V

Fonchito y las niñas

La señora Lucrecia se secó los ojos risueños una vez más, ganando tiempo. No se atrevía a preguntar a Fonchito si era cierto lo que le contó Teté Barriga. Dos veces había estado por hacerlo y las dos se acobardó.

—¿De qué te ríes así, madrastra? —quiso saber el niño, intrigado. Porque, desde que llegó a la casita del Olivar de San Isidro la señora Lucrecia no hacía más que lanzar esas intempestivas carcajadas, comiéndoselo con los ojos.

—De algo que una amiga me contó —se ruborizó doña Lucrecia—. Me muero de vergüenza de preguntarte. Pero, también, de ganas de saber si es cierto.

—Algún chisme de mi papá, seguro.

—Te lo voy a decir, aunque sea bastante vulgar —se decidió la señora Lucrecia—. Mi curiosidad es más fuerte que mi buena educación.

Según Teté, cuyo marido estaba allí y se lo había referido entre regocijado y furioso, era una reunión de esas que cada dos o tres meses tenía lugar en el estudio de don Rigoberto. Hombres solos, cinco o seis amigos de juventud, compañeros de colegio, universidad o barrio, mantenían esos encuentros por simple rutina, ya sin entusiasmo, pero no se atrevían a romper el rito, acaso por la supersticiosa sospecha de que, si alguien faltaba a la cita, la mala suerte caería sobre el desertor o todo el grupo. Y seguían viéndose, aunque, sin duda, a ellos tampoco, igual que a Rigoberto, les hiciera gracia ya esa reunión bimestral o trimestral, en que tomaban cognac, comían empanaditas de queso y pasaban revista a los muertos y a la actualidad política. Doña Lucrecia recordaba que, luego, a don Rigoberto le dolía la cabeza del aburrimiento y debía tomar unas gotitas de valeriana. Había sucedido en la última reunión, la semana anterior. Los amigos —cincuentones o sesentones, en los umbrales de la jubilación alguno de ellos— vieron llegar a Fonchito, los claros cabellos alborotados. Sus grandes ojos azules se sorprendieron de encontrarlos allí. El desorden con que llevaba el uniforme de colegio añadía un toque de libertad a su bella personita. Los caballeros le sonrieron, buenas tardes Fonchito, qué grande estás, cuánto has crecido.

—¿No saludas? —lo había amonestado don Rigoberto, carraspeando.

—Sí, claro —respondió la cristalina voz de su entenado—. Pero, papi, por favor, que tus amigos, si me hacen cariños, no me los hagan en el potito.

La señora Lucrecia estalló en la quinta carcajada de la tarde.

—¿Les dijiste esa barbaridad, Fonchito?

—Es que, con el cuento de hacerme cariños, siempre me lo están tocando —encogió el niño los hombros, sin dar mayor importancia al asunto—. No me gusta que me toquen ahí ni jugando, después me pica. Y, cuando me viene cualquier picazón, me rasco hasta sacarme ronchas.

—Entonces, era cierto, se lo dijiste —la señora Lucrecia pasaba de la risa al asombro y de nuevo a la risa—. Por supuesto, la Teté no podía inventarse una cosa así. ¿Y Rigoberto? ¿Cómo reaccionó?

—Me fulminó con los ojos y me mandó a hacer las tareas a mi cuarto —dijo Fonchito—. Después, cuando se fueron, me riñó a su gusto. Y me ha quitado la propina del domingo.

—Esos viejos manos largas —exclamó la señora Lucrecia, súbitamente indignada—. Qué desvergüenza. Si yo los hubiera visto alguna vez, de patitas a la calle. ¿Y tu papá se quedó tan fresco al enterarse? Pero, antes, júramelo. ¿Era verdad? ¿Te tocaban el pompis? ¿No es una de esas cosas torcidas que se te ocurren?

—Claro que me tocaban. Aquí —le mostró el niño, dándose un palmazo en las nalgas—. Igualito que los curas del colegio. ¿Por qué, madrastra? ¿Qué tengo en el potito que todos quieren tocármelo?

La señora Lucrecia lo examinaba, tratando de adivinar si no mentía.

—Si es verdad, son unos desvergonzados, unos abusivos —exclamó, por fin, todavía dudando—. ¿En el colegio, también? ¿No se lo has dicho a Rigoberto, para que haga un escándalo?

El niño puso una expresión seráfica:

—No quiero darle más preocupaciones a mi papá. Menos ahora, que lo veo tan triste.

Doña Lucrecia bajó la cabeza, confusa. Este niñito era un maestro en decir cosas que la hacían sentirse mal. Bueno, si era verdad, bien hecho que les hiciera pasar un mal rato a esos frescos. Su marido le había contado a Teté Barriga que él y sus amigos se quedaron de una pieza, sin atreverse a mirar a Rigoberto, un rato largo. Después, habían hecho bromas, aunque con caras agestadas. Ya estaba bien de ese tema, en todo caso. Pasó a otra cosa. Preguntó a Fonchito cómo le iba en el colegio, si no se perjudicaba en la academia saliéndose antes de terminar las clases, si había ido al cine, al fútbol, a alguna fiesta. Pero, Justiniana, que entró trayendo el té con bizcochos, lo reactualizó. Había oído todo y se puso a opinar, de lo más lenguaraz. Estaba segura que era falso: «No le crea, señora. Fue otra diablura de este bandido, para que esos señores se comieran un pavo delante de don Rigoberto. ¿No lo conoce?». «Si tus chancays no estuvieran tan ricos, me enojaría contigo, Justita». Doña Lucrecia sintió que había cometido una imprudencia; dejándose vencer por la morbosa curiosidad —con Fonchito nunca se sabía— había despertado tal vez a la fiera. En efecto, cuando Justiniana recogía las tazas y platos, la pregunta del niño cayó sobre ella como una estocada:

—¿Por qué será que a las personas mayores les gustan tanto los niños, madrastra?

Justiniana se escabulló haciendo un ruido con la garganta o el estómago que sólo podía ser una risa censurada. Doña Lucrecia buscó los ojos de Fonchito. Los escrutó con calma, en pos de una chispa de maledicencia, de intenciones aviesas. No. Más bien, la luminosidad de un cielo diáfano.

—A todo el mundo le gustan los niños —dijo, hipócrita—. Es normal que uno se enternezca con ellos. Son pequeñitos, frágiles, a veces muy ricos.

Se sintió estúpida, impaciente por escapar a los ojazos quietos y límpidos posados en ella.

—A Egon Schiele le gustaban mucho —dijo Fonchito, asintiendo—. En Viena, a principios de siglo, había muchas niñas abandonadas, viviendo en las calles. Pedían limosna en las iglesias, en los cafés.

—Como en Lima —dijo ella, sin saber lo que decía. Otra vez la colmaba la sensación de ser una mosquita atraída, pese a sus esfuerzos, a las fauces de la araña.

—Y él salía al Parque Schonbrunn, donde había montones. Las llevaba a su estudio. Les daba de comer y les regalaba plata —prosiguió Fonchito, inexorable—. El señor Paris von Güterlash, un amigo a quien Schiele pintó, ahora te muestro el retrato, dice que siempre encontraba en su estudio dos o tres niñas de la calle. Se estaban ahí, de su cuenta. Se echaban a dormir o jugaban mientras Schiele pintaba. ¿Crees que había algo de malo en eso?

—Si les daba de comer y las ayudaba, qué de malo iba a haber.

—Pero, es que las hacía desnudarse y las pintaba haciendo poses —añadió el niño. Doña Lucrecia pensó: «Ya no tengo escapatoria»—. ¿Era malo que Egon Schiele hiciera eso?

—Bueno, me figuro que no —tragó saliva la madrastra—. Un artista necesita modelos. ¿Por qué tener la mente podrida? ¿No le gustaba a Degas pintar a las ratitas, las pequeñas bailarinas de la Ópera de París? Bueno, también a Egon Schiele las niñitas lo inspiraban.

¿Y, entonces, por qué lo habían metido preso, acusándolo de haber secuestrado a una menor? ¿Por qué, condenado a la prisión por difundir pinturas inmorales? ¿Por qué, obligado a quemar un dibujo con el cuento de que los niños veían en su estudio cosas escabrosas?

—No sé por qué —lo calmó ella, al ver que se iba excitando—. Yo no sé nada de Schiele, Fonchito. Tú eres el que sabe todo sobre él. Los artistas son personas complicadas, que te lo explique tu papá. No tienen que ser unos santos. No hay que idealizarlos, ni satanizarlos. Importan sus obras, no sus vidas. Lo que ha quedado de Schiele es cómo pintó a esas niñas, no lo que hacía con ellas en su estudio.

—Las hacía ponerse esas medias de colores que le gustaban tanto —remató el relato Fonchito—. Echarse en el sofá, en el suelo. Solas o de dos en dos. Entonces, se subía a una escalera, para mirarlas desde arriba. Trepado ahí, en lo alto, hacía un boceto, en unos cuadernos que se han publicado. Mi papá tiene el libro. Pero, en alemán. Sólo pude ver los dibujos, no leerlo.

—¿Subido en una escalera? ¿Así las pintaba?

