a él brazos, piernas. A la vez, la besaba en el cuello, en los cabellos, murmurando palabras de amor. Pero, cuando había comenzado a desnudarse y a despojar a su mujer del camisón, doña Lucrecia deslizó en su oído una frase que le hizo el efecto de una ducha helada:
—Fue a verme hace seis meses. Se apareció una tarde, de repente, en la casita del Olivar. Y, desde entonces, me visitó sin parar, al salir del colegio, escapándose de la academia de pintura. Tres y hasta cuatro veces por semana. Tomaba el té conmigo, se quedaba una hora, dos. No sé por qué no te lo conté ayer, anteayer. Lo iba a hacer. Te juro que lo iba a hacer.
—Te suplico, Lucrecia —imploró don Rigoberto—. No tienes que contarme nada. Por lo que más quieras. Yo te amo.
—Quiero contarte. Ahora, ahora.
Seguía abrazada a él, y, cuando su marido le buscó la boca, abrió la suya y lo besó también, ávidamente. Lo ayudó a quitarse el pijama y a sacarle el camisón. Pero, luego, mientras él la iba acariciando con sus manos, pasándole los labios por los cabellos, las orejas, las mejillas y el cuello, siguió hablando:
—No me acosté con él.
—No quiero saber nada, amor mío. ¿Tenemos que hablar de eso, ahora?
—Sí, ahora. No me acosté con él, pero, espera. No por mérito mío, por culpa suya. Si me lo hubiera pedido, si me hubiera hecho la menor insinuación, me hubiera acostado con él. De mil amores, Rigoberto. Muchas tardes me quedé enferma, por no haberlo hecho. ¿No me vas a odiar? Tengo que decirte la verdad.
—Yo no te voy a odiar nunca. Yo te amo. Vida mía, mujercita mía.
Pero, ella volvió a atajarlo, con otra confesión:
—Y, la verdad es que, si no sale de esta casa, si sigue viviendo con nosotros, volverá a pasar. Lo siento, Rigoberto. Es mejor que lo sepas. No tengo defensas contra ese niño. No quiero que pase, no quiero hacerte sufrir, como la vez pasada. Ya sé que sufriste, amor mío. Pero, para qué voy a mentirte. Tiene poder, tiene algo, no sé qué. Si se le mete en la cabeza otra vez, lo haré. No podré impedirlo. Aunque destruya el matrimonio, esta vez para siempre. Lo siento, lo siento, pero, es la verdad, Rigoberto. La cruda verdad.
Su mujer se había puesto a llorar. Se eclipsaron los últimos residuos de excitación que le quedaban. La abrazó, consternado.
—Todo lo que me dices, lo sé de sobra —murmuró, acariñándola—. ¿Qué puedo hacer? ¿No es mi hijo, acaso? ¿Adónde lo voy a mandar? ¿Dónde quién? Es muy chico aún. ¿Crees que no he pensado mucho en esto? Cuando sea más grande, por supuesto. Que termine el colegio, por lo menos. ¿No dice que quiere ser pintor? Pues, muy bien. Que vaya a estudiar Bellas Artes. A Estados Unidos. A Europa. Que vaya a Viena. ¿No le gusta tanto el expresionismo? Que vaya a la academia donde estudió Schiele, a la ciudad donde vio y murió Schiele. Pero ¿cómo puedo sacarlo de la casa, ahora, a su edad?
Doña Lucrecia se apretó a él, entreveró sus piernas con las suyas, buscó apoyar sus pies sobre los de su marido.
—No quiero que lo saques de la casa —susurró—. Me doy cuenta muy bien de que es un niño. Nunca he conseguido adivinar si sabe lo peligroso que es, las catástrofes que puede provocar, con esa belleza que tiene, con esa inteligencia mañosa, medio terrible. Te lo digo sólo porque, porque es verdad. Con él, viremos siempre en peligro, Rigoberto. Si no quieres que pase otra vez, vigílame, célame, acósame. No quiero acostarme nunca con nadie más, sólo contigo, maridito querido. Te amo tanto, Rigoberto. No sabes cuánta falta me has hecho, cómo te he extrañado.
