El dedo gordo de Egon Schiele
—Todas las chicas de Egon Schiele son flaquitas y huesudas y me parecen muy bonitas —dijo Fonchito—. Tú, en cambio, eres llenita, pero también me pareces muy bonita. ¿Cómo explicar esta contradicción, madrastra?
—¿Me estás diciendo gorda? —se puso lívida doña Lucrecia.
Había estado distraída, oyendo la voz del niño como un rumor de fondo, concentrada en los anónimos —siete, en apenas diez días— y en la carta que había escrito a Rigoberto la noche anterior y que tenía ahora en el bolsillo de la bata. Sólo recordaba que Fonchito se había puesto a hablar y hablar, de Egon Schiele como siempre, hasta que lo de «llenita» le hizo parar la oreja.
—Gorda, no. Dije llenita, madrastra —se disculpaba, accionando.
—Tu papá tiene la culpa de que sea así —se quejó, examinándose—. Yo era delgadita, cuando nos casamos. Pero a Rigoberto se le metió que la moda filiforme destruye el cuerpo femenino, que la gran tradición de la belleza es la ubérrima. Eso decía: «la forma ubérrima». Por darle gusto, engordé. Y ya no he vuelto a enflaquecer.
—Así estás regia, te juro, madrastra —seguía excusándose Fonchito—. Te decía lo de las flauitas de Egon Schiele porque ¿no te parece raro que a mí me gusten, y también tú me gustes, siendo por lo menos el doble que ellas?
No, el autor no podía ser él. Porque los anónimos alababan su cuerpo, e, incluso, en uno, titulado «Blasón del cuerpo de la amada», cada uno de sus miembros —cabeza, hombros, cintura, pechos, vientre, muslos, piernas, tobillos, pies— venía acompañado de una referencia a un poema o un cuadro emblemático. El invisible enamorado de sus formas ubérrimas sólo podía ser Rigoberto. («Ese hombre sí que está templado de usted», proclamó Justiniana, después de leer el Blasón. «¡Cómo le conoce el cuerpo, señora! Tiene que ser don Rigoberto. De dónde va a sacar Fonchito esas palabras, por agrandado que sea. Aunque, él también la conoce todita ¿no?»).
—¿Por qué te quedas callada todo el rato, sin hablarme? Me miras como si no me vieras. Hoy estás muy rara, madrastra.
—Es por esos anónimos. No puedo sacármelos de la cabeza, Fonchito. Así como tú tienes la obsesión de Egon Schiele, yo tengo ahora la de esas malditas cartas. Me paso el día esperándolas, leyéndolas, recordándolas.
—¿Pero, por qué malditas, madrastra? ¿Acaso te insultan o dicen cosas feas?
—Porque vienen sin firma. Y, porque, a ratos, me parece que me las manda un fantasma, no tu papá.
—Sabes muy bien que son de él. Todo está saliendo como se pide, madrastra. No te hagas mala sangre. Muy pronto vendrá la amistada, verás.
La reconciliación de doña Lucrecia y don Rigoberto se había convertido en la segunda obsesión del niño. Hablaba de ella con tanta seguridad, que la madrastra ya no tenía ánimos para rebatirlo y decirle que eran puras fantasías de ese fantaseador empedernido que se había vuelto. ¿Había hecho bien en mostrarle los anónimos? Algunos eran tan osados en sus referencias a su intimidad, que, después de leerlos, se prometía: «Este sí que no se lo enseño». Y cada vez terminaba por hacerlo, espiando su reacción, a ver si lo traicionaba algún gesto. Pero, no. Cada vez, había reaccionado con la misma actitud sorprendida y excitada, y sacado siempre la misma conclusión: era su papá, era otra prueba de que ya no le guardaba rencor. Advirtió que Fonchito parecía ahora abstraído también, alejado de la salita comedor y del bosque de los Olivos, atrapado por algún recuerdo. Se miraba las manos, acercándolas mucho a sus ojos; las juntaba, las alargaba, abría los dedos, ocultaba el pulgar, las cruzaba y descruzaba, en extrañas poses, como las de quienes proyectan siluetas en la pared con la sombra de sus manos. Pero, Fonchito no trataba de fabricar figuras chinescas en la tarde primaveral; escrutaba sus dedos como un entomólogo examina a la lupa una especie desconocida.
—¿Se puede saber qué haces?
El niño no se inmutó y continuó con sus ademanes, a la vez que le respondía con otra pregunta:
—¿Te parece que tengo manos deformes, madrastra?
¿Qué se traía hoy este diablito?
—A ver, déjame verlas —jugó al médico especialista—. Ponías aquí.
Fonchito no jugaba. Muy serio, se incorporó, se le acercó y puso sus dos manos sobre las palmas que ella le ofrecía. Al contacto de esa suavidad lisa y la delicadeza de los huesecillos de esos dedos, doña Lucrecia sintió un estremecimiento. Tenía unas manos frágiles, deditos afilados, uñas ligeramente sonrosadas, recortadas con esmero. Pero, en las yemas había manchitas de tinta o carboncillo. Fingió someterlas a un examen clínico, mientras las acariciaba.
—No tienen nada de deformes —concluyó—. Aunque, un poquito de agua y jabón no les vendría mal.
—Qué lástima —dijo el niño, sin asomo de humor, retirando sus manos de las de doña Lucrecia—. Porque, entonces, en eso no me parezco nada a él.
«Ya está. Tenía que venir». El juego de toda las tardes.
—Explícame eso.
El niño se apresuró a hacerlo. ¿No se había fijado que las manos eran la manía de Egon Schiele? De él, y, también, de las muchachas y señores que pintaba. Si no se había, que lo hiciera ahora. En un dos por tres, doña Lucrecia tuvo en sus rodillas el libro de reproducciones. ¿Veía el asco que Egon Schiele había tenido siempre al dedo gordo?
—¿Al dedo gordo? —se echó a reír doña Lucrecia.
—Fíjate en sus retratos. El de Arthur Roessler, por ejemplo —insistió el niño, con pasión—. O, este: el Doble retrato del inspector general Heinrich Benesch y su hijo Otto; el de Enrich Lederer; y sus autorretratos. Sólo muestra cuatro dedos. Al dedo gordo, siempre lo desaparece.
¿Por qué sería? ¿Por qué lo ocultaba? ¿Porque el dedo gordo es el más feo de la mano? ¿Le gustarían los números pares y creería que los impares traían mala suerte? ¿Tendría el dedo gordo desfigurado y se avergonzaría de él? Algo le pasaba con las manos, pues, si no ¿por qué se hacía tomar fotos escondiéndolas en los bolsillos, o haciendo con ellas unas poses tan ridículas, torciendo los dedos como una bruja, metiéndolas delante de la cámara o poniéndoselas encima de la cabeza como para que se le escaparan, volando? Las manos suyas, las de los hombres, las de las muchachas. ¿No lo había notado? Esas chicas desnudas, de cuerpo tan bien formadito, ¿no era incomprensible que tuvieran esos dedos varoniles, de nudillos huesudos y toscos? Por ejemplo, en este grabado de 1910, Muchacha desnuda de cabellos negros, de pie, ¿no desentonaban esas manos hombrunas, de uñas cuadradas, idénticas a las que se pintaba el mismo Egon en sus autorretratos? ¿No había hecho también eso con casi todas las mujeres que pintó? Por ejemplo, el Desnudo, de pie, de 1913. Fonchito tomó aire:
—O sea, era un Narciso, como tú dijiste. Pintaba siempre sus propias manos, aunque el personaje del cuadro fuera otro, hombre o mujer.
—¿Eso, lo descubriste tú? ¿O lo has leído en alguna parte? —Doña Lucrecia estaba desconcertada. Hojeaba el libro y, lo que veía, daba la razón a Fonchito.
—Cualquiera que mire mucho sus cuadros, lo nota —se encogió de hombros el niño, sin dar importancia al asunto—. ¿No dice mi papá que si no es un temático, un artista no llega a ser genial? Por eso, yo me fijo siempre en las manías de los pintores que se reflejan en sus cuadros. Egon Schiele tenía tres: ponerles las mismas manos desproporcionadas a todas sus figuras, quitándoles el dedo gordo. Que las chicas y los señores mostraran sus cositas, levantándose la falda y abriendo las piernas. Y, la tercera, retratarse él mismo, poniendo las manos en posturas forzadas, que llaman la atención.