Ya estabas en la telaraña, Lucrecia. Siempre lo conseguía, el mocoso. Ahora, no intentaba apartarlo del tema; lo seguía, atrapada. La pura verdad, madrastra. Decía que su sueño era ser un ave de presa. Pintar el mundo desde arriba, verlo como lo vería un cóndor o un gallinazo. Y, fijándose bien, era la pura verdad. Se lo demostraría ahora mismo. Saltó a rebuscar su maletín de la academia y un momento después se acuclillaba a sus pies —ella estaba como siempre en el sofá y él en el suelo— pasando las páginas de un nuevo y voluminoso libro de reproducciones de Egon Schiele, que apoyó sobre las rodillas de la madrastra. ¿Sabía Fonchito de verdad todas esas cosas sobre el pintor? ¿Cuántas eran ciertas? ¿Y, por qué le había venido esa manía por Schiele? ¿Cosas que le oía a Rigoberto? ¿Era este pintor la última obsesión de su ex-marido? En todo caso, no le faltaba razón. Esas muchachas tendidas, esos amantes enlazados, esas ciudades fantasmales, sin personas, animales ni coches, de casas apelotonadas y como congeladas a orillas de ríos desiertos, parecían divisados desde lo alto, por un ave rampante, que planeaba sobre ellas con una mirada envolvente y sin piedad. Sí, la perspectiva de un ave de presa. La carita de ángel le sonrió: «¿No te lo dije, madrastra?». Ella asintió, desagradada. Detrás de esos rasgos de querube, de esa inocencia de cuadro milagrero, anidaba una inteligencia sutil, precozmente madura, una psicología tan enrevesada como la de Rigoberto. Y, en ese momento, tomó conciencia de lo que exhibía la página. Se encendió como una antorcha. Fonchito había dejado el libro abierto en una acuarela de tonos rojos y espacios cremas, con una franja malva, al que sólo ahora doña Lucrecia prestaba atención: el propio artista de espigada silueta, sentado, y, entre sus piernas abiertas, una muchacha, desnuda y de espaldas, sosteniendo en alto, como el asta de una bandera, su gigantesca extremidad viril.

—Esta pareja también ha sido pintada desde lo alto —la alertó la cristalina voz—. ¿Pero, cómo haría el boceto? No pudo desde la escalera, porque quien está sentado en el suelo es él mismo. ¿Te das cuenta, no, madrastra?

—Me doy cuenta de que es un autorretrato muy obsceno —dijo doña Lucrecia—. Mejor, sigue pasando, Foncho.

—A mí, me parece triste —le discutió el niño, con mucha convicción—. Fíjate en la cara de Schiele. Está caída, como si no pudiera más de la pena que siente. Parece que va a llorar. Tenía solamente veintiún años, madrastra. ¿Por qué crees que a este cuadro le puso La hostia roja?

—Mejor no averiguarlo, sabidito —comenzó a enojarse la señora Lucrecia—. ¿Así se llama? Además de obsceno, es sacrílego, entonces. Pasa la página o la rompo.

—Pero, madrastra —la recriminó Fonchito—. Tú no serás como ese juez que condenó a Egon Schiele a romper su cuadro. Tú no puedes ser tan injusta ni prejuiciosa.

Su indignación parecía genuina. Le brillaban las pupilas, las finas aletas de su nariz vibraban y hasta las orejas se le habían afilado. Doña Lucrecia lamentó lo que acababa de decir.

—Bueno, tienes razón, con la pintura, con el arte, hay que tener manga ancha —se frotó las manos, nerviosa—. Es que tú me sacas de mis casillas, Fonchito. Nunca sé si haces lo que haces y dices lo que dices de manera espontánea, o con segunda intención. Nunca sé si estoy con un niño o con un viejo vicioso y perverso, escondido detrás de una carita de Niño Jesús.

El niño la miraba desconcertado; la sorpresa parecía brotarle de lo más profundo. Pestañeaba, sin comprender. ¿Era ella la que, con su desconfianza, estaba escandalizando a esta criatura? Por supuesto que no. Sin embargo, al ver que a Fonchito los ojos se le aguaban, se sintió culpable.

—Ni siquiera sé lo que estoy diciendo —murmuró—. Olvídate, no he dicho nada. Ven, dame un beso, nos amistamos.

El niño se incorporó y le echó los brazos al cuello. Doña Lucrecia sintió, palpitando, la frágil estructura, los huesecillos, ese cuerpecito en la frontera de la adolescencia, esa edad en que los niños se confundían todavía con las niñas.

—No te enojes conmigo, madrastra —oyó que le decía, al oído—. Corrígeme si hago algo mal, dame consejos. Yo quiero ser como tú quieres que sea. Pero, no te enojes.

—Bueno, ya se me pasó —dijo ella—. Nos olvidarnos.

La tenía encarcelada por el cuello con sus bracitos y le hablaba tan lento y bajo que no entendió lo que decía. Pero registró con todos sus nervios la puntita de la lengua del niño cuando, como un delicado estilete, entró en la cavidad de su oreja y la ensalivó. Resistió el impulso de apartarlo. Un momento después, sintió que los labios delgaditos recorrían el lóbulo, con besos espaciados, menuditos. Ahora sí, lo apartó con suavidad —le corrían culebritas por todas partes— y se encontró con su cara traviesa.

—¿Te hice cosquillas? —Parecía jactándose de una proeza—. Te pusiste a temblar todita. ¿Te pasó electricidad, madrastra?

No supo qué decirle. Le sonrió, forzada.

—Me olvidaba de contarte —vino a sacarla de apuros Fonchito, retornando a su lugar acostumbrado, al pie del sofá—. Ya comencé a hacerle el trabajo, a mi papá.

—¿Qué trabajo?

—La amistada de ustedes, pues —explicó el niño, accionando—. ¿Sabes qué hice? Decirle que te había visto saliendo de la Virgen del Pilar, elegantísima, del brazo de un señor. Que parecían una parejita en su luna de miel.

—¿Y por qué le mentiste así?

—Para darle celos. Y, se los di. ¡Se puso nerviosísimo, madrastra!

Se rio con una risa que proclamaba una espléndida alegría de vivir. Su papi se había puesto pálido; se le saltaron los ojos, aunque, al principio, no comentó nada. Pero, estaba recomiéndolo la curiosidad y se moría de ganas de saber más. ¡Se lo notaba tan muñequeado! Para facilitarle la cosa, Fonchito abrió el fuego:

—¿Crees que mi madrastra piensa volver a casarse, papi?

A don Rigoberto se le avinagró la cara e hizo un extraño caballuno, antes de contestar:

—No lo sé. Debiste preguntárselo tú. —Y, luego de una vacilación, tratando de aparecer natural—. Quién sabe. ¿Te pareció que ese señor era más que un amigo?

—Bueno, no sé —habría dudado Fonchito, moviendo la cabeza como el cucú del reloj—. Estaban del brazo. El señor la miraba igual que en las películas. Y ella también le echaba unas miraditas muy coquetas.

—Yo a ti te mato, por bandido y mentiroso —la señora Lucrecia le lanzó uno de los cojines, que Fonchito recibió en la cabeza con grandes aspavientos—. Eres un farsante. No le dijiste nada, estás burlándote de mí a tu gusto.

—Por lo más santo, madrastra —se reía el niño, a carcajadas, besando sus dedos en cruz.

—Eres el peor cínico que he conocido —le disparó ella otro cojín, riéndose también—. Cómo serás de grande. Dios guarde a la pobre cándida que se enamore de ti.

El niño se puso serio, en uno de esos bruscos cambios de ánimo que desconcertaban a doña Lucrecia. Había cruzado los brazos sobre el pecho y, sentado como un Buda, la examinaba con cierto miedo.

—¿Lo decías en broma, no, madrastra? ¿O, de veras piensas que soy malo?

Ella estiró la mano y le acarició los cabellos.

—No, malo, no —dijo—. Eres impredecible. Un sabidillo con demasiada imaginación, eso sí.

—Quiero que ustedes se amisten —la interrumpió Fonchito, con ademán enérgico—. Por eso le inventé esa historia. Ya tengo un plan.

—Como yo soy la interesada, por lo menos deja que le dé mi aprobación.

—Es que… —Fonchito se retorció las manos—. Todavía me falta completarlo. Tienes que tenerme confianza, madrastra. Necesito saber algunas cosas de ustedes. Por ejemplo, cómo se conocieron tú y mi papá. Y, cómo fue que se casaron.

