VI

El anónimo

En vez de enojada, como la noche anterior al irse a la cama con el arrugado papel en el puño, la señora Lucrecia despertó de buen humor y complacida. La rondaba una sensación ligeramente voluptuosa. Estiró la mano y cogió la misiva garabateada con letras de imprenta, en un papel granulado color azul pálido, agradable al tacto.

«Frente al espejo, sobre una cama o sofá…» Disponía de una cama, no de sedas de la India pintadas a mano ni de un batik indonesio, así que incumpliría esa exigencia del amo sin rostro. Eso sí, podía satisfacerlo tumbándose de espaldas, desvestida, los cabellos sueltos, encoger la pierna, alojar la cabeza en pensar que era la Dánae de Klimt (aunque no se lo creyera) y simular que dormía. Y, desde luego, podía mirarse en el espejo diciéndose: «Soy gozada y admirada, soy soñada y amada». Con una sonrisita burlona y unos ojos cuyos brillos de luciérnaga repetía el espejo del tocador, apartó las sábanas y jugó a seguir las instrucciones. Pero, como sólo se veía la mitad del cuerpo, no supo si alcanzaba a imitar con alguna verosimilitud la postura del cuadro de Klimt que el corresponsal fantasma le había enviado en una tosca reproducción de carta postal.

Mientras tomaba el desayuno, conversando distraídamente con Justiniana, y, luego, bajo la ducha y en tanto se vestía, sopesó una vez más las razones para dar un nombre y un rostro al autor de la carta. ¿Don Rigoberto? ¿Fonchito? ¿Y si fuera algo tramado por ambos? ¡Qué absurdo! No, no tenía pies ni cabeza. La lógica la inclinaba a pensar en Rigoberto. Una manera de hacerle saber que, pese a lo pasado y a la separación, la tenía siempre presente en sus delirios. Una manera de sondear la posibilidad de una reconciliación. No. Aquello había sido demasiado duro para él. Nunca sería capaz de amistarse con la mujer que lo engañó con su propio hijo, en su propia casa. Ese gusanito rancio, el amor propio, se lo prohibía. Entonces, si el anónimo no lo había enviado su ex-marido, el autor era Fonchito. ¿No tenía la misma fascinación por la pintura que su padre? ¿La misma buena o mala costumbre de entreverar la vida de los cuadros con la verdadera? Sí, había sido él. Además, se había delatado, metiendo a Klimt. Le haría saber que lo sabía y lo avergonzaría. Esta misma tarde.

A doña Lucrecia se le hicieron larguísimas las horas de espera. Sentada en la salita comedor, miraba el reloj, temerosa de que, hoy, precisamente, fuera a faltar. «Dios mío, señora, parece como si su enamorado viniera a visitarla por primera vez», se chanceó Justiniana. Ella se ruborizó, en lugar de festejarla. Apenas se apareció, con su bella carita y el delicado cuerpecillo embutido en las desordenadas prendas del uniforme de colegio, y tiró sobre la alfombra su bolsón y la saludó besándola en la mejilla, doña Lucrecia le lanzó esta advertencia:

—Tú y yo tenemos que hablar de algo muy feo, caballerito.

Vio la expresión intrigada y los ojos azules que se abrían, inquietos. Se había sentado frente a ella, con las piernas cruzadas. Doña Lucrecia notó que tenía suelto uno de los pasadores de sus zapatos.

—¿De qué, madrastra?

—De una cosa muy fea —repitió, mostrándole la carta y la postal—. De lo más cobarde y sucio que existe: mandar anónimos.

El niño no palideció, ni enrojeció, ni pestañó. Siguió mirándola, curioso, sin el menor desconcierto. Ella le alcanzó la carta y la postal y no le quitó los ojos de encima mientras Fonchito, muy serio, una puntita de lengua entre los dientes, leía el anónimo como deletreando. Sus despiertos ojitos volvían sobre las líneas, una y otra vez.

—Hay dos palabras que no entiendo —dijo, por fin, bañándola con su mirada transparente—. Helena y batik. Una chica en la Academia se llama Helena. Pero, aquí está usada en otro sentido ¿no? Y, nunca he oído batik. ¿Qué quieren decir, madrastra?

—No te hagas el idiota —se molestó doña Lucrecia—. ¿Por qué me has escrito esto? ¿Creías que no iba a darme cuenta de que eras tú?

Se sintió algo incómoda con el desconcierto, ahora sí muy explícito, de Fonchito, quien, luego de mover un par de veces la cabeza, perplejo, volvió a llevarse a los ojos el anónimo y a leerlo, moviendo los labios en silencio. Y se sintió totalmente sorprendida cuando, al levantar el niño la cabeza, vio que sonreía de oreja a oreja. Con alegría desbordante, alzó los brazos, saltó sobre ella y la abrazó, lanzando un gritito de triunfo:

—¡Ganamos, madrastra! ¿No te das cuenta?

—De qué debo darme cuenta, geniecillo —lo apartó.

—Pero, madrastra —la miraba con ternura, compadeciéndola—. Nuestro plan, pues. Está resultando. ¿No te dije que había que ponerlo celoso? Alégrate, vamos muy bien. ¿No quieres amistarte con mi papá?

—No estoy nada segura de que este anónimo sea de Rigoberto —vaciló doña Lucrecia—. Yo, más bien, sospecho de ti, mosquita muerta.

Se calló, porque el niño se reía, mirándola con la benevolencia cariñosa que merece un pobre de espíritu.

—¿Tú sabes que Klimt fue el maestro de Egon Schiele? —exclamó de pronto, adelantándose a una pregunta que ella tenía en los labios—. Lo admiraba. Lo pintó en su lecho de muerte. Un carboncillo muy bonito, Agonía, de 1912. También pintó, ese año, Los ermitaños, donde él y Klimt aparecen con hábitos de monjes.

—Estoy convencida que lo escribiste tú, revejido que sabes tanto —volvió a sublevarse doña Lucrecia. Se sentía dividida por conjeturas contradictorias y la irritaba la cara despreocupada de Fonchito y que hablara tan contento de sí mismo.

—Pero, madrastra, en vez de ser tan mal pensada, alégrate. Esta cartita te la manda mi papá para que sepas que ya te perdonó, que quiere amistarse. Cómo no te das cuenta.

—Tonterías. Es un anónimo insolente y un poco cochino, nada más.

—No seas tan injusta —protestó el niño, con vehemencia—. Te compara con un cuadro de Klimt, dice que cuando pintó a esa chica estaba adivinando cómo serías. ¿Dónde está la cochinada? Es un piropo muy bonito. Una manera que ha buscado mi papá de ponerse en contacto contigo. ¿Le vas a contestar?

—No puedo contestarle, no me consta que sea él. —Ahora, doña Lucrecia dudaba menos. ¿De veras, querría amistarse?

—Ya ves, ponerlo celoso funcionó a las mil maravillas —repitió el niño, feliz—. Desde que le dije que te vi del brazo con un señor, se imagina cosas. Se asustó tanto que te escribió esta carta. ¿No soy buen detective, madrastra?

Doña Lucrecia cruzó los brazos, pensativa. Nunca había prestado seriedad a la idea de reconciliarse con Rigoberto. Le había seguido la cuerda a Fonchito para pasar el rato. De repente, por primera vez, no le parecía una remota quimera, sino algo que podía suceder. ¿Eso quería? ¿Volver a la casa de Barranco, reanudar la vida de antes?

—Quién si no mi papá te podía comparar con una pintura de Klimt —insistió el niño—. ¿No ves? Te está recordando esos jueguecitos con cuadros que tenían ustedes en las noches.

La señora Lucrecia sintió que le faltaba el aire.

—De qué hablas —balbuceó, sin fuerzas para desmentirlo.

—Pero, madrastra —respondió el niño, accionando—. De esos juegos, pues. Cuando te decía hoy eres Cleopatra, hoy Venus, hoy Afrodita. Y tú te ponías a imitar las pinturas para darle gusto.

—Pero, pero —en el colmo del bochorno, doña Lucrecia no alcanzaba a encolerizarse y sentía que todo lo que decía la delataba más—: De dónde sacas eso, tienes una imaginación muy retorcida y muy, muy…

—Tú misma me lo contaste —la anonadó el niño—. Qué cabecita, madrastra. ¿Ya se te olvidó?

