VIII

Fiera en el espejo

«Anoche me fui», se le escapó a doña Lucrecia. Antes de darse cuenta cabal de lo que había dicho, escuchó a Fonchito: «¿Adónde, madrastra?». Enrojeció hasta la raíz de los cabellos, comida por la vergüenza.

—No pude pegar los ojos, quise decir —mintió, porque hacía tiempo que no había tenido un sueño tan profundo, aunque, eso sí, removido por las turbulencias del deseo y los fantasmas del amor—. Con la fatiga, ni sé lo que hablo.

El chiquillo había vuelto a concentrarse en esa página del libro sobre el pintor de sus amores, en la que se veía una fotografía de Egon Schiele mirándose en el gran espejo de su estudio. Lo reproducía de cuerpo entero, con las manos en los bolsillos, los cortos cabellos alborotados, la esbelta silueta juvenil embutida en una camisa blanca de cuello postizo, con corbata pero sin chaqueta, y las manos, escondidas por supuesto, en los bolsillos de un pantalón que parecía remangado para vadear un río. Desde que llegó, Fonchito no había hecho más que hablar de aquel espejo, tratando una y otra vez de que entablaran conversación sobre esa foto; pero, doña Lucrecia, absorta en sus pensamientos, presa aún de la exaltación confusa, las dudas y esperanzas en que la tenía sumida desde ayer el sorprendente desarrollo de su anónima correspondencia, no le había prestado atención. Miró la cabeza de dorados bucles de Fonchito y divisó su perfil, el grave escrutinio a que sometía esa fotografía, como si quisiera arrancarle algún secreto. «No se ha dado cuenta, no entendió». Aunque, con él, nunca se sabía. A lo mejor había entendido muy bien y disimulaba, para no aumentar su embarazo.

¿O, para el niño, «irse» no quería decir lo mismo? Recordó que, tiempo atrás, ella y Rigoberto habían tenido una de esas conversaciones escabrosas que el secreto código que gobernaba sus vidas sólo permitía en las noches y en la cama, en los prolegómenos, durante o a los postres del amor. Su marido le había asegurado que la nueva generación ya no decía «irse» sino «venirse», lo que graneaba, también en el delicado territorio venusino, la influencia del inglés, pues los gringos y las gringas cuando hacían el amor «se venían» (to come) y no se iban, como los latinos, a ninguna parte. Fuera como fuera, doña Lucrecia se había ido, venido o terminado (este era el verbo que adoptaron ella y don Rigoberto los diez años de matrimonio, después de acordar que jamás se referirían a ese hermoso final del cuerpo a cuerpo erótico con el incivil y clínico «orgasmo» y menos aún con la lluviosa y beligerante «eyaculación») la noche anterior, gozando intensamente, con un placer extremado, casi doloroso —se había despertado bañada en sudor, los dientes entrechocándose, las manos y los pies convulsos— soñando que había acudido a la misteriosa cita del anónimo, cumpliendo con todas las extravagantes instrucciones, al cabo de lo cual, luego de rocambolescos desplazamientos por las calles oscuras del centro y los suburbios de Lima, había sido —con los ojos vendados, desde luego— ingresada a una casa cuyo olor reconoció, subida por unas escaleras a una segunda planta —que tuvo la seguridad desde el primer momento que era la casa de Barranco—, desnudada y tumbada en una cama que identificó asimismo como la suya de siempre, hasta que se sintió ceñida, abrazada, invadida y colmada por un cuerpo que, por supuesto, era el de Rigoberto. Habían terminado —ídose o venídose— juntos, algo que no les ocurría con frecuencia. A ambos les había parecido un buen signo, un augurio feliz para la nueva etapa que se abría luego de la abracadabrante amistada. Entonces, se despertó, húmeda, lánguida, confusa, y debió luchar un buen rato para aceptar que aquella intensa felicidad sólo había sido un sueño.

—Ese espejo se lo regaló a Schiele su mamá —la voz de Fonchito la volvió a su casa, a la grisácea San Isidro, a los gritos de los chiquillos que pateaban pelota en el Olivar; el niño tenía la cara vuelta hacia ella—. Él le rogó y le rogó que se lo regalara. Algunos dicen que se lo robó. Que tanto se moría por tenerlo, que, un día, fue a la casa de su madre y se lo sacó a la mala. Y que ella se resignó y lo dejó en su estudio. El primero que tuvo. Lo conservó siempre, se mudó con ese espejo a todos sus talleres, hasta su muerte.

—¿Por qué es tan importante ese espejo? —Doña Lucrecia hizo un esfuerzo por interesarse—. Él era un Narciso, ya lo sabemos. Esa foto lo pinta enterito. Contemplándose, enamorado de sí mismo, poniendo cara de víctima. Para que el mundo lo quisiera y lo admirara, como se quería y admiraba él.

Fonchito soltó la carcajada.

—¡Qué imaginación, madrastra! —exclamó—. Por eso me gusta hablar contigo; se te ocurren cosas, igual que a mí. De todo sacas una historia. Nos parecemos ¿no es cierto? Contigo, yo no me aburro nunca.

—Y yo tampoco contigo —le mandó ella un beso volado—. Ya te di mi opinión, ahora dame la tuya. ¿Por qué te interesa tanto?

—Me sueño con ese espejo —confesó Fonchito. Y, con una sonrisita mefistofélica, agregó—: A Egon le importaba muchísimo. ¿Cómo crees que pintó su centenar de autorretratos? Gracias a ese espejo. Le sirvió también para pintar a sus modelos, reflejadas en él. No era un capricho. Era que, era que…

Hizo una mueca, buscando, pero doña Lucrecia adivinó que no eran palabras lo que le faltaba, sino precisar una idea todavía inconcreta, gestándose aún en esa cabecita precoz. La pasión del niño por ese pintor, ahora estaba segura, era patológica. Pero, tal vez, por eso mismo, podía determinar también para Fonchito un futuro excepcional, de creador excéntrico, de artista extravagante. Si iba a la cita y se reunía con Rigoberto, se lo comentaría. «¿Te gusta la idea de tener un hijo genial y neurótico?». Y le preguntaría si no había un riesgo para la salud psíquica del niño en que se identificara de esa manera con un pintor de inclinaciones tan retorcidas como Egon Schiele. Pero, entonces, Rigoberto le respondería: «¿Cómo? ¿Has estado viendo a Fonchito? ¿Mientras estábamos separados? ¿Mientras yo te escribía cartas de amor, olvidando lo ocurrido, perdonando lo ocurrido, tú lo recibías a escondidas? ¿Al niñito que corrompiste, metiéndolo a tu cama?». «Dios mío, Dios mío, me he vuelto una idiota perdida», pensó doña Lucrecia. Si iba a esa cita, lo único que no podía hacer era mencionar una sola vez el nombre de Alfonso.

—Hola, Justita —saludó el niño a la muchacha, que entraba a la salita comedor de punta en blanco, el guardapolvo almidonado, con la bandeja del té y los infaltables chancays tostados con mantequilla y mermelada—. No te vayas, quiero mostrarte algo. ¿Qué ves aquí?

—Qué va a ser, otra de las cochinadas que te gustan tanto —Justiniana posó los movedizos ojos un buen rato en el libro—. Un descarado que se baña en agua rica viendo a dos chicas calatas, con medias y sombrero, luciéndose para él.

—Eso parece ¿no es cierto? —exclamó Fonchito, con aire de triunfo. Le alcanzó el libro a doña Lucrecia, para que examinara la reproducción a toda página—. No son dos modelos, es una sola. ¿Por qué se ven dos, una de frente y otra de espalda? ¡Por el espejo! ¿Captas, madrastra? El título lo explica todo.

Schiele pintando una modelo desnuda delante del espejo (1910) (Graphische Sammlung Albertina, Viena) leyó doña Lucrecia. Mientras lo examinaba, intrigada por algo que no sabía qué era, salvo que no estaba en el cuadro mismo, una presencia, o más bien una ausencia, oía a medias a Fonchito, ya en ese estado de excitación progresiva al que lo llevaba siempre hablar de Schiele. Le explicaba a Justiniana que el espejo «está donde estamos nosotros, los que vemos el cuadro». Y que, la modelo vista de frente no era la de carne y hueso, sino la imagen del espejo, en tanto que sí eran reales, no reflejos, el pintor y la misma modelo vista de espaldas. Lo que quería decir que, Egon Schiele, había empezado a pintar a Moa de espaldas, frente al espejo, pero, luego, atraído por la parte de ella que no veía directamente sino proyectada, decidió pintarla también así. Con lo cual, gracias al espejo, pintó dos Moas, que, en verdad, eran una: la Moa completa, la Moa con sus dos mitades, esa Moa que nadie podría mirar en la realidad porque «nosotros sólo vemos lo que tenemos delante, no la parte de atrás de ese delante». ¿Comprendía por qué era tan importante ese espejo para Egon Schiele?