—Bueno, bueno, si querías dejarme con la boca abierta, lo conseguiste. ¿Sabes una cosa, Fonchito? Tú sí que eres un gran temático. Si la teoría de tu papá es cierta, ya tienes uno de los requisitos para ser genial.
—Sólo me falta pintar los cuadros —se rio él. Volvió a tumbarse y a mirarse las manos. Las movía y lucía imitando las extravagantes poses con que aparecían en los cuadros y fotos de Schiele. Doña Lucrecia, divertida, observaba su pantomima. Y, de pronto, decidió: «Voy a leerle mi carta, a ver qué dice». Además, leyéndola en voz alta, sabría si lo que había escrito estaba bien y decidiría si mandársela a Rigoberto o romperla. Pero, cuando iba a hacerlo, se acobardó. Más bien, dijo:
—Me preocupa que día y noche sólo pienses en Schiele —el niño dejó de jugar con sus manos—. Te lo digo con todo el cariño que te tengo. Al principio, me parecía bonito que te gustaran tanto sus pinturas, que te identificaras con él. Pero, por tratar de parecerte a él en todo, estás dejando de ser tú.
—Es que yo soy él, madrastra. Aunque lo tomes a broma, es así. Siento que soy él.
Le sonrió, para tranquilizarla. «Espérate un ratito», murmuró, mientras, incorporándose, cogía el libro de reproducciones, lo hojeaba buscando algo, y se lo volvía a poner sobre las rodillas, abierto. Doña Lucrecia vio una lámina en colores; sobre un fondo ocre, se extendía una sinuosa señora embutida en un disfraz carnavalesco, con filas de barras verdes, rojas, amarillas y negras, dispuestas en zigzag. Llevaba los cabellos ocultos bajo un rodete aturbantado, iba descalza, la miraba con lánguida tristeza en sus grandes ojos oscuros y tenía las manos alzadas sobre la cabeza como si se dispusiera a tocar castañuelas.
—Viendo ese cuadro me di cuenta —oyó decir a Fonchito, con total seriedad—. Que yo era él.
Trató de reírse, pero no lo consiguió. ¿Qué pretendía este chiquito? ¿Asustarla? «Juega conmigo como un gatito con una gran ratona», pensó.
—¿Ah, sí? ¿Y qué te reveló en este cuadro que eres Egon Schiele reencarnado?
—No te has dado cuenta, madrastra —se rio Fonchito—. Míralo de nuevo, pedacito por pedacito. Y verás que, aunque lo pintó en Viena, en 1914, en su taller, en esa señora está el Perú. Repetido cinco veces.
La señora Lucrecia volvió a examinar la imagen. De arriba abajo. De abajo arriba. Por fin, reparó que, en el coloreado vestido de payaso de la descalza modelo, había cinco minúsculas figuritas, a la altura de los brazos, en su costado derecho, sobre la pierna y en el ruedo de su falda. Se llevó el libro a los ojos y las examinó, con calma. Pues, sí. Parecían indiecitas, cholitas. Estaban vestidas como las campesinas del Cusco.
—Eso es lo que son, indiecitas de los Andes —dijo Fonchito, leyéndole el pensamiento—. ¿Ves? El Perú está metido en los cuadros de Egon Schiele. Por eso me di cuenta. Para mí, fue un mensaje.
Siguió hablando, haciendo gala de esa prodigiosa información sobre la vida y la obra del pintor que a doña Lucrecia le daba la impresión de la omnisciencia y la sospecha de una conjura, de una calenturienta emboscada. Tenía su explicación, madrastra. La señora del retrato se llamaba Frederike María Beer. Era la única persona retratada por los dos más grandes pintores de la Viena de su tiempo: Egon y Klimt. Hija de un señor muy rico, dueño de cabarets, había sido una gran dama; ayudaba a los artistas y les conseguía compradores. Poco antes de que Schiele la pintara, había hecho un viaje por Bolivia y Perú y de aquí se había llevado esas indiecitas de trapo, que se compraría en alguna feria del Cusco o La Paz. Y a Egon Schiele se le ocurrió pintarlas en el vestido de la señora. O sea, no había ningún milagro en que hubiera cinco cholitas en ese cuadro. Pero, pero…
—¿Pero, qué? —lo animó doña Lucrecia, absorbida por el relato de Fonchito, esperando una gran revelación.
—Pero, nada —añadió el chiquillo, con un gesto de fatiga—. Esas indiecitas fueron puestas ahí para que yo me las encontrara algún día. Cinco peruanitas en un cuadro de Schiele. ¿No te das cuenta?
—¿Se pusieron a hablarte? ¿Te dijeron que tú las pintaste, hace ochenta años? ¿Que eres un reencarnado?
—Bueno, si te vas a burlar, hablemos de otra cosa, madrastra.
—No me gusta oírte decir tonterías —dijo ella—. Ni que pienses tonterías, ni que creas tonterías. Tú eres tú y Egon Schiele era Egon Schiele. Tú vives aquí, en Lima, y él vivió en Viena a principios de siglo. La reencarnación no existe. Así que, no vuelvas a decir disparates, si no quieres que me enoje. ¿De acuerdo?
El niño asintió, de mala gana. Tenía su carita compungida, pero no se atrevió a replicarle, porque ella le había hablado con una severidad desacostumbrada. Trató de hacer las paces.
—Quiero leerte algo que he escrito —murmuró, sacando de su bolsillo el borrador de la carta.
—¿Le has contestado a mi papá? —se alegró el niño, sentándose en el suelo y avanzando la cabeza.
Sí, anoche. No sabía aún si se la mandaría. Ya no podía más. Siete, eran muchos anónimos. Y el autor era Rigoberto. ¿Quién, si no? ¿Quién otro podía hablarle de esa manera tan familiar y exaltada? ¿Quién, conocerla tan al detalle? Había decidido acabar con ese teatro. A ver, qué le parecía.
—Léemela de una vez, madrastra —se impacientó el niño. Tenía los ojos brillantes y su carita delataba una enorme curiosidad; también, algo de, algo de, doña Lucrecia buscaba la palabra, de regocijo malicioso; incluso, de maldad. Carraspeando antes de empezar y sin levantar los ojos hasta el final, leyó:
Amado:
He resistido la tentación de escribirte desde que supe que eras el autor de esas misivas ardientes que, desde hace dos semanas, han llenado esta casita de llamas, de alegría, de nostalgia y de esperanza, y a mi corazón y a mis entrañas del dulce fuego que abrasa sin quemar, el del amor y el deseo unidos en matrimonio feliz.
¿Para qué ibas afirmar unas cartas que sólo tú podías escribir? ¿Quién me ha estudiado, formado, inventado, como tú lo has hecho? ¿Quién podía hablar de los puntitos rojos de mis axilas, de las rosadas nervaduras de las cavidades ocultas entre los dedos de mis pies, de esa «fruncida boquita circundada por una circunferencia en miniatura de alegres arruguitas de carne viva, entre azulada y plomiza, a la que hay que llegar escalando las lisas y marmoleas columnas de tus piernas»? Sólo tú, amor mío.
Desde las primeras líneas de la primer a carta, supe que eras tú. Por eso, antes de terminar de leerla, obedecí tus instrucciones. Me desnudé y posé par a ti, ante el espejo, imitando a la Dánae de Klimt. Y volví, como tantas noches añoradas en mi soledad actual, a volar contigo por esos reinos de la fantasía que hemos explorado juntos, a lo largo de esos años compartidos que son, para mí, ahora, una fuente de consuelo y de vida a la que vuelvo a beber con la memoria, para soportar la rutina y el vacío que han sucedido a lo que, junto a ti, fue aventura y plenitud.