Una cascada de imágenes melancólicas actualizó en la memoria de doña Lucrecia el día aquel —once años ya— en que, en aquella tumultuosa y aburrida fiesta para celebrar las bodas de plata de unos tíos, le habían presentado a ese señor de carota lúgubre, grandes orejas y beligerante nariz, camino a la calvicie. Un cincuentón del que una amiga celestina, empeñada en casar a todo el mundo, la puso al tanto: «Viudo fresco, un hijo, gerente de Seguros La Perricholi, un poco estrafalario pero de familia decente y con plata». Al principio, sólo retuvo de Rigoberto el aspecto funeral, su actitud huraña, lo inapuesto que era. Pero, desde esa misma noche, algo la había atraído de ese hombre sin encantos físicos, algo que adivinó de complicado y misterioso en su vida. Y, doña Lucrecia, desde niña, había sentido fascinación por asomarse a los abismos desde lo alto del acantilado, por hacer equilibrio en la baranda de los puentes. Esa atracción se había confirmado cuando aceptó tomar té con él en La Tiendecita Blanca, asistir en su compañía a un concierto de la Filarmónica en el Colegio Santa Úrsula, y, sobre todo, cuando entró a su casa por primera vez. Rigoberto le mostró sus grabados, sus libros de arte y sus cuadernos donde estaban sus secretos, y le explicó cómo renovaba su colección, penalizando con las llamas a los libros e imágenes que reemplazaba. Se había impresionado oyéndolo, observando la corrección con que la trataba, su formalidad maniática. Para asombro de su familia y de sus amigas («¿Qué esperas para casarte, Lucre? ¿Un príncipe azul? ¡No puede ser que rechaces a todos tus aficionados!») cuando Rigoberto le propuso matrimonio («Sin haberme dado un beso») aceptó inmediatamente. Nunca se había arrepentido. Ni un solo día, ni un solo minuto. Había sido divertido, excitante, maravilloso, ir descubriendo el mundo de manías, rituales y fantasías de su esposo, compartirlo con él, ir construyendo a su lado esa vida reservada, a lo largo de diez años. Hasta la absurda, loca, estúpida historia con su hijastro a la que se dejó arrastrar. Y, con un mocosito que ahora ni siquiera parecía acordarse de lo ocurrido. ¡Ella, ella! La que todos creían tan juiciosa, tan precavida, tan bien organizada, la que siempre calculó todos los pasos con tanta sensatez. ¡Cómo había podido tener una aventura con un niñito de colegio! ¡Su propio entenado! Más bien, Rigoberto se había portado muy decente, evitando el escándalo, limitándose a pedirle la separación y dándole el apoyo económico que le permitía ahora vivir sola. Otro la hubiera matado, despedido con cajas destempladas, sin un centavo, puesto en la picota social como corruptora de menores. Qué tontería pensar que Rigoberto y ella podrían reconciliarse. Él seguiría mortalmente ofendido por lo que pasó; no la perdonaría jamás. Sintió que otra vez los bracitos se enroscaban en su cuello.

—Por qué te has puesto triste —la consoló Fonchito—. ¿Hice algo malo?

—De pronto, me acordé de algo y como soy una sentimental… Ya se me pasó.

—Cuando vi que te ponías así ¡me vino un susto!

El niño volvió a besarla en la oreja, con los mismos besitos diminutos, y a rematar los cariños humedeciéndole otra vez el pabellón de la oreja con la punta de la lengua. Doña Lucrecia se sentía tan deprimida que ni siquiera tuvo ánimos para apartarlo. Al poco rato, oyó que le decía, con un tono distinto:

—¿Tú también, madrastra?

—¿Qué cosa?

—Me estás tocando el potito, pues, igual que los amigotes de mi papá y los curas del colegio. ¡Qué les ha dado a todos con mi pompis, caramba!

CARTA AL ROTARIO

Ya sé que te ofendiste, amigo, por mi negativa a incorporarme al Rotary Club, institución de la que eres dirigente y promotor. Y, sospecho que quedaste receloso, nada convencido de que mi reticencia a ser rotario de ninguna manera significa que vaya a enrolarme en el Club de Leones o el recién aparecido Kiwanis del Perú, asociaciones con las que la tuya compite implacablemente para llevarse las palmas de la beneficencia pública, el espíritu cívico, la solidaridad humana, la asistencia social y cosas por el estilo. Tranquilízate: no pertenezco ni perteneceré a ninguno de esos clubs o asociaciones ni a nada que pudiera parecérseles (los Boy Scouts, los Ex-alumnos Jesuítas, la masonería, el Opus Dei, etcétera). Mi hostilidad al género asociativo es tan radical que hasta he desistido de ser miembro del Touring Automóvil Club, y no se diga de esos llamados clubs sociales que miden la categoría étnica y el patrimonio económico de los limeños. Desde mis años ya lejanos de militancia en la Acción Católica y a causa de ella —pues fue esa la experiencia que me abrió los ojos sobre la ilusión de toda utopía social y me catapultó a la defensa del hedonismo y el individúo—, he contraído una repugnancia moral, psicológica e ideológica, contra toda forma de servidumbre gregaria, al punto que —no es broma— incluso la cola del cine me hace sentirme atropellado y disminuido de mi libertad (a veces, no tengo más remedio que acolarme, claro), retrocedido a la condición de hombre-masa. La única concesión que recuerdo haber hecho se debió a una amenaza de sobrepeso (soy un convencido, como Cyril Connolly, de que «la obesidad es una enfermedad mental») que me llevó a inscribirme en un gimnasio, donde un tarzán sin sesos nos hacía sudar a quince idiotas una hora diaria, al compás de sus rugidos, ejercitando unas simiescas contracciones que él llamaba aerobics. El suplicio gimnástico confirmó todos mis prejuicios contra el hombre-rebaño.

Permíteme, a propósito, que te transcriba una de las citas que atestan mis cuadernos, pues sintetiza maravillosamente lo que pienso. Su autor es un asturiano trotamundos acantonado en Guatemala, Francisco Pérez de Antón: «Un rebaño, como se sabe, está compuesto de gente despalabrada y esfínter más o menos débil. Es un hecho comprobado, además, que, en tiempos de confusión, el rebaño prefiere la servidumbre al desorden. De ahí que quienes actúan como cabras no tengan líderes sino cabrones. Y algo se nos debe de haber contagiado de esta especie cuando en el humano rebaño es tan común ese dirigente capaz de conducir a las masas hasta el borde del arrecife y, una vez allí, hacerlas saltar al agua. Eso si no se le ocurre asolar una civilización, que es algo también bastante frecuente». Dirás que es paranoico divisar tras unos benignos varones que se reúnen a almorzar una vez por semana y discuten en qué nuevo distrito levantar esas estelas de piedra caliza con la placa de metal «El Rotary Club les da la bienvenida», cuya erección pagan a escote, una ominosa depreciación en la escala humana de individuo soberano a individuo-masa. Tal vez yo exagere. Pero, no puedo descuidarme. Como el mundo avanza tan de prisa hacia la desindividualización completa, la extinción de ese accidente histórico, el reinado del individuo libre y soberano, que una serie de azares y circunstancias hiciera posible (para un número reducido de personas, desde luego, y en un número aún más reducido de países), estoy movilizado en zafarrancho de combate, con mis cinco sentidos y las veinticuatro horas del día, para demorar lo más que pueda, en lo que a mí concierne, esa derrota existencial. La batalla es a muerte y totalizadora; todo y todos participan en ella. Esas asociaciones de engordados profesionales, ejecutivos y burócratas de alto rango que, una vez por semana, comparecen a comer un menú regimentado (¿compuesto por una papa rellena, un bistecito con arroz y unos panqueques con manjarblanco, todo ello rociado con vinito tinto Tacama Reserva especial?) es una batalla ganada a favor de la robotización definitiva y el oscurantismo, un avance de lo planificado, lo organizado, lo obligatorio, lo rutinario, lo colectivo, y un encogimiento aún mayor de lo espontáneo, lo inspirado, lo creativo y lo original, que sólo son concebibles en la esfera del individuo.

¿Por lo que llevas leído recelas que, bajo mi incolora apariencia de burgués cincuentón, se embosca un hirsuto antisocial medio anarquista? ¡Bingo! Acertaste, hermanón. (Hago una broma y no resulta: la palabreja hermanón me sugiere ya la inevitable palmada en el hombro que la acompaña y la asquerosa visión de dos varones embarrigados por la cerveza y la inmoderada ingestión de picantes, colectivizándose, formando una sociedad, renunciando a sus fantasmas endovenosos y a su yo). Es verdad: soy un antisocial en la medida de mis fuerzas, que por desgracia son flaquísimas, y resisto la gregarización en todo aquello que no pone en peligro mi supervivencia ni mis excelentes niveles de vida. Tal como lo lees. Ser individualista es ser egoísta (Ayn Rand, The Virtue of Selfishness), pero no imbécil. Por lo demás, la imbecilidad me parece respetable si es genética, heredada, no si es elegida, una deliberada toma de posición. Temo que ser rotario, igual que león, kiwani, masón, boyscout, opus, sea (perdóname) una acobardada apuesta a favor de la estupidez.