—¿No cree que le está fallando la azotea, señora? —exageró Justiniana, tocándose la sien.

—Hace rato —asintió doña Lucrecia. Y, encadenando, a Fonchito—: ¿Quién era esa Moa?

Una tahitiana. Llegó a Viena y se puso a vivir con un pintor, que era, también, un mimo y un loco: Erwin Dominik Ose. El niño se apresuró a pasar las páginas y a mostrar a doña Lucrecia y Justiniana varias reproducciones de la tahitiana Moa, bailando, envuelta en túnicas multicolores por cuyos pliegues asomaban sus menudos pechos de enhiestos pezones y, como dos arañas agazapadas bajo sus brazos, las matitas de las axilas. Bailaba en los cabarets, era musa de poetas y pintores, y, además de posar para Egon, también había sido su amante.

—Eso, lo adiviné desde el principio —comentó Justiniana—. El bandido se acostaba siempre con sus modelos después de pintarlas, ya sabemos.

—A veces, antes, y, a veces, mientras las pintaba —aseguró Fonchito, con tranquilidad, aprobando—. Aunque, no con todas. En su Carnet de 1918, su último año, aparecen 117 visitas de modelos a su estudio. ¿Podía acostarse con tantas, en tan poco tiempo?

—Ni volviéndose tuberculoso —se festejó Justiniana—. ¿Murió de los pulmones?

—Murió de la gripe española, a los 28 años —la aclaró Fonchito—. Así me voy a morir yo también, por si no lo sabes.

—No digas eso ni jugando, que trae mala suerte —lo riñó la muchacha.

—Pero, aquí hay algo que no encaja —los interrumpió doña Lucrecia.

Había arrebatado al niño el libro de reproducciones y volvía a repasar, con atención, ese dibujo sobre fondo sepia, de precisas líneas delgadas, del pintor con la modelo duplicada («¿o, mejor, escindida?») por el espejo, en el que, a los ojos reconcentrados, casi hostiles, de Schiele, parecían responder los melancólicos, sedosos y chispeantes de Moa, bailarina de azuladas pestañas. A la señora Lucrecia la inquietaba algo que acababa de identificar. Ah, sí, el sombrero entrevisto de espaldas. Salvo ese detalle, en todo lo demás las dos partes de la delicada, quebrada, sensual silueta de la tahitiana con vellos como arañas en el pubis y en los brazos, se correspondían a la perfección; una vez advertida la presencia del espejo, se reconocían las dos mitades de la misma persona en las dos figuras que observaba el dibujante. En cambio, en el sombrero, no. La de espaldas llevaba en la cabeza algo que, desde esa perspectiva, no parecía un sombrero, sino algo incierto, inquietante, una especie de capuchón, y, hasta, hasta, una cabeza de fiera. Eso, una especie de tigre. Nada, en todo caso, que se pareciera al coqueto sombrerito femenino, gracioso, que adornaba la carita de la Moa vista de frente.

—Qué curioso —repitió la madrastra—. Visto de espaldas, ese sombrero se vuelve una máscara. La cabeza de una fiera.

—¿Como esa que mi papá te pide que te pongas ante el espejo, madrastra?

A doña Lucrecia se le congeló la sonrisa. De golpe, comprendió la razón del difuso malestar que la había invadido desde que el niño le mostró Schiele pintando una modelo demuda frente al espejo.

—¿Qué le pasa, señora? —la atendió Justiniana—. Qué pálida se ha puesto.

—Entonces, eres tú —balbuceó ella, mirando incrédula a Fonchito—. Los anónimos me los mandas tú, pedazo de farsante.

Era él, claro que sí. Estaba en el penúltimo o el antepenúltimo. No necesitaba ir a buscarlo, la frase revivía con puntos y comas en su memoria: «Te desnudarás ante el espejo de luna, conservando las medias, y ocultarás tu hermosa cabeza bajo la máscara de una fiera feroz, de preferencia tigresa o leona. Quebrarás la cadera derecha, flexionarás la pierna izquierda, apoyarás tu mano en la cadera opuesta, en la pose más provocativa. Yo te estaré mirando, sentadito en mi silla, con la reverencia acostumbrada». ¿No era lo que estaba viendo? ¡El maldito mocoso jugaba con ella a su gusto! Cogió el libro de reproducciones y, ciega de rabia, se lo lanzó a Fonchito. El niño no alcanzó a esquivarlo. Recibió el libro en plena cara, con un grito, al que siguió otro, de la asustada Justiniana. Por efecto del impacto, cayó de espaldas sobre la alfombra, cogiéndose la cara y desde el suelo se quedó mirándola, desorbitado. Doña Lucrecia no pensó que había hecho mal dejándose ganar por la cólera. Esta la dominaba demasiado para arrepentirse. Mientras la muchacha lo ayudaba a incorporarse, fuera de sí, siguió gritando:

—Mentiroso, hipócrita, mosquita muerta. ¿Crees que tienes derecho a jugar así conmigo, siendo yo una vieja y tú un mocoso que no acaba de salir del cascarón?

—Qué te pasa, qué te he hecho —balbuceaba Fonchito, tratando de zafarse de los brazos de Justita.

—Cálmese, señora, le ha hecho daño, mire, está sangrando de la nariz —decía Justiniana—. Tú, estáte quieto, Foncho, déjame ver.

—Cómo que qué me has hecho, comediante —lo reñía doña Lucrecia, más furiosa—. ¿Te parece poco? ¿Escribirme anónimos? ¿Hacerme la pantomima de que eran de tu papá?

—Pero, si yo no te he mandado ningún anónimo —protestaba el niño, mientras la empleada, de rodillas, le limpiaba la sangre de la nariz con una servilleta de papel: «No te muevas, no te muevas, te estás manchando todito».

—Te ha delatado tu maldito espejo, tu maldito Egon Schiele —gritó todavía doña Lucrecia—. ¿Te creías muy vivo, no? No lo eres, tonto. ¿Cómo sabes que me pedía eso, que me pusiera una máscara de fiera?

—Tú me lo contaste, madrastra —comenzó a tartamudear Fonchito, pero calló al ver que doña Lucrecia se ponía de pie. Se protegió la cara con las dos manos, como si ella fuera a pegarle.

—Nunca te hablé de esa máscara, mentiroso —estalló la madrastra, iracunda—. Te voy a traer ese anónimo, te lo voy a leer. Te lo vas a tragar y me vas a pedir perdón. No te dejaré poner nunca más los pies en esta casa. ¿Lo oyes? ¡Nunca más!

Pasó como una exhalación delante de Justiniana y Fonchito, arrebatada de indignación. Pero, antes de ir al tocador donde guardaba los anónimos, fue al cuarto de baño a echarse agua fría en la cara y frotarse las sienes con agua de colonia. No conseguía serenarse. Este mocoso, este mocoso. Jugando con ella, sí, el gatito con una gran ratona. Mandándole cartas atrevidas y rebuscadas para hacerle creer que eran de Rigoberto, alentando en ella la esperanza de una reconciliación. ¿Qué quería? ¿Qué intriga tramaba? ¿Por qué esa farsa? ¿Divertirse, divertirse disponiendo de sus emociones, de su vida? Era perverso, sádico. Gozaba ilusionándola y viéndola luego desmoronarse, desengañada.

Regresó a su dormitorio, sin calmarse del todo, y no tuvo que buscar mucho en el cajón del tocador para encontrar la carta. Era el séptimo anónimo. Ahí estaba la frase que la había puesto sobre aviso, más o menos como en su recuerdo: «… ocultarás tu hermosa cabeza bajo la máscara de una fiera feroz, de preferencia la tigre en celo del Rubén Darío de Azul… o una leona sudanesa. Quebrarás la cadera…», etcétera, etcétera. La tahitiana Moa en el dibujo de Schiele, ni más ni menos. El precoz enredador, el intrigantillo. Había tenido la desfachatez de hacerle todo un teatro con el espejo de Schiele y hasta mostrarle el cuadro que lo delató. No lamentaba haberle lanzado el libro, aunque le sacara sangre de la nariz. ¡Muy bien hecho! ¿No había destrozado su vida, ese pequeño demonio? Porque, no había sido ella la corruptora, aunque la diferencia de edad la condenara; había sido él, él, el corruptor. Con sus pocos añitos, con su carita de querubín, era un Mefistófeles, Luzbel en persona. Pero, esto se había acabado. Le haría tragar este anónimo, sí, y lo echaría de la casa. Que no volviera más, que no se entrometiera en su vida nunca más.

