El juego de los cuadros
—Qué chistoso, madrastra —dijo Fonchito—. Tus medias verdeoscuras son exactas a las de una modelo de Egon Schiele.
La señora Lucrecia se miró las gruesas medias de lana que abrigaban sus piernas hasta por encima de las rodillas.
—Son buenísimas para la humedad de Lima —dijo, palpándolas—; gracias a ellas, tengo los pies calientitos.
—Desnudo reclinado con medias verdes —recordó el niño—. Uno de sus cuadros más famosos. ¿Quieres verlo?
—Bueno, muéstramelo.
Mientras Fonchito se apresuraba a abrir su bolsón, que, como siempre, había tirado en la alfombra de la salita comedor, la señora Lucrecia sintió el difuso desasosiego que el niño solía transmitirle con esos arranques que siempre le parecían ocultar, bajo su apariencia inofensiva, algún peligro.
—Qué coincidencia, madrastra —decía Fonchito, mientras hojeaba el libro de reproducciones de Schiele que acababa de sacar del bolsón—. Yo me parezco a él y tú te pareces a sus modelos. En muchas cosas.
—¿En qué, por ejemplo?
—En esas medias verdes, negras o marrones que te pones. También, en la frazada a cuadritos de tu cama.
—Caramba, qué observador.
—Y, por último, en la majestad —añadió Fonchito, sin levantar la vista, enfrascado en la búsqueda del Desnudo reclinado con medias verdes. Doña Lucrecia no supo si reírse o burlarse. ¿Se daba cuenta de la rebuscada galantería o le había salido de casualidad?—: ¿No decía mi papá que tienes una majestad tan grande? ¿Que, hagas lo que hagas, nada en ti es vulgar? Yo sólo entendí lo que quería decir gracias a Schiele. Sus modelos se levantan las faldas, muestran todo, se las ve en posturas rarísimas, pero nunca parecen vulgares. Siempre, unas reinas. ¿Por qué? Porque tienen majestad. Como tú, madrastra.
Confundida, halagada, irritada, alarmada, doña Lucrecia quería y no quería poner punto final a esta explicación. Volvía a sentirse insegura, una vez más.
—Qué cosas dices, Fonchito.
—¡Acá está! —exclamó el niño, alcanzándole el libro—. ¿Ves lo que te digo? ¿No está en una pose que, en cualquier otra, parecería mala? Pero no en ella, madrastra. Eso es tener majestad, pues.
—Déjame ver —la señora Lucrecia cogió el libro y, después de examinar un buen rato el Desnudo reclinado con medias verdes, asintió—: Cierto, son del mismo color que las que tengo puestas.
—¿No te parece lindo?
—Sí, es muy bonito. —Cerró el libro y se lo devolvió con presteza. Otra vez, la abrumó la idea de que perdía la iniciativa, de que el niño comenzaba a derrotarla. ¿Pero, qué batalla era esta? Encontró los ojos de Alfonso: brillaban con una lucecita equívoca y en su fresca cara amagaba una sonrisa.
—¿Podría pedirte un favor grandísimo? ¿El más grande del mundo? ¿Me lo harías?
«Me va a pedir que me desnude», se le ocurrió a ella, aterrada. «Le daré una cachetada y no lo veré más». Odió a Fonchito y se odió.
—¿Qué favor? —murmuró, tratando de que su sonrisa no fuera macabra.
—Ponte como la señora del Desnudo reclinado con medias verdes —entonó la meliflua vocecita—. ¡Sólo un ratito, madrastra!
—¿Qué dices?
—Claro que sin desvestirte —la tranquilizó el niño, moviendo ojos, manos, respingando la nariz—. En esta pose. Me muero de ganas. ¿Me harías ese gran, gran favor? No seas malita, madrastra.
—No se haga de rogar tanto, sabe de sobra que le dará gusto —dijo Justiniana, apareciendo y exhibiendo su excelente humor de cada día—. Como mañana es cumpleaños de Fonchito, que sea su regalo.
—¡Bravo, Justita! —palmoteo el niño—. Entre los dos, la convencemos. ¿Me harás ese regalo, madrastra? Eso sí, tienes que quitarte los zapatos.
—Confiesa que quieres ver los pies de la señora porque sabes que los tiene muy bonitos —lo azuzó Justiniana, más temeraria que otras tardes. Disponía en la mesita la Coca Cola y el vaso de agua mineral que le habían pedido.
—Ella tiene todo bonito —afirmó el niño, con candidez—. Anda, madrastra, no nos tengas vergüenza. Si quieres, para que no te sientas mal, Justita y yo podemos jugar después a imitar otro cuadro de Egon Schiele.
Sin saber qué replicar, qué broma hacer, cómo simular un enojo que no tenía, la señora Lucrecia se vio, de pronto, sonriendo, asintiendo, murmurando «Será tu regalo de cumpleaños, caprichosito», descalzándose, ladeándose y estirándose en el largo sillón. Trató de imitar la reproducción que Fonchito había desplegado y que le señalaba, como un director teatral instruyendo a la estrella del espectáculo. La presencia de Justiniana la hacía sentirse protegida, aunque a esta loca le había dado ahora la ventolera de ponerse de parte de Fonchito. Al mismo tiempo, que estuviera allí, de testigo, añadía cierto aderezo a la insólita situación. Intentó llevar a la chacota lo que hacía, «¿Es así la cosa? No, más arribita la espalda, el cuello como gallinita, la cabeza derechita», mientras se apoyaba en los codos, alargaba una pierna y flexionaba la otra, calcando la pose de la modelo. Los ojos de Justiniana y Fonchito iban de ella a la cartulina, de la cartulina a ella, rientes los de la muchacha y los del niño con profunda concentración. «Este es el juego más serio del mundo», se le ocurrió a doña Lucrecia.
—Está igualita, señora.
—Todavía —le quitó la palabra Fonchito—. Tienes que subir más la rodilla, madrastra. Yo te ayudo.
Antes de que tuviera tiempo de negarle el permiso, el niño entregó el libro a Justiniana, se acercó al sofá y le puso las dos manos bajo la rodilla, donde terminaba la media verde oscura y apuntaba el muslo. Con suavidad, atento a la reproducción, le alzó la pierna y la movió. El contacto de los delgados deditos en su corva desnuda, turbó a doña Lucrecia. La mitad inferior de su cuerpo se echó a temblar. Sentía una palpitación, un vértigo, algo avasallante que la hacía sufrir y gozar. Y, en eso, descubrió la mirada de Justiniana. Las pupilas encendidas de esa carita morena eran locuaces. «Sabe cómo estoy», pensó, avergonzada. El grito del niño vino a salvarla:
—¡Ahora sí, madrastra! ¿No está exacta, Justita? Quédate así un segundito, por favor.
Desde la alfombra, sentado con las piernas cruzadas como un oriental, la miraba arrobado, la boca entreabierta, sus ojos un par de lunas llenas, en éxtasis. La señora Lucrecia dejó pasar cinco, diez, quince segundos, quietecita, contagiada de la solemnidad con que el niño tomaba el juego. Algo ocurría. ¿La suspensión del tiempo? ¿El presentimiento del absoluto? ¿El secreto de la perfección artística? Una sospecha la asaltó: «Es igualito a Rigoberto. Ha heredado su fantasía tortuosa, sus manías, su poder de seducción. Pero, por suerte, no su cara de oficinista, ni sus orejas de Dumbo, ni su nariz de zanahoria». Le costó trabajo romper el sortilegio:
—Se acabó. Les toca a ustedes.
La desilusión se apoderó del arcángel. Pero, de inmediato, reaccionó:
—Tienes razón. En eso quedamos.
—Manos a la obra —los espoleó doña Lucrecia—. ¿Qué cuadro van a representar? Yo lo escojo. Dame el libro, Justiniana.
—Ahí, sólo hay dos cuadros para Justita y para mí —la previno Fonchito—~. Madre e hijo y el Desnudo de hombre y mujer reclinados y entreverados. Los demás son hombres solos, mujeres solas o parejas de mujeres. El que tú quieras, madrastra.
—Vaya sabelotodo —exclamó Justiniana, estupefacta.
