Las cositas de Egon Schiele
—¿Por qué te interesa tanto Egon Schiele? —preguntó doña Lucrecia.
—Me da pena que muriera tan joven y que lo metieran a la cárcel —respondió Fonchito—. Sus cuadros son lindísimos. Me paso horas mirándolos, en los libros de mi papá. ¿A ti no te gustan, madrastra?
—No los recuerdo muy bien. Salvo las posturas. Unos cuerpos forzados, dislocados, ¿no?
—Y también me gusta Schiele porque, porque… —la interrumpió el niño, como si fuera a revelarle un secreto—. No me atrevo a decírtelo, madrastra.
—Tú sabes decir muy bien las cosas cuando quieres, no te hagas el sonsito.
—Porque, siento que me le parezco. Que voy a tener una vida trágica, como la suya.
Doña Lucrecia soltó la risa. Pero, una inquietud la invadió. ¿De dónde sacaba este niño semejante cosa? Alfonsito seguía mirándola, muy serio. Al cabo de un rato, haciendo un esfuerzo, le sonrió. Estaba sentado en el suelo de la salita comedor, con las piernas cruzadas; conservaba el saco azul y la corbata gris del uniforme, pero se había quitado la gorrita con visera, que yacía a su lado, entre el bolsón, el cartapacio y la caja de lápices de la academia. En eso, Justiniana entró con la bandeja del té. Fonchito la recibió alborozado.
—Chancays tostados con mantequilla y mermelada —aplaudió, súbitamente liberado de la preocupación—. Lo que más me gusta en el mundo. ¡Te acordaste, Justita!
—No te los he hecho a ti, sino a la señora —mintió Justiniana, simulando severidad—. A ti, ni un cacho quemado.
Iba sirviendo el té y disponiendo las tazas en la mesita de la sala. En el Olivar, unos muchachos jugaban al fútbol y se veían sus ardorosas siluetas a través de los visillos; hasta ellos llegaban, en sordina, palabrotas, patadones y gritos de triunfo. Pronto, oscurecería.
—¿No me vas a perdonar nunca, Justita? —se entristeció el niño—. Aprende de mi madrastra; se ha olvidado de lo que pasó y ahora nos llevamos tan bien como antes.
«Como antes, no», pensó doña Lucrecia. Una ola caliente la lamía desde los empeines hasta la punta de los cabellos. Disimuló, bebiendo sorbitos de té.
—Será que la señora es buenísima y yo, malísima —se burlaba Justiniana.
—Entonces, nos parecemos, Justita. Porque, según tú, yo soy malísimo, ¿no?
—Tú me ganas por goleada —se despidió la muchacha, perdiéndose en el pasillo de la cocina.
Doña Lucrecia y el niño permanecieron en silencio, mientras comían los bizcochos y tomaban el té.
—Justita me odia de la boca para afuera —afirmó Fonchito, cuando terminó de masticar—. En el fondo, creo que también me ha perdonado. ¿No te parece, madrastra?
—Tal vez, no. Ella no se deja engatusar por tus maneras de niño bueno. Ella no quiere que vuelva a pasar por lo que pasé. Porque, aunque no me gusta recordar eso, yo sufrí mucho por tu culpa, Fonchito.
—¿Acaso no lo sé, madrastra? —palideció el niño—. Por eso, voy a hacer todo, todo, para reparar el daño que te hice.
¿Hablaba en serio? ¿Representaba una farsa, utilizando ese vocabulario de revejido? Imposible averiguarlo, en esa carita donde ojos, boca, nariz, pómulos, orejas y hasta el desorden de los cabellos parecían la obra de un esteta perfeccionista. Era bello como un arcángel, un diosecillo pagano. Lo peor, lo peor, pensaba doña Lucrecia, era que parecía la encarnación de la pureza, un dechado de inocencia y virtud. «La misma aureola de limpieza que tenía Modesto», se dijo, recordando al ingeniero aficionado a las canciones cursis que le había hecho la corte antes de casarse con Rigoberto y al que ella había desdeñado, tal vez porque no supo apreciar bastante su corrección y su bondad. ¿O, acaso, rechazó al pobre Pluto precisamente por ser bueno? ¿Porque lo que atraía a su corazón eran esos fondos turbios en los que buceaba Rigoberto? Con él, no había vacilado un segundo. En el buenazo de Pluto, la limpia expresión reflejaba su alma; en este diablito de Alfonso, era una estrategia de seducción, un canto de esas sirenas que llaman desde los abismos.
—¿La quieres mucho a Justita, madrastra?
—Sí, mucho. Ella es para mí más que una empleada. No sé qué hubiera hecho sin Justiniana todos estos meses, mientras me acostumbraba otra vez a vivir sola. Ha sido una amiga, una aliada. Así la considero. Yo no tengo los prejuicios estúpidos de la gente de Lima con las muchachas.
Estuvo a punto de contar a Fonchito el caso de la respetabilísima doña Felicia de Gallagher, quien presumía en sus té-canasta de haber prohibido a su chofer, robusto negro de uniforme azul marino, tomar agua durante el trabajo para que no le vinieran ganas de orinar y tuviera que detener el carro en busca de un baño, dejando a su patrona sola en esas calles llenas de ladrones. Pero, no lo hizo, presintiendo que una alusión aun indirecta a una función orgánica delante del niño, sería como remover las mefíticas aguas de un pantano.
—¿Te sirvo más té? Los chancays están riquísimos —la halagó Fonchito—. Cuando puedo escaparme de la academia y vengo, me siento feliz, madrastra.
—No debes perder tantas tardes. Si de veras quieres ser pintor, esas clases te servirán mucho.
¿Por qué, cuando le hablaba como a un niño —como lo que era—, la dominaba la sensación de pisar en falso, de mentir? Pero si lo trataba como a un hombrecito, tenía idéntica desazón, el mismo sentimiento de falsedad.
—¿Justiniana te parece bonita, madrastra?
—Pues, sí. Tiene un tipo muy peruano, con su piel color canela y su fachita pizpireta. Debe haber roto algunos corazones por ahí.
—¿Te dijo alguna vez mi papá que le parecía bonita?
—No, no creo que me lo dijera. ¿A qué tantas preguntas?
—Por nada. Pero, tú eres más linda que Justita y que todas, madrastra —exclamó el niño. Aunque, de inmediato, asustado, se excusó—. ¿Hice mal en decirte eso? ¿No te vas a enojar, no?
La señora Lucrecia trataba de que el hijo de Rigoberto no notara su sofocación. ¿Volvía Lucifer a las andadas? ¿Debía cogerlo de una oreja y echarlo, ordenándole que no volviera? Pero ya Fonchito parecía haberse olvidado de lo que acababa de decir y hurgaba su cartapacio en busca de algo. Al fin, lo encontró.
—Mira, madrastra —le alcanzó el pequeño recorte—. Schiele, de chiquito. ¿No me le parezco?
Doña Lucrecia examinó al esmirriado adolescente de cabellos cortos y delicadas facciones, encorsetado en un traje oscuro de principios de siglo, con una rosa en la solapa, y al que la camisa de cuello duro y la corbata pajarita parecían sofocar.
—En lo más mínimo —dijo—. No te le pareces en nada.
—Las que están a su lado son sus hermanas. Gertrude y Melanie. La más chica, la rubia, es la famosa Gerti.
—¿Por qué, famosa? —preguntó doña Lucrecia, incómoda. Sabía muy bien que iba adentrándose en un campo minado.
—¿Cómo por qué? —se sorprendió la carita rubicunda; sus manos hicieron un ademán teatral—. ¿No sabías? Fue la modelo de sus desnudos más conocidos.
—¿Ah, sí? —La incomodidad de doña Lucrecia se acentuó—. Ya veo, conoces muy bien la vida de Egon Schiele.
—Me he leído todo lo que hay sobre él en la biblioteca de mi papá. Montones posaron para él desnudas. Chicas de colegio, mujeres de la calle, su amante Wally. Y, también, su esposa Edith y su cuñada Adele.
—Bueno, bueno —Doña Lucrecia consultó su reloj—. Se te está haciendo tarde, Fonchito.
—¿Tampoco sabías que a Edith y a Adele las hizo posar juntas? —prosiguió el niño, entusiasmado, como si no la hubiera oído—. Y, cuando vivía con Wally, en el pueblito de Krumau, lo mismo. Desnuda, junto a niñas del colegio. Por eso se armó un escándalo.
—No me extraña, si eran niñas de colegio —comentó la señora Lucrecia—. Ahora, como está oscureciendo, mejor te vas. Si Rigoberto llama a la academia, descubrirá que faltas a clases.
—Pero, ese escándalo fue una injusticia —continuó el niño, presa de gran excitación—. Schiele era un artista, necesitaba inspirarse. ¿No pintó obras maestras? ¿Qué tenía de malo que las hiciera desnudarse?
—Voy a llevar estas tazas a la cocina —la señora Lucrecia se puso de pie—. Ayúdame con los platos y la panera, Fonchito.
El niño se apresuró a recoger con las manos las migas de bizcocho esparcidas por la mesita. Siguió a la madrastra, dócilmente. Pero, la señora Lucrecia no había logrado arrancarlo del tema.