Quedó muda. ¿Ella se lo había dicho? Escarbó su memoria, en vano. No recordaba haber tocado ese tema con Fonchito ni siquiera de la manera más indirecta. Nunca jamás, claro que no. ¿Pero, entonces? ¿Sería que Rigoberto le hizo confidencias? Imposible, Rigoberto no hablaba con nadie de sus fantasías y deseos. Ni con ella, durante el día. Esa había sido una regla respetada en sus diez años de matrimonio; nunca, ni en broma ni en serio, aludir durante el día a lo que decían y hacían en las noches en el secreto de la alcoba. Para no trivializar el amor y conservarle un aura mágica, sagrada, decía Rigoberto. Doña Lucrecia recordó los primeros tiempos de casados, cuando comenzaba a descubrir el otro lado de la vida de su marido, aquella conversación sobre el libro de Johan Huizinga, Homo Ludens, uno de los primeros que él le había rogado que leyera, asegurándole que en la idea de la vida como juego y del espacio sagrado se encontraba la clave de su futura felicidad. «El espacio sagrado resultó ser la cama», pensó. Habían sido felices, jugando a esos juegos nocturnos, que, al principio, sólo la intrigaban, pero que, poco a poco, habían ido conquistándola, espolvoreando su vida —sus noches— de ficciones siempre renovadas. Hasta la locura con este niñito.

—Quien a solas se ríe, de sus maldades se acuerda —la sacó de sus divagaciones la fresca voz de Justiniana, quien traía la bandeja del té—. Hola, Fonchito.

—Mi papá le ha escrito una carta a la madrastra y prontito se amistarán. Tal como te dije, Justita. ¿Me hiciste chancays?

—Tostaditos, con mantequilla y mermelada de fresa —Justiniana se volvió a doña Lucrecia, abriendo los ojazos—: ¿Se va a amistar con el señor? ¿Nos mudamos de nuevo a Barranco, entonces?

—Tonterías —dijo la señora Lucrecia—. ¿No lo conoces?

—Veremos si son tonterías —protestó Fonchito, atacando los bizcochos mientras doña Lucrecia le servía el té—. ¿Una apuesta? ¿Qué me das si te amistas con mi papá?

—Un cacho quemado —dijo la señora Lucrecia, doblegada—. ¿Y qué me das tú a mí, si pierdes?

—Un beso —se rio el niño, guiñándole el ojo.

Justiniana soltó una carcajada.

—Mejor me voy y dejo solos a los tortolitos.

—Calla, loca —la reprendió doña Lucrecia, cuando la muchacha ya no podía oírla.

Tomaron el té en silencio. Doña Lucrecia seguía impregnada de reminiscencias de su vida con Rigoberto, dolida de que hubiera pasado lo que pasó. Esa ruptura no tenía arreglo. Había sido demasiado tremendo, no cabía marcha atrás. ¿Sería acaso posible la vida de los tres, juntos de nuevo en la misma casa? En ese momento, se le ocurrió que Jesucristo, a los doce años, había asombrado a los doctores del templo discutiendo con ellos de igual a igual sobre materias teologales. Sí, pero Fonchito no era un niño prodigio como Jesucristo. Lo era como Luzbel, el Príncipe de las Tinieblas. No ella, sino él, él, el supuesto niño, había tenido la culpa de toda esa historia.

—¿Sabes en qué otra cosa me parezco a Egon Schiele, madrastra? —la sacó el niño de su fantaseo—. En que él y yo somos esquizofrénicos.

No pudo contener la carcajada. Pero, la risa se le cortó de golpe, porque, como otras veces, intuyó que por debajo de lo que semejaba una niñería, podía anidar algo tenebroso.

—¿Sabes qué es un esquizofrénico, acaso?

—En que, siendo uno solo, te crees dos personas distintas o más —Fonchito recitaba una lección, exagerando—. Me lo explicó mi papá, anoche.

—Bueno, tú podías serlo, entonces —murmuró doña Lucrecia—. Porque, en ti, hay un viejo y un niño. Un angelito y un demonio. ¿Qué tiene que ver eso con Egon Schiele?

Otra vez la cara de Fonchito se distendió en una sonrisa satisfecha. Y, luego de murmurar un rápido «Espérate, madrastra», escarbó en su bolsón en pos del infaltable libro de reproducciones. O, más bien, los libros, pues la señora Lucrecia recordaba haber visto por lo menos tres. ¿Andaba siempre con uno en su maletín? Estaba pasándose de la raya con su manía de identificarse en todo y a toda hora con ese pintor. Si ella tuviera comunicación con Rigoberto, le sugeriría que lo llevara donde un psicólogo. Pero, en el acto, se rio de sí misma. Qué descabellada idea, darle consejos a su ex-marido sobre la educación del niñito que causó la ruptura matrimonial. Se estaba volviendo idiota, últimamente.

—Mira, madrastra. Qué te parece.

Cogió el libro por la página que Fonchito le señalaba y durante un buen rato lo hojeó, tratando de concentrarse en esas imágenes calientes, contrastadas, en esas figuras masculinas que, de a dos, de a tres, se exhibían ante ella, mirándola con impavidez, vestidas, embutidas en túnicas, desnudas, semidesnudas y, alguna vez, tapándose el sexo o mostrándoselo, erecto y enorme, con total impudor.

—Bueno, son autorretratos —dijo, al fin, por decir algo—. Algunos, buenos. Otros, no tanto.

—Pintó más de cien —la ilustró el niño—. Después de Rembrandt, Schiele es el pintor que más se retrató a sí mismo.

—Eso no quiere decir que fuese esquizofrénico. Más bien, un Narciso. ¿Tú también eres eso, Fonchito?

—No te has fijado bien —el niño abrió otra página, y otra, instruyéndola, mientras señalaba—: ¿No te diste cuenta? Se duplica y hasta triplica. Este, por ejemplo. Los videntes de sí mismos, de 1911. ¿Quiénes son esas figuras? Él mismo, repetido. Y, Profetas (Doble Autorretrato), de 1911. Fíjate. Es él mismo, desnudo y vestido. Triple autorretrato, de 1913. Él, tres veces. Y, tres más ahí, en chiquito, a la derecha. Se veía así, como si hubiera varios Egon Schieles metidos en él. ¿No es eso ser esquizofrénico?

Como se atrepellaba al hablar y sus ojos relampagueaban, doña Lucrecia trató de apaciguarlo.

—Bueno, tendría tendencia a la esquizofrenia, como muchos artistas —le concedió—. Los pintores, los poetas, los músicos. Tienen muchas cosas dentro, tantas que, a veces, no caben en una sola persona. Pero, tú, eres el niño más normal del mundo.

—No me hables como si fuera un tarado, madrastra —se enojó Alfonso—. Yo soy como era él y lo sabes muy bien, porque acabas de decírmelo. Un viejo y un niño. Un angelito y un demonio. O sea, esquizofrénico.

Ella le acariñó los cabellos. Los alborotados, suaves mechones rubios resbalaron entre sus dedos y doña Lucrecia resistió la tentación de tomarlo en sus brazos, sentarlo sobre sus faldas y arrullarlo.

—¿Te hace falta tu mamá? —se le escapó. Trató de componerlo—: Quiero decir, ¿piensas mucho en ella?

—Casi nunca —dijo Fonchito, muy tranquilo—. Apenas me acuerdo de su cara, salvo por las fotos. La que me hace falta eres tú, madrastra. Por eso, quiero que te amistes de una vez con mi papá.

—No va a ser tan fácil. ¿No te das cuenta? Hay heridas difíciles de cerrar. Lo ocurrido con Rigoberto fue una de esas. Se sintió muy ofendido, y con toda razón. Yo cometí una locura que no tiene disculpa. No sé, nunca sabré qué me pasó. Mientras más pienso, más increíble me parece. Como si no hubiera sido yo, como si otra hubiera actuado dentro de mí, suplantándome.

—Entonces, eres también esquizofrénica, madrastra —se rio el niño, poniendo otra vez la expresión de haberla pillado en falta.

—Un poco, no, bastante —asintió ella—. Mejor, no hablemos de cosas tristes. Cuéntame algo de ti. O de tu papá.