Pero, en la salita comedor sólo encontró a Justiniana. Cariacontecida, le mostró la servilleta con manchitas de sangre.

—Se fue llorando, señora. No por el golpe en la nariz. Sino porque, al aventárselo, le rompió usted el libro de ese pintor que le gusta tanto. Se ha quedado muy dolido, le digo.

—Vaya, ahora resulta que te da pena —la señora Lucrecia se dejó caer en el sillón, exhausta—. ¿No te das cuenta de lo que me hizo? Esos anónimos me los mandó él, él.

—Me ha jurado que no, señora. Que por lo más santo, que es el señor quien se los manda.

—Mentira —Doña Lucrecia sentía un cansancio de siglos. ¿Se iba a desmayar? Qué ganas de irse a la cama, de cerrar los ojos, de dormir una semana seguida—. Se vendió solo, con lo de la máscara y la gracia del espejito.

Justiniana se acercó y le habló casi en secreto.

—¿Está segura que no le leyó ese anónimo? ¿Que no le contó lo de la máscara? Fonchito es una ardilla de sabido, señora. ¿Cree que se habría dejado chapar tan tontamente?

—Nunca le leí esa carta, nunca le hablé de la máscara —afirmó doña Lucrecia. Pero, en ese mismo instante, dudó.

¿No lo había hecho? ¿Ayer, anteayer? Tenía la cabeza tan revuelta estos días; desde esa cascada de anónimos andaba extraviada en un bosque de conjeturas, divagaciones, sospechas, fantasías. ¿No podía ser que sí? ¿Que le hubiera contado, mencionado, incluso leído, esa peregrina instrucción de que posara desnuda, con medias y una máscara de fiera, ante un espejo? Si lo hubiera hecho, habría cometido una gran injusticia, insultándolo y golpeándolo.

—Estoy harta —murmuró, haciendo esfuerzos por contener las lágrimas—. Harta, Justita, harta. A lo mejor se lo conté y se me olvidó. Ya no sé dónde tengo la cabeza. Tal vez. Quisiera irme de esta ciudad, de este país. Donde nadie me conozca. Lejos de Rigoberto y de Fonchito. Por culpa de ese par he caído en un pozo y nunca podré salir al aire libre.

—No se ponga triste, señora —Justiniana le puso la mano en el hombro, le acarició la frente—. No se amargue. Además, no se preocupe. Hay una manera, facilísima, de saber si es Fonchito o don Rigoberto el que le escribe esas huachaferías.

Doña Lucrecia levantó la vista. La empleada tenía los ojos llenos de chispas.

—Claro, pues, señora —hablaba con las manos, los ojos, los labios, los dientes—. ¿No le da esa cita, en la última? Ya está. Vaya donde le dice, haga lo que le pide.

—¿Se te ocurre que voy a hacer esas payasadas de peliculón mexicano? —fingió que se escandalizaba doña Lucrecia.

—Y así sabrá quién es el autor de los anónimos —concluyó Justiniana—. Yo la acompaño, si quiere. Para que no se sienta sola. Y porque también me muero de curiosidad, señora. ¿El hijito o el papito? ¿Cuál será?

Se rio con el descaro y la gracia con que solía hacerlo y doña Lucrecia terminó sonriendo también. Después de todo, tal vez esta loca tuviera razón. Si iba a la truculenta cita, se sacaría el clavo, por fin.

—No se presentará, me meterá el dedo a la boca una vez más —argumentó, sin mucha fuerza, sabiendo en su fuero íntimo que estaba decidida. Iría, haría todas las payasadas que el papito o el hijito le pedían. Seguiría jugando el juego que, queriendo o no queriendo, jugaba también desde hacía tiempo.

—¿Quiere que le prepare un bañito de agua tibia, con sales, para que se le pase el colerón? —Justiniana estaba animadísima.

Doña Lucrecia asintió. Maldita sea, ahora tenía la sensación de haberse apresurado, de haber cometido una tremenda injusticia con el pobre Fonchito.

CARTA AL LECTOR DE «PLAYBOY» O TRATADO MÍNIMO DE ESTÉTICA

Siendo el erotismo la humanización inteligente y sensible del amor físico, y, la pornografía, su abaratamiento y degradación, yo lo acuso a usted, lector de Playboy o Penthouse, frecuentador de antros que exhiben films porno duro y de sex shops donde se adquieren vibradores eléctricos, consoladores de caucho y condones con crestas de gallo o mitras arzobispales, de contribuir al regreso veloz hacia la mera cópula animal del atributo más eficaz concedido al hombre y a la mujer para asemejarse a los dioses (paganos, por supuesto, que no eran castos ni remilgados en cuestiones sexuales como el que sabemos).

Usted delinque abiertamente, cada mes, renunciando a ejercer su propia imaginación, atizada por el fuego de sus deseos, cediendo a la tara municipal de permitir que sus pulsiones más sutiles, las del apetito carnal, sean embridadas por productos manufacturados de manera clónica, que, aparentando satisfacer las urgencias sexuales, las subyugan, aguándolas, señalizándolas y constriñéndolas dentro de caricaturas que vulgarizan el sexo, lo despojan de originalidad, misterio y belleza, y lo tornan mascarada, cuando no innoble afrenta al buen gusto. Para que sepa con quién tiene que vérselas, quizás le aclare mi pensamiento saber que (monógamo como soy, aunque benevolente con el adulterio) tengo por mentes más apetecibles de codicias eróticas a la difunta y respetabilísima estadista de Israel doña Golda Meier o a la austera señora Margaret Thatcher del Reino Unido, a quien nunca se le movió un cabello mientras fue Primera Ministra, que a cualquiera de esas muñecas alcanforadas, de tetas infladas por la silicona, pubis escarmenados y teñidos que parecen canjeables, una misma impostura multiplicada por una horma única, que, para que el ridículo complemente a la estupidez, aparecen en esa enemiga de Eros que es Playboy, a página desplegada y con orejas y cola de peluche ostentando el cetro de «La conejita del mes».

Mi odio a Playboy, Penthouse y congéneres no es gratuito. Ese espécimen de revista es un símbolo del encanallamiento del sexo, de la desaparición de los hermosos tabúes que solían rodearlo y gracias a los cuales el espíritu humano podía rebelarse, ejercitando la libertad individual, afirmando la personalidad singular de cada cual, y crearse poco a poco el individuo soberano en la elaboración, secreta y discreta, de rituales, conductas, imágenes, cultos, fantasías, ceremonias, que, ennobleciendo éticamente y confiriendo categoría estética al acto del amor, lo desanimalizaran progresivamente hasta convertirlo en acto creativo. Un acto gracias al cual, en la reservada intimidad de las alcobas, un hombre y una mujer (cito la fórmula ortodoxa, pero, claro, podría tratarse de un caballero y una palmípeda, de dos mujeres, de dos o tres hombres, y de todas las combinaciones imaginables siempre que el elenco no supere el trío o, concesión máxima, los dos pares) podían emular por unas horas a Hornero, Fidias, Botticelli o Beethoven. Sé que usted no me entiende, pero no importa; si me entendiera, no sería tan imbécil de sincronizar sus erecciones y orgasmos con el reloj (¿de oro macizo e impermeabilizado, seguramente?) de un señor llamado Hugh Heffner.

El problema es estético antes que ético, filosófico, sexual, psicológico o político, aunque, para mí, demás está decírselo, esa separación no es aceptable, porque todo lo que importa es, a la corta o a la larga, estético. La pornografía despoja al erotismo de contenido artístico, privilegia lo orgánico sobre lo espiritual y lo mental, como si el deseo y el placer tuvieran de protagonistas a falos y vulvas y estos adminículos no fueran meros sirvientes de los fantasmas que gobiernan nuestras almas, y segrega el amor físico del resto de experiencias humanas. El erotismo, en cambio, lo integra con todo lo que somos y tenemos. En tanto que, para usted, pornógrafo, lo único que cuenta a la hora de hacer el amor es, como para un perro, un mono o un caballo, eyacular, Lucrecia y yo, envídienos, hacemos el amor también desayunando, vistiéndonos, oyendo a Mahler, conversando con amigos y contemplando las nubes o el mar.