—Bueno, es verdad que con algunas de las que posaron desnudas también hizo cositas —iba diciendo, mientras recorrían el pasillo—. Por ejemplo, con su cuñada Adele las hizo. Aunque con su hermana Gerti no las haría ¿no, madrastra?
En las manos de la señora Lucrecia las tazas se habían puesto a bailotear. El mocosito tenía la endemoniada costumbre, como quien no quiere la cosa, de llevar siempre la conversación hacia temas escabrosos.
—Claro que no las hizo —repuso, sintiendo que la lengua se le enredaba—. Por supuesto que no, qué ocurrencia.
Habían entrado a la pequeña cocina, de losetas como espejos. También las paredes destellaban. Justiniana los observó, intrigada. Una mariposita revoloteaba en sus ojos, animando su cara morena.
—Con Gerti, tal vez, no, pero con su cuñada sí —insistió el niño—. Lo confesó la misma Adele, cuando Egon Schiele ya estaba muerto. Lo dicen los libros, madrastra. O sea, hizo cositas con las dos hermanas. A lo mejor, era gracias a eso que le venía la inspiración.
—¿Quién era ese fresco? —preguntó la empleada. Su expresión era vivísima. Recibía tazas y platos y los iba poniendo bajo el caño abierto; luego, los sumergía en el lavadero, lleno hasta el tope de agua espumosa y azulada. El olor a lejía impregnaba la cocina.
—Egon Schiele —susurró doña Lucrecia—. Un pintor austríaco.
—Murió a los veintiocho años, Justita —precisó el niño.
—Moriría de tanto hacer cositas —Justiniana hablaba y enjuagaba platos y tazas y los secaba con un secador de rombos colorados—. Así que compórtate, Foncho, cuidadito te pase lo mismo.
—No murió de hacer cositas, sino de la gripe española —replicó el niño, impermeabilizado contra el humor—. Su esposa, también, tres días antes que él. ¿Qué es la gripe española, madrastra?
—Una gripe maligna, me imagino. Llegaría a Viena de España, seguro. Bueno, ahora debes irte, se te ha hecho tarde.
—Ya sé por qué quieres ser pintor, bandido —intervino Justiniana, irreprimible—. Porque los pintores se dan la gran vida con sus modelos, por lo visto.
—No hagas esas bromas —la reprendió doña Lucrecia—. Es un niño.
—Bien agrandado, señora —replicó ella, abriendo la boca de par en par y mostrando sus dientes blanquísimos.
—Antes de pintarlas, jugaba con ellas —retomó Fonchito el hilo de su pensamiento, sin prestar atención al diálogo de señora y empleada—. Las hacía posar de distintas maneras, probando. Vestidas, sin vestir, a medio vestir. Lo que más le gustaba era que se cambiaran las medias. Coloradas, verdes, negras, de todos los colores. Y que se echaran en el suelo. Juntas, separadas, enredadas. Que hicieran como si pelearan. Se las quedaba mirando horas. Jugaba con las dos hermanas como si fueran sus muñecas. Hasta que le venía la inspiración. Entonces, las pintaba.
—Vaya jueguito —lo provocó Justiniana—. Como el de quitarse las prendas, pero para adultos.
—¡Punto final! ¡Basta! —Doña Lucrecia elevó tanto la voz que Fonchito y Justiniana se quedaron boquiabiertos. Ella se moderó—: No quiero que tu papá comience a hacerte preguntas. Tienes que irte.
—Bueno, madrastra —tartamudeó el niño.
Estaba blanco de susto y doña Lucrecia se arrepintió de haber gritado. Pero, no podía permitirle que siguiera hablando con esa fogosidad de las intimidades de Egon Schiele, su corazón le decía que había en ello una trampa, un riesgo, que era indispensable evitar. ¿Qué le había picado a Justiniana para azuzarlo de ese modo? El niño salió de la cocina. Lo escuchó recogiendo su bolsón, cartapacio y lápices en la salita comedor. Cuando volvió, se había compuesto la corbata, calado la gorra y abotonado el saco. Plantado en el umbral, mirándola a los ojos, le preguntó, con naturalidad:
—¿Puedo darte un beso de despedida, madrastra?
El corazón de doña Lucrecia, que había comenzado a serenarse, se aceleró de nuevo; pero, lo que más la turbó fue la sonrisita de Justiniana. ¿Qué debía hacer? Era ridículo negarse. Asintió, inclinando la cabeza. Un instante después, sintió en su mejilla el piquito de un avecilla.
—¿Y, a ti también puedo, Justita?
—Cuidadito que sea en la boca —soltó una carcajada la muchacha.
Esta vez el niño festejó el chiste, soltando la risa, a la vez que se empinaba para besar a Justiniana en la mejilla. Era una tontería, por supuesto, pero la señora Lucrecia no se atrevía a mirar a los ojos a la empleada ni atinaba a reprenderla por propasarse con bromas de mal gusto.
—Te voy a matar —dijo, al fin, medio en juego medio en serio, cuando sintió cerrarse la puerta de calle—. ¿Te has vuelto loca para hacerle esas gracias a Fonchito?
—Es que ese niño tiene no sé qué —se excusó Justiniana, encogiendo los hombros—. Hace que a una se le llene la cabeza de pecados.
—Lo que sea —dijo doña Lucrecia—. Pero, mejor, no echar leña al fuego con él.
—Fuego es el que tiene usted en la cara, señora —repuso Justiniana, con su desparpajo habitual—. Pero, no se preocupe, ese color le queda regio.
Siento tener que decepcionarlo. Sus apasionadas arengas en favor de la preservación de la Naturaleza y del medio ambiente no me conmueven.
Nací, he vivido y moriré en la ciudad (en la fea ciudad de Lima, si se trata de buscar agravantes) y alejarme de la urbe, aun cuando sea por un fin de semana, es una servidumbre a la que me someto a veces por obligación familiar o razón de trabajo, pero siempre con disgusto. No me incluya entre esos mesócratas cuya más cara aspiración es comprarse una casita en una playa del Sur para pasar allí veranos y fines de semana en obscena promiscuidad con la arena, el agua salada y las barrigas cerveceras de otros mesócratas idénticos a ellos. Este espectáculo dominguero de familias fraternizando en un exhibicionismo bien pensant a la vera del mar es para mí uno de los más deprimentes que ofrece, en el innoble escalafón de lo gregario, este país preindividualista.
Entiendo que, a gentes como usted, un paisaje aliñado con vacas paciendo entre olorosas yerbas o cabritas que olisquean algarrobos, les alboroza el corazón y hace experimentar el éxtasis del jovenzuelo que por primera vez contempla una mujer desnuda. En lo que a mí concierne, el destino natural del toro macho es la plaza taurina —en otras palabras, vivir para enfrentarse a la capa, la muleta, la vara, la banderilla y el estoque— y a las estúpidas bovinas sólo quisiera verlas descuartizadas y cocidas a la parrilla, con aderezo de especies ardientes y sangrando ante mí, cercadas por crujientes papas fritas y frescas ensaladas, y, a las cabritas, trituradas, deshilachadas, fritas o adobadas, según las recetas del seco norteño, uno de mis favoritos entre los platos que ofrece la brutal gastronomía criolla.
Sé que ofendo sus más caras creencias, pues no ignoro que usted y los suyos —¡otra conspiración colectivista!— están convencidos, o van camino de estarlo, de que los animales tienen derechos y acaso alma, todos, sin excluir al anofeles palúdico, la hiena carroñera, la sibilante cobra y la piraña voraz. Yo confieso paladinamente que para mí los animales tienen un interés comestible, decorativo y acaso deportivo (aunque le precisaré que el amor a los caballos me produce tanto desagrado como el vegetarianismo y que tengo a los caballistas de testículos enanizados por la fricción de la montura por un tipo particularmente lúgubre del castrado humano). Aunque respeto, a la distancia, a quienes les asignan funcionalidad erótica, a mí, personalmente, no me seduce (más bien, me hace olfatear malos olores y presumir variadas incomodidades físicas) la idea de copular con una gallina, una pata, una mona, una yegua o cualquier variante animal con orificios, y albergo la enervante sospecha de que quienes se gratifican con esas gimnasias son, en el tuétano —no lo tome usted como algo personal— ecologistas en estado salvaje, conservacionistas que se ignoran, muy capaces, en el futuro, de ir a apandillarse con Brigitte Bardot (a la que también amé de joven, por lo demás) para obrar por la supervivencia de las focas. Aunque, alguna vez, he tenido fantasías desasosegadoras con la imagen de una hermosa mujer desnuda retozando en un lecho espolvoreado de micifuces, saber que en los Estados Unidos hay sesenta y tres millones de gatos y cincuenta y cuatro millones de perros domésticos me alarma más que el enjambre de armas atómicas almacenadas en media docena de países de la ex-Unión Soviética.