—A él también le haces falta —Fonchito se puso grave y algo solemne—: Por eso te escribió ese anónimo. A él se le cerró ya la herida y quiere amistarse.

No tuvo ánimos para discutirle. Ahora, se sentía ganada por la melancolía y algo tristona.

—¿Cómo está Rigoberto? ¿Haciendo su vida de siempre?

—De la oficina a la casa y de la casa a la oficina, todos los días —asintió Fonchito—. Metido en el escritorio, oyendo música, contemplando sus grabados. Pero, es un pretexto. No se encierra ahí para leer, ver pinturas ni oír sus discos. Sino, para pensar en ti.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque habla contigo —afirmó el niño, bajando la voz y echando una mirada al interior de la casa, por si aparecía Justiniana—. Lo he oído. Me acerco despacito y pego la oreja a su puerta. Nunca falla. Está hablando sólito. Y te nombra a cada rato. Te lo juro.

—No te creo, mentiroso.

—Sabes que no te inventaría una cosa así, madrastra. ¿Ves lo que te digo? Quiere que vuelvas.

Hablaba con tanta seguridad que era difícil no sentirse arrastrada hacia ese mundo suyo tan seductor y tan falso, de inocencia, bondad y maldad, pureza y suciedad, espontaneidad y cálculo. «Desde que ocurrió esta historia no he vuelto a sentirme angustiada por no haber tenido un hijo», pensó doña Lucrecia. Le pareció que entendía por qué. El niño, acuclillado, con el libro de reproducciones abierto a sus pies, la escudriñaba.

—¿Sabes una cosa, Fonchito? —dijo, casi sin reflexionar—. Yo te quiero mucho.

—Yo también a ti, madrastra.

—No me interrumpas. Y, porque te quiero, me apena que no seas como los otros niños. Siendo tan agrandado, pierdes algo que sólo se vive a la edad que tienes. Lo más maravilloso que puede ocurrirle a alguien es tener tus años. Tú, los estás desperdiciando.

—No te entiendo, madrastra —dijo Fonchito, impaciente—. Pero, si hace un ratito dijiste que era el niño más normal del mundo. ¿He hecho algo malo?

—No, no —lo tranquilizó—. Quiero decir, me gustaría verte jugar al fútbol, ir al estadio, salir con los chicos de tu barrio y de tu colegio. Tener amigos de tu edad. Organizar fiestas, bailar, enamorar a las colegialas. ¿No te provoca hacer nada de eso?

Fonchito se encogió de hombros, desdeñoso.

—Qué cosas tan aburridas —murmuró, sin dar importancia a lo que oía—. Juego al fútbol en los recreos y ya está. A veces, salgo con los chicos del barrio. Pero, me aburro con las tonterías que a ellos les gustan. Y, las chicas, todavía son más tontas. ¿Se te ocurre que podría hablarles de Egon Schiele? Cuando estoy con mis amigos, me parece que pierdo mi tiempo. Contigo, en cambio, lo gano. Prefiero mil veces estar conversando aquí, que fumando con los chicos en el Malecón de Barranco. Y, para qué necesito a las chicas si te tengo a ti, madrastra.

No supo qué decirle. La sonrisa que intentó no podía ser más falsa. El niño, estaba segura, era consciente del embarazo que ella sentía. Mirando su carita adelantada, con los rasgos alterados por la euforia, los ojos devorándola con una luz varonil, le pareció que iba a abalanzarse sobre ella a besarla en la boca. Y, en ese momento, advirtió, aliviada, la silueta de Justiniana. Pero, su alivio no duró mucho, pues, al ver el sobrecito blanco en las manos de la muchacha, adivinó.

—Han metido este sobre por debajo de la puerta, señora.

—Apuesto que es otro anónimo de mi papá —aplaudió Fonchito.

EXALTACIÓN Y DEFENSA DE LAS FOBIAS

Desde este apartado rincón del planeta, amigo Peter Simplon —si ese es su apellido y no fue aviesamente alterado para caricaturizarlo aún más por algún ofidio del serpentario periodístico—, le hago llegar mi solidaridad, acompañada de admiración. Desde que, esta mañana, rumbo a la oficina, oí en el Noticiero de Radio América que un Tribunal de Syracusa, Estado de Nueva York, lo había condenado a tres meses de cárcel por treparse repetidas veces al techo de su vecina, a fin de espiarla cuando se bañaba, he contado los minutos para, terminada la jornada, volver a mi casa y garabatearle estas líneas. Me apresuro a decirle que estos efusivos sentimientos hacia usted estallaron en mi pecho (no es metáfora, tuve la sensación de que una granada de amistad deflagraba entre mis costillas), no al conocer la sentencia sino al enterarme de su respuesta al Juez (respuesta que, el infeliz, consideró un agravante): «Lo hice porque el atractivo de esas matas de vello en las axilas de mi vecina me resultaba irresistible». (El crótalo de locutor, al leer esta parte de la noticia ponía una meliflua voz de cuchufleta para hacer saber a sus oyentes que era todavía más imbécil de lo que su profesión obliga a suponer).

Amigo fetichista: no he estado nunca en Syracusa, ciudad de la que nada sé, salvo que la asolan tormentas de nieve y un frío polar en el invierno, pero, algo especial debe de tener en sus entrañas esa tierra para procrear a alguien de su sensibilidad y fantasía, y del coraje que usted ha mostrado, arrostrando el descrédito y, me imagino, su ganapán y la burla de amistades y relaciones en defensa de su pequeña excentricidad (digo pequeña para decir inofensiva, benigna, sanísima y bienhechora, claro está, pues usted y yo sabemos que no hay manía o fobia que carezca de grandeza, ya que ellas constituyen la originalidad de un ser humano, la mejor expresión de su soberanía).

Dicho esto, me siento obligado, para evitar malentendidos, a hacerle saber que lo que para usted es manjar es para mí bazofia, y que, en el riquísimo universo de los deseos y los sueños, esas floraciones de vellos en las axilas femeninas cuya visión (y, supongo, sabor, tacto y olor) a usted lo sublima de felicidad, a mí me desmoralizan, asquean y reducen a la inapetencia sexual. (La contemplación de La mujer barbuda de Ribera me produjo una impotencia de tres semanas). Por eso, mi amada Lucrecia siempre se las arregló para que en sus templadas axilas nunca asomara ni la premonición de un vello y su piel pareciera siempre a mis ojos, lengua y labios, el pulido culito de un querube. En materia de vello femenino, sólo el púbico me resulta deleitoso, a condición de estar bien trasquilado y no excederse en densas vedejas, crenchas o madejas lanares que dificulten el acto del amor y tornen el cunnilingus una empresa con riesgo de asfixia y atoro.

Puesto, emulándolo a usted, en plan de confesar la intimidad, añado que no sólo las axilas ennegrecidas por el vello (pelos es palabra que empeora la realidad añadiéndole una materia seborreica y casposa) me provocan ese espanto antisexual, sólo comparable al que me producen el bochornoso espectáculo de una mujer que masca chicle o luce bozo, o un bípedo de cualquier sexo que se hurga la dentadura en busca de excrecencias con ese innoble objeto llamado escarbadientes, o se roe las uñas, o come, a ojos y vista del mundo, sin escrúpulo y sin vergüenza, un mango, una naranja, una granadilla, un durazno, uvas, chirimoyas, o cualquier fruta dotada de esas durezas horribles cuya sola mención (no digo visión) me pone la carne de gallina e infecta mi alma de furores y urgencias homicidas: gajos, fibras, pepas, cascaras u hollejos. No exagero nada, compañero en el orgullo de nuestros fantasmas, si le digo que cada vez que observo a alguien comiendo una fruta y sacándose de la boca o escupiendo incomestibles excrecencias, me vienen náuseas y hasta deseos de que el culpable muera. De otro lado, siempre he tenido a cualquier comensal que, a la hora de llevarse el tenedor a la boca levanta el codo al mismo tiempo que la mano, por un caníbal.