En la medida de mis fuerzas, he seguido al pie de la letra las exigencias —no, las sugerencias y ruegos— de tus siete cartas. Me he vestido y desvestido, disfrazado y enmascarado, tumbado, plegado, desplegado, acuclillado y encarnado —con mi cuerpo y mi alma— todos los caprichos de tus cartas, pues ¿qué placer más grande, para mí, que complacerte? Para ti y por ti, he sido Mesalina y Leda, Magdalena y Salomé, Diana con su arco y sus flechas, la Maja Desnuda, la Casta Susana sorprendida por los viejos lujuriosos y, en el baño turco, la odalisca de Ingres. He hecho el amor con Marte, Nabucodonosor, Sardanápalo, Napoleón, cisnes, sátiros, esclavos y esclavas, emergido del mar como una sirena, aplacado y atizado los amores de Ulises. He sido una marquesita de Watteau, una ninfa del Tiziano, una Virgen de Murillo, una Madonna de Piero della Francesca, una geisha de Fujita y una arrastrada de Toulouse-Lautrec. Me costó trabajo pararme en puntas de pie como la ballerina de Degas, y, créeme, para no defraudarte, hasta intenté, a costa de calambres, mudarme en eso que llamas el voluptuoso cubo cubista de Juan Gris.
Jugar de nuevo contigo, aunque a la distancia, me ha hecho bien, me ha hecho mal. He sentido, de nuevo, que era tuya y tú mío. Cuando terminaba el juego, mi soledad aumentaba y me entristecía aún más. ¿Está perdido, para siempre, lo perdido?
Desde que recibí la primera carta, he vivido esperando la siguiente, devorada por las dudas, tratando de adivinar tus intenciones. ¿Querías que te contestara? ¿O, el enviármelas sin firma indica que no quieres entablar un diálogo, sólo que escuche tu monólogo? Pero, anoche, después de haber sido, dócilmente, la hacendosa señora burguesa de Vermeer, decidí responderte. Algo, desde ese fondo oscuro de mi persona que sólo tú has buceado, me ordenó tomar la pluma y el papel. ¿He hecho bien? ¿No habré infringido esa ley no escrita que prohíbe a la figura de un retrato salirse del cuadro a hablarle a su pintor?
Tú, amado, sabes la respuesta. Házmela saber.
—Carambas, qué carta —dijo Fonchito. Su entusiasmo parecía muy sincero—. ¡Madrastra, tú quieres mucho a mi papá!
Estaba ruborizado y radiante, y doña Lucrecia lo notó también —por primera vez— hasta confuso.
—Nunca he dejado de quererlo. Ni siquiera cuando pasó lo que pasó.
Fonchito puso de inmediato esa mirada blanca, amnésica, que vaciaba sus ojos, cada vez que doña Lucrecia aludía de algún modo a aquella aventura. Pero, notó que el rubor desaparecía de las mejillas del niño y lo reemplazaba una palidez nacarada.
—Porque, aunque a ti y a mí nos gustaría que no hubiera, y aunque nunca hablemos de eso, lo que pasó, pasó. No se puede borrar —dijo doña Lucrecia, buscándole los ojos—. Y, aunque me mires como si no supieras de qué te hablo, lo recuerdas todo tan bien como yo. Y, seguro que lo lamentas tanto o más que yo.
No pudo seguir. Fonchito se había puesto otra vez a mirarse las manos, mientras las movía, imitando los disfuerzos de los personajes de Egon Schiele: tiesas y paralelas a la altura de su hombro, con el dedo pulgar oculto y como cercenado, o sobre su cabeza, adelantadas como si acabara de lanzar una lanza. Doña Lucrecia terminó por echarse a reír:
—No eres un diablito sino un payaso —exclamó—. Deberías dedicarte al teatro, más bien.
El niño se rio también, distendido, haciendo morisquetas y jugando siempre con sus manos. Y, sin abandonar las monerías, sorprendió a doña Lucrecia con este comentario:
—¿Has escrito esa carta en estilo huachafo, a propósito? ¿Tú también crees, como mi papá, que la huachafería es inseparable del amor?
—La he escrito imitando el estilo de tu papá —dijo doña Lucrecia—. Exagerando, tratando de ser solemne, rebuscada y truculenta. A él le gusta así. ¿Te parece muy huachafa?
—Le va a encantar —le aseguró Fonchito, asintiendo varias veces—. La leerá y releerá muchas veces, encerrado en su escritorio. No se te ocurrirá firmarla ¿no, madrastra?
La verdad, no había pensado en eso.
—¿Debería mandársela anónima?
—Por supuesto, madrastra —afirmó el niño, enfático—. Tienes que seguirle el juego, pues.
Tal vez tenía razón. Si él se las mandaba sin firma, por qué la firmaría ella.
—Sabes las de Quico y Caco, chiquito —murmuró—. Sí, es una buena idea. Se la mandaré sin firma. Total, él sabrá muy bien quién se la ha escrito.
Fonchito se hizo el que aplaudía. Se había puesto de pie y se alistaba para irse. Hoy no había habido chancays tostados, porque Justiniana estaba de salida. Como siempre, recogió el libro de reproducciones y lo guardó en su bolsón, se abotonó la camisa gris y se ajustó la corbatita del uniforme, observado por una Lucrecia a la que divertía verlo repetir cada tarde los mismos gestos, al llegar y al partir. Pero, esta vez, a diferencia de otras, en que se limitaba a decirle «Chau, madrastra», se sentó a su lado en el sillón, muy junto.
—Quisiera preguntarte algo antes de irme. Sólo que me da un poco de vergüenza.
Había puesto la vocecita delgada, dulce y tímida que ponía cuando quería despertar su benevolencia o su piedad. Y, aunque a doña Lucrecia nunca la abandonaba la sospecha de que era pura farsa, siempre terminaba despertando su benevolencia o su piedad.
—Tú no tienes vergüenza de nada, así que no vengas a contarme el cuento ni a hacerte el inocente —le dijo, desmintiendo la dureza de sus palabras con la caricia que le hacía, tironeándole la oreja—. Pregunta, nomás.
El niño se ladeó y le echó los brazos al cuello. Hundió la carita en su hombro.
—Si te miro, no me atrevo —susurró, bajando la voz hasta convertirla en un murmullo apenas audible—. Esa boquita fruncida, rodeada de arruguitas, de tu carta, no es esta ¿no, madrastra?
Doña Lucrecia sintió que la mejilla pegada a la suya se movía, que dos delgados labios bajaban por su cara y se adherían a los suyos. Fríos al principio, al instante se animaron. Sintió que hacían presión y la besaban. Cerró los ojos y abrió la boca: una culebrilla húmeda la visitó, paseó por sus encías, su paladar, y se enredó en su lengua. Estuvo un tiempo sin tiempo, ciega, convertida en sensación, anonadada, feliz, sin hacer nada ni pensar en nada. Pero, cuando alzó los brazos para estrechar a Fonchito, el niño, en uno de esos súbitos cambios de humor que eran su rasgo distintivo, se soltó y apartó de ella. Ahora, estaba alejándose, haciéndole adiós. Tenía la expresión muy natural.
—Si quieres, pasa tu anónimo en limpio y ponlo en un sobre —le dijo, desde la puerta—. Mañana me lo das y lo meteré al buzón de la casa sin que mi papá me vea. Chau, madrastra.
Entiendo que el espectáculo de la bandera flameando al viento le produce palpitaciones, y, la música y la letra del himno nacional, ese cosquilleo en las venas y retracción y erizamiento de los vellos que llaman emoción. La palabra patria (que usted escribe siempre con mayúsculas) no la asocia con los versos irreverentes del joven Pablo Neruda
Patria,
palabra triste,
como termómetro o ascensor
ni con la mortífera sentencia del Doctor Johnson (Patriotism is the last refuge of a scoundrel) sino con heroicas cargas de caballería, espadas que se incrustan en pechos de uniformes enemigos, toques de clarín, disparos y cañonazos que no son los de las botellas de champaña. Usted pertenece, según todas las apariencias, al conglomerado de machos y hembras que miran con respeto las estatuas de esos prohombres que adornan las plazas públicas y deploran que las caguen las palomas, y es capaz de madrugar y esperar horas para no perderse un buen sitio en el Campo de Marte en el desfile de los soldados los días de efemérides, espectáculo que le suscita apreciaciones en las que chisporrotean las palabras marcial, patriótico y viril. Señor, señora: en usted hay agazapada una fiera rabiosa que constituye un peligro para la humanidad.