Doña Lucrecia inspeccionó las imágenes y, en efecto, las mencionadas por Alfonsito eran las únicas imitables. Descartó la última, porque ¿qué verosimilitud podía tener que un niño imberbe hiciera de ese barbado pelirrojo identificado por el autor del libro como el artista Félix Albrecht Harta, que, desde la foto del óleo, la observaba con expresión boba, indiferente al desnudo sin rostro, de medias rojas, que reptaba como sierpe amorosa bajo su pierna flexionada? En Madre y niño había al menos una desproporción de edad semejante a la de Alfonso y Justiniana.
—Qué posesita la de esa mamá y ese hijito —fingió que se alarmaba la empleada—. Supongo que no me pedirás que me quite el vestido, sinvergüenza.
—Al menos, ponte unas medias negras —le contestó el niño, sin bromear—. Yo me quitaré los zapatos y la camisa solamente.
No había maledicencia en su voz, ni sombra de trasfondo malicioso. Doña Lucrecia aguzaba el oído, escrutaba con desconfianza la carita precoz: no, ni sombra. Era un actor consumado. ¿O, un niño puro y ella una idiota, una vieja impura? Qué tenía Justiniana; en los años que llevaba con ella, no recordaba haberla visto tan disforzada.
—Qué medias negras me voy a poner, ¿acaso tengo?
—Que te las preste mi madrastra.
En vez de cortar el juego, como la razón le aconsejaba, se oyó decir: «Por supuesto». Fue a su cuarto y regresó con las medias negras de lana que se ponía las noches más frías. El niño se estaba quitando la camisa. Era delgado, armonioso, entre blanco y dorado. Vio su torso, sus esbeltos brazos, sus hombros de huesecillos que resaltaban y doña Lucrecia recordó. ¿Había pasado todo aquello, entonces? Justiniana había dejado de reír y evitaba mirarla. Estaría en ascuas, también.
—Póntelas, Justita —la apuró el niño—. ¿Quieres que te ayude?
—No, muchas gracias.
También la muchacha había perdido la naturalidad y la confianza que rara vez la abandonaban. Se le enredaron los dedos, se puso las medias torcidas. Mientras se las alisaba y subía, se doblaba, tratando de ocultar sus piernas. Quedó cabizbaja, en la alfombra, junto al niño, moviendo las manos sin ton ni son.
—Empecemos —dijo Alfonso—. Tú boca abajo, la cabeza sobre tus brazos, cruzados como una almohada. Tengo que pegarme a tu derecha. Las rodillas en tu pierna, mi cabeza a tu costado. Sólo que, como soy más grande que el del cuadro, te llego al hombro. ¿Nos parecemos algo, madrastra?
Con el libro en la mano, ganada por un escrúpulo de perfección, doña Lucrecia se inclinó sobre ellos. La manita izquierda tenía que aparecer debajo del hombro derecho de Justiniana, la carita más aquí. «Apoya la mano izquierda sobre su espalda, Foncho, que descanse en ella. Sí, ahora se parecen bastante».
Se sentó en el sillón y los contempló, sin verlos, embebida en sus pensamientos, asombrada de lo que pasaba. Era Rigoberto. Corregido y aumentado. Aumentado y corregido. Se sintió ida, cambiada. Ellos permanecían quietos, jugando con toda seriedad. Nadie sonreía. El ojo único que la postura dejaba a Justiniana ya no refulgía con picardía, se había empozado en él una modorra lánguida. ¿Estaría excitada, también? Sí, sí, como ella, más que ella. Sólo Fonchito —los ojos cerrados para parecerse más al niño sin rostro de Schiele— parecía jugar el juego sin trastienda ni añadidos. La atmósfera se había espesado, los ruidos del Olivar apagado, el tiempo escurrido, y la casita, San Isidro, el mundo, evaporado.
—Tenemos tiempo para otro más —dijo, por fin, Fonchito, levantándose—. Ahora, ustedes dos.
¿Qué les parece? Sólo puede ser, voltea la página, madrastra, ese, cabalito. Dos jovencitas yaciendo entreveradas. No te muevas, Justita. Date la vuelta, nomás. Échate a su lado, madrastra, de espaldas sobre ella. La mano así, bajo la cadera. Tú eres la del vestido amarillo, Justita. Imítala. Este brazo aquí, y, el derecho, pásaselo a mi madrastra bajo las piernas. Tú, dóblate un poquito, que tu rodilla choque con el hombro de Justita. Levanta esta mano, pónsela a mi madrastra en la pierna, abre los dedos. Así, así. ¡Perfecto!
Ellas callaban y obedecían, plegándose, desplegándose, ladeándose, alargando o encogiendo piernas, brazos, cuellos. ¿Dóciles? ¿Embrujadas? ¿Hechizadas? «Derrotadas», admitió doña Lucrecia. Su cabeza reposaba sobre los muslos de la muchacha y su diestra la asía de la cintura. De tanto en tanto, la presionaba, para sentir su humedad y la calidez que emanaba de ella; y, respondiendo a esa presión, en su muslo derecho los dedos de Justiniana se hundían también y la hacían sentir que la sentía. Estaba viva. Claro que lo estaba; ese olor intenso, denso, turbador, que aspiraba ¿de dónde iba a venir sino del cuerpo de Justiniana? ¿O, vendría de ella misma? ¿Cómo habían llegado a estos extremos? ¿Qué había pasado para que, sin darse cuenta —o, dándose— este niñito las hubiera hecho jugar a esto? Ahora, no le importó. Se sentía muy a gusto dentro del cuadro. Con ella, con su cuerpo, con Justiniana, con la circunstancia que vivía. Oyó que Fonchito se alejaba:
—Qué pena tener que irme. Con lo bonito que estaba. Pero, ustedes, sigan jugando. Gracias por el regalo, madrastra.
Lo sintió abrir la puerta, lo sintió cerrarla. Se había ido. Las había dejado solas, tendidas, entreveradas, abandonadas, perdidas en una fantasía de su pintor favorito.
Entiendo, señora, que la variante feminista que usted representa ha declarado la guerra de los sexos y que la filosofía de su movimiento se sustenta en la convicción de que el clítoris es moral, física, cultural y eróticamente superior al pene, y, los ovarios, de más noble idiosincrasia que los testículos.
Le concedo que sus tesis son defendibles. No pretendo oponerles la menor objeción. Mis simpatías por el feminismo son profundas, aunque subordinadas a mi amor por la libertad individual y los derechos humanos, lo que las enmarca dentro de unos límites que debo precisar a fin de que lo que le diga después tenga sentido. Generalizando, y para empezar por lo más obvio, afirmaré que estoy por la eliminación de todo obstáculo legal a que la mujer acceda a las mismas responsabilidades del varón y en favor del combate intelectual y moral contra los prejuicios en que se apoya el recorte de los derechos de las mujeres, dentro de los cuales, me apresuro a añadir, el más importante me parece, igual que en lo concerniente a los varones, no el derecho al trabajo, a la educación, a la salud, etcétera, sino el derecho al placer, en lo que, estoy seguro, asoma nuestra primera discrepancia.
Pero la principal y, me temo, irreversible, la que abre un insalvable abismo entre usted y yo —o, para movernos en el dominio de la neutralidad científica, entre mi falo y su vagina— radica en que, desde mi punto de vista, el feminismo es una categoría conceptual colectivista, es decir, un sofisma, pues pretende encerrar dentro de un concepto genérico homogéneo a una vasta colectividad de individualidades heterogéneas, en las que diferencias y disparidades son por lo menos tan importantes (seguramente más) que el denominador común clitórico y ovárico. Quiero decir, sin la menor pirueta cínica, que estar dotado de falo o clítoris (artefactos de frontera dudosa, como le probaré a continuación) me parece menos importante para diferenciar a un ser de otro, que todo el resto de atributos (vicios, virtudes o taras) específicos a cada individuo. Olvidarlo, ha motivado que las ideologías crearan formas de opresión igualadora generalmente peores que aquellos despotismos contra los que pretendían insurgir. Me temo que el feminismo, en la variante que usted patrocina, vaya por ese camino caso de que triunfen sus tesis, lo cual, desde el punto de vista de la condición de la mujer no significaría otra cosa, en vulgar, que cambiar mocos por babas.