Mejor te explico este insulto, así lo atenúo y la próxima vez que los negocios de nuestras aseguradoras nos junten, no me partas la cabeza de un puñetazo (o de un patadón en la espinilla, agresión más apropiada para gentes de nuestra edad). No sé de qué manera más justa definir la institucionalización de las virtudes y los buenos sentimientos que representan esas asociaciones, que como una abdicación de la responsabilidad personal y una barata manera de adquirir buena conciencia «social» (pongo la palabra entre comillas para subrayar el desagrado que me causa). En términos prácticos, lo que hacen tú y tus colegas no contribuye a mi juicio a reducir el mal (o, si prefieres, a aumentar el bien) en ningún sentido apreciable. Los principales beneficiarios de esa generosidad colectivizada son ustedes mismos, empezando por sus estómagos, deglutidores de esos menús semanales, y sus puercas mentes, que, en esas veladas de confraternización (¡horroroso concepto!) regurgitan de placer intercambiando chismes, chistes colorados y rajando sin piedad del ausente. No estoy contra esos entretenimientos ni, en principio, contra nada que produzca placer; estoy contra la hipocresía de no reivindicar este derecho a cara descubierta, de buscar el placer disimulado bajo la coartada profiláctica de la acción cívica. ¿No me dijiste, poniendo ojos de sátiro y dándome un tincanazo pornográfico, que otra ventaja de ser rotario era que la institución proveía un pretexto semanal de primer orden para estar lejos de casa sin alarmar a la mujer? Aquí, añado otra objeción. ¿Es por reglamento o simplemente costumbre que no hay mujeres en sus filas? En los almuerzos que me has infligido, nunca vi una falda. Estoy seguro que no todos ustedes son maricones, única razón tibiamente aceptable para justificar el pantalonismo rotario (león, kiwani, boyscout, etcétera). Esta es mi tesis: ser rotario es un pretexto para pasar unos buenos ratos masculinos, a salvo de la vigilancia, servidumbre o formalidad que, según ustedes, impone la cohabitación con la mujer. Esto me parece tan anticivilizado como la paranoia de las recalcitrantes feministas que han declarado la guerra de los sexos. Mi filosofía es que en los casos inevitables de resignación al gregarismo —escuelas, trabajos, diversiones—, la mezcla de géneros (y de razas, lenguas, costumbres y creencias) es una manera de amortiguar la cretinización que conlleva el pandillismo y de introducir un elemento picante, de malicia (malos pensamientos, de los que soy resuelto practicante) en las relaciones humanas, algo que, desde mi punto de vista, las eleva estética y moralmente. No te digo que ambas cosas son, para mí, una sola, porque no lo entenderías.

Toda actividad humana que no contribuya, aun de la manera más indirecta, a la ebullición testicular y ovárica, al encuentro de espermatozoides y óvulos, es despreciable. Por ejemplo, la venta de pólizas de seguros a la que tú y yo nos dedicamos desde hace treinta años, o los almuerzos misóginos de los rotarios. Lo es todo lo que distrae del objetivo verdaderamente esencial de la vida humana, que consiste, a mi juicio, en la satisfacción de los deseos. No veo para qué otra cosa podemos estar aquí, girando como lentos trompos en el gratuito universo. Uno puede vender seguros, como tú y yo lo hemos hecho —y con bastante éxito, pues hemos alcanzado posiciones expectantes en nuestras respectivas compañías— porque era preciso comer, vestirse, abrigarse bajo un techo y alcanzar unos ingresos que nos permitieran tener y aplacar deseos. No hay ninguna otra razón válida para vender pólizas de seguros, ni tampoco para construir represas, castrar gatos o ser taquígrafo. Te oigo: ¿y si, a diferencia de ti, desquiciado Rigoberto, vendiendo pólizas de seguros contra incendios, robos o enfermedades, un hombre se realiza y goza? ¿Y, si, asistiendo a almuerzos rotarios y contribuyendo con óbolos pecuniarios a levantar letreros en las carreteras con la consigna «Despacio se va lejos» materializa sus más ardientes deseos y es feliz, ni más ni menos que tú hojeando tu colección de grabados y libros impropios para señoritas o en esas pajas mentales que son los soliloquios de tus cuadernos? ¿No tiene cada cual derecho a sus deseos? Sí, lo tiene. Pero, si los más caros deseos (la palabra más bella del diccionario) de un ser humano consisten en vender seguros y afiliarse al Rotary Club (o afines) ese bípedo es un cacaseno. El caso del noventa por ciento de la humanidad, de acuerdo. Veo que vas comprendiendo, asegurador.

¿Por tan poca cosa te santiguas? Tu señal de la cruz me insta a pasar a otro tema, que es el mismo. ¿Qué papel ocupa la religión en esta diatriba? ¿Recibe ella también las bofetadas de este renegado de la Acción Católica, ex-lector enfebrecido de San Agustín, el Cardenal Newmann, San Juan de la Cruz y Jean Guitton? Sí y no. Si soy algo en estas materias, soy agnóstico. Desconfiado del ateo y del creyente, a favor de que la gente crea y practique una fe, pues, de otro modo, no tendría vida espiritual alguna y el salvajismo se multiplicaría. La cultura —el arte, la filosofía, todas las actividades intelectuales y artísticas laicas— no reemplaza el vacío espiritual que resulta de la muerte de Dios, del eclipse de la vida trascendente, sino en una muy pequeña minoría (de la que formo parte). Ese vacío vuelve a la gente más destructora y bestial de lo que es normalmente. Al mismo tiempo que estoy a favor de la fe, las religiones en general me incitan a taparme la nariz, porque todas ellas implican el rebañismo procesionario y la abdicación de la independencia espiritual. Todas ellas coartan la libertad humana y pretenden embridar los deseos. Reconozco que, desde el punto de vista estético, las religiones —la católica, acaso, más que ninguna otra con sus hermosas catedrales, ritos, liturgias, atuendos, representaciones, iconografías, músicas— suelen ser unas soberbias fuentes de placer que halagan el ojo, la sensibilidad, atizan la imaginación y nos combustionan de malos pensamientos. Pero, en todas ellas hay emboscado siempre un censor, un comisario, un fanático y las parrillas y tenazas de la inquisición. Es cierto, también, que, sin sus prohibiciones, pecados, fulminaciones morales, los deseos —el sexual, sobre todo— no hubieran alcanzado el refinamiento que tuvieron en ciertas épocas. Pues, y esto no es teoría sino práctica, gracias a una modesta encuesta personal de limitado horizonte, afirmo que se hace mucho mejor el amor en los países religiosos que en los secularizados (mejor en Irlanda que en Inglaterra, en Polonia que en Dinamarca) y en los católicos que en los protestantes (en España o Italia mejor que en Alemania o Suecia) y que son mil veces más imaginativas, audaces y delicadas las mujeres que pasaron por colegios de monjas que las que estudiaron en colegios laicos (Roger Vailland ha teorizado al respecto en Le regard froid). Lucrecia no sería la Lucrecia que me ha colmado de una impagable felicidad, noche y día (pero, sobre todo, de noche) a lo largo de diez años, si su niñez y juventud no hubieran estado a cargo de las estrictísimas monjas del Sagrado Corazón, entre cuyas enseñanzas figuraba la de que, para una niña, sentarse con las rodillas abiertas era pecado. Estas sacrificadas esclavas del Señor, con su exacerbada suceptibilidad y casuística en materia amorosa, han ido formando a lo largo de la historia dinastías de Mesalinas. ¡Benditas sean!

¿Y, entonces? ¿En qué quedamos? Yo no sé en qué quedarás tú, querido colega (para usar otra expresión vomitable). Yo me quedo en mi contradicción, que es, también, después de todo, una fuente de placer para un espíritu díscolo e inclasificable como el mío. En contra de la institucionalización de los sentimientos y la fe, pero a favor de los sentimientos y la fe. Al margen de las iglesias, pero curioso y envidioso de ellas, y diligente aprovechador de lo que puedan prestarme para enriquecer el mundo de mis fantasmas. Te señalo que soy un desembozado admirador de esos príncipes de la Iglesia que fueron capaces de congeniar en el más alto grado la púrpura y la esperma. Rebusco mis cuadernos y encuentro, como ejemplo, aquel Cardenal sobre el que escribió el virtuoso Azorín: «Escéptico refinado, se reía a solas de la farsa en que se movía su persona, y asombrábase a ratos de que no se acabase la estupidez humana que mantenía con su dinero aquella estupenda comedia». ¿No es este, casi, un medallón del famoso Cardenal de Bernis, embajador dieciochesco de Francia en Italia, que compartió en Venecia a dos monjas lesbianas con Giacomo Casanova (vide sus Memorias) y atendió en Roma al marqués de Sade sin saber de quién se trataba, cuando este, prófugo de Francia por sus excesos libertinos, recorría Italia emboscado bajo la falsa identidad de Conde de Mazan?

Pero, ya veo que bostezas, porque esos nombres con que te tiroteo —Ayn Rand, Vailland, Azorín, Casanova, Sade, Bernis— son para ti unos ruidos incomprensibles, de modo que corto y pongo punto final a esta misiva (que, tranquilízate, tampoco enviaré).

Muchos almuerzos y placas, rotario.

EL OLOR DE LAS VIUDAS

En la noche húmeda, sobresaltada por la agitación del mar, don Rigoberto se despertó de golpe, bañado en sudor: las ratas innumerables del templo de Karniji, convocadas por las alegres campanillas de los brahmanes, acudían a la merienda de la tarde. Las enormes pailas, las fuentes de metal, los cuencos de madera ya habían sido llenados con trocitos de carne o con el lechoso sirope, su manjar preferido. De todos los huecos de las paredes de mármol, horadados para ellas y equipados con manojos de paja para su confort por los piadosos monjes, miles de grises roedores salían de sus nidos, ávidos. Atropellándose, unos sobre otros, se precipitaban hacia los recipientes. Se zambullían en ellos a lamer el almíbar, mordisquear los pedazos de carne, y, los más exquisitos, a arrancar con sus blancos incisivos bocaditos de callos y durezas de los desnudos pies. Los sacerdotes las dejaban hacer, halagados de contribuir con esas sobras de su piel al placer de las ratas, encarnaciones de hombres y mujeres desaparecidos.