Si así pienso de esos cuadrúpedos y pajarracos, ya puede usted imaginar los humores que despiertan en mí sus susurrantes árboles, espesos bosques, deleitosas frondas, ríos cantores, hondas quebradas, cumbres cristalinas, similares y anejos. Todas esas materias primas tienen para mí sentido y justificación si pasan por el tamiz de la civilización urbana, es decir, si las manufactura y transmuta —no me importa que digamos irrealiza, pero preferiría la desprestigiada fórmula las humaniza— el libro, el cuadro, el cine o la televisión. Para entendernos, daría mi vida (algo que no debe ser tomado a la letra pues es un decir obviamente hiperbólico) por salvar los álamos que empinan su alta copa en El Polifemo y los almendros que encanecen Las Soledades de Góngora y por los sauces llorones de las églogas de Garcilaso o los girasoles y trigales que destilan su miel áurea en los Van Gogh, pero no derramaría una lágrima en loor de los pinares devastados por los incendios de la estación veraniega y no me temblaría la mano al firmar el decreto de amnistía en favor de los incendiarios que carbonizan bosques andinos, siberianos o alpinos. La Naturaleza no pasada por el arte o la literatura, la Naturaleza al natural, llena de moscas, zancudos, barro, ratas y cucarachas, es incompatible con placeres refinados, como la higiene corporal y la elegancia indumentaria.
Para ser breve, resumiré mi pensamiento —mis fobias, en todo caso— explicándole que si eso que usted llama «peste urbana» avanzara incontenible y se tragara todas las praderas del mundo y el globo terráqueo se recubriera de una erupción de rascacielos, puentes metálicos, calles asfaltadas, lagos y parques artificiales, plazas pétreas y parkings subterráneos, y el planeta entero se encasquetara de cemento armado y vigas de acero y fuera una sola ciudad esférica e interminable (eso sí, repleta de librerías, galerías, bibliotecas, restaurantes, museos y cafés) el suscrito, homus urbanus hasta la consumación de sus huesos, lo aprobaría.
Por las razones susodichas, no contribuiré con un solo centavo a los fondos de la Asociación Clorofila y Bosta que usted preside y haré cuanto esté a mi alcance (muy poco, tranquilícese), para que sus fines no se cumplan y a su bucólica filosofía la arrolle ese objeto emblemático de la cultura que usted odia y yo venero: el camión.
En la soledad de su estudio, despabilado por el frío amanecer, don Rigoberto se repitió de memoria la frase de Borges con la que acababa de toparse: «En el adulterio suelen participar la ternura y la abnegación». Pocas páginas después de la cita borgiana, la carta compareció ante él, indemne a los años corrosivos:
Querida Lucrecia:
Leyendo estas líneas te llevarás la sorpresa de tu vida y, acaso, me despreciarás. Pero, no importa. Aun si hubiera una sola posibilidad de que aceptaras mi propuesta contra un millón de que la rechaces, me lanzaría a la piscina. Te resumo lo que necesitaría horas de conversación, acompañada de inflexiones de voz y gesticulaciones persuasivas.
Desde que (por las calabazas que me diste) partí del Perú, he trabajado en Estados Unidos, con bastante éxito. En diez años he llegado a gerente y socio minoritario de esta fábrica de conductores eléctricos, bien implantada en el Estado de Massachusetts. Como ingeniero y empresario he conseguido abrirme camino en esta mi segunda patria, pues desde hace cuatro años soy ciudadano estadounidense.
Para que lo sepas, acabo de renunciar a esta gerencia y estoy vendiendo mis acciones en la fábrica, por lo que espero obtener un beneficio de seiscientos mil dólares, con suerte algo más. Lo hago porque me han ofrecido la rectoría del TIM (Technological Institute of Mississippi), el college donde estudié y con el que he mantenido siempre contacto. La tercera parte del estudiantado es ahora hispanic (latinoamericana). Mi salario será la mitad de lo que gano aquí. No me importa. Me ilusiona dedicarme a la formación de estos jóvenes de las dos Américas que construirán el siglo XXI Siempre soñé con entregar mi vida a la Universidad y es lo que hubiera hecho de quedarme en el Perú, es decir, si te hubieras casado conmigo.
«¿A qué viene todo esto?», te estarás preguntando, «¿Por qué resucita Modesto, después de diez años, para contarme semejante historia?». Llego, queridísima Lucrecia.
He decidido, entre mi partida de Boston y mi llegada a Oxford, Mississippi, gastarme en una semana de vacaciones cien mil de los seiscientos mil dólares ahorrados. Vacaciones, dicho sea de paso, nunca he tomado y no tomaré tampoco en el futuro, porque, como recordarás, lo que me ha gustado siempre es trabajar. Mi job sigue siendo mi mejor diversión. Pero, si mis planes salen como confío, esta semana será algo fuera de lo común. No la convencional vacación de crucero en el Caribe o playas con palmeras y tablistas en Hawai. Algo muy personal e irrepetible: la materialización de un antiguo sueño. Allí entras tú en la historia, por la puerta grande. Ya sé que estás casada con un honorable caballero limeño, viudo y gerente de una compañía de seguros. Yo lo estoy también, con una gringuita de Boston, médica de profesión, y soy feliz, en la modesta medida en que el matrimonio permite serlo. No te propongo que te divorcies y cambies de vida, nada de eso. Sólo, que compartas conmigo esta semana ideal, acariciada en mi mente a lo largo de muchos años y que las circunstancias me permiten hacer realidad. No te arrepentirás de vivir conmigo estos siete días de ilusión y los recordarás el resto de tu vida con nostalgia. Te lo prometo.
Nos encontraremos el sábado 17 en el aeropuerto Kennedy, de New York, tú procedente de Lima en el vuelo de Lufthansa, y yo de Boston. Una limousine nos llevará a la suite del Plaza Hotel, ya reservada, con, incluso, indicación de las flores que deben perfumarla. Tendrás tiempo para descansar, ir a la peluquería, tomar un sauna o hacer compras en la Quinta Avenida, literalmente a tus pies. Esa noche tenemos localidades en el Metropolitan para ver la Tosca de Puccini, con Luciano Pavarotti de Mario Cavaradossi y la Orquesta Sinfónica del Metropolitan dirigida por el maestro Edouardo Muller. Cenaremos en Le Cirque, donde, con suerte, podrás codearte con Mick Jagger, Henry Kissinger o Sharon Stone. Terminaremos la velada en el bullicio de Regine's.
El Concorde a París sale el domingo a mediodía, no habrá necesidad de madrugar. Como el vuelo dura apenas tres horas y media —inadvertidas, por lo visto, gracias a las exquisiteces del almuerzo recetado por Paul Bocusse— llegaremos a la Ciudad Luz de día. Apenas instalados en el Ritz (vista a la Place Vendôme garantizada) habrá tiempo para un paseo por los puentes del Sena, aprovechando las tibias noches de principios de otoño, las mejores según los entendidos, siempre que no llueva. (He fracasado en mis esfuerzos por averiguar las perspectivas de precipitación fluvial parisina ese domingo y ese lunes, pues, la NASA, vale decir la ciencia meteorológica, sólo prevé los caprichos del cielo con cuatro días de anticipación). No he estado nunca en París y espero que tú tampoco, de modo que, en esa caminata vespertina desde el Ritz hasta Saint-Germain, descubramos juntos lo que, por lo visto, es un itinerario atónito. En la orilla izquierda (el Miraflores parisino, para entendernos) nos aguarda, en la abadía de Saint-Germain des Prés, el inconcluso Réquiem de Mozart y una cena Chez Lipp, brasserie alsaciana donde es obligatoria la choucroute (no sé lo que es, pero, si no tiene ajo, me gustará). He supuesto que, terminada la cena, querrás descansar para emprender, fresquita, la intensa jornada del lunes, de modo que esa noche no atollan el programa discoteca, bar, boîte ni antro del amanecer.
A la mañana siguiente pasaremos por el Louvre a presentar nuestros respetos a la Gioconda, almorzaremos ligero en La Closerie de Lilas o La Coupole (reverenciados restaurantes snobs de Montparnasse), en la tarde nos daremos un baño de vanguardia en el Centre Pompidou y echaremos una ojeada al Marais, famoso por sus palacios del siglo XVIII y sus maricas contemporáneos. Tomaremos té en La marquise de Sévigné, de La Madelaine, antes de ir a reparar fuerzas con una ducha en el Hotel. El programa de la noche es francamente frívolo: aperitivo en el Bar del Ritz, cena en el decorado modernista de Maxim's y fin de fiesta en la catedral del striptease: el Crazy Horse Saloon, que estrena su nueva revista «¡Qué calor!». (Las entradas están adquiridas, las mesas reservadas y maitres y porteros sobornados para asegurar los mejores sitios, mesas y atención).
Una limousine, menos espectacular pero más refinada que la de New York, con chofer y guía, nos llevará la mañana del manes a Versalles, a conocer el palacio y los jardines del Rey Sol. Comeremos algo típico (bistec con papas fritas, me temo) en un bistrot del camino, y, antes de la Ópera (Ótelo, de Verdi, con Plácido Domingo, por supuesto) tendrás tiempo para compras en el Faubourg Saint-Honoré, vecino del Hotel. Haremos un simulacro de cena, por razones meramente visuales y sociológicas, en el mismo Ritz, donde —expertos dixit— la suntuosidad del marco y la finura del servicio compensan lo inimaginativo del menú. La verdadera cena la tendremos después de la ópera, en La Tour d'Argent, desde cuyas ventanas nos despediremos de las torres de Notre Dame y de las luces de los puentes reflejadas en las discursivas aguas del Sena.