Estas son para mí consideraciones de principio moral y estético, que usted no tiene por qué compartir. Por fortuna, tengo también a la ciencia de mi parte. Lo comprobará si echa una ojeada, por ejemplo, a los trabajos de la profesora de Genética y Ciencia Médica de la Universidad de Brown, doctora Anne Fausto-Sterling, quien, desde hace bastantes años se desgañita demostrando, ante la muchedumbre idiotizada por las convenciones y los mitos y ciega ante la verdad, que los sexos humanos no son los dos que nos han hecho creer —femenino y masculino— sino, por lo menos, cinco, y, tal vez, más. Aunque yo objeto por razones fonéticas los nombres elegidos por la doctora Fausto-Sterling (herms, merms y erms) para las tres variedades intermedias entre lo masculino y femenino detectadas por la biología, la genética y la sexología, saludo en sus investigaciones y en las de científicos como ella a unos poderosos aliados de quienes, tal cual este cobarde escriba, creemos que la división maniquea de la humanidad entre hombres y mujeres es una ilusión colectivista, cuajada de conjuras contra la soberanía individual —y por ende contra la libertad—, y una falsedad científica entronizada por el tradicional empeño de los Estados, las religiones y los sistemas legales en mantener ese sistema dualista, en contra de una Naturaleza que lo desmiente a cada paso.
La imaginación de la libérrima mitología helénica lo sabía muy bien, cuando patentó a esa hechura combinada de Hermes y Afrodita, el Hermafrodita adolescente, que, al enamorarse de una ninfa, fundió su cuerpo con el de ella, volviéndose desde entonces hombre-mujer o mujer-hombre (cada una de estas fórmulas, la doctora Fausto-Sterling dixit, representa un matiz distinto de coalición en un solo individuo de gónadas, hormonas, composición de cromosomas y, por lo mismo, origina sexos distintos a lo que conocemos por hombre y mujer, a saber los cacofónicos y yerbosos herms, merms yferms). Lo importante es saber que esto no es mitología sino realidad restallante, pues, antes y después del Hermafrodita griego, han nacido esos seres intermedios (ni varones ni hembras en la concepción usual del término) condenados por la estupidez, la ignorancia, el fanatismo y los prejuicios, a vivir en el disfraz, o, si eran descubiertos, a ser quemados, ahorcados, exorcizados como engendros del demonio, y, en la era moderna, a ser «normalizados» desde la cuna mediante la cirugía y la manipulación genética de una ciencia al servicio de esa falaz nomenclatura que sólo acepta lo masculino y lo femenino y arroja fuera de la normalidad, a los infiernos de la anomalía, monstruosidad o extravagancia física, a esos delicados héroes intersexuales —toda mi simpatía está con ellos— dotados de testículos y ovarios, clítoris como penes o penes como clítoris, uretras y vaginas y que, a veces, disparan espermatozoides y a la vez menstrúan. Para su conocimiento, estos casos raros no son tan raros; el doctor John Money, de la Universidad de John Hopkins, estima que los intersexuales son un cuatro por ciento de los homínidos que nacen (sume y verá que, solos, poblarían un continente).
La existencia de esta populosa humanidad científicamente establecida (de la que me he enterado leyendo esos trabajos que, para mí, tienen un interés sobre todo erótico), al margen de la normalidad y por cuya liberación, reconocimiento y aceptación lucho también a mi fútil manera (quiero decir, desde mi solitaria esquina de libertario hedonista, amante del arte y los placeres del cuerpo, aherrojado tras el anodino ganapán de gerente de una compañía de seguros) fulmina a quienes, como usted, se empeñan en separar a la humanidad en compartimentos estancos en razón del sexo: falos aquí, clítoris del otro lado, vaginas a la derecha, escrotos a la izquierda. Ese esquematismo gregario no corresponde a la verdad. También en lo referente al sexo los humanos representamos un abanico de variantes, familias, excepciones, originalidades y matices. Para aprisionar la realidad última e intransferible de lo humano, en este dominio, como en todos los otros, hay que renunciar al rebaño, a la visión tumultuaria, y replegarse en lo individual.
Resumiendo, le diré que todo movimiento que pretenda trascender (o relegar a segundo plano) el combate por la soberanía individual, anteponiéndole los intereses de un colectivo —clase, raza, género, nación, sexo, etnia, iglesia, vicio o profesión— me parece una conjura para embridar aún más la maltratada libertad humana. Esa libertad sólo alcanza su sentido pleno en la esfera del individuo, patria cálida e indivisible que encarnamos usted con su clítoris beligerante y yo con mi falo encubierto (llevo prepucio y también lo lleva mi hijito Alfonso y estoy contra la circuncisión religiosa de los recién nacidos —no de la elegida por seres con uso de razón— por las mismas razones que condeno la ablación del clítoris y de los labios superiores vaginales que practican muchos islamistas africanos) y deberíamos defenderla, ante todo, contra la pretensión de quienes quisieran disolvernos en esos conglomerados amorfos y castradores que manipulan los hambrientos de poder. Todo parece indicar que usted y sus seguidoras forman parte de esa grey y, por lo tanto, es mi deber participarle mi antagonismo y hostilidad a través de esta carta, que, por lo demás, tampoco pienso llevar al correo.
Para levantar algo la seriedad funeral de mi misiva y terminarla con una sonrisa, me animo a referirle el caso del pragmático andrógino Emma (¿debería, tal vez, decir andrógina?) que refiere el urólogo Hugh H. Young (asimismo de John Hopkins) que la/lo trató. Emma fue educada como niña, pese a tener un clítoris del tamaño de un pene, y una hospitalaria vagina, lo que le permitía celebrar intercambios sexuales con mujeres y hombres. De soltera, los tuvo sobre todo con muchachas, oficiando ella de hombre. Luego, casó con un varón e hizo el amor como mujer, sin que ese rol, empero, la deleitara tanto como el otro; por eso, tuvo amantes mujeres a las que horadaba alegremente con su virilizado clítoris. Consultado por ella, el doctor Young le explicó que sería muy fácil intervenirla quirúrgicamente y convertirla sólo en hombre, ya que esa parecía su preferencia. La respuesta de Emma vale bibliotecas sobre la estrechez del humano universo: «¿Tendría usted que quitarme la vagina, no, doctor? No creo que me convenga, pues ella me da de comer. Si me opera, tendría que separarme de mi esposo y buscar trabajo. Para eso, prefiero seguir como estoy». Cita la historia la doctora Anne Fausto-Sterling en Myths of Gender: Biological Theories about Women and Men, libro que le recomiendo.
Abur y polvos, amiga.
En el sosiego de la noche barranquina, don Rigoberto se enderezó en su cama con la ligereza de una cobra convocada por el encantador. Ahí estaba doña Lucrecia, bellísima en su escotado vestido negro de gasa, hombros y brazos desnudos, sonriente, atendiendo a la docena de invitados. Daba órdenes al mayordomo que servía las bebidas y a Justiniana que, en su uniforme azul con mandil blanco almidonado, pasaba las bandejas de bocaditos —yuquitas con salsa huancaína, palitos de queso, conchitas a la parmesana, aceitunas rellenas— con desenvoltura de dueña de casa. Pero, el corazón de don Rigoberto dio un bote, quien pugnaba por ocupar toda la escena en su indirecta memoria de aquel suceso (él había sido el gran ausente de esa fiesta, que conocía a través de Lucrecia y su propia imaginación) era la voz estrambótica de Fito Cebolla. ¿Ya borracho? Camino de estarlo, pues los whiskies se sucedían en sus manos como cuentas de rosario en las de una devota.
—Si tenías que viajar —se enterró en sus brazos doña Lucrecia—, debimos cancelar el coctel. Yo te lo dije.
—¿Por qué? —preguntó don Rigoberto, ajustando su cuerpo al de su esposa—. ¿Pasó algo?
—Muchas cosas —se rio doña Lucrecia, la boca contra su pecho—. No te lo voy a contar. Ni te lo sueñes.