El templo había sido construido para ellas hacía quinientos años en ese rincón norteño del Rajastán hindú, en homenaje a Lakhan, hijo de la diosa Karniji, apuesto mancebo que se transformó en una rata gorda. Desde entonces, detrás de la imponente construcción de plateadas puertas, marmóleos pisos, muros y cúpulas majestuosos, el espectáculo tenía lugar dos veces al día. Ahí estaba ahora el brahmán-jefe, Chotu-Dan, oculto bajo las decenas de grises animales que se subían a sus hombros, brazos, piernas, espaldas, rumbo a la gran paila de almíbar a cuyas orillas estaba sentado. Pero, lo que le revolvía el estómago y tenía a punto de vomitar a don Rigoberto, era el olor. Denso, envolvente, más hiriente que la bosta de la acémila, el aliento del basural o la carroña putrefacta, el hedor de esa muchedumbre parda estaba ahora dentro de él. Recorría el envés de su cuerpo con sus venas, la transpiración de sus glándulas, se empozaba en los resquicios de sus cartílagos y el tuétano de sus huesos. Su cuerpo se había convertido en el templo de Karniji. «Estoy embutido de olor a ratas», se asustó.

Saltó de la cama en pijama, sin ponerse la bata, sólo las zapatillas, y corrió a su estudio, a ver si hojeando algún libro, escrutando un grabado, oyendo música o garabateando sus cuadernos, otras imágenes venían a exorcizar a las sobrevivientes de la pesadilla.

Tuvo suerte. En el primer cuaderno que abrió, una cita científica explicaba la variedad de anofeles cuya característica más saltante es percibir el olor de sus hembras a distancias increíbles. «Soy uno de ellos», pensó, abriendo sus narices y husmeando. «Puedo ahora mismo, si me lo propongo, oler a Lucrecia dormida en el Olivar de San Isidro, y diferenciar nítidamente las segregaciones de su cuero cabelludo, de sus axilas y de su pubis». Pero se encontró con otro olor —benigno, literario, placentero, fantaseóse— que empezó a disipar, como el viento del amanecer la neblina nocturna, los hedores ratoniles del sueño. Un olor santo, teológico, elegantísimo, exhalado por la Introducción a la vida devota, de Francisco de Sales, en la traducción de Quevedo: «Las lámparas que tienen el olio aromático despiden de sí un más suave olor cuando las apagan la luz. Así, las viudas, cuyo amor ha sido puro en su casamiento, derraman un precioso y aromático olor de virtud de castidad, cuando su luz, esto es, su marido, es apagada por la muerte». Ese aroma de viudas castas, impalpable melancolía de sus cuerpos condenados al soliloquio físico, exhalación nostálgica de sus deseos insatisfechos, lo inquietó. Las ventanillas de su nariz afanosamente latieron, tratando de reconstruir, detectar, extraer del ambiente algún rastro de su presencia. La mera idea de ese olor de viuda lo puso en vilo. Evaporó los restos de la pesadilla, le quitó el sueño, devolvió a su espíritu una confianza saludable. Y lo llevó a pensar —¿por qué?— en esas señoras flotando entre ríos de estrellas, de Klimt, mujeres olorosas, de caras traviesas —ahí estaban Goldfish, hembra-pececito de colores y Dánae, simulando dormir y exhibiendo con simplicidad un curvilíneo culo de guitarra. Ningún pintor había sabido pintar el olor de las mujeres como el bizantino vienés; sus aéreas y cimbreadas mujeres siempre le habían entrado a la memoria, simultáneamente, por los ojos y la nariz. (Y, a propósito, ¿no era hora de comenzar a inquietarse por el desmesurado interés que ejercía sobre Fonchito el otro vienés, Egon Schiele? Tal vez, pero no en este momento).

¿Despedía el cuerpo de Lucrecia ese santo olor salesiano desde que estaban separados? Si así fuera, aún lo quería. Pues, ese olor, según San Francisco de Sales, testimoniaba una fidelidad amorosa que trascendía la tumba. Entonces, no lo había reemplazado. Sí, aún seguía «viuda». Los rumores, infidencias, acusaciones, que llegaban hasta él —incluido el chisme de Fonchito— sobre los recién contraídos amantes de Lucrecia, eran calumnias. Su corazón se regocijó, mientras olfateaba con encarnizamiento el contorno. ¿Estaba ahí? ¿Lo había detectado? ¿Era el olor de Lucrecia? No. Era el de la noche, la humedad, los libros, los óleos, las maderas, las telas y cueros del estudio.

Trató de retrotraer del pasado y la nada, cerrando los ojos, los olores nocturnos que aspiró en esos diez años, aromas que tanto lo habían hecho gozar, perfumes que lo habían defendido contra la pestilencia y fealdad reinantes. La depresión se apoderó de él. Vinieron a consolarlo unos versos de Neruda, al volver una página de ese mismo cuaderno:

Y por verte orinar, en la oscuridad, en el fondo de la casa,

como vertiendo una miel delgada, trémula, argentina, obstinada,

cuántas veces entregaría este coro de sombras que poseo,

y el ruido de espadas inútiles que se oye en mi alma…

¿No era extraordinario que el poema de esos versos se llamara Tango del viudo? Sin transición, divisó a Lucrecia, sentada en la taza del excusado, y escuchó el alegre chapaleo de su pipí en el fondo del recipiente, que lo recibía cascabeleando agradecido. Por supuesto, silencioso, acuclillado en el rincón, absorto, místicamente concentrado, escuchando y oliendo, ahí estaba también el feliz beneficiario de aquella emisión y aquel concierto líquido: ¡Manuel de las prótesis! Pero, en eso apareció Gulliver, salvando a la Emperadora de Lilliput de su palacio en llamas con una espumosa meada. Pensó en Jonathan Swift, que vivió obsesionado con el contraste entre la belleza del cuerpo y las horribles funciones corporales. El cuaderno recordaba cómo, en su poema más famoso, un amante explica por qué decidió abandonar a su amada, con estos versos:

Nor wonder how I lost my wits;

Oh! Celia, Celia, Celia shits

«Qué estúpido», sentenció. Lucrecia también shited y eso, en vez de degradarla, la realzaba a sus ojos y narices. Por unos segundos, con la primera sonrisa de la noche dibujada en su cara, su memoria aspiró los vapores reminiscentes del paso de su ex-mujer por el cuarto de baño. Aunque ahora se entremetía allí el sexólogo Havelock Ellis, cuya más recóndita felicidad era, según el cuaderno, escuchar a su amada licuar, proclamando en su correspondencia que el día más feliz de su vida había sido aquel en que su complaciente mujer, amparada en las vueludas faldas victorianas que la arropaban, orinó para él entre inadvertidos paseantes, irreverentemente, a los pies del Almirante Nelson, observada por los monumentales leones de piedra de Trafalgar Square.

Pero Manuel no había sido un poeta como Neruda, ni un moralista como Swift, ni un sexólogo como Ellis. Apenas, un castrado. ¿O, más bien, un eunuco? Diferencia abismal, entre esos dos negados para la fecundación. Uno tenía todavía falo y erección y el otro había perdido el adminículo y la función reproductora y lucía un pubis liso, curvo y femenil. ¿Qué era Manuel? Eunuco. ¿Cómo había podido Lucrecia concederle aquello? ¿Generosidad, curiosidad, compasión? ¿O, vicio y morbo? ¿O, todas esas cosas combinadas? Ella lo había conocido antes del célebre accidente, cuando Manuel ganaba campeonatos motociclísticos enfundado en un casco rutilante y un buzo de plástico, encaramado sobre un equino mecánico de tubos, manubrio y ruedas, de nombre siempre japonés (Honda, Kawasaki, Suzuki o Yamaha), catapultándose a sí mismo con ruido de pedo ensordecedor a campo traviesa —lo llamaban motocross—, aunque también solía participar en galimatías como Trail y Enduro, —esta última prueba de sospechosas reminiscencias albigenses— a doscientos o trescientos kilómetros por hora. Sobrevolando acequias, trepando cerros, alborotando arenales y saltando rocas o abismos, Manuel ganaba trofeos y salía retratado en los periódicos descorchando botellas de champagne y con modelos que besuqueaban sus mejillas. Hasta que, en una de esas exhibiciones de acendrada estupidez, voló por los aires, luego de ascender como bólido una colina equivocada, tras cuya cumbre lo esperaba, no, como él, incauto, creía, un sedante tobogán de amortiguadoras arenas, sino un precipicio con rocas. Se precipitó en él, gritando una palabrota arcaica —¡Ojete!— cuando volaba montado en su corcel de metal rumbo a las profundidades, a cuyo fondo llegó segundos después sonoramente, en un estruendo de huesos y fierros que se machacaban, rompían y astillaban. ¡Milagro! Su cabeza quedó intacta; sus dientes, completos; su visión y su audición, sin daño alguno; el uso de sus extremidades, algo resentido a causa de los huesos quebrados y los músculos desgarrados y tundidos. El pasivo quedó compensatoriamente concentrado en su genital, que monopolizó las averías. Tuercas, clavos y punzones perforaron sus testículos pese al elástico suspensor que los guarnecía e hicieron de ellos una sustancia híbrida, entre la melcocha y la ratatouille, en tanto que el peciolo de su virilidad fue cercenado de raíz por algún material cortante que tal vez —ironías de la vida— no provino de la moto de sus amores y triunfos. ¿Qué lo castró, entonces? El grueso crucifijo punzo-cortante que llevaba encima para convocar la protección divina cuando perpetraba sus proezas motociclísticas.