Cuando digo estético usted puede, tal vez, pensar —si la pornografía y el pensamiento son compatibles— que, por ese atajo, caigo en la trampa de lo gregario y que, como los valores son generalmente compartidos, en este dominio yo soy menos yo y un poco más ellos, es decir, una parte de la tribu. Reconozco que el peligro existe; pero, lo combato sin tregua, día y noche, defendiendo mi independencia contra viento y marea mediante el uso constante de mi libertad.

Entérese y juzgue, si no, por esta pequeña muestra de mi tratado de estética particular (que espero no compartir con mucha gente y que es flexible y se deshace y rehace como la greda en manos de un diestro ceramista).

Todo lo que brilla es feo. Hay ciudades brillantes, como Viena, Buenos Aires y París; escritores brillantes, como Umberto Eco, Carlos Fuentes, Milán Kundera y John Updike, y pintores brillantes como Andy Warhol, Matta y Tàpies. Aunque todo eso destella, para mí es prescindible. Sin excepción, todos los arquitectos modernos son brillantes, por lo cual la arquitectura se ha marginado del arte y convertido en una rama de la publicidad y las relaciones públicas, por lo que es conveniente descartar a aquellos en bloque y recurrir únicamente a albañiles y maestros de obras y a la inspiración de los profanos. No hay músicos brillantes, aunque lucharon por serlo y casi lo consiguieron compositores como Maurice Ravel y Erik Satie. El cine, divertido como el ludo o la lucha libre, es postartístico y no merece ser incluido dentro de consideraciones sobre estética, pese a algunas anomalías occidentales (esta noche salvaría a Visconti, Orson Welles, Buñuel, Berlanga y John Ford) y una japonesa (Kurosawa).

Toda persona que escribe «nuclearse», «planteo», «concientizar», «visualizar», «societal» y sobre todo «telúrico» es un hijo (una hija) de puta. También lo son quienes usan escarbadientes en público, infligiendo al prójimo ese repelente espectáculo que afea los paisajes. Y, lo mismo, esos asquerosos que sacan la miga del pan, la amasan y la dejan hecha bolitas sobre la mesa. No me pregunte usted por qué los autores de estas fealdades son unos hijos (unas hijas) de puta; esos conocimientos se intuyen y asimilan por inspiración; son infusos, no se estudian. La misma consigna vale, por supuesto, para el mortal de cualquier sexo que, pretendiendo castellanizar el whisky, escribe güisqui, yinyerel o jaibol. Estos últimos, estas últimas, deberían incluso morir, pues sospecho que sus vidas son superfluas.

La obligación de una película y de un libro es entretenerme. Si viéndola o leyéndolo me distraigo, cabeceo o me quedo dormido, han faltado a su deber y son un mal libro, una mala película. Ejemplos conspicuos: El hombre sin cualidades, de Musil, y todas las películas de esos embauques llamados Oliver Stone o Quentin Tarantino.

En lo relativo a pintura y escultura, mi criterio de valoración artístico es muy simple: todo lo que yo podría hacer en materia plástica o escultural es una mierda. Sólo califican, pues, los artistas cuyas obras están fuera del alcance de mi mediocridad creativa, aquellos que yo no podría reproducir. Este criterio me ha permitido determinar, al primer golpe de vista, que toda la obra de «artistas» como Andy Warhol o Frida Kahlo es una bazofia, y, por el contrario, que hasta el más somero diseño de Georg Grosz, de Chillida o de Balthus son geniales. Además de esta regla general, la obligación de un cuadro también es excitarme (expresión que no me gusta, pero la uso porque aún me gusta menos, ya que introduce un elemento risueño en lo que es serísimo, la criolla alegoría: «ponerme a punto de caramelo»). Si me gusta, pero me deja frío, sin la imaginación invadida por deseos teatral-copulatorios y ese cosquilleo rumoroso en los testículos que precede a las tiernas erecciones, es, aunque se trate de la Mona Lisa, El Hombre de la Mano en el Pecho, el Guernica o la Ronda Nocturna, un cuadro sin interés. Así, le sorprenderá saber que de Goya, otro monstruo sagrado, sólo me placen los zapatitos de hebillas doradas, tacón en punta y adornos de raso, acompañados de medias blancas de punto con que calzaba en sus óleos a sus marquesas, y que en los cuadros de Renoir sólo miro con benevolencia (placer, a veces) los rosados traseros de sus campesinas y evito el resto de sus cuerpos, sobre todo esas caritas de miriñaque y los ojos-luciérnaga, que anticipan —¡vade retro!— a las conejitas de Playboy. De Courbet, me interesan las lesbianas y aquel gigantesco trasero que hizo ruborizar a la fruncida Emperatriz Eugenia.

La obligación de la música para conmigo es zambullirme en un vértigo de puras sensaciones, que me haga olvidar la parte más aburrida de mí mismo, la civil y municipal, me desatore de preocupaciones, me aislé en un enclave sin contacto con la sórdida realidad circundante, y, de este modo, me permita pensar con claridad en las fantasías (generalmente eróticas y siempre con mi esposa en el papel estelar) que me hacen llevadera la existencia. Ergo, si la música se hace demasiado presente, y, porque comienza a gustarme demasiado o porque hace mucho ruido, me distrae de mis propios pensamientos y reclama mi atención y la consigue —citaré a la carrera a Gardel, Pérez Prado, Mahler, todos los merengues y cuatro quintas partes de las óperas— es mala música y queda desterrada de mi estudio. Este principio hace, claro está, que ame a Wagner, a pesar de las trompetas y los molestos cornos, y que respete a Schoenberg.

Espero que estos rápidos ejemplos que, desde luego, no aspiro a que comparta conmigo (y menos aún lo deseo) lo ilustren sobre lo que quiero decir cuando afirmo que el erotismo es un juego (en la alta acepción que daba el gran Johan Huizinga a la palabra) privado, en el que sólo el yo y los fantasmas y los jugadores pueden participar, y cuyo éxito depende de su carácter secreto, impermeable a la curiosidad pública, pues de esta última sólo puede derivarse su reglamentación y manipulación desnaturalizadora por agentes írritos al juego erótico. Aunque me repelen las velludas axilas femeninas, respeto al amateur que persuade a su compañero o compañera que se las riegue y fomente para jugar con ellas con labios y dientes hasta llegar al éxtasis con aullidos en do mayor. Pero, no puede tenerlo, en absoluto, y sí, más bien, conmiseración, por el pobre cacaseno que bastardea ese antojo de su fantasma, comprando —por ejemplo, en los almacenes de artefactos porno con los que ha sembrado Alemania la ex-aviadora Beate Uhse— esas velludas matas de axilas y pubis artificiales (de «pelo natural», se jactan las más costosas) que se venden allí en diferentes formas, tamaños, sabores y colores.

La legalización y reconocimiento público del erotismo, lo municipaliza, cancela y encanalla, volviéndolo pornografía, triste quehacer al que defino como erotismo para pobres de bolsillo y de espíritu. La pornografía es pasiva y colectivista, el erotismo creador e individual, aun cuando se ejercite de a dos o de a tres (le repito que soy adversario de elevar el número de participantes para que estas funciones no pierdan su sesgo de fiestas individualistas, ejercicios de soberanía, y no se manchen con la apariencia de mítines, deportes o circos). Por eso, me merecen carcajadas de hiena los argumentos del poeta beatnik Alien Ginsberg (véase su entrevista con Alien Young en Cónsules de Sodoma) defendiendo los acoplamientos colectivos en la oscuridad de las piscinas, con el cuento de que esta promiscuidad es democrática y justiciera, pues permite, gracias a la tiniebla igualitaria, que la fea y la bonita, la flaca y la gorda, la joven y la vieja, tengan las mismas oportunidades de placer. ¡Qué razonamiento absurdo, de comisario constructivista! La democracia sólo tiene que ver con la dimensión civil de la persona, en tanto que el amor —el deseo y el placer— pertenece, como la religión, al ámbito privado, en el que importan sobre todo las diferencias, no las coincidencias con los demás. El sexo no puede ser democrático; es elitista y aristocrático y una cierta dosis de despotismo (recíprocamente pactado) suele serle indispensable. Los ayuntamientos colectivos en los baños oscuros que el poeta beatnik recomienda como modelos eróticos se parecen demasiado a los amancebamientos de potros y yeguas en las dehesas o los pisotones indiscriminados de gallos a gallinas en los alborotados gallineros, para confundirlos con esa hermosa creación de ficciones animadas, de carnales fantasías, en que participan por igual el cuerpo y el espíritu, la imaginación y las hormonas, lo sublime y lo abyecto de la condición humana, que es el erotismo para este modesto epicúreo y anarquista escondido en el cuerpo ciudadano de un asegurador de propiedades.