—¿Alguien se portó mal? —se animó don Rigoberto—. ¿Se propasó Fito Cebolla, por ejemplo?
—Quién, si no —le dio gusto su mujer—. Él, por supuesto.
«Fito, Fito Cebolla», pensó. ¿Lo quería o lo odiaba? No era fácil saberlo, pues despertaba en él uno de esos sentimientos difusos y contradictorios que eran su especialidad. Lo había conocido cuando, en un directorio, decidieron nombrarlo relacionista público de la compañía. Fito tenía amigos por todas partes y, aunque estaba en franca decadencia y lanzado hacia la dipsomanía más babosa, sabía hacer bien lo que sugería su nombramiento rimbombante: relacionarse y ser público.
—¿Qué barbaridad hizo? —preguntó, anheloso.
—A mí, meterme la mano —se avergonzó, escabulló y repuso doña Lucrecia—. A Justiniana, por poco la viola.
Don Rigoberto lo conocía de oídas y estuvo seguro de que lo detestaría apenas lo viera aparecerse en la oficina a tomar posesión de su puesto. ¿Qué otra cosa podía ser sino una canalla impresentable, un sujeto de vida jalonada de actividades deportivas? —su nombre se asociaba, en los vagos recuerdos de don Rigoberto, a la tabla hawaiana, el tenis, el golf, exhibiciones de moda o concursos de belleza de los que solía ser jurado y a las páginas frívolas, donde con frecuencia irrumpían su dentadura carnicera y su piel tostada por las playas del planeta, vestido de etiqueta, de sport, de hawaiano, de noche, de tarde, de amanecer y de crepúsculo, una copa en la mano y enmarcado por mujeres muy bonitas—. Se esperaba la imbecilidad integral, en su variante alta sociedad limeña. Su sorpresa fue mayúscula al descubrir que Fito Cebolla, siendo exactamente todo lo que podía esperarse de él —frívolo, cafiche de lujo, cínico, vividor, parásito, ex-deportista y ex-tigre del coctel— era, también, un original, un impredecible y, hasta el colapso alcohólico, divertidísimo. Había leído algo alguna vez y sacaba provecho a esas lecturas, citando a Fernando Casos —«En el Perú es admirable lo que no sucede»— y, entre carcajadas admonitivas, a Paul Groussac: «Florencia es la ciudad-artista, Liverpool la ciudad-mercader y Lima la ciudad-mujer». (Para comprobar este aserto estadísticamente, llevaba una libreta en la que iba anotando las mujeres feas y bonitas que cruzaba en su camino). A poco de conocerse, mientras tomaban un copetín con dos compañeros de oficina en el Club de la Unión, habían hecho una apuesta entre los cuatro a ver quién pronunciaba la frase más pedante. La de Fito Cebolla («Cada vez que paso por Port Douglas, en Australia, me zampo un bistec de cocodrilo y me tiro a una aborigen») ganó por unanimidad.
En la soledad oscura, don Rigoberto fue presa de un arrebato de celos que alteró su pulso. Su fantasía trabajaba como una mecanógrafa. Ahí estaba otra vez doña Lucrecia. Espléndida, hombros pulidos y brazos rozagantes, empinada sobre los zapatos calados de tacón de aguja y sus torneadas piernas depiladas, departía con los invitados, explicando, pareja por pareja, la urgente partida de Rigoberto a Río de Janeiro, esa tarde, por asuntos de la compañía.
—Y qué nos importa —bromeó, galante, Fito Cebolla, besando la mano de la dueña de casa después de su mejilla—. Qué más queremos.
Era fláccido, pese a las proezas deportivas de sus años mozos, alto, contoneante, ojos de batracio y una boca movediza que pringaba de lujuria las palabras que emitía. Por supuesto, se había presentado al coctel sin su mujer ¿sabiendo que don Rigoberto sobrevolaba las selvas amazónicas? Fito Cebolla había dilapidado las modestas fortunas de sus tres primeras esposas legítimas, de las que fue divorciándose a medida que las exprimía paseándolas por los mejores balnearios del ancho mundo. Llegada la hora del reposo, se resignaba a su cuarta y, sin duda, última mujer, cuyo disminuido patrimonio le aseguraba, ya no lujos ni excesos de orden turístico, vestuario o culinario, apenas una buena casa en La Planicie, una correcta despensa y escocés suficiente para cebar la cirrosis hasta el fin de sus días, a condición de no pasar de los setenta. Ella era frágil, menuda, elegante y como pasmada de admiración retrospectiva por el Adonis que en algún tiempo fue Fito Cebolla.
Ahora, era un abotargado sesentón e iba por la vida armado de una libretita y unos prismáticos con los que, en sus andanzas por el centro y en la luz roja de los semáforos cuando conducía su anticuado Cadillac color concho de vino, veía y anotaba, además de la estadística general (feas o bonitas), una más especializada: las respingadas nalgas, los encabritados pechos, las piernas mejor torneadas, los cuellos más cisnes, las bocas más sensuales y los ojos más brujos que le deparaba el tráfico. Su investigación, rigurosa y arbitraria a más no poder, dedicaba a veces un día, y hasta una semana, a una parte de las anatomías femeninas transeúntes, de manera no muy diferente a la que don Rigoberto configuraba para el aseo de sus órganos: lunes, culos; martes, pechos; miércoles, piernas; jueves, brazos; viernes, cuellos; sábados, bocas y domingos, ojos. Las calificaciones, de cero a veinte, las promediaba cada fin de mes.
Desde que Fito Cebolla le permitió hojear sus estadísticas, don Rigoberto había comenzado a presentir, en el insondable océano de los caprichos y las manías, una inquietante semejanza con él, y a consentir una incontenible simpatía por un espécimen capaz de reivindicar sus extravagancias con tanta insolencia. (No era su caso, pues las suyas eran disimuladas y matrimoniales). En cierto sentido, aun restando su cobardía y timidez, de las que Fito Cebolla carecía, intuyó que este era su par. Cerrando los ojos —en vano, porque las sombras del dormitorio eran totales— y arrullado por el rumor vecino del mar al pie del acantilado, don Rigoberto divisó la mano con vellos en los nudillos, decorada con aro de matrimonio y sortija de oro en el meñique, aposentándose a traición en el trasero de su mujer. Un quejido animal que hubiera podido despertar a Fonchito rajó su garganta: «¡Hijo de puta!».
—No fue así —dijo doña Lucrecia, sobándose contra él—. Conversábamos en un grupo de tres o cuatro, Fito entre ellos, ya con muchos whiskies adentro. Justiniana pasó la fuente y entonces él, de lo más fresco, se puso a piropearla.
—Qué sirvienta más bonita —exclamó, los ojos inyectados, los labios babeando su hilito de saliva, la entonación desguasada—. Una zambita de rompe y raja. ¡Qué cuerpito!
—Sirvienta es una palabra fea, despectiva y un poco racista —reaccionó doña Lucrecia—. Justiniana es una empleada, Fito. Como tú. Rigoberto, Alfonsito y yo la queremos mucho.
—Empleada, valida, amiga, protegida o lo que sea, no pretendo ofender —siguió Fito Cebolla, imantado, a la joven que se alejaba—. Ya me gustaría tener en mi casa una zambita así.
Y, en ese momento, doña Lucrecia sintió, inequívoca, poderosa, ligeramente mojada y caliente, una mano masculina en la parte inferior de su nalga izquierda, en el sensible lugar donde descendía en pronunciada curva al encuentro del muslo. Por unos segundos, no atinó a reaccionar, a retirarla, apartarse ni enojarse. Él se había aprovechado de la gran planta de crotos junto a la cual conversaban para ejecutar la operación sin que los demás lo advirtieran. A don Rigoberto lo distrajo una expresión francesa: la main baladeuse. ¿Cómo se traduciría? ¿La mano viajera? ¿La mano trashumante? ¿La mano ambulante? ¿La mano resbalosa? ¿La mano pasajera? Sin resolver el dilema lingüístico, se indignó de nuevo. Un impávido Fito miraba a Lucrecia con su insinuante sonrisa mientras sus dedos comenzaban a moverse, plisando la gasa del vestido. Doña Lucrecia se apartó con brusquedad.