Los diestros cirujanos de Miami soldaron sus huesos, estiraron lo que se había encogido y encogieron lo que se había estirado, zurcieron lo desgarrado y le construyeron, disimulándolo con pedazos de carne arrancados a su glúteo, un genital artificial. Andaba siempre tieso, pero era pura pinta, una armazón de piel sobre una prótesis de plástico. «Mucha presencia y pocas nueces, o, para ser matemático, ninguna nuez», se encarnizó don Rigoberto. Le servía sólo para orinar, mas ni siquiera a voluntad, sino cada vez que tomaba algún líquido, y como el pobre Manuel no tenía la menor potestad para que ese constante escurrir de sus líquidos no empapara sus fundillos, llevaba colgada, a modo de sombrerito o estrambote, una bolsita de plástico que recogía sus aguas. Salvo esta inconveniencia, el eunuco llevaba una vida muy normal y —cada loco con su tema— todavía enfeudada con las motocicletas.

—¿Vas a ir a visitarlo otra vez? —preguntó don Rigoberto, algo amoscado.

—Me ha invitado a tomar el té y, ya sabes, es un buen amigo al que le tengo mucha pena —le explicó doña Lucrecia—. Si te molesta, no voy.

—Anda, anda —se disculpó él—. ¿Después me cuentas?

Se habían conocido de chicos. Formaban parte del mismo barrio y fueron enamorados cuando estaban en el colegio y ser enamorados consistía en pasearse de la mano los domingos después de misa de once en el Parque Central de Miraflores, y en el Parquecito Salazar luego de una matiné sincopada de besos y algún manoseo tímido y gentil en la platea. Y, habían sido novios, cuando Manuel cometía sus hazañas rodantes, salía retratado en las páginas deportivas y las chicas bonitas se morían por él. Su mariposeo sentimental hartó a Lucrecia, que rompió el noviazgo. Dejaron de verse hasta el accidente. Ella fue a visitarlo al hospital, llevándole una caja de Cadbury. Reanudaron una relación, ahora sólo amistosa —así lo había creído don Rigoberto, hasta descubrir la líquida verdad— que continuó luego del matrimonio de doña Lucrecia.

Don Rigoberto lo había divisado alguna vez, detrás de los cristales de su floreciente negocio de compra y venta de motos importadas de Estados Unidos y Japón (a las jeroglíficas marcas niponas había adosado las estadounidenses Harley Davidson y Triumph y la germana B.M.W.), a orillas del zanjón, casi llegando a Javier Prado. No volvió a participar en campeonatos como corredor, pero, con obvio sadomasoquismo, siguió vinculado a ese deporte como promotor y patrocinador de esas masacres y carnicerías vicarias. Don Rigoberto lo veía aparecer en los noticieros de televisión bajando una ridícula bandera a cuadritos, con aire de estar dando el arranque a la primera guerra mundial; en las líneas de partida o de llegada de las carreras o entregando una copa bañada en falsa plata al vencedor. Ese desplazamiento de participante a auspiciador de eventos, aplacaba —según Lucrecia— la viciosa atracción del castrado por las aparatosas motocicletas.

¿Y lo otro? ¿La otra ausencia? ¿La aplacaba algo, alguien? En las periódicas tardes en que solían conversar, tomando té con pastelitos, Manuel mantenía una notable discreción sobre el asunto, que Lucrecia, por supuesto, no cometía la imprudencia de mencionar. Sus conversaciones eran chismográficas, reminiscentes de una niñez miraflorina y juventud sanisidrina, de los antiguos compañeros de barrio que se casaban, descasaban, recasaban, enfermaban, engendraban y a veces morían, salpicadas de comentarios de actualidad sobre la última película, el último disco, el baile de moda, el matrimonio o la quiebra catastrófica, la estafa recién descubierta o el último escándalo de drogas, cuernos o sida. Hasta que un día —las manos de don Rigoberto pasaban rápido las hojas del cuaderno en pos de una anotación que correspondiera a la secuencia de imágenes ya claramente en movimiento en su mente febril— doña Lucrecia había descubierto su secreto. ¿Lo había descubierto, de verdad? ¿O Manuel se arregló para que ella lo creyera, cuando, en verdad, no hacía más que meter el pie en la trampa que le tenía preparada? El hecho es que un día, tomando el té en su casa de La Planicie, rodeados de eucaliptos y laureles, Manuel hizo pasar a Lucrecia a su recámara. ¿El pretexto? Mostrarle una fotografía de un partido de vóley en el Colegio San Antonio de hacía muchos años. Allí se había llevado ella la mayúscula sorpresa. ¡Un estante entero de libros dedicados al escalofriante tema de la castración y los eunucos! ¡Una biblioteca especializada! En todas las lenguas, y, sobre todo, aquellas que no entendía Manuel, que sólo dominaba el español en su variante peruana, y, más precisamente, miraflorino-sanisidrina. ¡Y una colección de discos y CD. con aproximaciones o simulaciones de la voz de los castrati!

—Se ha vuelto un especialista en el tema —le contó a don Rigoberto, excitadísima con el descubrimiento.

—Por razones obvias —dedujo él.

¿Había sido aquello parte de la estrategia de Manuel? La cabezota de don Rigoberto asintió, en el pequeño círculo de la lamparilla. Naturalmente. Para crear una intimidad escabrosa, una complicidad en lo prohibido que le permitiera, luego, implorar el temerario favor. Le había confesado —¿simulando cortedad, con vacilaciones de tímido?, así mismo— que, desde la brutal cirugía, el tema lo había ido obsesionando, hasta tornarse la preocupación central de su existencia. Se había convertido en un gran conocedor, capaz de perorar horas sobre aquello, abordándolo en sus aspectos históricos, religiosos, físicos, clínicos, psicoanalíticos. (¿Habría oído hablar el ex-motociclista del vienés del diván? Antes, no; después, sí, y hasta había leído algo de él, aunque sin entender una palabra). En conversaciones que los hundían a ambos cada vez más en una entrañable sociedad en el curso de esas, en apariencia, inocentes reuniones a la hora del té, Manuel explicó a Lucrecia la diferencia entre el eunuco, variante principalmente sarracena practicada desde el medioevo con los guardianes en los serrallos, a quienes la ablación inmisericorde de falo y testículos volvía castos, del castrado, versión occidental, católica, apostólica y romana, que consistía en privar sólo de los mellizos —dejando en su sitio lo demás— a la víctima de la operación, a quien no se quería privar de la cópula, sino, simplemente, impedir la transformación de la voz del niño que, al llegar a la adolescencia, baja una octava. Manuel contó a Lucrecia la anécdota, que ambos habían festejado, del castrati Cortona, quien escribió al Pontífice Inocencio XI pidiéndole permiso para casarse. Alegaba que la castración lo había dejado indemne para el refocilo. Su Santidad, que no tenía nada de inocente, de puño y letra escribió al margen de la solicitud: «Que le castren mejor». («Esos eran Papas», se alegró don Rigoberto).

Él, él, Manuel, as de las motos, en sus invitaciones a tomar el té y posando de hombre moderno que criticaba a la Iglesia, había explicado a Lucrecia que la castración sin ánimo belicoso, con objetivos artísticos, empezó a practicarse en Italia desde el siglo XVII, por la prohibición eclesial a que hubiera voces femeninas en las ceremonias religiosas. Esta censura creó la necesidad del híbrido, el varón de voz feminizada («voz caprina» o «falsete» «entre vibrante y tremolante», explicaba en el cuaderno el experto Carlos Gómez Amat) algo posible de fabricar, mediante una cirugía que Manuel describió y documentó, entre tazas de té y alfajores. Había la manera primitiva, sumergir a los niños de buena voz en agua helada para controlar la hemorragia y chancárselos con piedras de amasar («¡Ay, ay!» gritó don Rigoberto, olvidado de las ratas y la mar de divertido) y la sofisticada. A saber: el cirujano-barbero, anestesiando al niño con láudano, con su navaja recién afilada le abría la ingle y tiraba de allí las tiernas preseas. ¿Qué efectos producía la operación a los niños cantores que sobrevivían? La obesidad, el ensanchamiento torácico y una voz aguda potente, así como un sostenido inusual; algunos castrati, como Farinelli, emitían arias sin respiro por más de un minuto. En la sosegada oscuridad del estudio, rumor marino al fondo, don Rigoberto estuvo oyendo, más entretenido y curioso que gozoso, la vibración de aquellas cuerdas vocales que, en un agudo delgadísimo, se prolongaba indefinida, como una larga herida en la noche barranquina. Ahora sí, olió a Lucrecia.