El sexo practicado a la manera de Playboy (vuelvo y volveré sobre este tema hasta que mi muerte o la suya me lo impida) elimina dos ingredientes esenciales a Eros, a mi entender: el riesgo y el pudor. Entendámonos. El aterrado hombrecillo que, en el autobús, venciendo su vergüenza y su miedo, se abre el abrigo y, por cuatro segundos, ofrece a la desaprensiva comadrona a la que el destino deparó viajar frente a él, el espectáculo de su enhiesta verga, es un temerario impúdico. Hace lo que hace a sabiendas de que el precio de su fugaz capricho puede ser una paliza, un linchamiento, el calabozo y un escándalo que divulgaría ante la opinión pública un secreto con el que quisiera irse a la tumba y lo condenaría a la condición de reprobo, psicópata y peligro social. Pero, se arriesga a ello porque el placer que le produce ese mínimo exhibicionismo es inseparable del miedo y de la transgresión de ese pudor. Qué distancia astral la que lo separa —la distancia que hay entre el erotismo y la pornografía, precisamente— del ejecutivo arrebosado de colonias francesas y de muñecas esposadas por un reloj Rolex (¿qué otro iba a ser?), que, en un bar de moda amenizado por música de blues, abre el último número de Playboy y se exhibe con él y lo exhibe convencido de que está exhibiendo su verga ante el mundo, mostrándose hombre mundano, desprejuiciado, moderno, gozador, in. ¡El pobre imbécil! No sospecha que aquello que exhibe es el santo y seña de su servidumbre al lugar común, a la publicidad, a la moda desindividualizadora, su abdicación de la libertad, su renuncia a emanciparse, gracias sus fantasmas personales, de la esclavitud atávica de la señalización.

Por eso, a usted y a la revista de marras y afines y a todos los que la leen —o, incluso, hojean— y con ese miserable sustento prefabricado alimentan —quiero decir, matan— a su libido, los acuso de ser la punta de lanza de esa gran operación desacralizadora y banalizadora del sexo en que se manifiesta la barbarie contemporánea. La civilización oculta y sutiliza al sexo para mejor aprovecharlo, rodeándolo de rituales y códigos que lo enriquecen hasta límites insospechados para el hombre y la mujer pre-eróticos, copulatorios, engendradores de vástagos. Después de haber recorrido un larguísimo camino, del que en cierto modo el progresivo alquitaramiento del juego erótico fue espina dorsal, por insólita vía —la sociedad permisiva, la cultura tolerante— hemos retornado al punto de partida ancestral: hacer el amor ha vuelto a ser una gimnasia corporal y semipública, ejercitada sin ton ni son, al compás de estímulos fabricados, no por el inconsciente y el alma, sino por los analistas del mercado, estímulos tan estúpidos como esa falsa vagina de vaca que pasan en los establos ante las narices de los toros a fin de que eyaculen y poder de este modo almacenar el semen que se utiliza en la inseminación artificial. Vaya, compre y lea su último Playboy, suicidado vivo, y ponga otro granito de arena en la creación de ese mundo de eunucos y eunucas eyaculantes en el que habrán desaparecido la imaginación y los fantasmas secretos como pilares del amor. Yo, por mi parte, voy ahora mismo a hacer el amor con la Reina de Saba y Cleopatra, juntas, en una representación cuyo guión no pienso compartir con nadie, y, menos que con nadie, con usted.

UN PIECECITO

«Son las cuatro de la madrugada, Lucrecia querida», pensó don Rigoberto. Como casi todos los días, se había despertado en la lóbrega humedad del amanecer para celebrar el rito que repetía cacofónicamente desde que doña Lucrecia se fue a vivir al Olivar de San Isidro: soñar despierto, crear y recrear a su mujer al conjuro de esos cuadernos donde invernaban sus fantasmas. «Y donde, desde el día que te conocí, eres reina y maestra.»

Sin embargo, a diferencia de otras madrugadas desoladas o ardientes, hoy no le bastaba imaginarla y desearla, charlar con su ausencia, amarla con su fantasía y su corazón, de donde nunca se había apartado; hoy, necesitaba un contacto más material, más cierto, más tangible. «Hoy, me podría suicidar», pensó, sin angustia. ¿Y, si le escribía? ¿Y, si respondía por fin a sus picamentosos anónimos? La pluma se le cayó de las manos, apenas la cogió. No lo conseguiría, y, en todo caso, tampoco podría despacharle la carta.

En el primer cuaderno que abrió, saltó y lo mordió una frase oportunísima: «Mis feroces despertares al alba tienen siempre como acicate una imagen de ti, real o inventada, que inflama mi deseo, enloquece mi nostalgia, me levanta en vilo y arrastra a este escritorio a defenderme contra la aniquilación, amparándome en el antídoto de mis cuadernos, grabados y libros. Sólo esto me cura». Cierto. Pero, hoy, el remedio acostumbrado no tendría el efecto benéfico de otras madrugadas. Se sentía confuso y atormentado. Lo habían despertado mezcladas sensaciones donde se confundían una rebeldía generosa, parecida a la que, a sus dieciocho años, lo llevó a la Acción Católica y llenó su espíritu de impulsos misioneros, renovadores del mundo, con el arma de los Evangelios, y la emulsionante nostalgia de un piececito de mujer asiática entrevisto al pasar, por sobre el hombro de un peatón detenido a su lado unos segundos por la luz roja del semáforo en una calle del centro, y la actualización en su memoria de un plumífero francés del siglo dieciocho llamado Nicolás Edmé Restif de la Bretonne, de quien tenía en su biblioteca un solo libro —lo buscaría y lo encontraría antes de que comenzara la mañana—, una primera edición comprada hacía muchos años en un anticuario de París, que le había costado un ojo de la cara. «Vaya mezclas».

En apariencia, nada de eso tenía que ver directamente con Lucrecia. ¿Por qué, entonces, esa urgencia de comunicárselo, de referirle de viva voz, con minucioso detalle, toda la efervescencia de su mente? «Miento, amor mío, pensó. Claro que tiene que ver contigo». Todo lo que él hacía, incluidas las estúpidas operaciones gerenciales que de lunes a viernes lo maniataban ocho horas en una compañía de seguros del centro de Lima, tenía que ver profundamente con Lucrecia y con nadie más. Pero, sobre todo, y de manera aún más esclava, le estaban dedicadas con fidelidad caballeresca, sus noches y las exaltaciones, ficciones y pasiones que las poblaban. Ahí estaba la prueba, íntima, incontrovertible, dolorosísima, en cada página de los cuadernos que ahora hojeaba.

¿Por qué había pensado en rebeldías? Lo que hacía unos momentos lo despertó, fueron más bien, multiplicadas, la indignación, la consternación de esa mañana al leer en el periódico la noticia, que Lucrecia debía de haber leído también, y que, con letra renqueante, se puso a transcribir en la primera página en blanco que encontró:

«Wellington (Reuter). Una profesora de Nueva Zelanda, de 24 años, ha sido condenada a cuatro años de cárcel por un juez de esta ciudad por violación sexual, tras haberse comprobado que la maestra mantenía relaciones carnales con un niño de diez años, amigo y compañero de colegio de su hijo. El juez precisó que le había dado la misma sentencia que hubiera impuesto a un hombre que hubiera violado a una niña de esa edad».

«Amor mío, Lucrecia queridísima, no veas en esto ni la sombra de un reproche a lo pasado entre nosotros», pensó. «Ni una alusión de mal gusto, nada que pudiera parecer restrospectivo, mezquino rencor». No. Debía ver exactamente lo contrario. Porque, cuando las pocas líneas de ese cable se delinearon bajo sus ojos, esa mañana, mientras tomaba los primeros sorbos del amargo café del desayuno (no porque lo tomara sin azúcar, sino porque no estaba Lucrecia a su lado para ir comentando con ella las noticias del periódico) don Rigoberto no sintió angustia, dolor, mucho menos gratitud y entusiasmo por el fallo del juez. Más bien: una solidaridad impetuosa, sobresaltada, de adolescente mitinero, por esa pobre maestra neozelandesa tan brutalmente castigada por haber hecho conocer las delicias del cielo mahometano (el más carnal de los que se ofrecían en el mercado de las religiones, según su entender) a ese niño afortunado.