—Mareada de cólera, fui a la repostería a tomar un vaso de agua —explicó a don Rigoberto.
—¿Qué le pasa, señora? —le preguntó Justiniana.
—Ese asqueroso me puso la mano aquí. No sé cómo no le di una trompada.
—Debiste dársela, romperle un macetero en la cabeza, rasguñarlo, botarlo de la casa —se enfureció Rigoberto.
—Se la di, se lo rompí, lo rasguñé y lo boté de la casa —Doña Lucrecia frotó su nariz esquimal contra la de su marido—. Pero, después. Antes, pasaron cosas.
«La noche es larga», pensó don Rigoberto. Había llegado a interesarse en Fito Cebolla como un entomólogo por un insecto rarísimo, de colección. Envidiaba en esa crasa humanidad que exhibiera tan impúdicamente sus tics y fantasías, todo eso que, desde un canon moral que no era el suyo, llamaban vicios, taras, degeneraciones. Por exceso de egoísmo, sin saberlo, el imbécil de Fito Cebolla había conquistado mayor libertad que él, que sabía todo pero era un hipócrita, y, por añadidura, un asegurador («Como lo fueron Kafka y el poeta Wallace Stevens», se excusó ante sí mismo, en vano). Divertido, don Rigoberto recordó aquella conversación en el bar del César's, registrada en sus cuadernos, en que Fito Cebolla le confesó que la mayor excitación de su vida no se la había provocado el cuerpo escultural de alguna de sus infinitas amantes, ni las bataclanas del Folies Bergère de París, sino la austera Luisiana, la casta Universidad de Baton Rouge, donde su iluso padre lo matriculó con la esperanza de que se graduara de químico industrial. Allí, en el alféizar de su dormitory, una tarde primaveral, le tocó asistir al más formidable agarrón sexual desde que los dinosaurios fornicaban.
—¿De dos arañas? —se abrieron las narices de don Rigoberto y continuaron palpitando, feroces. Sus orejetas de Dumbo aleteaban también, sobreexcitadas.
—De este tamaño —mimó la escena Fito Cebolla, elevando, encogiendo los diez dedos y acercándolos con obscenidad—. Se vieron, se desearon y avanzaron la una hacia la otra, dispuestas a amarse o a morir. Mejor dicho: a amarse hasta morir. Al saltar una sobre otra, hubo una crepitación de terremoto. La ventana, el dormitory, se llenaron de olor seminal.
—¿Cómo sabes que estaban copulando? —lo banderilló don Rigoberto—. ¿Por qué no, peleando?
—Estaban peleando y fornicando a la vez, como tiene que ser, como tendría que ser siempre —bailoteó en el asiento Fito Cebolla; sus manos se habían entrecruzado y los diez dedos se restregaban con crujidos óseos—. Se sodomizaban la una a la otra con todas sus patas, anillos, pelos y ojos, con todo lo que tenían en el cuerpo. Nunca vi seres tan felices. Nunca nada tan excitante, lo juro por mi santa madre que está en el cielo, Rigo.
La excitación resultante del coito arácnido, según él, había resistido a una eyaculación aérea y a varias duchas de agua fría. Al cabo de cuatro décadas y sinfín de aventuras, la memoria de las velludas bestezuelas agarradas bajo el inclemente cielo azul de Baton Rouge venía a veces a turbarlo y, aún ahora, cuando los años aconsejaban moderación, aquella remota imagen, al emerger de pronto en su conciencia, lo empingorotaba más que un jalón de yobimbina.
—Cuéntanos qué hacías en el Folies Bergère, Fito —pidió Teté Barriga, sabiendo perfectamente a lo que se exponía—. Aunque sea mentira ¡es tan chistoso!
—Era invencionarlo, meter la mano al fuego —apuntó la señora Lucrecia, demorando el cuento—. Pero, a Teté le encanta chamuscarse.
Fito Cebolla se revolvió en el asiento donde yacía semiderribado por el whisky:
—¡Cómo, mentira! Fue el único trabajo agradable de mi vida. Pese a que me trataban tan mal como me trata tu marido en la oficina, Lucre. Ven, siéntate con nosotros, atiéndenos.
Tenía los ojos vidriosos y la voz escaldada. Los invitados comenzaban a mirar los relojes. Doña Lucrecia, haciendo de tripas corazón, fue a sentarse junto a los Barriga. Fito Cebolla empezó a evocar aquel verano. Se había quedado varado en París sin un centavo, y, gracias a una amiga, obtuvo un empleo de pezonero en el «histórico teatro de la rué Richer».
—Pezonero viene de pezón, no de pesas —explicó, mostrando una sicalíptica puntita de lengua rojiza y entornando los salaces ojos como para ver mejor lo que veía («y lo que veía era mi escote, amor». La soledad de don Rigoberto comenzaba a poblarse y afiebrarse)—. Aunque era el último pinche y el peor pagado, de mí dependía el éxito del show. ¡Una responsabilidad del carajo!
—¿Cuál, cuál? —lo urgió Teté Barriga.
—Poner tiesos, en el momento de salir a escena, los pezones de las coristas.
Para lo que, en su agujero de las bambalinas, disponía de un balde de hielo. Las muchachas, engalanadas con penachos de plumas, adornos de flores, exóticos peinados, largas pestañas, uñas postizas, mallas invisibles y colas de pavorreal, nalgas y pechos al aire, se inclinaban ante Fito Cebolla, quien frotaba cada pezón y la corola circundante con un cubito de hielo. Ellas, entonces, dando un gritito, saltaban a escena, los pechos como espadas.
—¿Funciona, funciona? —insistía Teté Barriga, ojeando su pecho alicaído, mientras su marido bostezaba—. ¿Frotándoles hielo se ponen…?
—Tiesos, duros, rectos, empinados, airosos, erguidos, soberbios, erizados, encolerizados —prodigaba su versación en materia de sinónimos Fito Cebolla—. Permanecen así quince minutos, cronometrados.
«Sí, funciona», se repitió don Rigoberto. En las persianas se insinuaba una rayita pálida. Otro amanecer lejos de Lucrecia. ¿Era hora de despertar a Fonchito para el colegio? Aún no. Pero ¿no estaba ella aquí? Como cuando habían verificado sobre sus hermosos pechos la receta del Folies Bergére. Él había visto enderezarse esos oscuros pezones en sus areolas doradas y ofrecerse a sus labios, fríos y duros como piedras. Aquella verificación había costado a Lucrecia un resfrío, que, por lo demás, le contagió.
—¿Dónde está el baño? —preguntó Fito Cebolla—. Para lavarme las manos, no piensen mal.
Lucrecia lo guio hasta el pasillo, guardando prudente distancia. Temía sentir de nuevo, en cualquier momento, aquella ventosa manual.
—Tu zambita me ha gustado, en serio —iba balbuciendo Fito, entre tropezones—. Yo soy democrático, vengan negras, blancas o amarillas, si están bien despachadas. ¿Me la regalas? O, si prefieres, traspásamela. Te pago un juanillo.
—Ahí tienes el baño —lo frenó doña Lucrecia—. Lávate también la lengua, Fito.
—Tus deseos son órdenes —babeó él y, antes de que ella pudiera apartarse, la maldita mano fue directa a sus pechos. La retiró en el acto y se metió en el baño—: Perdón, perdón, me equivoqué de puerta.
Doña Lucrecia regresó a la sala. Los invitados comenzaban a irse. Temblaba de cólera. Esta vez, lo echaría de la casa. Cambiaba las últimas banalidades y los despedía en el jardín. «Es el colmo, es el colmo». Se pasaban los minutos y Fito Cebolla no aparecía.
—¿Quieres decir que se había ido?
—Eso es lo que creí. Que, al salir del baño, se habría largado, discretamente, por la puerta de servicio. Pero no, no. El maldito se quedó.