«Manuel de las prótesis, envenenado de la muerte», pensó poco después, contento con su hallazgo. Pero, inmediatamente recordó que citaba. ¿Envenenado de la muerte? Mientras sus manos buscaban en el cuaderno, su memoria rehacía el humoso y apretado local de la peña criolla donde Lucrecia lo arrastró aquella noche insólita. Había sido una de las pocas memorables inmersiones en el mundo nocturno de la diversión, en el extraño país al que vendía pólizas de seguros, administrativamente el suyo, contra el que había levantado este enclave y del que, a fuerza de discretos pero monumentales esfuerzos, había conseguido saber muy poco. Ahí estaban los versos del vals Desdén:

Desdeñoso, semejante a los dioses

yo seguiré luchando por mi suerte

sin escuchar las espantadas voces

de los envenenados de la muerte.

Sin la guitarra, el cajón y la sincopada voz del cantante, algo de la audacia lúgubre y narcisista del bardo compositor se perdía. Pero, aun sin la música, se preservaban la genial vulgaridad y la misteriosa filosofía. ¿Quién había compuesto este vals criollo «clásico», como lo había calificado Lucrecia cuando quiso averiguarlo? Lo averiguó: era chiclayano y se llamaba Miguel Paz. Imaginó un criollito montaraz y noctámbulo, de bufanda al cuello y guitarra al hombro, que daba serenatas y amanecía en los antros del folclore entre virutas y vómitos, la garganta rota de cantar toda la noche. En todo caso, bravo. Ni Vallejo y Neruda combinados habían producido nada comparable a estos versos, que, además, se bailaban. Le sobrevino una risita y volvió a capturar a Manuel de las prótesis, que se le estaba escapando.

Había sido después de muchas conversaciones vespertinas regadas de té, luego de haber volcado sobre doña Lucrecia su enciclopédica información sobre eunucos turcos y egipcios y castrati napolitanos y romanos, que el ex-motociclista («Manuel de las prótesis, Pipí perpetuo, el Húmedo, el Goteante, el del Sombrerillo, la Bolsa Líquida», improvisó don Rigoberto, con un humor que mejoraba cada segundo) había dado el gran paso.

—¿Y, cuál fue tu reacción, cuando te contó eso?

Acababan de ver, en la televisión del dormitorio, Senso, un hermoso melodrama stendhaliano de Visconti, y don Rigoberto tenía a su esposa sobre sus rodillas, ella en camisón de dormir y él en pijama.

—Me quedé lela —repuso doña Lucrecia—. ¿Crees que es posible?

—Si te lo contó destrozándose las manos y con llanto, debe serlo. ¿Por qué te mentiría?

—Claro, no había ninguna razón —ronroneó ella, retorciéndose—. Si me sigues besando así en el cuello, grito. Lo que no entiendo, es por qué me contaría eso.

—Era el primer paso —la boca de don Rigoberto fue escalando el tibio cuello hasta llegar a la oreja, que también besó—: El siguiente, será pedirte que lo dejes verte o, por lo menos, oírte.

—Me lo contó porque le hizo bien compartir su secreto —trató de apartarlo doña Lucrecia y el pulso de don Rigoberto se desquició—. Saber que yo sé, lo hizo sentirse menos solo.

—¿Apostamos que en el próximo té te lo propone? —insistió en besarle despacito la oreja su marido.

—Me iría de su casa dando un portazo —se revolvió en sus brazos doña Lucrecia, decidiéndose también a besarlo—. Y no volvería más.

No había hecho ninguna de esas cosas. Manuel de las prótesis se lo había pedido con tanta humildad servil y llanto de víctima, con tantas excusas y atenuantes, que ella no había tenido el valor (¿ni tampoco las ganas?) de ofenderse. ¿Habría dicho «¿Te olvidas que soy una señora decente y casada?». No. ¿Acaso, «Estás abusando de nuestra amistad y destruyendo el buen concepto que tenía de ti»? Tampoco. Se contentó con tranquilizar a Manuel, quien, pálido, avergonzado, le rogaba que no fuera a tomarlo mal, a enojarse, a privarlo de su amistad tan querida. Una operación de alta estrategia y exitosa, pues, apiadada con tanto psicodrama, Lucrecia volvió a tomar el té con él —don Rigoberto sintió agujas de acupunturista en las sienes— y terminó por darle gusto. El envenenado de la muerte oyó esa argentina música, fue embriagado por el líquido arpegio. ¿Sólo oyendo? ¿No habría sido, también, viendo?

—Te juro que no —protestó doña Lucrecia, abrigándose contra él y hablándole a su pecho—. En la más absoluta oscuridad. Fue mi condición. Y la cumplió. No vio nada. Oyó.

En la misma posición, habían visto un vídeo de Carmina Burana, en la Ópera de Berlín, dirigida por Seiji Osawa y los coros de Pekín.

—Puede ser —replicó don Rigoberto, la imaginación atizada por los latines vibrantes de los coros (¿habría castrati entre esos coristas de ojos rasgados?)—. Pero, también, que Manuel haya desarrollado de manera extraordinaria su visión. Y que, aunque no lo vieras, él sí te viera.

—Puestos a hacer conjeturas, todo es posible —discutió todavía, aunque sin mucha convicción, doña Lucrecia—. Pero, si vio, sería apenas, nada.

El olor estaba allí y no había duda posible: corporal, íntimo, ligeramente marino y con reminiscencias frutales. Cerrando los ojos, lo aspiró con avidez, sus narices muy abiertas. «Estoy oliendo el alma de Lucrecia», pensó, enternecido. El alegre chapaleo del chorrito en la taza no dominaba aquel aroma, apenas matizaba con un toque fisiológico lo que era una exhalación de recónditos humores glandulares, transpiraciones cartilaginosas, secreción de músculos que se adensaban y confundían en un efluvio espeso, valiente, doméstico. A don Rigoberto le recordó los momentos más remotos de su niñez —un mundo de pañales y talcos, vómitos y excrementos, colonias y esponjas embebidas de agua tibiecita, una teta pródiga— y las noches anudadas con Lucrecia. Ah, sí, qué bien comprendía al motociclista cercenado. Pero, no era indispensable ser émulo de Farinelli ni haber pasado por el trámite de la prótesis para asimilar esa cultura, convertirse a esa religión, y, como el envenenado Manuel, como el viudo de Neruda, como tantos anónimos exquisitos del oído, el olfato, la fantasía (pensó en el Primer Ministro de la India, el nonagenario Rarji Desai, que leía sus discursos con pausas para beber traguitos de su propio pipí; «¡ah, si hubiera sido el de su esposa!»), sentirse transportado al cielo, viendo y oyendo al acuclillado o sentado ser querido interpretando esa ceremonia, en apariencia anodina, funcional, de vaciar una vejiga, sublimada en espectáculo, en danza amorosa, en prolegómeno o posdata (para el decapitado Manuel, sucedáneo) del acto del amor. A don Rigoberto se le llenaron los ojos de lágrimas. Redescubrió el terso silencio de la noche barranquina y la soledad en que se hallaba, entre grabados y libros autistas.

—Lucrecia querida, por lo que más quieras —rogó, imploró, besando los cabellos sueltos de su amada—. Orina también para mí.

—Primero, tengo que comprobar que, cerrando puertas y ventanas, el baño queda totalmente a oscuras —dijo doña Lucrecia, con pragmatismo de albacea—. Cuando sea el momento, te llamaré. Entrarás sin ruido, para no cortarme. Te sentarás en el rincón. No te moverás ni dirás palabra. Para entonces, los cuatro vasos de agua empezarán a hacer su efecto. Ni una exclamación, ni un suspiro, ni el menor movimiento, Manuel. Caso contrario, me iré y no pisaré más esta casa. Puedes quedarte en tu rincón mientras me seco y arreglo el vestido. En el momento de salir, acércate, arrastrándote, y, en agradecimiento, bésame los pies.

¿Lo había hecho? Seguramente. Se habría arrastrado hasta ella por el suelo embaldosado y acercado su boca a sus zapatos con gratitud perruna. Luego, se lavaría manos y cara y, con los ojos mojados, habría ido a reunirse con Lucrecia a la sala, a decirle, untuoso, que le faltaban las palabras, lo que había hecho por él, la inconmensurable felicidad. Y, abrumándola de alabanzas, le contaría que, en realidad, era así desde chico, no sólo desde su salto al precipicio. El accidente le había permitido asumir como su única fuente de placer lo que, antes, le producía una vergüenza tan grande que se lo ocultaba a los demás y a sí mismo. Todo había comenzado de muy niño, cuando dormía en el cuarto de su hermanita y la niñera se levantaba a medianoche a botar los líquidos. No se molestaba en cerrar la puerta; él oía clarísimo el chorrito susurrante, cristalino, rebotante, que lo arrullaba y hacía sentirse un angelito en el cielo. Era el más bello, el más musical, el más tierno recuerdo de su infancia. ¿Ella lo comprendía, no es cierto? La magnífica Lucrecia lo comprendía todo. Nada la espantaba en la laberíntica madeja de los caprichos humanos. Manuel lo sabía; por eso, la admiraba, y por eso se atrevió a pedírselo. Sin la tragedia motociclista, nunca lo habría hecho. Porque su vida había sido, hasta el vuelo de su moto hacia el abismo rocoso, en lo que se refiere al amor y al sexo, una pesadilla. Lo que de veras lo enardecía, era algo que nunca se atrevió a pedir a las chicas decentes, sólo a negociarlo con prostitutas. Y, aun pagándolo, cuántas humillaciones soportó, risas, burlas, miraditas despectivas o irónicas que lo cohibían y hacían sentirse una basura.