—Lo sé, lo sé, amor mío.
Don Rigoberto la hizo ladearse, ponerse de espaldas y se colocó encima de ella. A doña Lucrecia también parecía haberla ganado el deseo —ya no había lágrimas en sus mejillas, su cuerpo estaba caldeado, su respiración agitada—, y, apenas lo sintió encima, abrió las piernas y se dejó penetrar. Don Rigoberto la besó larga, profundamente, con los ojos cerrados, inmerso en una total entrega, de nuevo feliz. Perfectamente encajados uno en otro, tocándose y rozándose de pies a cabeza, contagiándose sus sudores, se mecían despacio, acompasadamente, prolongando su placer.
—En realidad, te has acostado con muchas personas todo este año —dijo él.
—¿Ah, sí? —ronroneó ella, como hablando con el vientre, desde alguna secreta glándula—. ¿Cuántas? ¿Quiénes? ¿Dónde?
—Un amante zoológico, que te acostaba con gatos —«qué asco, qué asco», protestó su mujer, débilmente—. Un amor de juventud, un científico que te llevó a París y a Venecia y que se iba cantando…
—Los detalles —acezó doña Lucrecia, hablando con dificultad—. Todos, hasta los más chiquitos. Lo que hice, lo que comí, lo que me hicieron.
—Estuvo a punto de violarte el cacaseno de Fito Cebolla y, también, a Justiniana. Tú la salvaste de su furia rijosa. Y terminaste haciendo el amor con ella, en esta misma cama.
—¿Con Justiniana? ¿En esta misma cama? —soltó una risita doña Lucrecia—. Lo que son las cosas. Pues, por culpa de Fonchito casi hice el amor con Justiniana, una tarde, en el Olivar. La única vez que mi cuerpo te engañó, Rigoberto. Mi imaginación, en cambio, un montón de veces. Como tú a mí.
—Mi imaginación no te ha engañado nunca. Pero, cuéntame, cuéntame —aceleró su marido el mecerse, el columpiarse.
—Yo, después, tú primero. ¿Con quién más? ¿Cómo, dónde?
—Con un hermano gemelo que me inventé, un hermano corso, en una orgía. Con un motociclista castrado. Fuiste una profesora de leyes, en Virginia, y corrompiste a un jurista santo. Hiciste el amor con la embajadora de Argelia, tomando un baño de vapor, tus pies enloquecieron a un fetichista francés del siglo XVIII. La víspera de nuestra reconciliación, estuvimos en un prostíbulo de México, con una mulata que me arrancó una oreja de un mordisco.
—No me hagas reír, tonto, no ahora —protestó doña Lucrecia—. Te mato, te mato, si me cortas.
—Yo también me estoy yendo. Vámonos juntos, te amo.
Momentos después, ya sosegados, él de espaldas, ella acurrucada a su lado y con la cabeza en su hombro, reanudaron la conversación. Afuera, junto al ruido del mar, rompían la noche estentóreos maullidos de gatos peleándose o en celo y, espaciados, bocinazos y rugidos de motores.
—Soy el hombre más feliz del mundo —dijo don Rigoberto.
Ella se restregó contra él, modosa.
—¿Va a durar? ¿Vamos a hacerla durar, la felicidad?
—No puede durar —dijo él, con suavidad—. Toda felicidad es fugaz. Una excepción, un contraste. Pero, tenemos que reavivarla, de tiempo en tiempo, no permitir que se apague. Soplando, soplando la llamita.
—Empiezo a ejercitar mis pulmones desde ahora —exclamó doña Lucrecia—. Los pondré como fuelles. Y, cuando comience a apagarse, lanzaré un ventarrón que la levante, que la infle. ¡Fffffuuu! ¡Fffffuuu!
Permanecieron en silencio, abrazados. Don Rigoberto creyó, por la quietud de su mujer, que se había dormido. Pero, tenía los ojos abiertos.