Usted es un lastre viviente que arrastra la civilización desde los tiempos del caníbal tatuado, perforado y de estuche fálico, el mágico prerracional que zapateaba para atraer la lluvia y manducaba el corazón de su adversario a fin de robarle la fuerza. En verdad, detrás de sus arengas y oriflamas en exaltación de ese pedazo de geografía mancillada por hitos y demarcaciones arbitrarias, en las que usted ve personificada una forma superior de la historia y de la metafísica social, no hay otra cosa que el astuto aggiornamiento del antiquísimo miedo primitivo a independizarse de la tribu, a dejar de ser masa, parte, y convertirse en individuo, añoranza de aquel antecesor para el que el mundo comenzaba y terminaba dentro de los confines de lo conocido, el claro del bosque, la caverna oscura, la meseta empinada, ese enclave pequeñito donde compartir la lengua, la magia, la confusión, los usos, y, sobre todo, la ignorancia y los miedos de su grupo, le daba valor y lo hacía sentirse protegido contra el trueno, el rayo, la fiera y las otras tribus del planeta. Aunque, desde aquellos remotos tiempos, hayan transcurrido siglos y se crea usted, porque lleva saco y corbata o falda tubo y se hace liftings en Miami, muy superior a ese ancestro de taparrabos de corteza de tronco y labio y nariz de colgantes prendedores, usted es él y ella es usted. El cordón umbilical que los enlaza a través de las centurias se llama pavor a lo desconocido, odio a lo distinto, rechazo a la aventura, pánico a la libertad y a la responsabilidad de inventarse cada día, vocación de servidumbre a la rutina, a lo gregario, rechazo a descolectivizarse para no tener que afrontar el desafío cotidiano que es la soberanía individual. En aquellos tiempos, el indefenso comedor de carne humana, sumido en una ignorancia metafísica y física ante lo que ocurría y lo rodeaba, tenía cierta justificación de negarse a ser independiente, creativo y libre; en estos, en que se sabe ya todo lo que hace falta saber y algo más, no hay razón valedera para empeñarse en ser un esclavo y un irracional. Este juicio le parecerá severo, extremado, ante lo que para usted no es sino un virtuoso e idealista sentimiento de solidaridad y amor con el terruño y los recuerdos («la tierra y los muertos», según el antropoide francés señor Maurice Barrés), ese marco de referencias ambientales y culturales sin el cual un ser humano se siente vacío. Yo le aseguro que esa es una cara de la moneda patriótica; la otra, el revés de la exaltación de lo propio, es la denigración de lo ajeno, la voluntad de humillar y derrotar a los demás, a los que son diferentes de usted porque tienen otro color de piel, otra lengua, otro dios y hasta otra indumentaria y otra dieta.
El patriotismo, que, en realidad, parece una forma benevolente del nacionalismo —pues la «patria» parece ser más antigua, congénita y respetable que la «nación», ridículo artilugio político-administrativo manufacturado por estadistas ávidos de poder e intelectuales en pos de un amo, es decir de mecenas, es decir de tetas prebendarias que succionar, es una peligrosa pero efectiva coartada para las guerras que han diezmado el planeta no sé cuántas veces, para las pulsiones despóticas que han consagrado el dominio del fuerte sobre el débil y una cortina de humo igualitarista cuyas deletéreas nubes indiferencian a los seres humanos y los clonizan, imponiéndoles, como esencial e irremediable, el más accidental de los denominadores comunes: el lugar de nacimiento. Detrás del patriotismo y del nacionalismo llamea siempre la maligna ficción colectivista de la identidad, alambrada ontológica que pretende aglutinar, en fraternidad irredimible e inconfundible, a los «peruanos», los «españoles», los «franceses», los «chinos», etc. Usted y yo sabemos que esas categorías son otras tantas abyectas mentiras que echan un manto de olvido sobre diversidades e incompatibilidades múltiples y pretenden abolir siglos de historia y retroceder a la civilización a esos bárbaros tiempos anteriores a la creación de la individualidad, vale decir de la racionalidad y la libertad: tres cosas inseparables, entérese.
Por eso, cuando alguien dice, a mi alrededor, «el chino», «el negro», «los peruanos», «los franceses», «las mujeres» o cualquier expresión equivalente con pretensiones de definir a un ser humano por su pertenencia a un colectivo de cualquier orden y no como una circunstancia desechable, tengo ganas de sacar el revólver y —pum pum— disparar. (Se trata de una figura poética, por supuesto; nunca he tenido un arma de fuego en la mano ni la tendré y no he efectuado otros disparos que los seminales, que, a ellos sí, reivindico con orgullo patriótico). Mi individualismo no me lleva, claro está, a hacer el elogio del soliloquio sexual como la forma más perfecta del placer; en este campo, me inclino por los diálogos de a dos o, máximo, de a tres, y, por supuesto, me declaro encarnizado enemigo del promiscuo partouze, que es, en el espacio de la cama y el fornicio, el equivalente del colectivismo político y social. A menos de que el monólogo sexual se practique en compañía —en cuyo caso se vuelve barroquísimo diálogo—, como se ilustra en esa pequeña acuarela y carboncillo de Picasso (1902/1903) con la que usted puede recrearse en el Museo Picasso de Barcelona, en la que el Sr. D. Ángel Fernández de Soto, vestido y fumando la pipa, y su distinguida esposa, desnuda pero con medias y zapatos, tomando una copa de champaña y sentada en las rodillas de su cónyuge, se masturban recíprocamente, cuadro que, dicho sea de paso, sin ánimo de ofender a nadie (y, menos que nadie, a Picasso) considero superior al Guernica y Les demoiselles d'Avignon.
(Si le parece que esta carta empieza a dar muestras de incoherencia, recuerde al Monsieur Teste, de Valéry: «La incoherencia de un discurso depende del que escucha. El espíritu no me parece concebido de manera que pueda ser incoherente consigo mismo».)
¿Quiere usted saber de dónde viene toda la hepática descarga antipatriótica de esta carta? De una arenga del Presidente de la República, reseñada por la prensa esta mañana, según la cual, inaugurando la Feria de Artesanía, afirmó que los peruanos tenemos la obligación patriótica de admirar el trabajo de los anónimos artesanos que, hace siglos, modelaron los huacos de Chavín, tejían y pintaban las telas de Paracas o enhebraban los mantos de plumas de Nasca, los queros cusqueños, o los contemporáneos constructores de retablos ayacuchanos, de toritos de Pucará, niños Manuelitos, alfombras de San Pedro de Cajas, caballitos de totora del lago Titicaca y espejitos de Cajamarca, porque —cito al primer mandatario— «la artesanía es el arte popular por antonomasia, la exposición suprema de la creatividad y destreza artística de un pueblo y uno de los grandes símbolos y manifestaciones de la Patria y cada uno de sus objetos no lleva la firma individual de su artesano forjador porque todos ellos llevan la firma de la colectividad, de la nacionalidad».
Si es usted varón o hembra de buen gusto —es decir, amante de la precisión—, habrá sonreído ante esta diarrea artesano-patriótica de nuestro Jefe de Estado. En lo que a mí concierne, además de parecerme, como a usted, huera y cursi, me iluminó. Ahora ya sé por qué detesto todas las artesanías del mundo en general, y la de «mi país» (uso la fórmula para que podamos entendernos) en particular. Ahora ya sé por qué en mi casa no ha entrado ni entrará jamás un huaco peruano ni una máscara veneciana ni una matriuska rusa ni una muñequita con trenzas y zuecos holandesa ni un torerito de madera ni una gitanilla bailando flamenco ni un muñeco articulado indonesio, ni un samurai de juguete ni un retablo ayacuchano o un diablo boliviano ni ninguna figura u objeto de greda, madera, porcelana, piedra, tela o miga de pan manufacturado serial, genérica y anónimamente, que usurpe, aunque sea con la hipócrita modestia de autotitularse arte popular, la naturaleza de objeto artístico, algo que es predominio absoluto de la esfera privada, expresión de acérrima individualidad y por lo tanto refutación y rechazo de lo abstracto y lo genérico, de todo lo que, directa o indirectamente, aspire a justificarse en nombre de una pretendida estirpe «social». No hay arte impersonal, señor patriota (y no me hable, por favor, de las catedrales góticas). La artesanía es una manifestación primitiva, amorfa y fetal de lo que algún día —cuando individuos particulares desagregados del todo comiencen a imprimir un sello personal a esos objetos en los que volcarán una intimidad intransferible— podrá tal vez acceder a la categoría artística. Que ella truene, prospere y reine en una «nación» no debería ennorgullecer a nadie y menos a los pretendidos patriotas. Porque la prosperidad de la artesanía —esa manifestación de lo genérico— es signo de atraso o regresión, inconsciente voluntad de no avanzar en ese torbellino demoledor de fronteras, de costumbres pintorescas, de color local, de diferencias provinciales y espíritu campaneril, que es la civilización. Ya sé que usted, señora patriota, señor patriota, usted la odia, si no la palabra, el contenido de esa palabra demoledora. Es su derecho. También lo es, mío, amarla y defenderla contra viento y marea, aun a sabiendas de que el combate es difícil y de que puedo hallarme —los signos son múltiples— en el bando de los derrotados. No importa. Esa es la única forma de heroísmo que nos está permitida a los enemigos del heroísmo obligatorio: morir firmando con nombre y apellido propios, tener una muerte personal.