El Orient Express a Venecia sale el miércoles al mediodía, de la gare Saint Lazare. Viajando y descansando pasaremos ese día y la noche siguiente, pero, según quienes han protagonizado dicha aventura ferrocarrilera, recorrer en esos camarotes belle époque la geografía de Francia, Alemania, Austria, Suiza e Italia, es relajante y propedéutico, excita sin fatigar, entusiasma sin enloquecer y divierte hasta por razones de arqueología, debido al gusto con que ha sido resucitada la elegancia de los camarotes, aseos, bares y comedores de ese mítico tren, escenario de tantas novelas y películas de la entreguerra. Llevaré conmigo la novela de Agatha Christie, Muerte en el Orient Express, en versión inglesa y española, por si se te antoja echarle una ojeada en los escenarios de la acción. Según el prospecto, para la cena aux chandelles de esa noche, la etiqueta y los largos escotes son de rigor.
La suite del Hotel Cipriani, en la isla de la Giudecca, tiene vista sobre el Gran Canal, la Plaza de San Marco y las bizantinas y embarazadas torres de su iglesia. He contratado una góndola y al que la agencia considera el guía más preparado (y el único amable) de la ciudad lacustre, para que en la mañana y tarde del jueves nos familiarice con las iglesias, plazas, conventos, puentes y museos, con un corto intervalo al mediodía para un tentempié —una pizza, por ejemplo— rodeados de palomas y turistas, en la terraza del Florian. Tomaremos el aperitivo —una pócima inevitable llamada Bellini— en el Hotel Danielli y cenaremos en el Harry's Bar, inmortalizado por una pésima novela de Hemingway. El viernes continuaremos la maratón con una visita a la playa del Lido y una excursión a Murano, donde todavía se modela el vidrio a soplidos humanos (técnica que rescata la tradición y robustece los pulmones de los nativos). Habrá tiempo para souvenirs y echar una mirada furtiva a una villa de Palladio. En la noche, concierto en la islita de San Giorgio —I Musici Veneti— con piezas dedicadas a barrocos venecianos, claro: Vivaldi, Cimarosa y Albinoni. La cena será en la terraza del Danielli, divisando, noche sin nubes mediante, como «manto de luciérnagas» (resumo guías) los faroles de Venecia. Nos despediremos de la ciudad y del Viejo Continente, querida Lucre, siempre que el cuerpo lo permita, rodeados de modernidad, en la discoteca Il gatto nero, que imanta a viejos, maduros y jóvenes adictos al jazz (yo no le he sido nunca y tú tampoco, pero uno de los requisitos de esta semana ideal es hacer lo nunca hecho, sometidos a las servidumbres de la mundanidad).
A la mañana siguiente —séptimo día, la palabra fin ya en el horizonte— habrá que madrugar. El avión a París sale a las diez, para alcanzar el Concorde a New York. Sobre el Atlántico, cotejaremos las imágenes y sensaciones almacenadas en la memoria a fin de elegir las más dignas de durar.
Nos despediremos en el Kennedy Airport (tu vuelo a Lima y el mío a Boston son casi simultáneos) para, sin duda, no vernos más. Dudo que nuestros destinos vuelvan a cruzarse. Yo no regresaré al Perú y no creo que tú recales jamás en el perdido rincón del Deep South, que, a partir de octubre podrá jactarse de tener el único Rector hispanic de este país (los dos mil quinientos restantes son gringos, africanos o asiáticos).
¿Vendrás? Tu pasaje te espera en las oficinas limeñas de Lufthansa. No necesitas contestarme. Yo estaré de todos modos el sábado 17 en el lugar de la cita. Tu presencia o ausencia será la respuesta. Si no vienes, cumpliré con el programa, solo, fantaseando que estás conmigo, haciendo real ese capricho con el que me he consolado estos años, pensando en una mujer que, pese a las calabazas que cambiaron mi existencia, seguirá siendo siempre el corazón de mi memoria.
¿Necesito precisarte que esta es una invitación a que me honres con tu compañía y que ella no implica otra obligación que acompañarme? De ningún modo te pido que, en esos días del viaje —no sé de qué eufemismo valerme para decirlo— compartas mi lecho. Queridísima Lucrecia: sólo aspiro a que compartas mi sueño. Las suites reservadas en New York, París y Venecia tienen cuartos separados con llaves y cerrojos, a los que, si lo exigen tus escrúpulos, puedo añadir puñales, hachas, revólveres y hasta guardaespaldas. Pero, sabes que nada de eso hará falta, y que, en esa semana, el buen Modesto, el manso Pluto como me apodaban en el barrio, será tan respetuoso contigo como hace años, en Lima, cuando trataba de convencerte de que te casaras conmigo y apenas si me atrevía a tocarte la mano en la oscuridad de los cinemas.
Hasta el aeropuerto de Kennedy o hasta nunca, Lucre,
Modesto (Pluto)
Don Rigoberto se sintió atacado por la fiebre y el temblor de las tercianas. ¿Qué respondería Lucrecia? ¿Rechazaría indignada la carta de ese resucitado? ¿Sucumbiría a la frívola tentación? En la lechosa madrugada, le pareció que sus cuadernos esperaban el desenlace con la misma impaciencia que su atormentado espíritu.
Esta es una orden de tu esclavo, amada.
Frente al espejo, sobre una cama o sofá engalanado con sedas de la India pintadas a mano o indonesio batik de circulares ojos, te tumbarás de espaldas, desvestida, y tus largos cabellos negros soltarás.
Levantarás recogida la pierna izquierda hasta formar un ángulo. Apoyarás la cabeza en tu hombro diestro, entreabrirás los labios y, estrujando con la mano derecha un cabo de la sábana, bajarás los párpados, simulando dormir. Fantasearás que un amarillo río de alas de mariposa y estrellas en polvo desciende sobre ti desde el cielo y te hiende.
¿Quién eres?
La Danae de Gustav Klimt, naturalmente. No importa quién le sirviera para pintar ese óleo (1907-1908), el maestro te anticipó, te adivinó, te vio, tal como vendrías al mundo y serías, al otro lado del océano, medio siglo después. Creía recrear con sus pinceles a una dama de la mitología helena y estaba precreándote, belleza futura, esposa amante, madrastra sensual.
Sólo tú, entre todas las mujeres, como en esa fantasía plástica, juntas la pulcra perfección del ángel, su inocencia y su pureza, a un cuerpo atrevidamente terrenal. Hoy, prescindo de la firmeza de tus pechos y la beligerancia de tus caderas para rendir un homenaje exclusivo a la consistencia de tus muslos, templo de columnas donde quisiera ser atado y azotado por portarme mal.
Toda tú celebras mis sentidos.
Piel de terciopelo, saliva de áloe, delicada señora de codos y rodillas inmarcesibles, despierta, mírate en el espejo, díte: «Soy reverenciada y admirada como la que más, soy añorada y deseada como los espejismos líquidos de los desiertos por el sediento viajero».
Lucrecia - Dánae, Dánae - Lucrecia.
Esta es una súplica de tu amo, esclava.
—Mi secretaria llamó a Lufthansa y, en efecto, tu pasaje está allí, pagado —dijo don Rigoberto—. Ida y vuelta. En primera clase, por supuesto.
—¿Hice bien en mostrarte esa carta, amor? —exclamó doña Lucrecia, azoradísima—. ¿No te has enojado, no? Como prometimos no ocultarnos nada, me pareció que debía mostrártela.
—Hiciste muy bien, reina mía —dijo don Rigoberto, besando la mano de su esposa—. Quiero que vayas.
—¿Quieres que vaya? —sonrió, se puso grave y volvió a sonreír doña Lucrecia—. ¿En serio?
—Te lo ruego —insistió él, los labios en los dedos de su mujer—. A menos que la idea te disguste. ¿Pero, por qué te disgustaría? Aunque es un programa de nuevo rico y algo vulgar, está elaborado con espíritu risueño y una ironía infrecuente entre ingenieros. Te divertirás, amor mío.
—No sé qué decirte, Rigoberto —balbuceó doña Lucrecia, luchando contra el sonrojo—. Es una generosidad de tu parte, pero…
—Te pido que aceptes por razones egoístas —le aclaró su marido—. Ya sabes, el egoísmo es una virtud en mi filosofía. Tu viaje será una gran experiencia para mí.
Por los ojos y la expresión de don Rigoberto, doña Lucrecia supo que hablaba en serio. Hizo, pues, el viaje, y al octavo día regresó a Lima. En la Córpac le dieron la bienvenida su marido y Fonchito, este con un ramo de flores envueltas en papel celofán y una tarjeta: «Bienvenida al terruño, madrastra». La saludaron con muchas muestras de cariño y don Rigoberto, para ayudarla a ocultar su turbación, la abrumó a preguntas sobre el tiempo, las aduanas, los horarios alterados, el jet lag y su cansancio, evitando toda aproximación al material neurálgico. Rumbo a Barranco, le dio relojera cuenta de la oficina, el colegio de Fonchito, los desayunos, almuerzos y comidas, durante su ausencia. La casa brillaba con un orden y limpieza exagerados. Justiniana había mandado lavar los visillos y renovar el abono del jardín, tareas que tocaban sólo a fin de mes.