—Siempre supe que nos íbamos a reconciliar —le dijo, al oído—. Lo quería, lo buscaba, hace meses. Pero, no sabía por dónde empezar. Y, en eso, me empezaron a llegar tus cartas. Me adivinaste el pensamiento, amor mío. Eres mejor que yo.
El cuerpo de su mujer se endureció. Pero, inmediatamente, volvió a relajarse.
—Una idea genial, lo de las cartas —continuó él—. Los anónimos, quiero decir. Una carambola barroca, una estrategia coruscante. Inventarte que yo te mandaba anónimos para tener un pretexto y así poder escribirme. Siempre me estarás sorprendiendo, Lucrecia. Creí que te conocía, pero no. Nunca me hubiera imaginado tu cabecita maquinando esas carambolas, esos enredos. Qué buen resultado dieron ¿no? En buena hora para mí.
Hubo otro largo silencio, en el que don Rigoberto contó los latidos del corazón de su mujer, que hacían contrapunto y a ratos se confundían con los suyos.
—Me gustaría que hiciéramos un viaje —divagó, un poco después, sintiendo que comenzaba a vencerlo el sueño—. A un sitio lejanísimo, totalmente exótico. Donde no conociéramos a nadie y nadie nos conociera. Por ejemplo, Islandia. Tal vez, a fin de año. Puedo tomarme una semana, diez días. ¿Te gustaría?
—Me gustaría ir más bien a Viena —dijo ella, con la lengua un poco trabada ¿por el sueño?, ¿por la pereza en que la dejaba siempre el amor?—. Ver la obra de Egon Schiele, visitar los lugares donde trabajó. Estos meses, no he hecho más que oír hablar de su vida, de sus cuadros y dibujos. Me ha picado la curiosidad, al final. ¿No te sorprende la fascinación de Fonchito con ese pintor? A ti, Schiele nunca te ha gustado mucho, que yo sepa. ¿De dónde le vino, entonces?
Él se encogió de hombros. No tenía la menor idea de dónde podía haberle brotado esa afición.
—Bueno, en diciembre iremos a Viena, enentonces —dijo—. A ver los Schieles y oír a Mozart. Nunca me gustó, es cierto; pero, quizás ahora empiece a gustarme. Si te gusta a ti, me gustará. No sé de donde le nacería ese entusiasmo a Fonchito. ¿Te estás durmiendo? Y yo no te dejo, metiéndote conversación. Buenas noches, amor.
Ella murmuró «buenas noches». Se dio media vuelta y pegó su espalda al pecho de su marido, que se había ladeado también y flexionado sus piernas, para que ella estuviera como sentada en sus rodillas. Así habían dormido los diez años anteriores a la separación. Y así lo hacían, también, desde anteayer. Don Rigoberto pasó uno de sus brazos sobre el hombro de Lucrecia y dejó descansar su mano en uno de sus pechos, en tanto que con la otra la asía de la cintura.
Los gatos dejaron de pelear o de amarse en la vecindad. El último bocinazo o ronquido de motores se había extinguido hacía buen rato. Tibio y entibiado por la cercanía de esas formas amadas soldadas a la suya, don Rigoberto tenía la sensación de navegar, de deslizarse, movido por una afable inercia, en unas aguas tranquilas y delgadas, o, acaso, por el espacio astral, despoblado, rumbo a las gélidas estrellas. ¿Cuántos días, horas más duraría sin quebrantarse, esta sensación de plenitud, de armoniosa calma, de sintonía con la vida? Como respondiendo a su muda interrogación, escuchó a doña Lucrecia:
—¿Cuántos anónimos míos recibiste, Rigoberto?
—Diez —repuso él, dando un respingo—. Creí que estabas dormida. ¿Por qué me lo preguntas?
—Yo también recibí diez anónimos tuyos —replicó ella, sin moverse—. Eso se llama amor por la simetría, supongo.
Ahora fue él quien se puso rígido.
—¿Diez anónimos míos? Yo no te escribí nunca, ni uno solo. Ni anónimos ni cartas firmadas.