Sépalo de una vez por todas y horrorícese: la única patria que reverencio es la cama que holla mi esposa, Lucrecia (Tu luz, alta señora / Venza esta ciega y triste noche mía, fray Luis de León dixit) y, su cuerpo soberbio, la única bandera o enseña patria capaz de arrastrarme a los más temerarios combates, y el único himno que me conturba hasta el sollozo son los ruidos que esa carne amada emite, su voz, su risa, su llanto, sus suspiros, y, por supuesto (tápese los oídos y la nariz) sus hipos, eructos, pedos y estornudos. ¿Puedo o no puedo ser considerado un verdadero patriota, a mi manera?
Don Rigoberto se despertó llorando (le ocurría con bastante frecuencia últimamente). Había pasado del sueño a la vigilia ya; su conciencia reconocía en las sombras los objetos de su dormitorio; sus oídos, el monótono mar; sus narices y los poros de su cuerpo, la corrosiva humedad. Pero, la horrible imagen estaba todavía allí, sobrenadando en su imaginación, salida de algún remoto escondrijo, angustiándolo igual que hacía unos momentos, en la inconsciencia de la pesadilla. «Deja de llorar, estúpido». Pero las lágrimas corrían por sus mejillas y sollozaba, sobrecogido de espanto. ¿Y, si fuera telepatía? ¿Si hubiera recibido un mensaje? ¿Si, en efecto, ayer, esa tarde, gusanito en el corazón de la manzana, le hubieran descubierto el bulto en el pecho anunciador de la catástrofe y Lucrecia inmediatamente hubiera pensado en él, confiado en él, acudido a él a compartir su pesadumbre, su zozobra? Había sido una llamada in extremis. El día de la operación estaba decidido. «Estamos todavía a tiempo, sentenció el doctor, a condición de extirpar ese pecho, tal vez los dos pechos, de inmediato. Casi, casi, puedo meter mis manos al fuego: aún no se ha producido metástasis. A condición de operar dentro de pocas horas, se salvará». El miserable habría comenzado a afilar el bisturí, con celajes de placer sádico en los ojos. Entonces, en ese instante, Lucrecia pensó en él, deseó ardientemente hablar con él, contarle, ser escuchada, consolada, acompañada por él. «Dios mío, iré a arrastrarme a sus pies como una lombriz y a pedirle perdón», se estremeció don Rigoberto.
La imagen de Lucrecia, tendida en una mesa de operaciones, sometida a esa monstruosa mutilación, le acarreó un nuevo ramalazo de angustia. Cerrando los ojos, aguantando la respiración, recordó sus pechos firmes, robustos, idénticos, las corolas oscuras y la piel granulada, los botones que, arrullados y humedecidos por sus labios, se enderezaban con gallardía, desafiantes, a la hora del amor. ¿Cuántos minutos, horas, había pasado contemplándolos, sopesándolos, besándolos, lamiéndolos, jugando con ellos, acariciándolos, fantaseándose convertido en ciudadano de Liliputh que escalaba esas sonrosadas colinas en pos del alto torreón de la cumbre, o en un recién nacido que, mamando de allí la blanca savia de la vida, recibía de esos pechos, apenas salido del claustro materno, sus primeras lecciones de placer? Recordó cómo solía, ciertos domingos, sentarse en el banquito de madera del cuarto de baño, a contemplar a Lucrecia en la bañera, arrebosada de espuma. Ella se ponía una toalla en forma de turbante y proseguía su toilette, muy concienzuda, concediéndolé de tanto en tanto una sonrisa benevolente, mientras se restregaba el cuerpo con las grandes esponjas amarillas que embebía en agua espumosa, y pasaba por sus hombros, su espalda o las hermosas piernas que sacaba para ello unos segundos de las profundidades cremosas. En esos momentos, eran sus pechos los que imantaban toda la atención, el fervor religioso de don Rigoberto. Asomaban a flor de agua, su copa blanca y sus pezones azulados brillando entre las burbujas de espuma, y, de rato en rato, para halagarlo y premiarlo («caricia distraída que hace el ama al perro dócil tendido a sus pies», pensó, más calmado) doña Lucrecia se los cogía y, con el pretexto de enjabonarlos y enjuagarlos algo más, los acariciaba con la esponja. Eran bellos, eran perfectos. Tenían la redondez, la consistencia y la temperatura para colmar los deseos de un dios lujurioso. «Ahora, pásame la toalla, sé mi valet, decía, incorporándose, mientras se enjuagaba con la ducha de mano. Si te portas bien, tal vez te permita que me seques la espalda». Sus pechos estaban ahí, destellando en la oscuridad del cuarto y como iluminando su soledad. ¿Podía ser posible que el inicuo cáncer se encarnizara contra esas criaturas que enaltecían la condición femenina, que justificaban la divinización trovadoresca de la mujer, el culto mariano? Don Rigoberto sintió que a la desesperación de hacía un momento sucedía la cólera, un sentimiento salvaje de rebeldía contra la enfermedad.
Y, entonces, recordó. «¡Maldito Onetti!». Se echó a reír a carcajadas. «¡Maldita novela! ¡Maldita Santa María! ¡Maldita Gertrudis!». (¿Así se llamaba su personaje? ¿Gertrudis? Sí, así). De ahí le vino la pesadilla, nada de telepatía. Seguía riéndose, liberado, sobreexcitado, dichoso. Decidió, por unos momentos, creer en Dios (en alguno de sus cuadernos había transcrito la frase de Quevedo, en el Buscón: «Era de esos que creen en Dios por cortesía») para poder agradecer a alguien que los amados pechos de Lucrecia estuvieran intactos, indemnes a las acechanzas del cáncer, y que esa pesadilla hubiera sido sólo la reminiscencia de esa novela cuyo terrible comienzo lo había sobresaltado de horror, los primeros meses de su matrimonio con Lucrecia, inoculándole la aprensión de que algún día, los deliciosos, dulces pechos de su nueva esposa, pudieran ser víctimas de una afrenta quirúrgica (la frase compareció en su memoria con su obscena eufonía: «Ablación de mama») semejante a la que describía, o, aún mejor, inventaba, en las primeras páginas, Brausen, el narrador de esa novela desasosegadora del maldito Onetti. «Gracias, Dios mío, de que no sea cierto, de que sus tetas estén enteritas», rezó. Y, sin calzarse las zapatillas ni ponerse la bata fue a oscuras, tropezando, a revisar los cuadernos de su escritorio. Estaba seguro de haber dejado testimonio de esa perturbadora lectura, que, ¿por qué?, había sobreflotado esta noche de su subconsciencia para estropearle el sueño.