Se le pasó la tarde abriendo maletas, en conversaciones con el servicio sobre temas prácticos y respondiendo llamadas de amigas y familiares que querían saber cómo le había ido en su viaje de compras navideñas a Miami (la versión oficial de su escapada). No hubo el menor malestar en el ambiente cuando sacó los regalos para su marido, su hijastro y Justiniana. Don Rigoberto aprobó las corbatas francesas, las camisas italianas y el pulóver neoyorquino y a Fonchito los jeans, la casaca de cuero y el atuendo deportivo le quedaron cabalito. Justiniana dio una exclamación de entusiasmo al probarse, sobre el delantal, el vestido amarillo patito que le tocó.
Luego de la cena, don Rigoberto se encerró en el cuarto de baño y demoró menos de lo acostumbrado con sus abluciones. Cuando regresó, encontró el dormitorio en una penumbra malherida por un tajo de luz indirecta que sólo iluminaba los dos grabados de Utamaro: acoplamientos incompatibles pero ortodoxos de una sola pareja, él dotado de una verga tirabuzónica y ella de un sexo liliputiense, entre kimonos inflados como nubes de tormenta, linternas de papel, esteras, mesitas con la porcelana del té y, a lo lejos, puentes sobre un sinuoso río. Doña Lucrecia estaba bajo las sábanas, no desnuda, comprobó, al deslizarse junto a ella, sino con un nuevo camisón —¿adquirido y usado en el viaje?— que dejaba a sus manos la libertad necesaria para alcanzar sus rincones íntimos. Ella se ladeó y él pudo pasarle el brazo bajo los hombros y sentirla de pies a cabeza. La besó sin abrumarla, con mucha ternura, en los ojos, en las mejillas, demorándose en llegar a su boca.
—No me cuentes nada que no quieras —le mintió en el oído, con una coquetería infantil que atizaba su impaciencia, mientras sus labios recorrían la curva de su oreja—. Lo que te parezca. O, si prefieres, nada.
—Te contaré todo —musitó doña Lucrecia, buscándole la boca—. ¿No me mandaste para eso?
—También —asintió don Rigoberto, besándola en el cuello, en los cabellos, en la frente, insistiendo en su nariz, mejillas y mentón—. ¿Te divertiste? ¿Te fue bien?
—Me fue bien o me fue mal, dependerá de lo que pase ahora entre tú y yo —dijo la señora Lucrecia de corrido, y don Rigoberto sintió que, por un segundo, su mujer se ponía tensa—. Me divertí, sí. Gocé, sí. Pero, tuve miedo todo el tiempo.
—¿De que me enojara? —don Rigoberto besaba ahora los pechos firmes, milímetro a milímetro, y la punta de su lengua jugueteaba con los pezones, sintiendo cómo se endurecían—. ¿De que te hiciera una escena de celos?
—De que sufrieras —susurró doña Lucrecia, abrazándolo.
«Comienza a transpirar», comprobó don Rigoberto. Se sentía feliz acariciando ese cuerpo cada instante más activo y tuvo que poner su conciencia en acción para controlar el vértigo que empezaba a dominarlo. En el oído de su mujer, murmuró que la amaba, más, mucho más que antes del viaje.
Ella comenzó a hablar, con intervalos, buscando las palabras —silencios que eran coartadas para su confusión—, pero, poco a poco, estimulada por las caricias y las amorosas interrupciones, fue ganando confianza. Al fin, don Rigoberto advirtió que había recuperado su desenvoltura y relataba tomando fingida distancia de lo que contaba. Adherida a su cuerpo, apoyaba la cabeza en su hombro. Sus manos respectivas se movían de rato en rato, para tomar posesión o averiguar la existencia de un miembro, músculo o pedazo de piel de la pareja.
—¿Había cambiado mucho? Se había agringado en su manera de vestir y de hablar, pues continuamente se le escapaban expresiones en inglés. Pero, aunque con canas y engrosado, tenía siempre esa cara de Pluto, larga y tristona, y la timidez e inhibiciones de su juventud.
—Te vería llegar como caída del cielo.
—¡Se puso tan pálido! Creí que se iba a desmayar. Me esperaba con un ramo de flores más grande que él. La limousine era una de esas, plateadas, de los gángsters de las películas. Con bar, televisión, música estéreo, y, muérete, asientos en piel de leopardo.
—Pobres ecologistas —se entusiasmó don Rigoberto.
—Ya sé que es una huachafería —se excusó Modesto, mientras el chofer, afgano altísimo uniformado de granate, disponía los equipajes en la maletera—. Pero, era la más cara.
—Es capaz de burlarse de sí mismo —sentenció don Rigoberto—. Simpático.
—En el viaje hasta el Plaza me piropeó un par de veces, colorado hasta las orejas —prosiguió doña Lucrecia—. Que me conservaba muy bien, que estaba más bella todavía que cuando quiso casarse conmigo.
—Lo estás —la interrumpió don Rigoberto, bebiendo su aliento—. Cada día más, cada hora más.
—Ni una sola palabra de mal gusto, ni una sola insinuación chocante —dijo ella—. Me agradeció tanto el haber ido que me hizo sentir la buena samaritana de la Biblia.
—¿Sabes lo que iba pensando, mientras te decía esas galanterías?
—¿Qué? —doña Lucrecia enroscó una pierna en las de su marido.
—Si te vería desnuda esa misma tarde, en el Plaza, o tendría que esperar hasta la noche, o hasta París —la ilustró don Rigoberto.
—No me vio desnuda ni esa tarde ni esa noche. A menos que me espiara por la cerradura, mientras me bañaba y vestía para el Metropolitan. Lo de las habitaciones separadas era cierto. La mía, tenía vista sobre Central Park.
—Pero, al menos, te cogería la mano en la ópera, en el restaurante —se quejó él, decepcionado—. Con la ayudita del champagne, te pegaría la mejilla mientras bailaban en Regine's. Te besaría en el cuello, en la orejita.
Nada de eso. No había intentado cogerle la mano ni besarla en el curso de esa larga noche en la que, sin embargo, no había ahorrado las flores verbales, siempre a distancia respetuosa. Se había mostrado simpático, en efecto, burlándose de su inexperiencia («Me muero de vergüenza, Lucre, pero, en seis años que llevo casado, no engañé una sola vez a mi mujer»), y confesándole que era la primera vez en su vida que asistía a una función de ópera o ponía los pies en Le Cirque y Regine's.
—Lo único que tengo claro es que debo pedir champagne Dom Perignon, olfatear la copa de vino con narices de alérgico y ordenar platos escritos en francés.
La miraba con reconocimiento inconmensurable, perruno.
—Si quieres que te diga la verdad, he venido por vanidosa, Modesto. Además de la curiosidad, por supuesto. ¿Es posible que en estos diez años, sin habernos visto, sin saber nada uno del otro, hayas seguido enamorado de mí?
—Enamorado no es la palabra justa —la aclaró él—. Enamorado estoy de Dorothy, la gringuita con la que me casé, que es muy comprensiva y me deja cantar en la cama.
—Eras para él algo más sutil —le explicó don Rigoberto—. La irrealidad, la ilusión, la mujer de su memoria y sus deseos. Yo quiero amarte así, como él. Espera, espera.
La despojó del mínimo camisón y volvió a acomodarla de modo que las pieles de ambos tuvieran más puntos de contacto. Refrenando su deseo, le pidió que siguiera.
—Regresamos al hotel apenas me vino el primer bostezo. Me dio las buenas noches lejos de mi recámara. Que me soñara con los angelitos. Se portó tan bien, estuvo tan caballero, que, a la mañana siguiente, le hice una pequeña coquetería.
Se había presentado a tomar el desayuno, en la habitación intermedia entre los dormitorios, descalza y con una salida de cama veraniega, muy corta, que dejaba al descubierto sus piernas y muslos. Modesto la esperaba afeitado, bañado y vestido. La boca se le abrió de par en par.
—¿Dormiste bien? —articuló, desmandibulado, ayudándola a sentarse ante los jugos de frutas, tostadas y mermeladas del desayuno—. ¿Puedo decirte que te ves muy linda?
—Alto —la atajó don Rigoberto—. Déjame arrodillarme y besar las piernas que deslumbraron al perro Pluto.
Rumbo al aeropuerto y, luego, en el Concorde de Air France, mientras almorzaban, Modesto volvió a adoptar la actitud de atenta adoración del primer día. Recordó a Lucrecia, sin melodrama, cómo había decidido renunciar a la Universidad de Ingeniería cuando se convenció que ella no se casaría con él y partir a Boston, a la ventura. Los difíciles comienzos en aquella ciudad de inviernos fríos y granates mansiones victorianas, donde demoró tres meses en conseguir su primer trabajo estable. Se rompió el alma, pero, no lo lamentaba. Había conseguido la indispensable seguridad, una esposa con la que se entendía y, ahora que iba a empezar otra etapa volviendo a la Universidad, algo que siempre echó de menos, se estaba corporizando una fantasía, el juego adulto en que se había refugiado todos estos años: la semana ideal, jugando a ser rico, en New York, París y Venecia, con Lucre. Podía morirse tranquilo, ya.
—¿De veras te vas a gastar la cuarta parte de tus ahorros en este viaje?
—Me gastaría los trescientos mil que me tocan, pues los otros son de Dorothy —asintió él, mirándola a los ojos—. No por toda la semana. Sólo por haber podido verte, a la hora del desayuno, con esas piernas, brazos y hombros al aire. Lo más lindo del mundo, Lucre.