«Sí, sí, amadísima Lucrecia». No posaba, no mentía, no exageraba. Todo el día lo había sublevado la misma indignación de la mañana por la estulticia de ese juez, malogrado por el mecanicismo simétrico de ciertas doctrinas feministas. ¿Podía ser lo mismo que un hombre adulto violase a una niña impúber de diez años, crimen punible, que una señora de veinticuatro descubriese la dicha corporal y los milagros del sexo a un jovencito de diez, capaz ya de tímidos endurecimientos y escuetas transpiraciones seminales? Si en el primer caso la presunción de violencia del victimario contra la víctima era de rigor (aun si la niña tuviera suficiente uso de razón para dar su consentimiento, sería víctima de una agresión física contra su himen), en el segundo era simplemente inconcebible, pues si había habido cópula, sólo pudo haberla, de parte del niño, con aquiescencia y entusiasmo, sin los cuales el acto carnal no se habría consumado. Don Rigoberto cogió la pluma y escribió, enfebrecido de rabia: «Aunque odio las utopías y las sé cataclísmicas para la vida humana, acaricio, ahora, esta: que todos los niños de la ciudad sean desvirgados al cumplir diez años por señoras casadas treintañeras, de preferencia tías, maestras y madrinas». Respiró, algo desahogado.

Todo el día lo atormentó la suerte de esa profesora de Wellington, y lo tuvo condoliéndose por el escarnio público a que se habría visto expuesta, las humillaciones y burlas que padecería, además de perder su trabajo y verse tratada por esa inmundicia cacográfica, electrónica y ahora digital, la prensa, los llamados medios, como corruptora de menores, como degenerada. No se mentía, no perpetraba una farsa masoquista. «No, Lucrecia querida, te juro que no». En el curso del día y de la noche, la cara de esa profesora, encarnada en la de su ex-mujer, se le había aparecido muchas veces. Y, ahora, ahora, sentía la necesidad imperiosa de hacerle saber («de hacerte saber, amor mío») su arrepentimiento y su vergüenza. Por haber sido tan insensible, tan obtuso, tan inhumano y tan cruel como ese magistrado de Wellington, ciudad que sólo pisaría para cubrir de rosas rojas fragantes los pies de esa admirada y admirable profesora que pagaba su generosidad, su grandeza, encerrada entre filicidas, ladronas, estafadoras y carteristas (anglofilas y maoríes).

¿Cómo serían los pies de esa profesora neozelandesa? «Si echara mano a una fotografía suya no vacilaría en encenderle velas y quemarle incienso», pensó. Esperó y deseó que fueran tan bellos y delicados como los de doña Lucrecia y como el que vio, ese mediodía, en el satinado papel de una página de la revista Time, por sobre el hombro de un peatón, cuando lo detuvo un semáforo en la esquina de La Colmena, camino hacia el salón Miguel Grau, del Club Nacional, donde le había dado cita uno de esos imbéciles encorbatados que dan citas en el Club Nacional y de los cuales viven los imbéciles cuyo ganapán eran los seguros de bienes muebles e inmuebles, como él. Fue una visión de unos segundos, pero, tan iluminadora y rutilante, tan convulsiva y frontal, como debió ser, para aquella muchacha de la Galilea, la del alado Gabriel anunciándole la nueva que tantos desaguisados traerían a la humanidad.

Era un solo piececito de perfil, de talón semicircular y airoso empeine, levantado orgullosamente sobre una planta de contorno finísimo, que culminaba en unos deditos dibujados con primor, un pie femenino no afeado por callos, durezas, ampollas ni horrendos juanetes, en el que nada parecía desentonar ni limitar la perfección del todo y de la parte, un piececillo levantado y al parecer sorprendido por el alerta fotógrafo instantes antes de posarse sobre una mullida alfombra. ¿Por qué, asiático? Tal vez porque el aviso que engalanaba era de una compañía aérea de esa región del mundo —Singapure Airlines— o, acaso, porque, en su recortada experiencia, don Rigoberto creía poder afirmar que las mujeres del Asia tenían los pies más bonitos del planeta. Se conmovió, recordando las veces que, besándoselos, había llamado «patitas filipinas», «talones malayos», «empeines japoneses» a las deleitables extremidades de su amada.

El hecho es que todo el día, junto con su furor por la desventura de esa nueva amiga, la maestra de Wellington, el piececillo femenino del aviso de Time había perturbado su conciencia, y, más tarde, desasosegado su sueño, desenterrando, del fondo de su memoria, el recuerdo nada menos que de la Cenicienta, una historia que al serle contada, de niño, precisamente en el detalle del emblemático zapatito de la heroína, que sólo su menudo pie podía calzar, había despertado sus primeras fantasías eróticas («humedades con media erección, si debo dar precisiones técnicas», dijo en voz alta, en el primer rapto de buen humor de esa madrugada). ¿Alguna vez había comentado, con Lucrecia, su tesis de que la amable Cenicienta contribuyó, sin duda, más que toda la infecta caterva de pornografía antierótica del siglo veinte, a crear legiones de varones fetichistas? No lo recordaba. Una laguna en su relación matrimonial que debería subsanar, alguna vez. Su estado había mejorado bastante desde que se despertó, exasperado y añorante, muerto de cólera, de soledad, de pena. Desde hacía unos segundos, se autorizaba incluso —era su manera de no sucumbir a la desesperación de cada día— ciertas fantasías que tenían que ver, hoy, no con los ojos, ni los cabellos, ni los pechos ni muslos ni caderas de Lucrecia, sino exclusivamente con sus pies. Tenía ya a su lado —le había costado encontrarlo en los estantes en los que se hallaba refundido— aquella edición príncipe, en tres tomitos, de esa novela de Nicolás Edmé Restif de la Bretonne (de puño y letra había anotado en una ficha: 1734-1806), la única de las decenas de decenas que cacografió ese incontinente polígrafo: Le pied de Franchette ou l'orpheline française. Histoire interessante et morale (Paris, Humblot Quillau, 1769, 2 parties en 3 volumes, 160-148-192 págs.) Pensó: «Ahora, lo hojeo. Ahora, tú te asomas, Lucrecia, descalza o calzada, en cada capítulo, página, palabra».

Sólo una cosa había en ese escribidor inflacionario, Restif de la Bretonne, que mereciera su simpatía y lo hiciera asociarlo, en esta madrugada con garúa, a Lucrecia, en tanto que otras mil (bueno, quizás algo menos) lo hacían olvidable, transitivo y hasta antipático. ¿Alguna vez había hablado de él con ella? ¿Asomó alguna vez su nombre en sus nocturnas fiestas conyugales? Don Rigoberto no lo recordaba. «Pero, aunque sea tarde, carísima, te lo presento, te lo ofrezco y pongo a tus pies (nunca mejor dicho).» Nació y vivió en una época de grandes convulsiones, el dieciocho francés, pero era improbable que el buenazo de Nicolás Edmé se diera cuenta de que el mundo entero se deshacía y rehacía a su alrededor en razón de los vaivenes revolucionarios, obsesionado como estaba con su propia revolución, no la de la sociedad, la económica, la del régimen político —«las que, en general, tienen buena prensa»— sino la que le concernía personalmente: la del deseo carnal. Eso lo hacía simpático, eso lo llevó a comprar la edición príncipe de Le pied de Franchette, novela de truculentas coincidencias y cómicas iniquidades, absurdos enredos y estúpidos diálogos, que cualquier crítico literario estimable o lector de buen gusto encontraría execrable, pero que, para don Rigoberto, tenía el alto mérito de exaltar hasta extremos deicidas el derecho del ser humano de insurgir contra lo establecido en razón de sus deseos, de cambiar el mundo valiéndose de la fantasía, aunque fuera por el efímero período de una lectura o un sueño.