¡El maldito Onetti! ¿Uruguayo? ¿Argentino? Rioplatense, en todo caso. Qué mal rato le hizo pasar. Curioso encaminamiento el de la memoria, caprichosas curvas, barrocos zigzags, incomprensibles hiatos. ¿Por qué, ahora, esta noche, reaparecía en su conciencia esa ficción, luego de diez años en que probablemente ni un solo día, ni una sola vez, pensó en ella? Con la luz de la lamparita del escritorio proyectando sobre el tablero su luz dorada, revisaba apresurado el alto de cuadernos que, calculó, correspondía a la época en que leyó La vida breve. A la vez, seguía viendo, cada vez más nítidos, níveos, levantados, cálidos, en la cama nocturna, en la bañera matutina, asomando entre los pliegues del camisón o la bata de seda o la abertura del escote, los pechos de Lucrecia. Y, volvía, regresaba, con el recuerdo de la tremenda impresión que le había causado la imagen inicial, la historia que refería La vida breve, con una creciente lucidez, como si aquella lectura fuese fresca, recientísima. ¿Por qué La vida breve? ¿Por qué, esta noche?
Por fin, encontró. Encabezando la página y subrayado: La vida breve. Y, a continuación: «Soberbia arquitectura, delicadísima y astuta construcción: una prosa y una técnica muy por encima de sus pobres personajes y anodinas historias». No era una frase muy entusiasta. ¿Por qué, pues, esa conmoción al recordarla? ¿Sólo porque su subconsciente había asociado aquel pecho cercenado por el bisturí de la Gertrudis de la novela con los añorados pechos de Lucrecia? Tenía clarísima la escena inicial, la imagen que había vuelto a remecerlo. El mediocre empleadito de una agencia publicitaria de Buenos Aires, Juan María Brausen, narrador de la historia, se tortura en su sórdido departamento con la idea de la mutilación de teta que ha sufrido la víspera o esa mañana su mujer, Gertrudis, mientras oye, al otro lado del tabique, el estúpido parloteo de una nueva vecina, una ex o todavía puta, Queca, y vagamente fantasea un argumento para cine que le ha pedido su amigo y jefe, Julio Stein. Ahí estaban las transcripciones estremecedoras: «… pensé en la tarea de mirar sin disgusto la nueva cicatriz que iba a tener Gertrudis en el pecho, redonda y complicada, con nervaduras de un rojo o un rosa que el tiempo transformaría acaso en una confusión pálida, del color de la otra, delgada y sin relieve, ágil como una firma, que Gertrudis tenía en el vientre y que yo había reconocido tantas veces con la punta de la lengua». Y esta, aún más lacerante, en que Brausen, agarrando al toro por los cuernos, anticipa la única manera real en que podría convencer a su mujer de que aquella teta cercenada no importaba: «Porque la única prueba convincente, la única fuente de dicha y confianza que puede proporcionarle será levantar y abatir a plena luz, sobre el pecho mutilado, una cara rejuvenecida por la lujuria, besar y enloquecerme allí».
«Quien escribe frases así, que diez años después siguen erizándole a uno la piel, llenándole el cuerpo de estalactitas, es un creador», pensó don Rigoberto. Se imaginó desnudo con su mujer, en la cama, contemplando la cicatriz casi invisible en el lugar donde había reinado y tronado aquella copa de carne tibia, aquella sedosa comba, besuqueándola con exagerada avidez, mintiendo una excitación, un frenesí que no sentía ni volvería a sentir, y reconoció en sus cabellos la mano —¿agradecida, compadecida?— de su amada, haciéndole saber que ya bastaba. No era necesario fingir. ¿Por qué, ellos que habían vivido cada noche la verdad de sus deseos y sus sueños hasta los tuétanos, iban ahora a mentir, diciéndose que no importaba, cuando ambos sabían que importaba muchísimo, que aquella teta ausente seguiría gravitando sobre todas las noches restantes? ¡Maldito Onetti!
—Te llevarías la sorpresa de tu vida —se rio doña Lucrecia, haciendo un gorgorito de cantante de ópera que se prepara a salir a escena—. Como yo, cuando me lo dijo. Y, más todavía, cuando se los vi. ¡La sorpresa de tu vida!
—¿Los gallardos pechos de la embajadora de Argelia? —se sorprendió don Rigoberto—. ¿Reconstituidos?
—De la esposa del embajador de Argelia —lo perfeccionó doña Lucrecia—. No te hagas el tonto, sabes muy bien de quién se trata. Los estuviste mirando toda la noche, en la comida de la embajada de Francia.
—Es verdad, eran lindísimos —admitió don Rigoberto, ruborizándose. Y, al tiempo que acariciaba, besaba y miraba con devoción los pechos de doña Lucrecia, matizó su entusiasmo con una galantería—: Pero, no tanto como los tuyos.
—Si no me importa —dijo ella, despeinándolo—. Son mejores que los míos, qué le voy a hacer. Más pequeñitos, pero más perfectos. Y, más duros.
—¿Más duros? —Don Rigoberto había comenzado a tragar saliva—. Ni que la hubieras visto desnuda. Ni que se los hubieses tocado.
Hubo un silencio auspicioso, que, sin embargo, coexistía con el estruendo de las olas rompiendo en el acantilado, allá abajo, al pie del escritorio.
—La he visto desnuda y se los he tocado —deletreó, demorándose mucho, su mujer—. ¿No te importa, no es cierto? Pero, no iba a eso, sino a que son reconstruidos. De verdad.
Ahora, don Rigoberto recordó que las mujeres de La vida breve —Queca, Gertrudis, Elena Sala— usaban fajas de seda, además de calzones, para sujetarse el talle y tener silueta. ¿De qué fecha sería aquella novela de Onetti? Ninguna mujer usaba ya fajas. Nunca había visto a Lucrecia con una faja de seda. Tampoco vestida de pirata, ni de monja, ni de jockey, ni de payaso, ni de mariposa, ni de flor. Aunque sí de gitana, con pañuelo en la cabeza, grandes aros en las orejas, blusa de bobos, una falda de amplio ruedo de muchos colores, y, en garganta y en brazos, sartas de abalorios. Recordó que estaba solo, en el amanecer húmedo de Barranco, separado hacía cerca de un año de Lucrecia, y lo impregnó el atroz pesimismo novelesco de Juan María Brausen. Sintió, también, lo que leía en el cuaderno: «la seguridad inolvidable de que no hay en ninguna parte una mujer, un amigo, una casa, un libro, ni siquiera un vicio, que puedan hacerme feliz». Era esa soledad atroz, no la escena del pecho canceroso de Gertrudis, lo que había desenterrado de su subconsciencia aquella novela; él estaba ahora sumido en una soledad tan ácida y un pesimismo tan negro como los de Brausen.
—¿Qué quiere decir, reconstruidos? —se atrevió a preguntar, luego de un largo paréntesis de desconcierto.
—Que tuvo cáncer y que se los sacaron —lo informó doña Lucrecia, con brutalidad quirúrgica—. Luego, poco a poco, se los reconstruyeron, en la Clínica Mayo de Nueva York. Seis intervenciones. ¿Te das cuenta? Una. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. A lo largo de tres años. Pero, se los dejaron más perfectos que antes. Hasta le rehicieron los pezones, con arruguitas y todo. Idénticos. Te lo puedo decir, porque se los vi. Porque se los toqué. ¿No te importa, no, amor mío?
—Por supuesto que no —se apresuró a responder don Rigoberto. Pero, su prisa lo traicionó, y, también, el cambio de coloratura, resonancias e implicaciones de su voz—. ¿Podrías decirme cuándo? ¿Dónde?
—¿Cuándo se los vi? —lo atascó, con sabiduría profesional, doña Lucrecia—. ¿Dónde se los toqué?
—Sí, sí —imploró él, ya sin guardar las formas—. Siempre que quieras. Sólo lo que te parezca que puedes contarme, por supuesto.