—Qué habría dicho, si además te hubiera visto los pechos y la colita —la besó don Rigoberto—. Te amo, te amo.
—En ese momento, decidí que, en París, vería el resto —doña Lucrecia escapó a medias de los besos de su marido—. Lo decidí cuando el piloto anunció que habíamos roto la barrera del sonido.
—Era lo menos que podías hacer por un señor tan formalito —aprobó don Rigoberto.
Apenas se instalaron en sus respectivos dormitorios —la vista, desde las ventanas de Lucrecia, abarcaba la oscura columna de la Plaza Vendôme perdiéndose en la altura y las rutilantes vitrinas de las joyerías del contorno— salieron a andar. Modesto tenía memorizada la trayectoria y calculado el tiempo. Recorrieron las Tullerías, cruzaron el Sena y bajaron hacia Saint-Germain por los muelles de la orilla izquierda. Llegaron a la abadía media hora antes del concierto. Era una tarde pálida y tibia de un otoño que había ya tornasolado los castaños y, de tanto en tanto, el ingeniero se detenía, guía y plano a la mano, para dar a Lucrecia una indicación histórica, urbanística, arquitectónica o estética. En las incómodas sillitas de la iglesia atestada para el concierto, debieron sentarse muy juntos. Lucrecia disfrutó de la lúgubre munificencia del Réquiem de Mozart. Después, instalados en una mesita del primer piso de Lipp, felicitó a Modesto:
—No puedo creer que sea tu primer viaje a París. Conoces calles, monumentos y direcciones como si vivieras aquí.
—Me he preparado para este viaje como para un examen de fin de carrera, Lucre. Consultado libros, mapas, agencias, interrogado a viajeros. Yo no junto estampillas, ni crío perros, ni juego al golf. Hace años, mi único hobby es preparar esta semana.
—¿Siempre estuve yo en ella?
—Un paso más en el camino de las coqueterías —advirtió don Rigoberto.
—Siempre tú y sólo tú —se ruborizó Pluto—. New York, París, Venecia, las óperas, restaurantes y lo demás eran el setting. Lo importante, lo central, tú y yo, solitos en el escenario.
Regresaron al Ritz en taxi, fatigados y ligeramente achispados por la copa de champagne, el vino de Borgogne y el cognac con que habían esperado, acompañado y despedido la choucroute. Al darse las buenas noches, de pie en la salita que apartaba los dormitorios, sin el menor titubeo doña Lucrecia anunció a Modesto:
—Te portas tan bien, que yo también quiero jugar. Voy a hacerte un regalo.
—¿Ah, sí? —se atoró Pluto—. ¿Cuál, Lucre?
—Mi cuerpo entero —cantó ella—. Entra, cuando te llame. A mirar, solamente.
No oyó lo que Modesto respondía, pero estuvo segura de que, en la penumbra del recinto, mientras su enmudecida cara asentía, rebalsaba de felicidad. Sin saber cómo lo iba a hacer, se desnudó, colgó su ropa, y, en el cuarto de baño, se soltó los cabellos («¿Como me gusta, amor mío?» «Igualito, Rigoberto.»), regresó a la habitación, apagó todas las luces salvo la del velador y movió la lamparilla de modo que su luz, mitigada por una pantalla de raso, iluminara las sábanas que la camarera había dispuesto para la noche. Se tendió de espaldas, se ladeó ligeramente, en una postura lánguida, desinhibida, y acomodó su cabeza en la almohada.
—Cuando quieras.
«Cerró los ojos para no verlo entrar», pensó don Rigoberto, enternecido con ese detalle púdico. Veía muy nítido, desde la perspectiva de la silueta dubitativa y anhelante del ingeniero que acababa de cruzar el umbral, en la tonalidad azulada, el cuerpo de formas que, sin llegar a excesos rubensianos, emulaban las abundancias virginales de Murillo, extendido de espaldas, una rodilla adelantada, cubriendo el pubis, la otra ofreciéndose, las sobresalientes curvas de las caderas estabilizando el volumen de carne dorada en el centro de la cama. Aunque lo había contemplado, estudiado, acariciado y gozado tantas veces, con esos ojos ajenos lo vio por primera vez. Durante un buen rato —la respiración alterada, el falo tieso— lo admiró. Leyendo sus pensamientos y sin que una palabra rompiera el silencio, doña Lucrecia de tanto en tanto se movía en cámara lenta, con el abandono de quien se cree a salvo de miradas indiscretas, y mostraba al respetuoso Modesto, clavado a dos pasos del lecho, sus flancos y su espalda, su trasero y sus pechos, las depiladas axilas y el bosquecillo del pubis. Por fin, fue abriendo las piernas, revelando el interior de sus muslos y la medialuna de su sexo. «En la postura de la anónima modelo de L'origine du monde, de Gustave Courbet (1866)», buscó y encontró don Rigoberto, transido de emoción al comprobar que la lozanía del vientre y la robustez de los muslos y el monte de Venus de su mujer coincidían milimétricamente con la decapitada mujer de aquel óleo, príncipe de su pinacoteca privada. Entonces, la eternidad se evaporó:
—Tengo sueño y creo que tú también, Pluto. Es hora de dormir.
—Buenas noches —repuso al instante aquella voz, en el ápice de la dicha o la agonía. Modesto retrocedió, tropezando; segundos después, la puerta se cerró.
—Fue capaz de contenerse, no se echó sobre ti como una fiera hambrienta —exclamó don Rigoberto, hechizado—. Lo manejabas con el meñique.
—No me lo creía —se rio Lucrecia—. Pero, esa docilidad suya era también parte del juego.
A la mañana siguiente, un mozo le trajo a la cama un ramo de rosas con una tarjeta: «Ojos que ven, corazón que siente, memoria que recuerda y un can de dibujos animados que te lo agradece con toda el alma».
—Te deseo demasiado —se disculpó don Rigoberto, tapándole la boca con la mano—. Debo amarte.
—Figúrate, entonces, la nochecita que pasaría el pobre Pluto.
—¿El pobre? —reflexionó don Rigoberto, después del amor, mientras convalecían, fatigados y dichosos—. ¿Por qué, pobre?
—El hombre más feliz del mundo, Lucre —afirmó Modesto, esa noche, entre dos sesiones de striptease, en la apretura del Crazy Horse Saloon, rodeados de japoneses y alemanes, cuando se hubieron bebido la botella de champagne—. Ni el tren eléctrico que me trajo Papá Noel al cumplir diez años se compara con tu regalo.
Durante el día, mientras recorrían el Louvre, almorzaban en La Closerie de Lilas, visitaban el Centre Pompidou o se perdían en las callecitas remodeladas del Marais, no hizo la menor alusión a la noche anterior. Continuaba oficiando de compañero de viaje informado, devoto y servicial.
—Con cada cosa que me cuentas, pienso mejor de él —comentó don Rigoberto.
—Me pasaba lo mismo —reconoció doña Lucrecia—. Y, por eso, ese día, di un pasito más, para premiarlo. En Maxim's, sintió mi rodilla en la suya toda la comida. Y, cuando bailamos, mis pechos. Y, en el Crazy Horse, mis piernas.
—Quién como él —exclamó don Rigoberto—. Irte conociendo tipo serial, por episodios, pedacito a pedacito. El gato y el ratón, a fin de cuentas. Un juego que no dejaba de ser peligroso.
—No, si se juega con caballeros como tú —coqueteó doña Lucrecia—. Me alegro de haber aceptado tu invitación, Pluto.
Estaban de regreso en el Ritz, alegres y soñolientos. En la salita de la suite, se despedían.
—Espera, Modesto —improvisó ella, pestañeando—. Sorpresa, sorpresa. Cierra los ojitos.
Pluto obedeció en el acto, transformado por la expectativa. Ella se acercó, se pegó a él y lo besó, primero superficialmente, advirtiendo que él demoraba en responder a los labios que frotaban los suyos, y en replicar luego a los amagos de su lengua. Cuando lo hizo, sintió que en ese beso el ingeniero iba entregándole su viejo amor, su adoración, su fantasía, su salud y (si la tenía) el alma. Cuando la cogió de la cintura, con cautela, dispuesto a soltarla al menor rechazo, doña Lucrecia permitió que la abrazara.
—¿Puedo abrir los ojos?
—Puedes.
«Y entonces él la miró, no con la mirada fría del perfecto libertino, de Sade, pensó don Rigoberto, sino con la pura, ferviente y apasionada del místico en el momento del ascenso y la visión.»
—¿Estaba muy excitado? —se le escapó, y se arrepintió—. Qué pregunta tonta. Perdona, Lucrecia.
—A pesar de estarlo, no intentó retenerme. A la primera indicación, se apartó.
—Debiste irte a la cama con él esa noche —la amonestó don Rigoberto—. Abusabas. O, tal vez, no. Tal vez, hacías lo debido. Sí, sí, por supuesto. Lo lento, lo formal, lo ritual, lo teatral, eso es lo erótico. Era una espera sabia. La precipitación nos acerca al animal, más bien. ¿Sabías que el burro, el mono, el cerdo y el conejo eyaculan en doce segundos, a lo más?