Se fueron las visitas, el mozo contratado, y, luego de ayudar a Justiniana a recoger vasos y platos, cerrar ventanas, apagar las luces del jardín y poner la alarma, el mayordomo y la cocinera dieron a Lucrecia las buenas noches y se retiraron a sus alejados dormitorios, en un pabellón aparte, detrás de la piscina. Justiniana, que dormía en los altos, junto al estudio de don Rigoberto, estaba en la cocina metiendo el servicio en la lavadora.
—¿Fito Cebolla se quedó adentro, escondido?
—En el cuartito del sauna, tal vez, o entre las plantas del jardín. Esperando que los demás se fueran, que la cocinera y el mayordomo se acostaran, para meterse a la cocina. ¡Como un ladrón!
Doña Lucrecia estaba en un sofá de la sala, cansada, todavía sin recuperarse del mal rato. El forajido de Fito Cebolla no volvería a poner los pies en esta casa. Se preguntaba si le contaría a Rigoberto lo ocurrido, cuando estalló el grito. Venía de la cocina. Se levantó, corrió. En la puerta del blanco repostero —las paredes de azulejos destellando bajo la farmacéutica luz— el espectáculo la paralizó. Don Rigoberto pestañó varias veces antes de fijar la vista en la rayita pálida de la persiana que anunciaba el día. Los veía: Justiniana, de espaldas en la mesa de pino a la que había sido arrastrada, forcejeando con manos y piernas contra la fofa corpulencia que la aplastaba, besuqueaba y gargarizaba unos ruidos que eran, que tenían que ser groserías. En el umbral, desfigurada, desorbitada, doña Lucrecia. Su parálisis no duró mucho. Ahí estaba —el corazón de don Rigoberto batió impetuoso, lleno de admiración por la belleza delacroixiana de esa furia que cogía lo primero que encontraba, el rollo de amasar, y arremetía contra Fito Cebolla, insultándolo. «Abusivo, maldito, inmundicia, crápula». Lo golpeaba sin misericordia, donde cayera el rollo, en la espalda, el cuello regordete, la cabeza frailuna, las nalgas, hasta obligarlo a soltar su presa para defenderse. Don Rigoberto podía oír los mazazos que tundían los huesos y músculos del interrumpido violador, quien, finalmente, vencido por la paliza y la borrachera que estorbaba sus movimientos, giró, las manos hacia su agresora, trastabilló, resbaló y se derramó por el suelo como una gelatina.
—Pégale, pégale tú también, véngate —gritaba doña Lucrecia, descargando el incansable rollo de amasar sobre el bulto de sucio terno azul que, tratando de enderezarse, alzaba los brazos para amortiguar los golpes.
—¿Justiniana le reventó el banquito en la cabeza? —preguntó el regocijado don Rigoberto.
Se lo hizo trizas y volaron astillas hasta el techo. Lo alzó con las dos manos, se lo descargó con todo el peso de su cuerpo. Don Rigoberto vio la silueta espigada, el uniforme azul, el mandil blanco, empinándose para descerrajar el bólido. El estentóreo «¡Ayyyy!» del despatarrado Fito Cebolla le sacudió los tímpanos. (¿Pero no a la cocinera, ni al mayordomo, ni a Fonchito?). Se tapaba la cara, en sus manos había manchas de sangre. Estuvo desmayado unos segundos. Acaso, lo volvieron en sí los gritos de las dos mujeres, que lo seguían insultando: «Degenerado, borracho, abusivo, maricón».
—Qué dulce es la venganza —se rio doña Lucrecia—. Abrimos la puerta falsa y él se escapó, gateando. A cuatro patas, te lo juro. Lloriqueando: «Ay, mi cabecita, ay, me la han partido».
En eso, se soltó la alarma. Vaya susto. Pero, ni por esas se habían despertado Fonchito, el mayordomo ni la cocinera. ¿Era verosímil? No. Pero, sí muy conveniente, pensó don Rigoberto.
—No sé cómo la apagamos, nos metimos, cerramos la puerta, y volvimos a poner la alarma —se reía doña Lucrecia, desbocada—. Hasta que, poquito a poco, nos fuimos calmando.
Entonces, ella pudo darse cuenta de lo que ese bruto había hecho a la pobre Justiniana. Le había destrozado el vestido. La muchacha, todavía aterrada, soltó el llanto. Pobrecita. Si doña Lucrecia hubiera subido antes al dormitorio, no hubiera oído su grito, ya que ni el mayordomo ni la cocinera ni el niño oyeron nada. El canalla la hubiera violado y tan contento. La consoló, la abrazó: «Ya pasó, ya se fue, no llores». Contra el suyo, el cuerpo de la muchacha —parecía más jovencita así, tan próxima— temblaba de pies a cabeza. Sentía su corazón y veía sus esfuerzos por contener los sollozos.
—Me dio una pena —susurró doña Lucrecia—. Además de destrozarle el uniforme, le había pegado.
—Tuvo su merecido —gesticuló don Rigoberto—. Se fue humillado y sangrando. ¡Muy bien hecho!
«Mira cómo te ha puesto, el desgraciado». Doña Lucrecia apartó a Justiniana. Examinó su uniforme en jirones, la acariñó en la cara, ahora sin rastro del buen humor exuberante que siempre lucía; unos lagrimones le corrían por las mejillas, un rictus crispaba sus labios. Los ojos se le habían apagado.
—¿Pasó algo? —insinuó, con mucha discreción, don Rigoberto.
—Todavía —repuso, igual de discreta, doña Lucrecia—. En todo caso, no me di cuenta.
No se daba cuenta. Creía que aquel desasosiego, nerviosismo, exaltación, eran obra del susto y, sin duda, también lo eran; se sentía desbordada por un sentimiento de cariño y compasión, ansiosa de hacer algo, cualquier cosa, para sacar a Justiniana del estado en que la veía. La cogió de la mano, la llevó hacia la escalera: «Ven a quitarte esa ropa, lo mejor será llamar a un médico». Al salir de la cocina, apagó la luz de la planta baja. Subieron a oscuras, de la mano, peldaño a peldaño, la escalerita en tirabuzón hacia el estudio y el dormitorio. A media escalera, la señora Lucrecia pasó su otro brazo por la cintura de la muchacha. «Qué susto has tenido». «Creí que me moría, señora, pero, ya se me está yendo». No era cierto; su mano estrujaba la de su patrona y sus dientes chocaban, como de frío. Cogidas de las manos y de la cintura contornearon los estantes cargados de libros de arte y en el dormitorio las recibieron, desplegadas en el ventanal, las luces de Miraflores, los faroles del Malecón y las crestas blancas de las olas avanzando hacia el acantilado. Doña Lucrecia encendió la lámpara de pie, que iluminó el amplio chaise longue granate con patas de halcón y la mesita con revistas, las porcelanas chinas, las almohadillas y los poufs regados sobre la alfombra. Quedaron en penumbra la ancha cama, los veladores, las paredes consteladas de grabados persas, tántricos y japoneses. Doña Lucrecia fue al vestidor. Alcanzó una bata a Justiniana, que permanecía de pie, cubriéndose con los brazos, un poco cortada.
—Esa ropa hay que botarla a la basura, quemarla. Sí, mejor quemarla, como hace Rigoberto con los libros y grabados que ya no le gustan. Ponte esto, voy a ver qué puedo darte.
En el baño, mientras estaba empapando una toallita en agua de colonia, se vio en el espejo («Bellísima», la premió don Rigoberto). Ella también se había llevado un susto de padre y señor mío. Estaba pálida y ojerosa; la pintura se le había corrido y, sin que se diera cuenta, el cierre relámpago de su vestido había saltado.
—Si yo también soy una herida de guerra, Justiniana —le habló a través de la puerta—. Por culpa del asqueroso de Fito se me rompió el vestido. Voy a ponerme una bata. Ven, aquí hay más luz.
Cuando Justiniana entró al cuarto de baño, doña Lucrecia, que estaba liberándose del vestido por los pies —no llevaba sostén, sólo un calzoncito triangular de seda negra— la vio en el espejo del lavador y, repetida, en el de la bañera. Arrebujada en la bata blanca que la cubría hasta los muslos, parecía más delgada y más morena. Como no tenía cinturón, sujetaba la bata con sus manos. Doña Lucrecia descolgó su salida de baño china —«la de seda roja, con dos dragones amarillos unidos por las colas en la espalda», exigió don Rigoberto—, se la puso y la llamó:
—Acércate un poquito. ¿Tienes alguna herida?