«¡Por supuesto!», dio un respingo don Rigoberto. Lo entendía. No era ese pecho emblemático, ni la negrura esencial del narrador de La vida breve; era la astuta manera que Juan María Brausen había encontrado de salvarse, lo que provocó la súbita resurrección, el regreso del Zorro, Tarzán o d'Artagnan, después de diez años. ¡Por supuesto! ¡Bendito Onetti! Sonrió, aliviado, casi contento. El recuerdo no comparecía para hundirlo, más bien para ayudarlo, o, como decía Brausen calificando a su afiebrada imaginación, para salvarlo. ¿No lo decía así, cuando se trasponía él mismo del Buenos Aires real a la Santa María inventada, fantaseado en el médico corrupto, Díaz Grey, que por dinero inyectaba morfina a la misteriosa Elena Sala? ¿No decía que esa transposición, esa muda, esa elucubración, ese recurso a lo ficticio, lo salvaba? Aquí estaba, anotado en su cuaderno: «Una caja china. En la ficción de Onetti, su personaje inventado, Brausen, inventa una ficción en la que hay un médico calcado de él, Díaz Grey, y una mujer calcada de Gertrudis (aunque con sus pechos enteros todavía), Elena Sala, y esa ficción es más que el argumento de cine que le ha pedido Julio Stein: es su manera de defenderse de la realidad enfrentándole el sueño, de aniquilar la horrible verdad de la vida con la hermosa mentira de la ficción». Estaba gozoso y exaltado con su descubrimiento. Se sentía Brausen, se sentía redimido, a salvo, cuando, otra cita de su cuaderno, al pie de las de La vida breve, lo preocupó. Era un verso de If, el poema de Kipling:
If you can dream —and not
make dreams your master
Una oportuna advertencia. ¿Seguía siendo dueño de sus sueños, o estos lo gobernaban ya, por abusar tanto de ellos desde su separación de Lucrecia?
—Nos hicimos amigas desde aquella comida en la embajada francesa —le contaba su mujer—. Me invitó a su casa, a tomar un baño de vapor. Una costumbre muy extendida en los países árabes, parece. Los baños de vapor. No son lo mismo que el sauna, que es baño seco. Se han hecho construir un hammam al fondo del jardín, en la residencia de Orrantia.
Don Rigoberto seguía hojeando, atolondrado, las páginas de su cuaderno, pero ya no estaba totalmente allí; ya estaba, también, en aquel tupido jardín de floripondios, laureles de flores blancas y rosadas y un intenso perfume de la madreselva que se enredaba en las columnas que sostenían el techo de una terraza. Espiaba, encandilado, a las dos mujeres —Lucrecia, con un floreado vestido de primavera y unas sandalias que dejaban al descubierto sus entalcados pies, y la embajadora de Argelia en una túnica de seda de delicados colores que la luminosa mañana tornasolaba— avanzando entre matas de geranios rojos, crotos verdes y amarillos y un césped cuidadosamente recortado, hacia la construcción de madera medio cubierta por las ramas frondosas de un ficus. «El hamman, el baño de vapor», se dijo, sintiendo su corazón. Veía a las dos mujeres de espaldas y admiraba lo parecido de sus formas, las anchas, desacomplejadas nalgas moviéndose a compás, las airosas espaldas, el quiebre de las caderas al andar que dibujaba pliegues en sus ropas. Iban del brazo, amigas cordialísimas, llevaban toallas en las manos. «Estoy allí, salvándome, y estoy en mi escritorio, pensó, como Juan María Brausen en su departamentito de Buenos Aires, desdoblándose en el cafiche Arce que explota a su vecina Queca y que se salva desdoblándose en el doctor Díaz Grey, de la inexistente Santa María». Pero, se distrajo de las dos mujeres porque, al volver una página de su cuaderno, se dio con otra cita robada de La vida breve: «Usted nombró plenipotenciarios a sus pechos».
«Esta es la noche de los pechos», se enterneció. «¿Seremos Brausen y yo nada más que un par de esquizofrénicos?». No le importaba en absoluto. Había cerrado los ojos y veía a las dos amigas desnudándose sin remilgos, con desenvoltura, como si hubieran celebrado este ritual muchas veces, en la pequeña antesala enmaderada de la cámara de vapor. Colocaban las ropas en unos ganchos y se envolvían en las amplias toallas, conversando animadamente sobre algo que don Rigoberto no entendía ni quería entender. Ahora, empujando una puertita de madera sin cerradura, pasaban a la pequeña cámara saturada de nubéculas de vapor. Sintió una bocanada de calor húmedo en la cara, que se le mojaba el pijama y se le pegaba al cuerpo en la espalda, el pecho y las piernas. El vapor se le metía dentro del cuerpo por las narices, la boca, los ojos, con un perfume que se parecía al pino, al sándalo, a la menta. Temblaba, atemorizado de que las amigas lo descubrieran. Pero, ellas no le prestaban la menor atención, como si no estuviera allí o fuera invisible.
—No creas que usaron nada artificial, silicona o alguna de esas porquerías —le aclaró doña Lucrecia—. Nada de eso. Se los reconstruyeron con piel y carne de su propio cuerpo. Sacándole un pedacito de estómago, otro de nalga, otro de muslo. Sin dejarle la menor huella de nada. Quedó regia, regia, te lo juro.
Era cierto, lo estaba comprobando. Se habían quitado las toallas y sentado muy juntas por la falta de espacio, en una tarima de barras de madera adosada a la pared. Don Rigoberto contempló los dos cuerpos desnudos a través de los ondulantes movimientos de las nubéculas calientes de vapor. Era mejor que El baño turco de Ingres, pues, en ese cuadro, el amontonamiento de desnudos descontrolaba la atención —«la maldición colectivista», blasfemó— en tanto que, aquí, su percepción podía focalizarse, abarcar de una mirada a las dos amigas, escrutarlas sin perder el más mínimo de sus gestos, poseerlas en una visión integral. Además, en El baño turco, los cuerpos estaban secos y aquí, en pocos segundos, doña Lucrecia y la embajadora tenían ya las pieles cubiertas de gotitas brillantes de transpiración. «Qué bellas son», pensó, emocionado. «Juntas, más todavía, como si la belleza de una potenciara la de la otra».
—No le dejaron ni la sombra de una cicatriz —insistía doña Lucrecia—. Ni en la barriga, ni en la nalga, ni en el muslo. Y, mucho menos, en los pechos que le fabricaron. De no creérselo, amor.
Don Rigoberto lo creía a pie juntillas. ¿Cómo no, si estaba viendo a esas dos perfecciones tan de cerca que, si estiraba su mano, las tocaba? («Ay, ay», se compadeció). El cuerpo de su mujer era más blanco y el de la embajadora más moreno, como crecido y formado a la intemperie; la cabellera de Lucrecia lacia y negra en tanto que la de su amiga crespa y rojiza, pero, pese a aquellas diferencias, se parecían en su desprecio a la moda moderna de la delgadez y el estilo lanceolado, en su renacentista suntuosidad, en su espléndida abundancia de tetas, muslos, nalgas y brazos, en esas magníficas redondeces que —no necesitaba acariciarlas para saberlo— eran firmes, duras y tirantes, prensadas como si las modelaran invisibles corpiños, fajas, ligas, sujetadores. «El modelo clásico, la gran tradición», lo celebró.
—Sufrió mucho con tanta operación, con tanta convalecencia —se apiadaba doña Lucrecia—. Pero, su coquetería, su voluntad de no dejarse vencer, de derrotar a la Naturaleza, de seguir siendo bella, la ayudó. Y, al fin, ganó la guerra. ¿No te parece bellísima?
—Tú también me lo pareces —oró don Rigoberto.
El calor y la transpiración las habían agitado. Ambas respiraban hondo, con lentos y profundos movimientos que alzaban y bajaban sus pechos como tumbos de mar. Don Rigoberto estaba en trance. ¿Qué se decían? ¿Por qué habían surgido esos brillos maliciosos en esos dos pares de ojos? Aguzó los oídos y escuchó.
—No lo puedo creer —decía doña Lucrecia, mirándole los pechos a la embajadora y exagerando su asombro—. Volverían loco a cualquiera. Pero, si no pueden ser más naturales.
—Es lo que me dice mi marido —se rio la embajadora, con intención, alzando un poco el torso de manera que sus pechos se lucieran. Hablaba haciendo un mohín, con un dejo francés, pero sus jotas y erres eran árabes. («Su padre nació en Oran y jugó fútbol con Albert Camus», decidió don Rigoberto)—. Que me los dejaron mejor que antes, que ahora le gustan más. No creas que las operaciones los volvieron insensibles. Nada de eso.
Se rio, simulando rubor, y Lucrecia se rio también, dándole una ligera palmadita en el muslo que sobresaltó a don Rigoberto.
—Espero que no lo tomes a mal ni pienses cosas —dijo, un momento después—. ¿Te los podría tocar? ¿Te importaría? Me muero por saber si al tacto son tan auténticos como lucen. Te pareceré una loca, pidiéndote eso. ¿Te importaría?