Leyó en voz alta lo que había anotado en el cuaderno sobre Restif, luego de leer Le pied de Franchette: «No creo que este provinciano, hijo de campesinos, autodidacta pese a pasar por un seminario jansenista, que se enseñó a sí mismo lenguas y doctrinas, todas mal, y que se ganó la vida como tipógrafo y fabricante de libros (en los dos sentidos de la expresión, pues los escribía y manufacturaba, aunque hacía lo segundo con más arte que lo primero) sospechara nunca la importancia trascendental que tendrían sus escritos (importancia simbólica y moral, no estética), cuando, entre sus exploraciones incesantes de los barrios obreros y artesanos de París, que lo fascinaban, o de la Francia aldeana y rural a la que documentó como sociólogo, robándole el tiempo a sus enredos amorosos —adúlteros, incestuosos o mercenarios, pero siempre ortodoxos, pues el homosexualismo le producía un espanto carmelita— los escribía a la carrera, guiándose, horror de horrores, por la inspiración, sin corregirlos, en una prosa que le salía frondosa y vulgar, acarreadora de todos los detritus de la lengua francesa, confusa, repetitiva, laberíntica, convencional, chata, horra de ideas, insensible y, en una palabra que la define mejor que ninguna otra: subdesarrollada».

¿Por qué, pues, luego de fallo tan severo, perdía este amanecer rememorando una imperfección estética, un chusco cacógrafo que, para colmo, llegó a ejercer el feo oficio de soplón? El cuaderno era pródigo en datos sobre él. Había producido cerca de doscientos libros, todos literariamente ilegibles. ¿Por qué, entonces, empeñarse en acercarlo a doña Lucrecia, su antípoda, la perfección hecha mujer? Porque, se respondió, nadie, como este silvestre intelectual, hubiera podido comprender su emoción del mediodía al percibir fugazmente, en el anuncio de una revista, ese piececillo alado de muchacha asiática, que esta noche le había traído el recuerdo, el deseo de los pies de reina de Lucrecia. No, nadie como Restif, amateur, conocedor supremo de ese culto que la abominable raza de psicólogos y psicoanalistas prefería llamar fetichismo, lo hubiera podido entender, acompañar, asesorar, en este homenaje y acción de gracias a aquellos adorados pies. «Gracias, Lucrecia mía —rezó con unción—, por las horas de placer que yo les debo, desde aquella vez que los descubrí, en la playa de Pucusana, y, bajo el agua y las olas, los besé». Transido, don Rigoberto volvió a sentir los salobres, ágiles deditos moviéndose en la gruta de su boca, y las arcadas por el agua marina que tragó.

Sí, esa era la predilección de don Nicolás Edmé Restif de la Bretonne: el pie femenino. Y, por extensión y simpatía, como diría un alquimista, lo que los abriga y rodea: la media, el zapato, la sandalia, el botín. Con la espontaneidad y la inocencia de lo que era, un rústico transmigrado a la ciudad, practicó y proclamó su predilección por esa delicada extremidad y sus envoltorios sin el menor rubor, y, con el fanatismo de los convertidos, sustituyó en sus inconmensurables escritos el mundo real por uno ficticio, tan monótono, previsible, caótico y estúpido como aquel, salvo en que, en el amasado con su mala prosa y su monotemática singularidad, lo que allí brillaba, destacaba y desataba las pasiones de los hombres no eran los graciosos rostros de las damas, sus cabelleras en cascada, sus gráciles cinturas, ebúrneos cuellos o bustos arrogantes, sino, siempre y exclusivamente, la belleza de sus pies. (Si existiera todavía, se le ocurrió, llevaría al amigo Restif, con el consentimiento de Lucrecia, desde luego, a su casita del Olivar, y, ocultándole el resto de su cuerpo, le mostraría sus pies, encerrados en unos preciosos botines estilo abuelita, y permitido incluso que la descalzara. ¿Cómo habría reaccionado aquel ancestro? ¿Cayendo en éxtasis? ¿Temblando, aullando? ¿Precipitándose, sabueso feliz, lengua afuera, narices dilatadas, a aspirar, a lamer el manjar?).

¿No era respetable, aunque escribiera tan mal, quien rendía de ese modo pleitesía al placer y defendía con tanta convicción y coherencia a su fantasma? ¿No era el buen Restif, pese a su indigesta prosa, «uno de los nuestros»? Desde luego que sí. Por eso se le había presentado esta noche en el sueño, atraído por aquel furtivo piececillo birmano o singapurense, para hacerle compañía en este amanecer. Una brusca desmoralización atenazó a don Rigoberto. El frío le caló los huesos. Cómo hubiera querido, en este instante, que Lucrecia supiera todo el arrepentimiento y el dolor que lo atormentaban, por la estupidez, o por la incomprensión cerril que, hacía un año, lo habían impulsado a actuar con ella como lo acababa de hacer, en la ultramarina Wellington, aquel innoble juez que condenó a cuatro años de cárcel a esa profesora, a esa amiga («Otra de las nuestras») por haber hecho entrever —no, habitar— el cielo, a esa dichosa criatura, a ese Fonchito neozelandés. «En vez de sufrir y reprochártelo, debí agradecértelo, adorable niñera».

Lo hacía ahora, en esta madrugada de olas ruidosas y espumantes y de lluviecita invisible y corrosiva, secundado por el servicial Restif, cuya novelita, deliciosamente titulada Le pied de Franchette, y estúpidamente subtitulada ou l'orpheline française. Histoire interessante et morale (después de todo, sí había razón para llamarla moral) tenía sobre las rodillas y acariciaba con las dos manos, como a una parejita de lindos pies. Cuando Keats escribió Beauty is truth, truth is beauty (la cita reaparecía sin cesar en cada cuaderno que abría) ¿pensaba en los pies de doña Lucrecia? Sí, aunque el infeliz no lo supiera. Y, cuando Restif de la Bretonne escribió e imprimió (a la misma velocidad, probablemente) Le pied de Franchette, en 1769, a los treinta y cinco años, también lo había hecho inspirado, desde el futuro, por una mujer que vendría al mundo cerca de dos siglos más tarde, en una bárbara comarca de la América llamada (¿en serio?) Latina. Gracias a las anotaciones del cuaderno, don Rigoberto iba recordando la historia de la novelita. Convencional y previsible a más no poder, escrita con los pies (no, esto no debía pensarlo ni decirlo), que su verdadero protagonista no fuera la bella huerfanita adolescente, Franchette Florangis, sino los piececillos trastornadores de Franchette Florangis, la levantaba y singularizaba, dotándola de vivencias, de la capacidad persuasiva que tiene una obra de arte. No eran imaginables los trastornos que causaban, las pasiones que encendían en torno, los nacarados piececillos de la joven Franchette. Al vejete de su tutor, Monsieur Apatéon, que se deleitaba comprándoles primorosos calzados y aprovechaba cualquier pretexto para acariciarlos, lo inflamaban al extremo de intentar violar a su pupila, hija de un amigo queridísimo. Del pintor Dolsans, un joven bueno, quien, desde que los veía, encajados en unos zapatitos verdes y ornados de una flor dorada, quedaba prendado de ellos, hacían un loco despechado lleno de proyectos criminales que perdía por ellos la vida. El afortunado joven rico, Lussanville, antes de tener en sus brazos y en su boca a la bella muchacha de sus sueños, se solazaba con uno de sus zapatitos, que, amateur él también, había robado. Todo pantalón viviente que los veía —financistas, mercaderes, rentistas, marqueses, plebeyos— sucumbía a su hechizo, quedaba flechado de amor carnal y dispuesto a todo por poseerlos. Por eso, el narrador afirmaba con justicia la frase que don Rigoberto había transcrito: «Le joli pied les rendait tous criminéis». Sí, sí, esas patitas volvían a todos criminales. Las chinelas, sandalias, botines, zapatillas de la bella Franchette, objetos mágicos, circulaban por la historia alumbrándola con cegadora luz seminal.

Aunque los estúpidos hablaran de perversión, él, y, por supuesto, Lucrecia, podían comprender a Restif, celebrar que tuviera la audacia y el impudor de exhibir ante los demás su derecho a ser diferente, a rehacer el mundo a su imagen y semejanza. ¿No habían hecho eso, él y Lucrecia, cada noche, por diez años? ¿No habían desarreglado y rearreglado la vida en función de sus deseos? ¿Volverían a hacerlo, alguna vez? ¿O, quedaría todo ello confinado en el recuerdo, con las imágenes que atesora la memoria para no sucumbir a la desesperanza de lo real, de lo que en verdad es?