Así somos, no nos avergonzamos, y nada admiro tanto como que alguien sea capaz de ir a la cárcel y exponerse a la infamia por sus manías. Yo, no soy de esos. He organizado mi vida secretamente y en familia para llegar a las alturas morales que usted ha alcanzado en público. En mi caso, todo se lleva a cabo en la discreción y el recato, sin ánimo misionero ni exhibicionista, de una manera sinuosa para no provocar a mi alrededor, entre las gentes con las que estoy obligado a convivir por razones de trabajo, parentesco o servidumbre social, las ironías y la hostilidad. Si usted está pensando que hay en mí mucha cobardía —sobre todo, en comparación con su desparpajo para plantarse ante el mundo como lo que es— da en el blanco. Ahora, soy menos cobarde que cuando joven respecto a mis fobias y manías —no me gusta ninguna de estas fórmulas por su carga peyorativa y sus asociaciones a psicólogos o divanes psicoanalíticos, pero, cómo llamarlas sin lesionarlas: ¿excentricidades?, ¿deseos privados?— Por el momento, digamos que la última es la menos mala. Entonces, yo era muy católico, militante y luego dirigente de Acción Católica, influido por pensadores como Jacques Maritain; es decir, un cultor de utopías sociales, convencido de que, mediante un enérgico apostolado inspirado en la palabra evangélica, se podía arrebatar al espíritu del mal —lo llamábamos pecado— el dominio de la historia humana y construir una sociedad homogénea, sustentada en los valores del espíritu. Para hacer realidad la República Cristiana, esa utopía espiritual colectivista, trabajé los mejores años de mi juventud, resistiendo, con celo de converso, los brutales desmentidos que a mí y a mis compañeros nos infligía sin tregua una realidad humana írrita a esos desvaríos que son todos los empeños orientados a arquitecturar de manera coherente e igualitaria ese vórtice de especificidades incompatibles que es el conglomerado humano. Fue en esos años, amigo Peter Simplon, de Syracusa, cuando descubrí, al principio con cierta simpatía, luego con rubor y vergüenza, las manías que me diferenciaban de los demás y hacían de mí un espécimen. (Tendrían que pasar años e incontables experiencias para que llegara a comprender que todos los seres humanos somos casos aparte y que ello nos hace creativos y da sentido a nuestra libertad). Cuánta extrañeza sentía al notar que, bastaba que viera, a quien había sido hasta entonces un buen amigo, pelando una naranja con las manos y metiéndose a la boca los pedazos de pulpa, sin importarle que las repelentes hilachas de gajos colgaran de sus labios, y escupiendo a diestra y siniestra las blancuzcas pepitas intragables, para que la simpatía se trocara en invencible desagrado y poco después, con cualquier pretexto, rompiera con él mi amistad.

Mi confesor, el Padre Dorante, un bonachón ignaciano de la vieja escuela, tomaba sin inquietud mis alarmas y escrúpulos, considerando que esas «pequeñas manías» eran pecadillos veniales, caprichos inevitables en todo hijo de familia acomodada, excesivamente consentido por sus padres. «Qué vas a ser tú un fenómeno, Rigoberto, se reía. Salvo por tus orejas monumentales y tu nariz de oso hormiguero, nunca se ha visto a nadie más normal que tú. Así que, cuando veas comer fruta con gajos o pepitas, mira a otro lado y duerme en paz». Pero, no dormía en paz, sino sobresaltado e inquieto. Sobre todo, después de haber roto, mediante un pretexto fútil, con Otilia, la Otilia de las trenzas, los patines y la naricita respingona, de la que estaba tan enamorado y a la que tanto asedié para que me hiciera caso. ¿Por qué peleé con ella? ¿Qué crimen cometió la linda Otilia, de uniforme blanco del Colegio Villa María? Comer uvas delante de mí. Se las metía a la boca una por una, con manifestaciones de deleite, volteando los ojos y suspirando para burlarse más a su gusto de mis muecas de horror —pues yo la había hecho partícipe de mi fobia—. Abría la boca y completaba la asquerosidad sacándose con las manos las repulsivas pepitas y los inmundos hollejos, que arrojaba al jardín de su casa —allí estábamos, sentados en la verja— con gesto de desafío. ¡La detesté! ¡La odié! Mi largo amor se derritió como bola de helado expuesta al sol, y, durante muchos días, le deseé atropellos de auto, revolcones de olas y la escarlatina. «Eso no es pecado, muchacho, creía que me tranquilizaba el Padre Dorante. Eso es locura furiosa. No necesitas un confesor, sino un loquero».

Pero, a mí, amigo y émulo de Syracusa, todo eso me hacía sentir un anormal. Esa idea me abrumaba entonces, pues, como tantos homínidos todavía —la mayoría, temo— no asociaba la idea de ser diferente a una reivindicación de mi independencia, sólo a la sanción social que recae siempre sobre la oveja negra del rebaño. Ser un apestado, la excepción a la norma, me parecía la peor de las calamidades. Hasta que descubrí que en eso de las manías no todas eran fobias; también, algunas, misteriosa fuente de goce. Las rodillas y los codos de las muchachas, por ejemplo. A mis compañeros les gustaban los ojos bonitos, el cuerpo espigado o rellenito, la cintura delgada, y, a los más audaces, el potito parado o las piernas curvilíneas. Sólo a mí se me ocurría privilegiar esas junturas óseas, que, ahora lo confieso sin rubor en la intimidad tumbal de mis cuadernos, valían más que todo el resto de atributos físicos de una muchacha. Lo digo y no me desdigo. Unas rodillas bien almohadilladas, sin protuberancias, curvas, satinadas, y unos codos tersos, no surcados, no amotinados, lisos, suaves al tacto, dotados de la cualidad esponjosa del bizcocho, me desasosiegan y encabritan. Soy feliz viéndolos y tocándolos; besándolos, asciendo a arcángel. Usted no tendrá la oportunidad de hacerlo, pero, si requiriese el testimonio de Lucrecia, mi amada le diría las muchas horas que he pasado —tantas como de niño al pie del crucifijo— contemplando, en arrobada plegaria, la perfección de sus geométricas rodillas y sus gentiles codos de lisura sin par, besándolos, mordisqueándolos como un cachorrito juguetón su hueso, sumido en la embriaguez, hasta sentir que se me dormía la lengua o un calambre labial me regresaba a la pedestre realidad. ¡Cara Lucrecia! Entre todas las gracias que la adornan, ninguna agradezco tanto como su comprensión de mis debilidades, su sabiduría para ayudarme a cuajar mis fantasías.

Fue en razón de esta manía que me vi obligado a un examen de conciencia. Un compañero de Acción Católica que me conocía muy bien, percatado de lo que me atraía antes que nada en las chicas —las rodillas y los codos—, me previno que algo iba mal dentro de mí. Era un aficionado a la psicología, lo que empeoró las cosas, pues, ortodoxo, quería que sintonizaran las conductas y motivaciones humanas con la moral y las enseñanzas de la Iglesia. Habló de desviaciones y pronunció las palabras fetichismo y fetichista. Ahora me parecen dos de las más aceptables del diccionario (eso es lo que somos usted, yo y todos los seres sensibles) pero, en aquella época, me sonaron a depravación, vicio nefando.

Usted y yo sabemos, amigo siracuso, que el fetichismo no es el «culto de los fetiches» como dice mezquinamente el Diccionario de la Academia, sino una forma privilegiada de expresión de la particularidad humana, una vía que tienen el hombre y la mujer de trazar su espacio, de marcar su diferencia con los otros, de ejercitar su imaginación y su espíritu antirebaño, de ser libres. Me gustaría contarle, sentados en alguna casita de campo de las afueras de su ciudad, que imagino lleno de lagos, pinares y colinas blanqueadas por la nieve, tomando una copa de whisky y oyendo crepitar los leños en la chimenea, cómo descubrir el rol central del fetichismo en la vida del individuo, fue decisivo en mi desencanto con las utopías sociales —la idea de que se podía construir colectivamente la felicidad, la bondad o encarnar cualquier valor ético o estético—, en mi tránsito de la fe al agnosticismo, y en la convicción que ahora me anima, según la cual, ya que el hombre y la mujer no pueden vivir sin utopías, la única manera realista de materializarlas es trasladándolas de lo social a lo individual. Un colectivo no puede organizarse para alcanzar ninguna forma de perfección sin destruir la libertad de muchos, sin arrollar las hermosas diferencias individuales en nombre de los espantosos denominadores comunes. En cambio, el individuo solitario puede —en función de sus apetitos, manías, fetichismos, fobias o gustos— erigirse un mundo propio que se acerque (o llegue a encarnarlo, como les ocurre a los santos y los campeones olímpicos) a ese ideal supremo donde lo vivido y lo deseado coinciden. Naturalmente, en algunos casos privilegiados, una coincidencia feliz —la del espermatozoide y el óvulo que produce la fecundación, digamos— permite a dos personas realizar complementariamente su sueño. Es el caso (acabo de leerlo en la biografía escrita por su comprensiva viuda) del periodista, comediógrafo, crítico, animador y frívolo profesional, Kenneth Tynan, masoquista encubierto a quien el azar deparó el conocer a una muchacha que casualmente era sádica, también vergonzante, lo que les permitió a ambos ser felices, dos o tres veces por semana, en un sótano de Kensington, él recibiendo azotes y ella impartiéndolos, en un juego enronchado que los transportaba al cielo. Respeto, pero no practico, esos juegos que tienen, como corolario, el mercurio cromo y el árnica.