—Ya lo sé —dijo ella, suspirando hondo—. Tú eres el que no sabe. Tú eres el que anda en la luna. ¿Vas entendiendo? Yo tampoco te mandé anónimos. Sólo una carta. Pero, apuesto que, esa, la única auténtica, nunca te llegó.
Pasaron dos, tres, cinco segundos, sin hablar ni moverse. Aunque sólo se oía el ruido del mar, a don Rigoberto le parecía que la noche se había llenado de gatos enfurecidos y gatas en celo.
—¿No estás bromeando, no? —murmuró al fin, sabiendo muy bien que doña Lucrecia le había hablado muy en serio.
Ella no contestó. Permaneció tan quieta y silenciosa como él, otro buen rato. Qué poco había durado, que cortísima esa abrumadora felicidad. Ahí estaba, de nuevo, cruda y dura, Rigoberto, la vida real.
—Si se te ha quitado el sueño, como a mí —propuso, por fin—, quizá, como otros cuentan ovejas para poder dormirse, podríamos tratar de aclararlo. Mejor ahora, de una vez. Si te parece, si quieres. Porque, si prefieres que nos olvidemos, nos olvidamos. No hablaremos más de esos anónimos.
—Sabes de sobra que nunca podremos olvidarnos de ellos, Rigoberto —afirmó su esposa, con un dejo de cansancio—. Hagamos de una vez lo que tú y yo sabemos muy bien que acabaremos haciendo de todas maneras.
—Vamos, pues —dijo él, incorporándose—. Vamos a leerlos.
Había enfriado y, antes de pasar al estudio, se pusieron las batas. Doña Lucrecia llevó consigo el termo con la limonada caliente para el supuesto resfrío de su marido. Antes de mostrarse las cartas respectivas, tomaron traguitos de limonada tibia, del mismo vaso. Don Rigoberto tenía guardados sus anónimos en el último de sus cuadernos, aún con páginas sin anotaciones ni pegotes; doña Lucrecia, los suyos, en una cartera de mano, atados con una cintita morada. Comprobaron que los sobres eran idénticos y también el papel; unos sobres y papeles de esos que se venden por cuatro reales en las bodeguitas de los chinos. Pero, la letra era distinta. Y, por supuesto, la carta de doña Lucrecia, la única verdadera, no estaba entre las otras.
—Es mi letra —murmuró don Rigoberto, superando lo que él creía era el límite de su capacidad de asombro y asombrándose todavía un poquito más. Había revisado la primera carta con mucho cuidado, casi sin atender a lo que decía, concentrándose sólo en la caligrafía—. Bueno, es verdad, mi letra es lo más convencional que existe. Cualquiera puede imitarla.
—Sobre todo, un jovencito aficionado a la pintura, un niño-artista —concluyó doña Lucrecia, blandiendo los anónimos supuestamente escritos por ella, que acababa de hojear—. Esta, en cambio, no es mi letra. Por eso no te entregó la única carta que te escribí. Para que no la compararas con estas y descubrieras el fraude.
—Se parece algo —la corrigió don Rigoberto; había cogido una lupa y la examinaba, como un filatelista un sello raro—. Es, en todo caso, una letra redonda, muy dibujada. Una letra de mujer que estudió en un colegio de monjas, probablemente el Sophianum.
—¿Y tú, no conocías mi letra?
—No, no la conocía —admitió él. Era la tercera sorpresa, en esta noche de grandes sorpresas—. Ahora me doy cuenta que no. Que yo recuerde, nunca antes me escribiste una carta.
—Estas, tampoco te las escribí yo.
Luego, durante una buena media hora, estuvieron en silencio, leyendo sus respectivas cartas, o, mejor dicho, cada uno, la otra mitad desconocida de esa correspondencia. Se habían sentado juntos, en el gran sofá de cuero, con cojines, bajo esa alta lámpara de pie cuya mampara tenía dibujos de una tribu australiana. La amplia redondela de luz los alcanzaba a ambos. A ratos, bebían traguitos de limonada tibia. A ratos, a uno de ellos se le escapaba una risita, pero, el otro, no se volvía a preguntarle nada: a ratos, a uno se le alteraba la expresión, debido al pasmo, la cólera o a una debilidad sentimental, ternura, indulgencia, vaga tristeza. Acabaron la lectura al mismo tiempo. Se miraban de soslayo, exhaustos, perplejos, indecisos. ¿Por dónde comenzar?