Esta noche-madrugada, don Rigoberto se sentía como uno de los varones desquiciados por el pie de Franchette. Vivía vacío, reemplazando cada noche, cada amanecer, la ausencia de Lucrecia con fantasmas que no bastaban para consolarlo. ¿Había alguna solución? ¿Era demasiado tarde para dar marcha atrás y corregir el error? ¿No podía una Corte Suprema, un Tribunal Constitucional, en Nueva Zelanda, revisar la sentencia del obtuso magistrado de Wellington y absolver a la profesora? ¿No podría un gobernante neozelandés desprejuiciado, amnistiarla, e incluso condecorarla como a heroína civil por su probada abnegación por la puericia? ¿No podía ir él a la casita del Olivar de San Isidro a decir a Lucrecia que la estúpida justicia humana se equivocó y la condenó sin tener derecho para ello, y devolverle el honor y la libertad para… para? ¿Para qué? Vaciló, pero siguió adelante, como pudo.

¿Era esa una utopía? ¿Una utopía como las que también fantaseó el fetichista Restif de la Bretonne? Aunque, no, pues las de don Rigoberto, cuando, a veces, llevado por la dulzura inerte de la divagación, se abandonaba a ellas, eran utopías privadas, incapaces de entrometerse en el libre albedrío de los otros. Esas utopías ¿no eran acaso lícitas, muy distintas de las colectivas, enemigas acérrimas de la libertad, que acarreaban consigo, siempre, la semilla de un cataclismo?

Este había sido el lado flaco y peligroso de Nicolás Edmé, también; una enfermedad de época a la que sucumbió, como buena parte de sus contemporáneos. Porque, el apetito de utopías sociales, el gran legado del siglo de las luces, junto con nuevos horizontes y audaces reivindicaciones del derecho al placer, trajo los apocalipsis históricos. Don Rigoberto no recordaba nada de eso; sus cuadernos, sí. Ahí estaban los datos acusatorios y las fulminaciones implacables.

En el delicado gustador de piececillos y calzados femeninos que fue Restif —«Que Dios lo bendiga por ello, si existe»— había también un pensador peligroso, un mesiánico (un cretino, si se trataba de calificarlo con crueldad, o un iluso si era preferible perdonarle la vida), un reformador de instituciones, un redentor de deficiencias sociales, que, entre las montañas de papel que garabateó, dedicó unos cuantos montes y colinas a construir esas cárceles, las utopías públicas, para reglamentar la prostitución e imponer la felicidad a las putas (el horrendo empeño aparecía en un libro de tramposo y lindo título, Le Pornographe), perfeccionar el funcionamiento de los teatros y las costumbres de los actores (Le Mimographe), para organizar la vida de las mujeres, asignándoles obligaciones y fijándoles límites, de modo que hubiera armonía entre los sexos (el temerario engendro llevaba también un título que parecía augurar placeres —Les Gynographes— y en verdad proponía cepos y grillos para la libertad). Mucho más ambiciosa y amenazadora había sido, por supuesto, su pretensión de reglamentar —en verdad, sofocar— las conductas (L'Andrographe) del género humano y de introducir una legalidad intrusa y perforante, agresora de la intimidad, que hubiera puesto fin a la libre iniciativa y la libre disposición de sus deseos a los humanos: Le Thermographe. Frente a esos excesos intervencionistas, de Torquemada laico, se podía considerar una barrabasada infantil el haber llevado Restif su frenesí reglamentarista a proponer una reforma total de la ortografía (Glossographé). Él había reunido estas utopías en un libro que llamó Idées singulières (1769), y, sin duda, lo eran, pero en la acepción siniestra y criminosa de la noción de singularidad.

La sentencia estampada en el cuaderno era inapelable y don Rigoberto la aprobó: «No hay duda, si este diligente imprentero, documentalista y refinado amateur de terminales femeninos, hubiera llegado a tener poder político, hubiera hecho de Francia, acaso de Europa, un campo de concentración muy bien disciplinado, en el que una malla fina de prohibiciones y obligaciones habría volatilizado hasta la última pizca de libertad. Afortunadamente, fue demasiado egoísta para codiciar el poder, concentrado como estaba en la empresa de reconstruir en ficciones la realidad humana, recomponiéndola a su conveniencia, de manera que en ella, como en Le pied de Franchette, el valor supremo, la mayor aspiración del bípedo masculino, no fuera perpetrar acciones heroicas de conquista militar, ni alcanzar la santidad, ni descubrir los secretos de la materia y la vida, sino ese deleitable, delicioso, sabroso como la ambrosía que alimentaba a los dioses del Olympo, piececillo femenino». Como el que don Rigoberto había visto en el aviso de Time y que le había recordado los de Lucrecia, y que lo tenía aquí, sorprendido por las primeras luces de la mañana, enviando a su amada esta botella que lanzaría al mar, en su busca, sabiendo muy bien que no le llegaría, pues ¿cómo podría llegarle lo que no existía, lo que estaba forjado con el evanescente pincel de sus sueños?

Don Rigoberto terminaba de hacerse esa desesperada pregunta, con los ojos cerrados, cuando, al musitar sus labios el amoroso vocativo «¡Ah, Lucrecia!», su brazo izquierdo hizo caer al suelo uno de los cuadernos. Lo recogió y echó una ojeada a la página abierta con la caída. Dio un respingo: el azar tenía detalles maravillosos, como él y su mujer habían tenido ocasión de comprobar, a menudo, en sus devaneos. ¿Con qué se encontró? Con dos notas, de hacía muchos años. La primera, una olvidable mención de un grabadito finisecular anónimo en el que Mercurio ordenaba a la ninfa Calipso que liberase a Odiseo —de quien se había enamorado y al que mantenía prisionero en su isla— y lo dejara proseguir su viaje rumbo a Penélope. Y, la segunda, vaya maravilla, una apasionada reflexión sobre: «El delicado fetichismo de Johannes Vermeer, que, en Diana y sus compañeras, rinde plástico tributo a ese desdeñado miembro del cuerpo femenino, mostrando a una ninfa entregada a la amorosa tarea de lavar —acariciar, más bien— con una esponja, el pie de Diana, en tanto que otra ninfa, en dulce abandono, se acaricia el suyo. Todo es sutil y carnal, de una delicada sensualidad que disimula la perfección de las formas y la suavísima bruma que baña la escena, dotando a las figuras de esa calidad desrealizada y mágica que tienes tú, Lucrecia, cada noche en carne y hueso, y también tu fantasma, cuando visitas mis sueños». Qué cierto, qué actual, qué vigente.

¿Y si contestara sus anónimos? ¿Y si, de verdad, le escribiera? ¿Y si fuera a tocar su puerta, esta misma tarde, apenas cumplida la última vuelta a la noria de su servidumbre aseguradora y gerencial? ¿Y si, nada más verla, cayera de rodillas y se humillara para besar el suelo que ella pisa, pidiéndole perdón, llamándola, hasta hacerla reír, «Mi niñera querida», «Mi profesora neozelandesa», «Mi Franchette», «Mi Diana»? ¿Se reiría? ¿Se echaría en sus brazos y, ofreciéndole los labios, haciéndole sentir su cuerpo, le haría saber que todo quedaba atrás, que podían empezar de nuevo a construir, solos, su secreta utopía?

ESTOFADO DE TIGRE

Contigo tengo amores hawaianos en que bailas para mí el ukelele en noches de luna llena, con sonajas en las caderas y los tobillos, imitando a Dorothy Lamour.

Y amores aztecas, en que te sacrifico a unos dioses cobrizos y ávidos, serpentinos y emplumados, en lo alto de una pirámide de piedras herrumbrosas, en torno a la cual pulula la selva impenetrable.

Amores esquimales, en fríos iglús iluminados con antorchas de grasa de ballena, y noruegos, en que nos amamos enganchados sobre el esquí, despeñándonos a cien kilómetros por hora por las faldas de una montaña blanca erupcionada de tótems con inscripciones rúnicas.

Mi engreimiento de esta noche, amada, es modernista, carnicero y africano.

Te desnudarás ante el espejo de luna, conservando las medias negras y las ligas rojas, y ocultarás tu hermosa cabeza bajo la máscara de una fiera feroz, de preferencia la tigre en celo del Rubén Darío de Azul... o una leona sudanesa.

Quebrarás la cadera derecha, flexionarás la pierna izquierda, apoyarás tu mano en la cadera opuesta, en la pose más salvaje y provocativa.

Sentadito en mi silla, amarrado al espaldar, yo te estaré mirando y adorando, con mi servilismo acostumbrado.

Sin mover ni una pestaña, sin gritar me estaré, mientras me clavas tus zarpas en los ojos y tus blancos colmillos desgarran mi garganta y devoras mi carne y sacias tu sed con mi sangre enamorada.

Ahora estoy dentro de ti, ahora también soy tú, amada estofada de mí.