Puestos a contar anécdotas —en este dominio las hay oceánicas— no resisto referirle la fantasía que solivianta hasta el mal de San Vito la libido de Cachito Arnilla, as en la verbosa profesión de colocar seguros, y que consiste —me la confesó en uno de esos abominables cocteles de Fiestas Patrias o Navidades a los que no puedo no asistir— en ver a una mujer desnuda pero calzada con zapatos de tacón de aguja, fumando y jugando al billar. Esa imagen, que cree haber visto de niño en alguna revista, estuvo asociada a sus primeras erecciones y desde entonces ha sido el Norte de su vida sexual. ¡Simpático Cachito! Cuando se casó, con una pizpireta morenita de Contabilidad, capaz, estoy seguro, de secundarlo, cometí la picardía de regalarle, en nombre de la Compañía de Seguros La Perricholi —soy su gerente— un juego de billar reglamentario, que un camión de mudanzas descargó en su casa el día de la boda. A todo el mundo pareció un regalo disparatado; pero, por la mirada de Cachito y la salivita anticipatoria con que me agradeció, supe que había dado en el clavo.

Queridísimo amigo de Syracusa, amante de las escobas axilares, la exaltación de las manías y fobias no puede ser ilimitada. Hay que reconocerle restricciones sin las cuales se desatarían el crimen, el retorno a la bestialidad selvática. Pero, en el dominio privado que es el de estos fantasmas, todo debe estar permitido entre adultos que consienten en el juego y en las reglas del juego, para su mutua diversión. Que, a mí, muchos de estos juegos me produzcan una repugnancia desmesurada (por ejemplo, las pastillitas de provocar cuescos a las que era tan afecto el siglo galante francés, y, en particular, el Marqués de Sade, quien, no contento con maltratar a las mujeres les exigía que lo marearan con descargas artilleras de ventosidades) es tan cierto como que en este universo todas son diferencias que merecen consideración y respeto, pues nada representa mejor la complejidad inapresable de la persona humana.

¿Infringía usted los derechos humanos y la libertad de su pelosa vecina trepándose a su tejado para rendir homenaje de admiración a los moños de sus axilias? Sin duda. ¿Merecía usted ser sancionado en nombre de la coexistencia social? Ay, ay, por supuesto que sí. Pero, eso, usted lo sabía y se arriesgó, presto a pagar el precio de ser mirón de las axilas capilosas del vecindario. Ya le dije que no puedo imitarlo en esos extremos heroicos. Mi sentido del ridículo y mi desprecio del heroísmo son demasiado grandes, además de mi torpeza física, para atreverme a escalar un techo ajeno, a fin de divisar, en un cuerpo sin veladuras, las rodillas más redondas y los codos más esféricos de la especie femenina. Mi cobardía natural, que, acaso, sólo sea enfermizo instinto de legalidad, me induce a encontrar para mis manías, fobias y fetichismos una hornacina propicia dentro de lo comúnmente conocido como lícito. ¿Me priva eso de un suculento tesoro de lubricidades? Desde luego. Pero, lo que tengo, es bastante, a condición de sacarle el provecho debido, algo que trato de hacer.

Que los tres meses le sean leves y alivien sus enrejadas noches sueños de bosques de vellos, avenidas de pelos sedosos, renegridos, blondos, pelirrojos, entre los que usted galopa, nada, corre, frenético de dicha.

Adiós, congénere.

EL CALZONCITO DE LA PROFESORA

Don Rigoberto abrió los ojos: ahí, derramado entre el tercer y cuarto peldaño de la escalera, azuloso, brillante, con filo de encaje, provocador y poético, estaba el calzoncito de la profesora. Tembló como un poseso. No dormía, aunque llevaba ya buen rato a oscuras, en la cama, oyendo el murmullo del mar, sumido en escurridizas fantasías. Hasta que, de pronto, había vuelto a sonar el teléfono aquel, la noche aquella, sacándolo violentamente del sueño.

—¿Aló, aló?

—¿Rigoberto? ¿Es usted?

Reconoció la voz del viejo profesor, aunque hablaba muy bajito, tapando el auricular con su mano y sofocando su dicción. ¿En dónde estaban? En una ciudad universitaria de prosapia. ¿De qué país? De Estados Unidos. ¿En cuál Estado? El de Virginia. ¿Cuál Universidad? La del Estado, la bella Universidad de estilo neoclásico, de blancas columnatas, diseñada por Thomas Jefferson.

—¿Es usted, profesor?

—Sí, sí, Rigoberto. Pero, habla despacio. Perdona que te despierte.

—No se preocupe, profesor. ¿Cómo le fue en su comida con la profesora Lucrecia? ¿Ya terminó?

La voz del venerable jurista y filósofo, Nepomuceno Riga, se quebró en jeroglífico tartamudeo. Rigoberto comprendió que algo serio ocurría a su antiguo maestro de Filosofía del Derecho, de la Universidad Católica de Lima, venido a asistir a un Simposio de la Universidad de Virginia, donde él hacía su posgrado (en legislación y seguros) y donde había tenido ocasión de servirle de cicerone y chofer: lo había llevado a Monticello, a visitar la casa-museo de Jefferson, y a los sitios históricos de la batalla de Manassas.

—Es que, Rigoberto, perdona que abuse, pero, eres la única persona aquí con la que tengo confianza. Como has sido mi alumno, conozco a tu familia y has tenido estos días tantas gentilezas…

—No faltaba más, don Nepomuceno —lo animó el joven Rigoberto—. ¿Le pasa algo?

Don Rigoberto se sentó en la cama, sacudido por una risita tendenciosa. Le pareció que en cualquier momento iba a abrirse la puerta del baño y aparecer dibujada en el umbral la silueta de doña Lucrecia, sorprendiéndolo con uno de esos primorosos calzoncitos de fantasía, negros, blancos, con bordados, orificios, filos de seda, pespuntados o lisos, que ceñían apenas para resaltarlo su respingado monte de Venus y por cuyos bordes se asomaban a tentarlo —díscolos, coquetos— algunos vellitos del pubis. Era un calzoncito como esos el que yacía insólitamente, cual uno de esos objetos provocadores de los cuadros surrealistas del catalán Joan Ponç o del rumano Víctor Brauner, en la escalera por la que tenía que subir a su dormitorio esa ánima buena, ese espíritu inocente, don Nepomuceno Riga, quien, en sus memorables clases, las únicas dignas de recuerdo en sus siete años de áridos estudios de leyes, solía borrar el pizarrón con su corbata.

—Es que, no sé qué hacer, Rigoberto. Me encuentro en un apuro. Pese a mi edad, no tengo la menor experiencia en estas lides.

—En qué lides, profesor. Dígamelo, no tenga vergüenza.