—Pero, el sapo puede copular cuarenta días y cuarenta noches, sin parar. Lo leí en un libro de Jean Rostand: De la mosca al hombre.
—Qué envidia —se admiró don Rigoberto—. Estás llena de sabiduría, Lucrecia.
—Son las palabras de Modesto —lo desconcertó su mujer, retrotrayéndolo a un Orient Express que perforaba la noche europea, rumbo a Venecia—. Al día siguiente, en nuestro camarote belle époque.
Eso decía también el ramo de flores que la esperaba en el Hotel Cipriani, en la soleada Giudecca: «A Lucrecia, bella en la vida y sabia en el amor».
—Espera, espera —la devolvió a los rieles don Rigoberto—. ¿Compartieron ese camarote, en el tren?
—Uno con dos camas. Yo arriba y él abajo.
—O sea que…
—Tuvimos que desvestirnos uno encima de otro, literalmente —completó ella—. Nos vimos en paños menores, aunque en penumbra, pues apagué todas las luces, salvo la veladora.
—Paños menores es un concepto general y abstracto —se sulfuró don Rigoberto—. Precisiones.
Doña Lucrecia se las dio. A la hora de desvestirse —el anacrónico Orient Express cruzaba unos bosques alemanes o austríacos y, de cuando en cuando, una aldea—, Modesto le preguntó si quería que saliera. «No hace falta, en esta penumbra parecemos sombras», respondió doña Lucrecia. El ingeniero se sentó en la litera de abajo, replegándose lo más posible a fin de dejarle más espacio. Ella se desvistió sin forzar sus movimientos ni estilizarlos, girando en el sitio al despojarse de cada prenda; el vestido, el fustán, el sostén, las medias, el calzón. El resplandor de la veladora, una lamparilla en forma de champiñón con dibujos lanceolados, acarició su cuello, hombros, pechos, vientre, nalgas, muslos, rodillas, pies. Alzando los brazos, se pasó por la cabeza un pijama de seda china, con dragones.
—Voy a sentarme con las piernas al aire, mientras me escobillo los cabellos —dijo, haciendo lo que decía—. Si te provoca besármelas, puedes. Hasta las rodillas.
¿Era el suplicio de Tántalo? ¿Era el jardín de las delicias? Don Rigoberto se había deslizado al pie de la cama, y, adivinándolo, doña Lucrecia se sentó al borde para que, como Pluto en el Orient Express, su marido le besara los empeines, aspirara la fragancia de cremas y colonias que refrescaban sus tobillos, mordisqueara los dedos de sus pies y lamiera las oquedades tibias que los separaban.
—Te amo y te admiro —dijo don Rigoberto.
—Te amo y te admiro —dijo Pluto.
—Y, ahora, a dormir —ordenó doña Lucrecia.
Llegaron a Venecia en una mañana impresionista, sol poderoso y cielo azul marino, y mientras la lancha los llevaba al Cipriani entre crespas olitas, Michelin a la mano, Modesto dio a Lucrecia someras explicaciones sobre los palacios e iglesias del Gran Canal.
—Estoy sintiendo celos, amor mío —la interrumpió don Rigoberto.
—Si lo dices en serio, lo borramos, corazón —le propuso doña Lucrecia.
—De ninguna manera —dio él marcha atrás—. Los valientes mueren con las botas puestas, como John Wayne.
Desde el balcón del Cipriani, por encima de los árboles del jardín, se divisaban, en efecto, las torres de San Marcos y los palacios de la orilla. Salieron, con la góndola y el guía que los esperaban. Fue un vértigo de canales y puentes, aguas verdosas y bandadas de gaviotas que levantaban el vuelo a su paso, y oscuras iglesias en las que había que esforzar los ojos para percibir los atributos de las deidades y santidades allí colgadas. Vieron Tizianos y Veroneses, Bellinis y del Piombos, los caballos de San Marcos, los mosaicos de la catedral y dieron de comer raquíticos granitos de maíz a las gordas palomas de la Plaza. Al mediodía, se tomaron la fotografía de rigor en una mesa del Florian, mientras degustaban la pizzetta consabida. En la tarde, continuaron el recorrido, oyendo nombres, fechas y anécdotas que apenas escuchaban, entretenidos por la arrulladora voz del guía de la agencia. A las siete y media, cambiados y bañados, tomaron el Bellini en el salón de arcos moriscos y almohadillas arábigas del Danieli, y, a la hora exacta —las nueve— estaban en el Harry's Bar. Allí, vieron llegar a la mesa contigua (parecía parte del programa) a la divina Catherine Deneuve. Pluto dijo lo que tenía que decir: «Tú me pareces más bella, Lucre».
—¿Y? —la apuró don Rigoberto.
Antes de tomar el vaporcito a la Giudecca, dieron un paseo, doña Lucrecia prendida del brazo de Modesto, por callecitas semidesiertas. Llegaron al Hotel pasada la medianoche. Doña Lucrecia bostezaba.
—¿Y? —se impacientó don Rigoberto.
—Cuando estoy tan agotada por el paseo y las cosas bonitas que he visto, no puedo pegar los ojos —se lamentó doña Lucrecia. Felizmente, tengo un remedio que nunca me falla.
—¿Cuál? —preguntó Modesto.
—¿Qué remedio? —hizo eco don Rigoberto.
—Un yacuzzi, alternando el agua fresca y la caliente —explicó doña Lucrecia, yendo hacia su recámara. Antes de desaparecer en ella, señaló al ingeniero el enorme y luminoso cuarto de baño, de blancas losetas y azulejos en las paredes—. ¿Me llenarías el yacuzzi mientras me pongo la bata?
Don Rigoberto se movió en el sitio con la ansiedad de un desvelado: ¿y? Ella fue a su habitación, se desnudó sin prisas, doblando su ropa pieza por pieza, como si dispusiera de la eternidad. Envuelta en una bata de toalla y otra toallita de turbante, regresó. La bañera circular crepitaba con los espasmos del yacuzzi.
—Le he echado sales —inquirió Modesto, con timidez—: ¿Bien o mal hecho?
—Está perfecta —dijo ella, probando el agua con la punta de un pie.
Dejó caer la bata de toalla amarilla a sus pies y, conservando la que hacía de turbante, entró y se tendió en el yacuzzi. Apoyó la cabeza en una almohadilla que el ingeniero se apresuró a alcanzarle. Suspiró, agradecida.
—¿Debo hacer algo más? —oyó don Rigoberto que preguntaba Modesto, con un hilo de voz—. ¿Irme? ¿Quedarme?
—Qué rico está, qué ricos estos masajes de agua fresquita —Doña Lucrecia estiraba piernas y brazos, regodeándose—. Después, le añadiré la más caliente. Y, a la cama, nuevecita.
—Lo asabas a fuego lento —aprobó, con un rugido, don Rigoberto.
—Quédate, si quieres, Pluto —dijo ella por fin, con la expresión reconcentrada de quien está gozando infinitamente las caricias del agua yendo y viniendo por su cuerpo—. La bañera es enorme, sobra sitio. Por qué no te bañas conmigo.
Los oídos de don Rigoberto registraron el extraño ¿graznido de búho, alarido de lobo, piar de pájaro? que respondió a la invitación de su mujer. Y, segundos después, vio al ingeniero desnudo, sumergiéndose en la bañera. Su cuerpo, a orillas de la cincuentena, de obesidad frenada a tiempo por los aerobics y el jogging practicados hasta las puertas del infarto, se tenía a milímetros del de su mujer.
—¿Qué más puedo hacer? —lo oyó preguntar, y sintió que su admiración por él crecía a compás de sus celos—. No quiero hacer nada que no quieras. No tomaré ninguna iniciativa. Tómalas tú todas. En este momento, soy el ser más dichoso y el más desgraciado de la creación, Lucre.
—Puedes tocarme —susurró ella, sin abrir los ojos, con una cadencia de bolero—. Acariciarme, besarme, el cuerpo, la cara. No los cabellos, porque, si se me mojan, mañana te avergonzarías de mi pelo, Pluto. ¿No ves que, en tu programa, no dejaste ni un huequito de tiempo para la peluquería?
—Yo también soy el hombre más dichoso del mundo —murmuró don Rigoberto—. Y el más desgraciado.
Doña Lucrecia abrió los ojos:
—No te estés así, tan asustado. No podemos quedarnos mucho en el agua.
Para verlos mejor, don Rigoberto entornó los párpados. Oía el monótono chasquido del yacuzzi y sentía el cosquilleo, los golpes del agua, la lluvia de gotitas que salpicaba las baldosas, y veía a Pluto, extremando las precauciones para no mostrarse rudo, mientras se afanaba en ese cuerpo blando que se dejaba hacer, tocar, acariciar, facilitando con sus movimientos el acceso de sus manos y labios a todas las comarcas, pero, sin responder a caricias ni besos, en estado de pasiva delectación. Sentía la fiebre quemando la piel del ingeniero.
—¿No vas a besarlo, Lucrecia? ¿No vas a abrazarlo, siquiera una vez?
—Todavía no —repuso su mujer—. Yo también tenía mi programa, muy bien estudiado. ¿Acaso no estaba feliz?
—Nunca lo estuve tanto —dijo Modesto, su cabeza emergiendo del fondo de la bañera, entre las piernas de Lucrecia, antes de volverse a zambullir—. Quisiera cantar a gritos, Lucre.