—Se ha metido aquí —dijo, por fin, don Rigoberto, señalando su escritorio, sus estantes—. Ha buscado, leído, mis cosas. Lo más sagrado, lo más secreto que tengo, estos cuadernos. Que ni siquiera conoces. Mis supuestas cartas a ti, en realidad, son mías. Aunque, no las escribiera yo. Porque, estoy seguro, todas las frases, las ha transcrito de mis cuadernos. Haciendo una ensalada rusa. Mezclando pensamientos, citas, bromas, juegos, reflexiones propias y ajenas.
—Por eso, esos juegos, esas órdenes me parecieron de ti —dijo doña Lucrecia—. En cambio, estas cartas, no sé cómo pudieron parecerte mías.
—Estaba loco por saber de ti, por recibir una señal de ti —se excusó don Rigoberto—. Los náufragos se agarran de lo que se les pone delante sin hacer ascos.
—Pero ¿esas huachaferías? ¿Esas cursilerías? ¿No parecen de Corín Tellado, más bien?
—Son de Corín Tellado, algunas —dijo don Rigoberto, recordando, asociando—. Hace unas semas comenzaron a aparecer sus novelitas, por la casa. Creí que eran de la muchacha, de la cocinera, ahora sé de quién eran y para qué servían.
—A ese chiquito yo lo mato —exclamó doña Lucrecia—. ¡Corín Tellado! Te juro que lo mato.
—¿Te ríes? —se maravilló él—. ¿Te parece a gracia? ¿Debemos festejarlo, premiarlo?
Ella se rio ahora de verdad, más largo, con más franqueza que antes.
—La verdad, no sé qué me parece, Rigoberto. Seguramente no es para reírse. ¿Es para llorar? ¿Para enojarse? Bueno, enojémonos, si es lo que hay que hacer. ¿Eso harás mañana, con él? ¿Reñirlo? ¿Castigarlo?
Don Rigoberto se encogió de hombros. Tenía ganas de reírse, también. Y se sentía estúpido.
—Nunca lo he castigado y menos pegado, no sabría cómo hacerlo —confesó, con algo de vergüenza—. Por eso habrá salido como es. La verdad, no sé qué hacer con él. Tengo la sospecha de que, haga lo que haga, siempre ganará.
—Bueno, en este caso, también hemos ganado algo nosotros —Doña Lucrecia se dejó ir contra su marido, que le pasó el brazo por los hombros—. ¿Nos amistamos, no? Tú, nunca te hubieras atrevido a llamarme por teléfono, a invitarme a tomar té a la Tiendecita Blanca, sin esos anónimos previos. ¿No es cierto? Y, yo, no hubiera ido a la cita sin esos anónimos, tampoco. Seguramente, no. Ellos prepararon el camino. No podemos quejarnos; nos ayudó, nos amistó. Porque, no te arrepientes de que nos hayamos amistado ¿no, Rigoberto?
Él terminó por reírse, también. Frotó su nariz contra la cabeza de su mujer, sintiendo que sus cabellos le hacían cosquillas en los ojos.
—No, de eso no me voy a arrepentir nunca —dijo—. Bueno, después de tantas emociones, nos hemos ganado el derecho al sueño. Todo esto está muy bien, pero mañana tengo que ir a la oficina, esposa.
Regresaron al dormitorio a oscuras, tomados de la mano. Ella, todavía se atrevió a hacer una broma:
—¿Llevaremos a Fonchito a Viena, en diciembre?
¿Era, en verdad, una broma? Don Rigoberto alejó de inmediato el mal pensamiento, proclamando en voz alta:
—A pesar de todo, formamos una familia feliz ¿no, Lucrecia?
Londres, 19 de octubre de 1996