¿Por qué, en vez de alojarlo en el Holiday Inn o en el Hilton, como a los demás asistentes al Simposio, habían instalado a don Nepomuceno en casa de la profesora de Derecho Internacional, II curso? Una deferencia a su prestigio, sin duda. ¿O, porque los unía una amistad surgida de coincidir en las Facultades de Derecho del vasto mundo, en congresos, conferencias, mesas redondas, y, acaso, haber pergeñado a cuatro manos una erudita ponencia, abundosa de latinazgos y publicada con profusión de notas y una sofocante bibliografía en una revista especializada de Buenos Aires, Tubingen o Helsinki? El hecho es que el ilustre don Nepomuceno, en vez de hospedarse en el impersonal cubo con ventanas del Holiday Inn, pasaba las noches en la cómoda, entre rústica y moderna, casita de la profesora Lucrecia, que Rigoberto conocía muy bien, porque este semestre tomaba con ella el seminario de Derecho Internacional, II curso, y había ido varias veces a tocarle la puerta, llevándole sus papers o a devolverle los densos tratados que ella, amablemente, le prestaba. Don Rigoberto cerró los ojos y se le escarapeló la piel, divisando, una vez más, las musicales caderas de la bien proporcionada, marcial figura de la jurista cuando se alejaba.

—¿Está usted bien, profesor?

—Sí, sí, Rigoberto. En realidad, se trata de una tontería. Te vas a reír de mí. Pero, ya te digo, no tengo ninguna experiencia. Estoy perplejo y atolondrado, muchacho.

No necesitaba decirlo; le temblaba la voz como si fuera a quedarse mudo y las palabras le salían con fórceps. Debía de estar sudando hielo. ¿Se atrevería a contarle qué le había pasado?

—Bueno, fíjate tú. Ahora, al regresar del coctel ese que nos dieron, la doctora Lucrecia preparó aquí, en su casa, una pequeña cena. Sólo para los dos, sí, fineza de su parte. Una cena muy simpática, en la que nos tomamos una botellita de vino. Yo no estoy acostumbrado al alcohol, así que, a lo mejor, toda mi confusión viene de esos vapores que se me subieron a la cabeza. Un vinito de California, por lo visto. Bueno, aunque algo fuerte.

—Déjese de tanto rodeo, profesor, y dígame qué le ha pasado.

—Espera, espera. Figúrate que, después de esa cena y esa botellita, la doctora se empeñó todavía en que tomáramos una copa de cognac. No pude negarme, claro, por educación. Pero, vi estrellas, muchacho. Era fuego líquido. Me vino una tos y hasta pensé que me podía quedar ciego. Más bien, me ocurrió algo ridículo. Caí dormido, hijo. Sí, sí, ahí, en el sillón, en la salita que también es biblioteca. Y, cuando desperté, no sé cuánto rato después, diez, quince minutos, la doctora no estaba. Se habrá retirado a dormir, pensé. Me dispuse a hacer lo mismo. Cuando, cuando, figúrate que al subir la escalera, zas, me di de bruces, a que no te imaginas con qué. ¡Un calzoncito! En mi camino, sí. No te rías, muchacho, porque, aunque sea para reírse, estoy la mar de turbado. No sé qué hacer, te repito.

—Por supuesto que no me río, don Nepomuceno. ¿Usted no cree que, esa prenda íntima, ahí, sea pura casualidad?

—Qué casualidad ni qué ocho cuartos, muchacho. No tendré experiencia, pero todavía no me he vuelto gagá. La doctora la dejó ahí ex-profeso, para que me topara con ella. Bajo este techo, no hay otra persona que la dueña de casa y yo. Ella lo puso ahí.

—Pero, entonces, profesor, le pasa lo mejor que puede pasarle a un huésped. Ha recibido usted una invitación de su anfitriona. Está clarísimo.

La voz del profesor se quebró tres veces antes de articular algo inteligible.

—¿Tú crees, Rigoberto? Bueno, eso me pareció a mí, cuando atiné a pensar, después de semejante sorpresa. Se diría una invitación ¿no es cierto? No puede ser casual, esta casita es el orden personificado, como la doctora. Esa prenda fue puesta ahí con intencionalidad. Además, la manera como está dispuesta en la escalera, no es casual, pues, la realza, la exhibe, te juro.

—Fue colocada ahí con alevosía, si me permite una pequeña broma, don Nepomuceno.

—Si yo también me río por dentro, Rigoberto. En medio de mi perplejidad, quiero decir. Por eso, necesito tu consejo. ¿Qué debería hacer? Nunca soñé encontrarme en una circunstancia semejante.

—Lo que tiene que hacer es clarísimo, profesor. ¿No le gusta la doctora Lucrecia? Ella es una mujer muy atractiva; lo pienso yo y también mis compañeros. Es la catedrática más guapa de Virginia.

—Sin duda lo es, quién lo pondría en duda. Es una dama muy bella.

—Entonces, no pierda tiempo. Vaya y tóquele la puerta. ¿No ve que está esperándolo? Antes de que se le duerma, pues.

—¿Puedo permitirme eso? ¿Tocarle la puerta, sin más?

—¿Dónde está usted ahora?

—Adonde va a ser. Aquí, en la salita, al pie de la escalera. Por qué crees que hablo tan bajito. ¿Voy y toco con los nudillos a su puerta? ¿Sin más ni más?

—No pierda un minuto. Le ha dejado una señal, no puede usted hacerse el desentendido. Sobre todo, si le gusta. Porque, la doctora le gusta ¿no, profesor?

—Claro que sí. Es lo que debo hacer, sí, tienes razón. Pero, me siento algo cohibido. Gracias, muchacho. No necesito encarecerte la mayor discreción ¿no? Por mí, y, sobre todo, por la reputación de la doctora.

—Seré una tumba, profesor. No dude más. Suba esas escaleras, recoja el calzoncito y lléveselo. Tóquele la puerta y comience haciéndole una broma, sobre la sorpresa que se encontró en su camino. Todo saldrá a las mil maravillas, ya verá. Recordará siempre esta noche, don Nepomuceno.

Antes de oír el clic del auricular clausurando la conversación, don Rigoberto alcanzó a percibir un ruido estomacal, un angustiado eructo que el anciano jurista no pudo reprimir. Qué nervioso y azorado estaría, en la oscuridad de esa salita llena de libros de Derecho, en la pujante noche primaveral virginiana, escindido entre la ilusión de esa aventura —¿la primera, en una vida de coitos matrimoniales y reproductores?— y su cobardía enmascarada tras el rigor de unos principios éticos, convicciones religiosas y prejuicios sociales. ¿Cuál de las fuerzas que batallaban en su espíritu vencería? ¿El deseo o el miedo?

Don Rigoberto, casi sin darse cuenta, sumido en esa imagen ya totémica, el calzoncito abandonado en la escalera de la profesora, se levantó de la cama y trasladó al estudio, sin prender la luz. Su cuerpo evitaba los obstáculos —el banquito, la escultura nubia, los cojines, el aparato de televisión— con una desenvoltura adquirida por asidua práctica, pues, desde la partida de su mujer, no había noche en que el desvelo no lo impulsara a incorporarse todavía a oscuras, a buscar entre los papeles y garabatos de su escritorio bálsamo para su nostalgia y soledad. La cabeza todavía fija en la silueta del venerable jurista aventado por las circunstancias (encarnadas en un perfumado y voluptuoso calzón de mujer acostado a su paso entre dos gradas de una escalera jurisprudente) a una incertidumbre hamletiana, pero ya sentado ante la larga mesa de madera de su escritorio y hojeando sus cuadernos, don Rigoberto dio un respingo cuando el cono dorado de la lamparilla le reveló el proverbio alemán que encabezaba esa página: Wer die Wahl hat, hat die Qual («Quien tiene elección, tiene tormento»). ¡Extraordinario! ¿No retrataba ese refrán, copiado vaya usted a saber de dónde, el estado de ánimo del pobre y dichoso don Nepomuceno Riga, tentado por la abundante catedrática, la doctoral Lucrecia?

Sus manos, que pasaban las hojas de otro cuaderno provocando al azar, a ver si por segunda vez acertaba o establecía una relación entre lo encontrado y lo soñado que sirviera de combustible a su fantasía, se detuvieron de pronto («como las del croupier que lanza la bolita sobre la ruleta en movimiento») y se inclinó, ávido. Borroneaba la página una reflexión sobre El diario de Edith, de Patricia Highsmith.