—Dice exactamente todo lo que yo siento —intervino don Rigoberto, permitiéndose una broma—. ¿No había peligro de una pulmonía, con esos disfuerzos talasoeróticos?
Se rio y al instante volvió a arrepentirse, recordando que el humor y el placer se repelían como agua y aceite. «Perdón por cortarte la palabra», se disculpó. Pero, era tarde. Doña Lucrecia había comenzado a bostezar de tal manera que el atareado ingeniero, haciendo de tripas corazón, se quedó quieto. De rodillas, chorreante, los pelos en cerquillo, simulaba resignación.
—Ya estás con sueño, Lucre.
—Me cayó encima el cansancio de todo el día. No puedo más.
De un ligero salto, salió de la bañera, arrebujándose en la bata. Desde la puerta de su habitación, dio las buenas noches, con una frase que hizo brincar el corazón de su marido:
—Mañana será otro día, Pluto.
—El último, Lucre.
—Y, también, la última noche —acotó ella, enviándole un beso.
Comenzaron la mañana del sábado con media hora de retraso, pero la recuperaron en la visita a Murano, donde, bajo un calor de infierno, artesanos en camisetas presidiarias soplaban el vidrio a la usanza tradicional y torneaban objetos decorativos o de uso doméstico. El ingeniero insistió para que Lucrecia, que se resistía a hacer más compras, aceptara tres animalitos transparentes: una ardilla, una cigüeña y un hipopótamo. De regreso a Venecia el guía los ilustró sobre dos villas de Palladio. En vez de almorzar, tomaron té con bizcochos en el Quadri, gozando de un sangriento crepúsculo que hacía llamear techos, puentes, aguas y campanarios y llegaron a San Giorgio para el concierto barroco, con tiempo para recorrer la islita y contemplar la laguna y la ciudad desde distintas perspectivas.
—El último día siempre es triste —comentó doña Lucrecia—. Esto se terminará mañana, para siempre.
—¿Estaban de la mano? —quiso saber don Rigoberto.
—Lo estuvimos, también, todo el concierto —confesó su mujer.
—¿El ingeniero soltó sus lagrimones?
—Estaba demacrado. Me apretaba la mano y le brillaban los ojitos.
«De gratitud y de esperanza», pensó don Rigoberto. El diminutivo «ojitos» repercutió en sus terminales nerviosos. Decidió que, a partir de este momento, callaría. Mientras doña Lucrecia y Pluto cenaban en el Danieli, contemplando las luces de Venecia, respetó su melancolía, no interrumpió su diálogo convencional, y sufrió estoico al advertir, en el curso de la cena, que ahora no sólo Modesto multiplicaba las atenciones. Lucrecia le ofrecía tostaditas que untaba para él con mantequilla, le daba a probar en su propio tenedor bocados de sus rigatoni y le cedía complacida su mano cuando él se la llevaba a la boca para posar en ella sus labios, una vez en la palma, otra en el dorso, otra en los dedos y en cada una de las uñas. Con el corazón encogido y una incipiente erección, esperaba lo que de todas maneras habría de ocurrir.
Y, en efecto, apenas entraron a la suite del Cipriani, doña Lucrecia cogió a Modesto del brazo, hizo que la ciñera, le acercó los labios y, boca contra boca, lengua contra lengua, murmuró:
—De despedida, pasaremos la noche juntos. Seré contigo tan complaciente, tan tierna, tan amorosa, como sólo lo he sido con mi marido.
—¿Le dijiste eso? —tragó estricnina y miel don Rigoberto.
—¿Hice mal? —se alarmó su mujer—. ¿Debí mentirle?
—Hiciste bien —ladró don Rigoberto—. Amor mío.
En un ambiguo estado en el que la excitación desdecía los celos y ambos se retroalimentaban, los vio desnudarse, admiró la desenvoltura con que su esposa lo hacía y gozó con la torpeza de ese dichoso mortal abrumado por la felicidad que recompensaba, esa última noche, su timidez y obediencia. Iba a ser suya, la iba a amar: las manos no atinaban a desabotonar la camisa, se atracaba el cierre del pantalón, tropezó al quitarse los zapatos, y, cuando, desorbitado, iba a encaramarse en la cama en penumbra donde lo esperaba, en lánguida postura —«La maja desnuda de Goya», pensó don Rigoberto, «aunque con los muslos más abiertos»— ese cuerpo magnífico, se golpeó el tobillo en el filo del catre y chilló «¡Ayyayay!». Don Rigoberto gozó escuchando la hilaridad que el accidente provocó en Lucrecia. Modesto se reía también, arrodillado en el lecho: «La emoción, Lucre, la emoción».
Las brasas de su placer se apagaron, cuando, sofocada la risa, vio a su mujer abandonar la indiferencia de estatua con que había recibido el día anterior las caricias del ingeniero y tomar la iniciativa. Lo abrazaba, lo obligaba a tumbarse junto a ella, sobre ella, bajo ella, enredaba sus piernas en sus piernas, le buscaba la boca, le hundía la lengua y —«ay, ay», se rebeló don Rigoberto— se acuclillaba con amorosa disposición, pescaba entre sus ahilados dedos el sobresaltado miembro y luego de repasarlo en el lomo y la testa se lo llevaba a los labios y lo besaba antes de desaparecerlo en su boca. Entonces, a voz en cuello, rebotando en la mullida cama, el ingeniero comenzó a cantar —a rugir, a aullar— Torna a Surriento.
—¿Comenzó a cantar Torna a Surriento? —se enderezó violentamente don Rigoberto—. ¿En ese instante?
—Eso mismo —Doña Lucrecia volvió a soltar la carcajada, a contenerse y a pedir perdón—. Me dejas pasmada, Pluto. ¿Cantas porque te gusta o porque no te gusta?
—Canto para que me guste —explicó él, trémulo y granate, entre gallos y arpegios.
—¿Quieres que pare?
—Quiero que sigas, Lucre —imploró Modesto, eufórico—. Ríete, no importa. Para que mi felicidad sea completa, canto. Tápate los oídos si te distrae o te da risa. Pero, por lo que más quieras, no pares.
—¿Y siguió cantando? —exclamó, ebrio, loco de satisfacción, don Rigoberto.
—Sin parar un segundo —afirmó doña Lucrecia, entre hipos—. Mientras lo besaba, me sentaba encima suyo y él encima mío, mientras hacíamos el amor ortodoxo y el heterodoxo. Cantaba, tenía que cantar. Porque, si no cantaba, fiasco.
—¿Siempre Torna a Sumento? —se regodeó en el dulce placer de la venganza don Rigoberto.
—Cualquier canción de mi juventud —canturreó el ingeniero, saltando, con toda la fuerza de sus pulmones, de Italia a México—. Voy a cantarles un corrido muy mentadooo…
—Un pot pourri de cursilerías de los años cincuenta —precisó doña Lucrecia—. O sole mio, Caminito, Juan Churrasqueado, Allá en el rancho grande, y hasta Madrid, de Agustín Lara. ¡Ay, qué risa!
—¿Y sin esas huachaferías musicales, fiasco? —pedía confirmación don Rigoberto, huésped del séptimo cielo—. Es lo mejor de la noche, amor mío.
—Lo mejor no lo has oído, lo mejor fue el final, la payasada cumbre —se limpiaba las lágrimas doña Lucrecia—. Los vecinos comenzaron a tocar las paredes, llamaron de la recepción, que bajáramos la tele, el tocadiscos, nadie podía dormir en el hotel.
—O sea que ni tú ni él terminarían… —insinuó don Rigoberto, con débil esperanza.
—Yo, dos veces —lo regresó a la realidad doña Lucrecia—. Y, él, por lo menos una, estoy segura. Cuando iba bien colocado para la segunda, se armó la pelotera y se le cortó la inspiración. Todo terminó en risas. Vaya nochecita. De Ripley.
—Ahora, ya sabes mi secreto, también —dijo Modesto, una vez que, aplacados los vecinos y la recepción, apagadas sus risas, sosegados sus ímpetus, envueltos en las blancas batas de baño del Cipriani, se pusieron a conversar—. ¿Te importa que no hablemos de esto? Como te imaginarás, me da vergüenza…
En fin, déjame decirte, una vez más, que nunca olvidaré esta semanita, Lucre.
—Yo tampoco, Pluto. La recordaré siempre. Y no sólo por el concierto, te lo juro.
Durmieron como marmotas, con la conciencia del deber cumplido, y estuvieron a tiempo en el embarcadero para tomar el vaporcito al aeropuerto. Alitalia se esmeró también y salió sin retraso, de modo que alcanzaron el Concorde de París a New York. Allí se despidieron, conscientes de que no volverían a verse.
—Dime que fue una semana horrible, que la odiaste —gimió, de pronto, don Rigoberto, apresando por la cintura a su mujer y encaramándola sobre él—. ¿No, no, Lucrecia?
—Por qué no haces la prueba de cantar algo, a grito pelado —le sugirió ella, con la aterciopelada voz de los mejores encuentros nocturnos—. Algo huachafo, amor. La flor de la canela, Fumando espero, Brasil, terra de meu coraçâo. A ver qué pasa, Rigoberto.