Esa era la razón por la que había roto con tantas enamoradas. A todas les faltó darle ese premio extraordinario que doña Lucrecia acababa de concederle: el chorrito de pis. Una carcajada conmiserativa sacudió a don Rigoberto. ¡Pobre infeliz! Quién se hubiera imaginado, entre las esculturales bellezas que salían, se reían y se enamoraban con el astro deportivo, que la luminaria del motorcross, el jinete de acero, no quería acariciarlas, desnudarlas, besarlas ni penetrarlas: apenas, oírlas en el mingitorio. ¡Y la noble, la magnánima Lucrecia había meado para el damnificado Manuel! Esa micción quedaría grabada en su memoria como las gestas heroicas en los libros de historia, como los milagros en los santorales. ¡Lucrecia querida! ¡Lucrecia condescendiente con las debilidades humanas! ¡Lucrecia, nombre romano que quería decir afortunada! ¿Lucrecia? Sus manos pasaban rápidamente las páginas del cuaderno y no tardó en aparecer la referencia:

«Lucrecia, dama romana, famosa por su hermosura y virtud. Fue violada por Sexto Tarquino, hijo del rey Tarquino el soberbio. Luego de contar a su padre y a su esposo el ultraje e incitarlos a vengarla, se mató en su presencia, clavándose un puñal en el pecho. El suicidio de Lucrecia desencadenó la expulsión de los Reyes de Roma y la instauración de la República, en el año 509 antes de Cristo. La figura de Lucrecia se convirtió en símbolo del pudor y de la honestidad y, sobre todo, de la esposa honesta».

«Es ella, es ella», pensó don Rigoberto. Su mujer podía provocar cataclismos históricos y perennizarse como símbolo. ¿De la esposa honesta? Entendiendo la honestidad en un sentido no cristiano, por supuesto. ¿Qué esposa habría compartido con tanta devoción las fabulaciones de su marido como lo había hecho ella? Ninguna. ¿Y lo de Fonchito? Bueno, mejor contornear esas arenas movedizas. Por último, ¿no había quedado todo en familia? ¿Habría hecho ella lo mismo que la matrona romana, al ser violada por Sexto Tarquino? Un hielo atravesó el corazón de don Rigoberto. Con una mueca de espanto, se esforzó por alejar la imagen de Lucrecia tendida en el suelo con el corazón atravesado por un puñal. Para conjurarla, retrotrajo al motociclista encandilado por la destilación de las vejigas hembras. ¿Sólo hembras? ¿O, también machos? ¿Lo soliviantaba por igual el espectáculo de un caballero surtidor?

—Nunca —confesó Manuel de inmediato, con acento tan sincero que doña Lucrecia le creyó.

Bueno, tampoco era cierto que su vida hubiera sido sólo una pesadilla por culpa de esa necesidad (¿cómo llamarla para no decir vicio?). Coloreando el desértico panorama de insatisfacciones y frustraciones, hubo momentos balsámicos, efervescentes, deparados casi siempre por el azar, modestas compensaciones a su angustia. Por ejemplo, aquella lavandera cuya cara Manuel recordaba con el afecto con que se recuerda a esas tías, abuelas o madrinas más ligadas a la calidez de la infancia. Venía a lavar la ropa, un par de veces por semana. Debía padecer de cistitis porque, a cada momento, corría del lavadero o la tabla de planchar al bañito de servicio, junto al repostero. Y allí estaba el niño Manuel, siempre alerta, encaramado en el entretecho, la cara aplastada contra el suelo, aguzando el oído. Venía el concierto, la cascada rumorosa y cuantiosa, una verdadera inundación. Esa mujer era una vejiga futbolística, un embalse vivo, dado el ímpetu, abundancia, frecuencia y sonoridad de sus micciones. Una vez —doña Lucrecia vio dilatarse golosamente las pupilas del motociclista de la prótesis—, Manuel la había visto. Sí, visto. Bueno, no entera. En un acto de audacia, por el enrejado del jardín se izó hasta el tragaluz del bañito de servicio y, por unos gloriosos segundos, sosteniéndose en el aire, divisó la mata de cabellos, los hombros, las piernas con medias de lana y los zapatos sin taco, de la mujer sentada en la taza que se desaguaba con bulliciosa indiferencia. ¡Ay, qué alegría!

Había habido, también, la americana aquella, rubia, bronceada, ligeramente varonil, siempre en botas y sombrero cowboy, que vino a participar en La vuelta de los Andes. Era una motociclista tan arriesgada que casi la ganó. Pero, Manuel no recordaba tanto su destreza con la máquina (Harley Davidson, por supuesto) sino sus maneras despercudidas, su falta de remilgos, que le permitía, en las etapas, compartir los cuartos de dormir con los pilotos y bañarse delante de ellos si no había más que un baño y hasta entrar al excusado y hacer sus necesidades sin incomodarse si en la misma habitación, separados por un tabique, había varios motociclistas. ¡Qué días! Manuel había vivido una crepitación crónica, una prolongada erección del órgano ido, escuchando aquellos desahogos líquidos de la emancipada Sandy Canal que convirtieron aquella competencia, para él, en fiesta interminable. Pero, ni la lavandera ni Sandy ni ninguna de las experiencias casuales o mercenarias de su mitología, se podía comparar con la de ahora, superlativa gracia, maná licuante, con que lo había hecho sentirse un dios doña Lucrecia.

Don Rigoberto sonrió, satisfecho. No había ninguna rata por las cercanías. El templo de Karniji, sus brahmanes, ejércitos de roedores y las pailas de almíbar, estaban allende los océanos, continentes y selvas. Él, aquí, solo, en la noche que terminaba, en su refugio de grabados y cuadernos. Había indicios de amanecer en el horizonte. Hoy también estaría bostezando en la oficina. ¿Olía a algo? El olor a la viuda se había disipado. ¿Oía algo? Las olas, y, perdido entre ellas, el cascabeleo de una señora haciendo pis.

«Yo —pensó sonriente— soy un hombre que se lava las manos, no después, sino antes de orinar».

MENÚ DIMINUTIVO

Ya sé que te gusta comer poquito y sanito, pero riquito, y estoy preparadita para complacerte también en la mesita.

En la mañanita iré al mercado y compraré la lechecita más fresquita, el pancito recién horneadito y la naranjita más chaposita. Y te despertaré con la bandejita del desayuno, una florcita fragante y un besito. «Aquí está su juguito sin pepitas, sus tostaditas con mermeladita de fresita y su cafecito con leche sin azuquítar, señorcito».

Para tu almuercito, sólo una ensaladita y un yogurcito, como te gusta. Lavaré las lechuguitas hasta que brillen y cortaré los tomatitos artísticamente, inspirándome en los cuadritos de tu biblioteca. Los aderezaré con aceitito, vinagrito, gotitas de mi salivita y, en vez de salcita, mis lagrimitas.

En las nochecitas, cada día una de tus preferencias (tengo menucitos para un añito, sin repetirse ni una sola vececita). Olluquitos con charquicito, frejolitos colados, pepiancito, causita, caucaucito, sequito de lomito y de chabelito, bistecito a la chorrillana, cevichito de corvina, chupecito de camarones o a la limeña, arrocito con patito, arrocito tapadito, tacutacucito, rocotitos rellenitos, ajicito de gallina. Pero, mejor paro, para no abrirte el apetito. Y, por supuesto, tu vasito de vinito tinto o una cervecita bien heladita, a escoger.

De postre, los guargüeritos de la abuelita, suspiritos a la limeña, frituritas con miel, sopaipillitas, buñuelitos, peditos de monja, mazapancitos, rosquillitas, quesito helado, melcochitas, turroncitos de doña Pepa, mazamorrita morada y pastelitos de higo con requesoncito.

¿Me aceptas como tu cocinerita? Soy limpiecita, pues por lo menos dos veces al día me doy un bañito. No masco chiclecitos, ni fumo cigarritos, ni tengo vellitos en las axilas y mis manitas y patitas son tan perfectas como mis tetitas y mi pompis. Trabajaré todas las horas que haga falta para tener bien contentitos a tu paladar y a tu pancita. Si hace falta, también te vestiré, desvestiré, jabonaré, afeitaré, cortaré las uñitas y limpiaré cuando hagas el dos. En las noches, te abrigaré con mi cuerpito para que en la camita no tengas friecito. Además de hacer tus comiditas, seré tu valecito, tu estufita, tu maquinita de afeitar, tu tijerita y tu papelito higiénico.

¿Me aceptas, señorcito?

Tuyita, tuyita, tuyita,

La cocinerita sin juanetes