Alzó la cabeza, desconcertado. Oyó las enfurecidas olas del mar, al pie del acantilado. ¿Patricia Highsmith? Esa novelista de aburridos crímenes, cometidos por el apático e inmotivado criminal Mr. Ripley, no le interesaba lo más mínimo. Siempre había respondido con bostezos (comparables a los que le había producido el popular Libro tibetano de los vivos y los muertos) a la moda por esa criminalista que (películas de Alfred Hitchcock de por medio) enfervorizó hacía algunos años al centenar de lectores que constituían el público limeño. ¿Qué hacía esa subescritora para cinéfilos, entrometida en sus cuadernos? Ni siquiera recordaba cuándo y por qué había escrito aquel comentario sobre El diario de Edith, libro que tampoco recordaba:

«Excelente novela, para saber que la ficción es una fuga a lo imaginario que enmienda la vida. Las frustraciones familiares, políticas y personales de Edith no son gratuitas; se enraizan en aquella realidad que más la hace sufrir: su hijo Cliffie. En vez de proyectarse en el Diario tal como es —un muchacho flojo y fracasado, que no fue admitido a la Universidad y que no sabe trabajar— Cliffie, en las páginas que escribe su madre, se desdobla del original y aparece viviendo la vida que Edith deseaba para él: periodista de punta, desposado con una muchacha de buena familia, con hijos, un buen empleo, vástago que llena de satisfacción a su progenitora.

»Pero, la ficción es sólo un momentáneo remedio, pues, aunque sirve de consuelo a Edith y la distrae de los reveses, la va inhibiendo para la lucha por la vida, aislándola en un mundo mental. Las relaciones con sus amigos se debilitan y estropean; pierde su trabajo y termina desamparada. Aunque su muerte resulta una exageración, desde un punto de vista simbólico es coherente; Edith pasa, físicamente, a donde ya se había mudado en vida: la irrealidad.

»La novela está construida con simplicidad engañosa, bajo la cual se perfila un contexto dramático, de lucha sin cuartel entre las hermanas enemigas, la realidad y el deseo, y las infranqueables distancias que las separan, salvo en el recinto milagroso del espíritu humano.»

Don Rigoberto sintió que le castañeteaban los dientes y le sudaban las manos. Ahora recordaba esa pasajera novela y el porqué de su reflexión. ¿Terminaría como Edith, deslizándose hacia la ruina por abusar de la fantasía? Pero, pese a ello, debajo de esa lúgubre hipótesis, el calzoncito, fragante rosa, seguía en el corazón de su conciencia. ¿Qué ocurría con don Nepomuceno? ¿Cuáles eran sus movimientos, sus dilemas, luego de la conversación telefónica con el joven Rigoberto? ¿Había seguido el consejo de su discípulo?

Había comenzado a subir la escalera en puntas de pie, en una oscuridad relativa, en la que distinguía los anaqueles de libros y los filos de los muebles. En el segundo peldaño se detuvo, se inclinó, sus agarrotados dedos asieron el precioso objeto —¿de seda?, ¿de hilo?—, se lo llevó a la cara y lo husmeó, como un animalito averiguando si ese objeto desconocido es comestible. Entrecerrando los ojos, lo besó, sintiendo un comienzo de vértigo que lo hizo tambalearse, cogido del pasamanos. Estaba decidido, lo haría. Siguió subiendo la escalera, con el calzoncito en las manos, siempre en puntas de pie, temiendo ser sorprendido o como si el ruido —los peldaños crujían ligeramente— pudiera romper el hechizo. Su corazón latía tan fuerte que le cruzó la idea de lo importuno, además de estúpido, que sería caer derribado por un ataque cardíaco en este preciso momento. No, no era un síncope; eran la curiosidad y la sensación (inédita en su vida) de estar degustando un fruto prohibido lo que atrepellaba de ese modo la sangre en sus venas. Había llegado al pasillo, estaba ante la puerta de la jurista. Se apretó la mandíbula con las dos manos porque ese grotesco castañeteo causaría pésima impresión a su anfitriona. Armándose de valor («haciendo de tripas corazón», murmuró don Rigoberto, que sudaba a chorros y temblaba a la par) tocó con los nudillos, muy despacio. La puerta, sólo junta, se abrió con un hospitalario crujido.

Lo que el venerable maestro de Filosofía del Derecho vio desde aquel umbral alfombrado, cambió sus ideas sobre el mundo, el hombre —seguramente el Derecho— y arrancó un gemido de desesperado placer a don Rigoberto. Una luz oro y azul añil (¿Van Gogh? ¿Botticelli? ¿Algún expresionista tipo Emil Nolde?) que enviaba desde el estrellado cielo de Virginia una luna redonda y amarilla, caía en pleno, dispuesta por un exigente escenógrafo o diestro iluminista, sobre la cama, con la única intención de destacar el cuerpo desnudo de la doctora. ¿Quién hubiera imaginado que aquellas severas ropas que lucía en el pupitre de su cátedra, esos trajes sastre con que exponía sus argumentos y mociones en los congresos, esas capas pluviales con que solía abrigarse en los inviernos, ocultaban unas formas que se hubieran disputado Praxíteles por la armonía y Renoir por lo carnosamente modeladas? Estaba bocabajo, la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados, de manera que la postura la alargaba, pero no eran sus hombros, ni sus mórbidos brazos («mórbidos, en el sentido italiano», se precisó don Rigoberto, que no tenía ninguna afición por lo macabro y sí en cambio por lo blando) ni esa curvada espalda, lo que imantó la mirada del aturdido don Nepomuceno. Ni siquiera los anchos, lechosos muslos y los piececillos de plantas rosadas. Eran esas esferas macizas que con alegre desvergüenza se empinaban y lucían como las cumbres de una montaña bicéfala («Esos vértices de las cordilleras enroscadas de nubéculas en los grabados japoneses del período Meiji», asoció, satisfecho, don Rigoberto). Pero, también Rubens, el Tiziano, Courbet e Ingres, Úrculo y media docena más de maestros forjadores de traseros femeninos parecían haberse apandillado para dar realidad, consistencia, abundancia y, a la vez, finura, suavidad, espíritu y vibración sensual a ese trasero cuya blancura fosforecía en la penumbra. Incapaz de contenerse, sin saber lo que hacía, el deslumbrado («¿corrompido para siempre?») don Nepomuceno, dio dos pasos y al llegar junto a la cama cayó de rodillas. Las añosas maderas del suelo se quejaron.

—Disculpe, doctora, encontré algo que le pertenece en la escalera —balbuceó, sintiendo que le corrían ríos de saliva por las comisuras de los labios.

Hablaba tan bajito que ni él mismo se oía, o, acaso, movía los labios sin emitir sonido alguno. Ni su voz ni su presencia habían recordado a la jurista. Respiraba sosegada, simétricamente, en inocente sueño. Pero, esa postura, que estuviera desnuda, que hubiera dejado sólo junta la puerta de su recámara, que se hubiera soltado los cabellos y que estos —negros, lacios, largos— le barrieran los hombros y la espalda, contrastando su azulada oscuridad con la blancura de su piel ¿podía ser inocente? «No, no», sentenció don Rigoberto. «No, no», coreó el transido profesor, paseando la mirada por esa ondulante superficie que, en los flancos, se hundía y levantaba como un bravío mar de carne femenina, ensalzada por la claridad de la luna («más bien, por la aceitosa luz en penumbra de los cuerpos del Tiziano», rectificó don Rigoberto), a pocos centímetros de su alelada faz: «No es inocente, nada lo es. Estoy aquí porque ella lo quiso y tramó».