—No, creo que no, dos cositas de nada —Justiniana sacó una pierna por los pliegues de la bata—. Estos moretones, de golpearme contra la mesa.
Doña Lucrecia se inclinó, apoyó una de sus manos en el terso muslo y delicadamente frotó la piel amoratada con la toallita embebida en agua de colonia.
—No es nada, se te irá volando. ¿Y la otra?
En el hombro y parte del antebrazo. Abriendo la bata Justiniana le señaló el moretón que comenzaba a hincharse. Doña Lucrecia advirtió que la muchacha tampoco llevaba sostén. Tenía su pecho muy cerca de sus ojos. Veía la punta del pezón. Era un pecho joven y menudo, bien dibujado, con una tenue granulación en la corola.
—Esto está más feo —murmuró—. ¿Aquí, te duele?
—Apenitas —dijo Justiniana, sin retirar el brazo que doña Lucrecia frotaba con cuidado, más atenta ahora a su propia turbación que al hematoma de la empleada.
—O sea que —insistió, imploró don Rigoberto—, ahí sí pasó algo.
—Ahí, sí —concedió esta vez su mujer—. No sé qué, pero algo. Estábamos tan juntas, en bata. Nunca había tenido esas intimidades con ella. O, tal vez, por lo de la cocina. O, por lo que fuera. De repente, yo ya no era yo. Y ardía de pies a cabeza.
—¿Y ella?
—No lo sé, quién sabe, creo que no —se complicó doña Lucrecia—. Todo había cambiado, eso sí. ¿Te das cuenta, Rigoberto? Después de semejante susto. Y fíjate lo que me estaba pasando.
—Esa es la vida —murmuró don Rigoberto, en voz alta, oyendo resonar sus palabras en la soledad del dormitorio ya iluminado por el día—. Ese es el ancho, el impredecible, el maravilloso, el terrible mundo del deseo. Mujercita mía, qué cerca te tengo, ahora que estás tan lejos.
—¿Sabes una cosa? —dijo doña Lucrecia a Justiniana—. Lo que tú y yo necesitamos para sacarnos las emociones de la noche, es un trago.
—Para no tener pesadillas con ese mano larga —se rio la empleada, siguiéndola al dormitorio. Se le había animado la expresión—. La verdad, creo que sólo emborrachándome me libraré de soñarme con él esta noche.
—Vamos a emborracharnos, entonces —Doña Lucrecia iba hacia el barcito del escritorio—. ¿Quieres un whisky? ¿Te gusta el whisky?
—Lo que sea, lo que usted vaya a tomar. Deje, deje, yo se lo traigo.
—Quédate aquí —la atajó doña Lucrecia, desde el estudio—. Esta noche, sirvo yo.
Se rio y la muchacha la imitó, divertida. En el escritorio, sintiendo que no controlaba sus manos y sin querer pensar, doña Lucrecia llenó dos vasos grandes con mucho whisky, un chorrito de agua mineral y dos cubos de hielo. Regresó, deslizándose como un felino entre los almohadones esparcidos por el suelo. Justiniana se había reclinado en el espaldar del chaise longue, sin subir las piernas. Hizo ademán de levantarse.
—Quédate ahí, nomás —volvió a atajarla—. Arrímate, cabemos.
La muchacha vaciló, por primera vez desconcertada; pero, se recompuso de inmediato. Descalzándose, subió las piernas y se corrió hacia la ventana para hacerle sitio. Doña Lucrecia se acomodó a su lado. Arregló los cojines bajo su cabeza. Cabían, pero sus cuerpos se rozaban. Hombros, brazos, piernas y caderas, se presentían y, por momentos, tocaban.
—¿Por quién brindamos? —dijo doña Lucrecia—. ¿Por la paliza a ese animal?
—Por mi silletazo —recuperó su espíritu Justiniana—. Con la cólera que tenía, hubiera podido matarlo, le digo. ¿Cree que se la partí, la cabeza?
Volvió a beber un trago y la sobrecogió la risa. Doña Lucrecia se echó a reír también, con una risita medio histérica. «Se la partiste y yo, con el rollo de amasar, le partí otras cosas». Así pasaron un buen rato, como dos amigas que comparten una confidencia jovial y algo escabrosa, estremecidas por las carcajadas. «Te aseguro que Fito Cebolla tiene más moretones que tú, Justiniana», «¿Y qué pretextos le dará ahora a su mujer, para esos chinchones y heridas?», «Que lo asaltaron los ladrones y le dieron una pateadura». En un contrapunto de chacota, acabaron los vasos de whisky. Se calmaron. Poco a poco, recuperaron el aliento.
—Voy a servir otros dos más —dijo doña Lucrecia.
—Yo voy, déjeme a mí, le juro que sé prepararlos.
—Bueno, anda, pondré música.
Pero, en vez de levantarse del chaise longue para que la muchacha pasara, la señora Lucrecia la cogió de la cintura con las dos manos y la ayudó a deslizarse por encima de ella, sin retenerla pero demorándola, en un movimiento que, por un momento, tuvo a sus cuerpos —la patrona abajo, la empleada arriba— enlazados. En la semipenumbra, mientras sentía el rostro de Justiniana sobre el suyo —su aliento le calentaba la cara y se le metía por la boca— doña Lucrecia vio asomar en el azabache de sus ojos un resplandor alarmado.
—¿Y, ahí, notaste qué? —la conminó un atorado don Rigoberto, sintiendo a doña Lucrecia moverse en sus brazos con la pereza animal en que su cuerpo zozobraba cuando hacían el amor.
—No se escandalizó; sólo se asustó un poquito, tal vez. Aunque no por mucho rato —dijo, semiahogada—. De que me hubiera tomado esas confianzas, haciéndola pasar encima mío cogida de la cintura. Tal vez, se dio cuenta. No sé, no sabía nada, no me importó nada. Yo, volaba. Pero, de eso sí me di: no se enojó. Lo tomaba con gracia, con esa malicia que pone en todo. Fito tenía razón, es atractiva. Y, más, medio desnuda. Su cuerpo café con leche, contrastando con la blancura de la seda…
—Hubiera dado un año de vida por verlas, en ese momento. —Y don Rigoberto encontró la referencia que hacía rato buscaba: Pereza y lujuria o el sueño, de Gustave Courbet.
—¿No nos estás viendo? —se burló doña Lucrecia.
Con total nitidez, pese a que, a diferencia de su diurno dormitorio, aquel era nocturno, y esa parte de la habitación estaba en penumbra, fuera del alcance de la lámpara de pie. La atmósfera se había adensado. Aquel perfume penetrante, que mareaba, intoxicó a don Rigoberto. Sus narices lo aspiraban, expelían, reabsorbían. Al fondo, se oía el rumor del mar, y, en el estudio, a Justiniana preparando los tragos. Media oculta por la planta de hojas lanceoladas, doña Lucrecia se estiró y, como desperezándose, puso en marcha el tocadiscos; una música de arpas paraguayas y un coro guaraní flotó en la habitación, mientras doña Lucrecia volvía a su postura en el chaise longue y, los párpados entornados, esperaba a Justiniana con una intensidad que don Rigoberto olió y oyó. La bata china dejaba ver su muslo blanco y sus brazos desnudos. Tenía los cabellos alborotados y sus ojos atisbaban detrás de las sedosas pestañas. «Un ocelote que acecha a su presa», pensó don Rigoberto. Cuando Justiniana apareció con los dos vasos en las manos, venía risueña, moviéndose con desenvoltura, acostumbrada ya a esa complicidad, a no guardar con su patrona la distancia debida.
—¿Te gusta esta música paraguaya? No sé cómo se llama —murmuró doña Lucrecia.
—Mucho, es bonita, pero no se baila ¿no? —comentó Justiniana, sentándose en el borde del chaise longue y alcanzándole el vaso—. ¿Está bien así o le falta agua?