—Claro que no, Lucrecia —respondió la embajadora, con familiaridad. Su mohín se había acentuado y sonreía con una boca abierta de par en par, exhibiendo con legítimo orgullo sus blanquísimos dientes—. Tú tocarás los míos, yo los tuyos. Compararemos. No tiene nada de malo que dos amigas se acaricien.
—Eso es, eso es —exclamó doña Lucrecia, entusiasmada. Y echó una miradita de soslayo hacia donde se encontraba don Rigoberto. («Supo desde el principio que yo estaba aquí», suspiró él)—. No sé al tuyo, pero, a mi marido, esto le encanta. Juguemos, juguemos.
Habían comenzado a tocarse, al principio con mucha prudencia y apenas; luego, con más atrevimiento; ahora, se acariciaban ya los pezones, sin disimulo. Se habían ido juntando. Se abrazaban, las dos cabelleras se confundían. Don Rigoberto apenas las divisaba. Las gotas de sudor —o, acaso, las lágrimas— le irritaban de tal modo las pupilas que debía parpadear sin descanso y cerrar los ojos. «Estoy feliz, estoy entristecido», pensaba, consciente de la incongruencia. ¿Podía ser posible? Por qué no. Como estar en Buenos Aires y en Santa María, o en este amanecer, solo, en el desolado escritorio rodeado de cuadernos y grabados, y en aquel jardín primaveral, entre nubes de vapor, sudando a chorros.
—Comenzó como un juego —le explicó doña Lucrecia—. Para pasar el rato, mientras botábamos las toxinas. Inmediatamente, pensé en ti. Si lo aprobarías. Si te excitaría. Si te molestaría. Si me harías una escena cuando te contara.
Él, fiel a su promesa de dedicar toda la noche a rendir culto a los pechos plenipotenciarios de su mujer, se había arrodillado en el suelo, entre las piernas separadas de Lucrecia, sentada al borde de la cama. Con amorosa solicitud sostenía cada uno de sus senos en una mano, extremando el cuidado, como si fueran de frágil cristal y pudieran trizarse. Los besaba con la flor de los labios, milímetro a milímetro, cultivador concienzudo que no deja mota de terreno sin roturar.
—Es decir, me provocó tocarla para saber si, al tacto, sus pechos no parecían postizos. Y, ella, por galantería, para no quedarse quieta, como una posma. Pero, era jugar con fuego, por supuesto.
—Por supuesto —asintió don Rigoberto, incansable en su búsqueda de la simetría, saltando, equitativo, de un pecho a otro—. ¿Porque se fueron excitando? ¿Porque de tocárselos pasaron a besárselos? ¿A chupárselos?
Se arrepintió en el acto. Había violado ese estricto código que establecía la incompatibilidad entre el placer y el uso de palabras vulgares, de verbos (chupar, mamar) sobre todo, que malherían cualquier ilusión.
—No he dicho chupárselos —se excusó, tratando de retrotraer el pasado y corregirlo—. Quedémonos en besárselos. ¿Cuál de las dos comenzó? ¿Tú, vida mía?
Oyó su livianísima voz, pero no alcanzó ya a verla, porque se desvanecía muy de prisa, como el vaho en el espejo al ser frotado o recibir una bocanada de aire fresco: «Sí, yo, ¿no es lo que me mandaste hacer, lo que querías?». «No», pensó don Rigoberto. «Lo que quiero es tenerte aquí, de carne y hueso, no fantasma. Porque, te amo». La tristeza había caído sobre él como un chaparrón, cuyas trombas de agua impetuosa se llevaron el jardín, aquella residencia, el olor a sándalo, a pino, a menta y a madreselva, el baño de vapor y las dos amigas cariñosas. También, el calor mojado de un momento atrás y su sueño. El frío de la madrugada le calaba los huesos. El isócrono mar golpeaba con furia los acantilados.
Y entonces recordó que, en la novela —¡maldito Onetti!, ¡bendito Onetti!— la Queca y la Gorda se besaban y acariciaban a escondidas de Brausen, del falso Arce, y que la puta, o ex-puta, la vecina, la Queca, la que mataban, creía que su departamento estaba lleno de monstruos, de gnomos, de endriagos, invisibles bestezuelas metafísicas que venían a acosarla. «La Queca y la Gorda, pensó, Lucrecia y la embajadora». Esquizofrénico, igual que Brausen. Ni los fantasmas lo salvaban ya, más bien lo sepultaban cada día en una soledad más profunda, dejando su estudio sembrado de alimañas feroces, como el departamento de la Queca. ¿Debería quemar esta casa? ¿Con él y Fonchito dentro?
En el cuaderno, destelló un sueño erótico de Juan María Brausen («tornado de unos cuadros de Paul Delvaux que Onetti no podía conocer cuando escribió La vida breve porque el surrealista belga ni siquiera los había pintado», decía una notita entre paréntesis): «Me abandono contra el respaldo del asiento, contra el hombro de la muchacha, e imagino estar alejándome de una pequeña ciudad formada por casas de citas; de una sigilosa aldea en la que parejas desnudas ambulan por jardinillos, pavimentos musgosos, protegiéndose las caras con las manos abiertas cuando se encienden luces, cuando se cruzan con mucamos pederastas…». ¿Terminaría como Brausen? ¿Sería ya Brausen? Un fallido mediocre que fracasó como idealista católico, reformador social evangélico y también, luego, como irredento libertario individualista y agnóstico hedonista, como fabricante de enclaves privados de alta fantasía y buen gusto artístico, al que se le desmorona todo, la mujer que ama, el hijo que procreó, los sueños que quiso incrustar en la realidad, y que declina cada día, cada noche, detrás de la repelente máscara de gerente de una exitosa compañía de seguros, convertido en ese «desesperado puro» del que hablaba la novela de Onetti, en un remedo del masoquista pesimista de La vida breve. Brausen, al menos, al final, se las arreglaba para escapar de Buenos Aires, y, tomando trenes, autos, barcos o autobuses, conseguía llegar a Santa María, la colonia rioplatense de su invención. Don Rigoberto estaba todavía lo bastante lúcido para saber que no podía contrabandearse en las ficciones, brincar al sueño. No era Brausen todavía. Había tiempo de reaccionar, de hacer algo. Pero, qué, qué.
Entro a tu casa por el tubo de la chimenea, aunque no sea Santa Claus. Voy flotando hasta tu dormitorio y, pegadita a tu cara, imito el zumbido del mosquito. Entre sueños, tú comienzas a dar manotazos en la oscuridad contra un pobre zancudito que no existe.
Cuando me canso de jugar al anofeles, te destapo los pies y soplo una corriente de aire frío que te entumece los huesos. Te pones a temblar, te encoges, jalas la frazada, te chocan los dientes, te tapas con la almohada y hasta te vienen unos estornudos que no son los de tu alergia.
Entonces, me vuelvo un calorcito piurano, amazónico, que te empapa de sudor de pies a cabeza. Pareces un pollito mojado, pateando las sábanas al suelo, arranchándote la camisa y el pantalón del pijama. Hasta que te quedas calatito, sudando, sudando y acezando como un fuelle.
Después, me vuelvo una pluma y te hago cosquillas, en la planta de los pies, en la oreja, en las axilas. Ji ji, ja ja, jo jo, te ríes sin despertar, haciendo muecas desesperadas y moviéndote, a la derecha, a la izquierda, para que se vayan los calambritos de la carcajada. Hasta que, por fin, te despiertas, asustado, sin verme, pero sintiendo que alguien ronda por la oscuridad.
Cuando te levantas para ir a tu escritorio, a entretenerte con tus grabados, te pongo trampas en el camino. Muevo sillas y adornos y mesas de su sitio, para que te tropieces y grites «¡Ayayayyy!», frotándote las espinillas. A veces, te escondo la bata, las zapatillas. A veces, te derramo el vaso de agua que colocas en el velador para tomártelo al despertar. ¡Cómo te enojas cuando abres los ojos y tanteas buscándolo y descubres que está en medio de un charco, en el suelo! Así nos jugamos con nuestros amores, nosotras.
Tuya, tuya, tuya,
La fantasmita enamorada