Sin embargo, no extraía de esa conclusión teórica fuerzas suficientes para hacer lo que ardientemente le exigían unos reaparecidos instintos: pasar la yema de los dedos sobre la satinada piel, posar sus labios matrimoniales sobre esas colinas y hondonadas que anticipaba tibias, olorosas y de un sabor en que lo dulce y lo salado coexistían sin mezclarse. Pero, no atinaba a hacer nada, petrificado por la felicidad, salvo mirar, mirar. Después de ir y venir muchas veces de la cabeza a los pies de ese milagro, de recorrerlo una y otra vez, sus ojos se inmovilizaron, como el exquisito catador que no necesita seguir degustando pues identificó el non plus ultra de la bodega, en el espectáculo que por sí solo constituía el esférico trasero. Descollaba sobre el resto de ese cuerpo como un Emperador ante sus vasallos, Zeus frente a los diosecillos del Olimpo. («Alianza feliz del decimonónico Courbet y el moderno Úrculo», lo ennobleció con referencias don Rigoberto). El noble maestro, desorbitado, observaba y adoraba en silencio ese prodigio. ¿Qué se decía? Repetía una máxima de Keats («Beauty is truth, truth is beauty»). ¿Qué pensaba? «De modo que estas cosas existen. No sólo en los malos pensamientos, en el arte o las fantasías de los poetas; también, en la vida real. De modo que un culo así es posible en la realidad de carne y hueso, en las mujeres que pueblan el mundo de los vivos». ¿Había ya polucionado? ¿Estaba a punto de macular sus calzoncillos? Todavía no, aunque, allí, en el bajo vientre, el jurista advertía novedosos síntomas, un despertar, una desdormida oruga desperezándose. ¿Pensaba algo más? Esto: «Y nada menos que entre las piernas y el torso de mi antigua y respetada colega, de esta buena amiga con quien tanto correspondí sobre abstrusas materias filosófico-jurídicas, ético-legales, histórico-metodológicas». ¿Cómo era posible que nunca, hasta esa noche, en ninguno de los foros, conferencias, simposios, seminarios, en que habían coincidido, charlado, discutido, departido, hubiera siquiera sospechado que, bajo esos trajes cuadrados, abrigos velludos, capas forradas, impermeables color hormiga, se escondía una esplendidez semejante?

¿Quién hubiera podido imaginar que esa mente tan lúcida, esa inteligencia justiniana, esa enciclopedia legal, poseía también un cuerpo tan deslumbrante en su organización y desmesura? Imaginó por un instante —¿acaso lo vio?— que, indiferente a su presencia, libres en su mórfico abandono, aquellas quietas montañas de carne soltaban un alegre, asordinado vientecilio que reventó frente a sus narices, llenándolas de un aroma acre. No le dio risa, no lo incomodó («Tampoco lo excitó», pensó don Rigoberto). Se sintió reconocido, como si, de algún modo y por una razón intrincada y difícil de explicar («como las teorías de Kelsen, que él nos explicaba tan bien», comparó) ese pedito fuera una suerte de aquiescencia que ese soberbio cuerpo le participaba, luciendo ante él esa intimidad tan íntima, los gases inútiles expectorados por una sierpe intestinal de cavidades que imaginó rosadas, húmedas, limpias de escorias, tan delicadas y modélicas como esas nalgas emancipadas que tenía a milímetros de su nariz.

Y, entonces, con espanto, supo que doña Lucrecia estaba despierta, pues, aunque ella no se había movido, la escuchó:

—¿Usted aquí, doctor?

No parecía enojada, menos asustada. Era su voz, por supuesto, pero cargada de una suplementaria calidez. Había en ella algo demorado, insinuante, una sensualidad musical. En su embarazo, el jurista alcanzó a preguntarse cómo era posible que, esta noche, su vieja colega experimentara tantas transformaciones mágicas.

—Discúlpeme, discúlpeme, doctora. No malinterprete mi presencia aquí, se lo suplico. Puedo explicárselo.

—¿Le sentó mal la comida? —lo tranquilizó ella. Le hablaba sin alterarse lo más mínimo—. ¿Un vasito de agua con bicarbonato?

Había ladeado ligeramente la cabeza y, con la mejilla abandonada sobre su brazo a manera de almohada, sus grandes ojos lo observaban, brillando entre las crenchas negras de su cabellera.

—Encontré en la escalera algo que le pertenece, doctora, vine a traérselo —musitó el profesor. Seguía arrodillado y, ahora, advertía un dolor vivísimo en los huesos de las rodillas—. Toqué, pero usted no me respondió. Y, como la puerta sólo estaba junta, me atreví a entrar. No quería despertarla. Le ruego que no lo tome a mal.

Ella movió la cabeza, asintiendo, disculpándolo, displicente, compadecida de su atontamiento.

—¿Por qué está usted llorando, buen amigo? ¿Qué le ocurre?

Don Nepomuceno, sin defensas contra esa afectuosa deferencia, la acariciante cadencia de esas palabras, el cariño de esa mirada que destellaba en la sombra, se quebró. Lo que hasta entonces habían sido sólo unos mudos lagrimones bajando por sus mejillas, mudaron en sollozos resonantes, desgarrados suspiros, catarata de babas y mocos que trataba de contener con las dos manos —en su desorden mental no encontraba el pañuelo, ni el bolsillo donde estaba el pañuelo— mientras, ahogándose, se explayaba en esta confesión:

—Ay, Lucrecia, Lucrecia, perdóneme, no puedo contenerme. No vea en esto una ofensa, todo lo contrario. Yo no había imaginado nunca nada así, tan hermoso, quiero decir, tan perfecto, como el cuerpo que usted tiene. Sabe cuánto la respeto y la admiro.

Intelectual, académica, jurídicamente. Pero, esta noche, esto, verla así, es lo mejor que me ha pasado en la vida. Se lo juro, Lucrecia. Por este instante, echaría a la basura todos mis títulos, los doctorados honoris causa con que me han honrado, las condecoraciones, los diplomas. («Si no tuviera la edad que tengo, quemaría todos mis libros e iría a sentarme como un mendigo a la puerta de tu casa —leyó en su cuaderno al poeta Enrique Peña don Rigoberto—. Sí, criatura mía, óyelo bien: como un mendigo, a la puerta de tu casa.»). Nunca he sentido una felicidad tan grande, Lucrecia. Haberla visto, así, sin ropas, como Ulises a Nausicaa, es el premio mayor, una gloria que no creo merecer. Me ha emocionado, traspasado. Lloro por lo conmovido, por lo agradecido que le estoy. No me desprecie, Lucrecia.

En vez de desahogarlo, su discurso lo había ido conmoviendo más y ahora lo atragantaban los sollozos. Dejó la cabeza en la orilla de la cama y siguió llorando, siempre arrodillado, suspirando, sintiéndose triste y alegre, acongojado y dichoso. «Perdóneme, perdóneme», balbuceaba. Hasta que, segundos u horas después —su cuerpo se erizó como el de un gato— sintió la mano de Lucrecia en su cabeza. Sus dedos revolvieron sus canosos cabellos, consolándolo, acompañándolo. Su voz vino a aliviar también con una fresca caricia la llaga viva de su alma:

—Cálmate, Rigoberto. No llores más, amor mío, alma mía. Ya está, ya pasó, nada ha cambiado. ¿No has hecho lo que querías? Entraste, me viste, te acercaste, lloraste, te perdoné. ¿Me puedo enojar yo, contigo? Sécate las lágrimas, estornuda, duérmete. Arrorró, mi niño, arrorró.

El mar golpeaba allá abajo, contra los acantilados de Barranco y Miraflores y la espesa capa de nubes no dejaba ver las estrellas ni la luna en el cielo de Lima. Pero, la noche estaba acabando. En cualquier momento amanecería. Un día menos. Un día más.

PROHIBICIONES A LA BELLEZA

Nunca verás un cuadro de Andy Warhol ni de Frida Kahlo, ni aplaudirás un discurso político, ni dejarás que se te resquebraje la piel de los codos ni de las rodillas, ni que se te endurezcan las plantas de los pies.

Nunca oirás una composición de Luigi Nono ni una canción protesta de Mercedes Sosa ni verás una película de Oliver Stone ni comerás directamente de las hojas de la alcachofa.

Nunca te rasparás las rodillas ni te cortarás los cabellos ni tendrás espinillas, caries, conjuntivitis ni (mucho menos) almorranas.

Nunca andarás descalza sobre el asfalto, la piedra, la grava, la loseta, el hule, la calamina, la pizarra y el metal, ni te arrodillarás sobre una superficie que no ceda como la miga del chancay (antes de tostar).

Nunca usarás en tu vocabulario las palabras telúrico, cholito, concientizar, visualizar, estatalista, pepas, hollejos o societal.

Nunca tendrás un hámster ni harás gárgaras ni usarás postizos ni jugarás al bridge ni llevarás sombrero, boina o rodete.

Nunca almacenarás gases ni dirás palabrotas ni bailarás el rock and roll. Nunca morirás.