No se atrevía a pasar por encima de ella y doña Lucrecia se arrimó hacia el rincón que había ocupado antes la muchacha. La animó con un gesto a que se echara en su lugar. Justiniana lo hizo y, al tenderse junto a ella, la bata se le corrió de modo que su pierna derecha quedó también descubierta, a milímetros de la pierna desnuda de la señora.
—Chin chin, Justiniana —dijo esta, chocándole el vaso.
—Chin chin, señora.
Bebieron. Apenas apartaron los vasos, doña Lucrecia bromeó:
—Cuánto hubiera dado Fito Cebolla por tenernos a las dos como estamos ahora.
Se rio y Justiniana también se rio. La risa de ambas creció, decreció. La muchacha se atrevió a hacer una broma, ella también:
—Si al menos hubiera sido joven y pintón. Pero, con semejante sapo y encima borracho, quién se iba a dejar.
—Al menos, tiene buen gusto —la mano libre de doña Lucrecia revolvió los cabellos de Justiniana—. La verdad, eres muy bonita. No me extraña que hagas hacer locuras a los hombres. ¿Sólo a Fito? Habrás causado estragos, por ahí.
Siempre alisándole los cabellos, estiró su pierna hasta tocar la de Justiniana. Esta no apartó la suya. Quedó quieta, media sonrisa fijada en la cara. Después de unos segundos, la señora Lucrecia, con un vuelco de corazón, notó que el pie de Justiniana se adelantaba despacito hasta hacer contacto con el suyo. Unos dedos tímidos se movían sobre los suyos, en un imperceptible rasguño.
—Te quiero mucho, Justita —dijo, llamándola por primera vez como hacía Fonchito—. Me di cuenta esta noche. Cuando vi lo que ese gordo te estaba haciendo. ¡Sentí una rabia! Como si hubieras sido mi hermana.
—Yo también a usted, señora —musitó Justiniana, ladeándose un poco, de modo que, ahora, además de pies y muslos, se tocaban sus caderas, brazos y hombros—. Me da no sé qué decírselo, pero, la envidio tanto. Por ser como es, por ser tan elegante. La mejor que he conocido.
—¿Me permites que te bese? —La señora Lucrecia inclinó la cabeza hasta rozar la de Justiniana. Sus cabellos se mezclaron. Veía sus ojos profundos, muy abiertos, observándola sin pestañar, sin miedo, aunque con algo de ansiedad—. ¿Puedo besarte? ¿Podemos? ¿Como amigas?
Se sintió incómoda, arrepentida, los segundos —¿dos, tres, diez?— que Justiniana tardó en responder. Y le volvió el alma al cuerpo —su corazón latía tan de prisa que apenas respiraba— cuando, por fin, la carita que tenía bajo la suya asintió y se adelantó, ofreciéndole los labios. Mientras se besaban, con ímpetu, enredando las lenguas, separándose y juntándose, sus cuerpos anudándose, don Rigoberto levitaba. ¿Estaba orgulloso de su esposa? Por supuesto. ¿Más enamorado de ella que nunca? Naturalmente. Retrocedió a verlas y oírlas.
—Tengo que decirle una cosa, señora —oyó que Justiniana susurraba en el oído de Lucrecia—. Hace mucho, tengo un sueño. Se repite, me viene hasta despierta. Que, una noche, hacía frío. El señor estaba de viaje. Usted tenía miedo a los ladrones y me pidió que viniera a acompañarla. Yo quería dormir en este sillón y usted «no, no, ven aquí, ven». Y me hacía acostarme con usted. Soñando eso, soñando, ¿se lo digo?, me mojaba. ¡Qué vergüenza!
—Hagamos ese sueño —la señora Lucrecia se enderezó, llevando tras ella a Justiniana—. Durmamos juntas, pero en la cama, es más blanda que el chaise longue. Ven, Justita.
Antes de entrar bajo las sábanas, se quitaron las batas, que quedaron al pie del lecho de dos plazas, cubierto por un cubrecama. A las arpas había sucedido un vals de otros tiempos, unos violines cuyos compases sintonizaban con sus caricias. ¿Qué importaba que hubieran apagado la luz mientras jugaban y se amaban, ocultas bajo las sábanas, y el atareado cubrecamas se encrespaba, arrugaba y bamboleaba? Don Rigoberto no perdía detalle de sus amagos y arremetidas; se enredaba y desenredaba con ellas, estaba junto a la mano que embolsaba un pecho, en cada dedo que rozaba una nalga, en los labios que, luego de varias escaramuzas, se atrevían por fin a hundirse en esa sombra enterrada, buscando el cráter del placer, la oquedad tibia, la latiente boca, el vibrátil musculillo. Veía todo, sentía todo, oía todo. Sus narices se embriagaban con el perfume de esas pieles y sus labios sorbían los jugos que manaban de la gallarda pareja.
—¿Ella no había hecho eso nunca?
—Ni yo tampoco —se lo confirmó doña Lucrecia—. Ninguna de las dos, nunca. Un par de novatas. Aprendimos, ahí mismo. Gocé, gozamos. No te extrañé nada esa noche, mi amor. ¿No te importa que te lo diga?
—Me gusta que me lo digas —la abrazó su esposo—. ¿Y ella, no se sintió mal después?
En absoluto. Había mostrado una naturalidad y una discreción que impresionaron a doña Lucrecia. Salvo a la mañana siguiente, cuando llegaron los ramos de flores (el de la patrona decía: «Desde sus vendajes, Fito Cebolla agradece de todo corazón la merecida enseñanza que ha recibido de su querida y admirada amiga Lucrecia» y el de la empleada: «Fito Cebolla saluda y pide rendidas excusas a la Flor de la Canela») que se mostraron la una a la otra, el tema no se había vuelto a tocar. La relación no cambió, ni las maneras, ni el tratamiento, para quienes las observaban desde fuera. Es verdad que, de cuando en cuando, doña Lucrecia tenía pequeñas delicadezas con Justiniana, regalándole unos zapatos nuevos, un vestido o llevándola de compañía en sus salidas, pero eso, aunque daba celos al mayordomo y a la cocinera, no sorprendía a nadie, pues todos en la casa, desde el chofer hasta Fonchito y don Rigoberto, hacía tiempo habían notado que con sus vivezas y zalamerías Justiniana se tenía comprada a la señora.
Ojos para ver, nariz para oler, dedos para tocar y orejas como cuernos de la abundancia para ser frotadas con las yemas, igual que la jorobita de la jorobada o la panzita del Buda —que traen suerte— y, después, lamidas y besadas.
Me gustas tú, Rigoberto, y tú y tú, pero, por encima de todas tus otras cosas, me gustan tus orejas voladoras. Quisiera ponerme de rodillas y aguaitar esos agujeritos que tú limpias cada mañana (la que sabe, sabe) con un palito algodonado y les arrancas los vellitos con una pinza —pelito ay por pelito ay junto al espejo ay— los días que les toca la purificación. ¿Qué vería yo por esos hondos huequecitos? Un precipicio. Y, así, descubriría tus secretos. ¿Cuál, por ejemplo? Que, sin saberlo, ya me amas, Rigoberto. ¿Alguna otra cosa vería? Dos elefantitos con sus trompitas levantadas. Dumbo, Dumbito, cuánto te amo.
Entre gustos y colores no han escrito los autores. Tú, para mí, aunque hay quien dice que por tu nariz y tus orejas ganarías el concurso El Hombre Elefante del Perú, eres el ser más atractivo, el más buen mozo que se ha visto. A ver, Rigoberto, adivina, si me dieran a escoger entre Robert Redford y tú ¿quién sería el elegido de mi corazón? Sí, orejita mía, sí, narigoncito, sí, Pinochito: tú, tú.
¿Qué más vería, si me asomara a espiar por tus abismos auditivos? Un campo de tréboles, todos de cuatro hojas. Y ramos de rosas cuyos pétalos tienen retratada, en su peluza blanca, una carita amorosa. ¿Cuál? La mía.
¿Quién soy, Rigoberto? ¿Quién es la andinista que te ama y te idolatra y algún día no lejano escalará tus orejas como otros escalan el Himalaya o el Huascarán?
Tuya, tuya, tuya,
La loquita de tus orejas