NUEVE

LAS HIJAS de Burgel y Rupert quedaron embarazadas en la misma época, sufrieron juntas las molestias propias de la gestación, engordaron como un par de ninfas renacentistas y dieron a luz a sus primogénitos con pocos días de diferencia. Los abuelos exhalaron un hondo suspiro de alivio porque las criaturas nacieron sin taras aparentes, y celebraron el acontecimiento con un fastuoso bautizo doble en el cual gastaron buena parte de sus ahorros. Las madres no pudieron atribuir la paternidad de sus hijos a Rolf Carlé, como tal vez deseaban secretamente, porque los recién nacidos olían a cera y porque hacía más de un año que no tenían el gusto de dar brincos con él, no por falta de buena disposición de las partes, sino porque los maridos resultaron bastante más avispados de lo imaginado y no les dieron muchas oportunidades de encontrarse a solas. En cada una de las esporádicas visitas de Rolf a la Colonia, sus tíos y las dos matronas lo agobiaban de mimos y los fabricantes de velas lo colmaban de ruidosas atenciones, pero no le quitaban los ojos de encima, de modo que las acrobacias eróticas pasaron a un segundo plano por razones de fuerza mayor. Sin embargo, de vez en cuando los tres primos lograban escabullirse a un bosque de pinos o a algún cuarto vacío de la pensión y reír juntos durante un rato recordando los viejos tiempos.

Con el paso de los años las dos mujeres tuvieron otros hijos y se acomodaron en su papel de esposas, pero no perdieron la frescura que enamoró a Rolf Carlé cuando las vio por primera vez. La mayor siguió siendo alegre y juguetona, empleaba un vocabulario de corsario y era capaz de beber cinco jarras de cerveza sin perder la compostura. La menor mantuvo esa delicada coquetería que la hacía tan seductora, a pesar de que ya no tenía la belleza frutal de su adolescencia. Las dos preservaron el olor de canela, clavo de olor, vainilla y limón, cuya sola evocación lograba poner fuego en el alma de Rolf, como le había ocurrido a veces a miles de kilómetros de distancia, despertándolo en la mitad de la noche con el presentimiento de que ellas también estaban soñando con él.

Por su parte Burgel y Rupert envejecieron criando perros y estremeciendo la digestión de los turistas con sus extraordinarias recetas culinarias, siguieron peleando por nimiedades y amándose con buen humor, cada día más encantadores. La convivencia a lo largo de los años borró sus diferencias y con el tiempo fueron igualándose en cuerpo y alma hasta parecer gemelos. Para divertir a los nietos a veces ella se pegaba con engrudo un bigotazo de lana y se ponía la ropa de su marido y él se colocaba un sostén relleno con trapos y una falda de su mujer, creando una festiva confusión en los niños. El reglamento de la pensión se suavizó y muchas parejas furtivas viajaban hasta la Colonia para pasar una noche en esa casa, porque los tíos sabían que el amor es bueno para conservar la madera y a su edad ellos ya no tenían el mismo ardor de antes, a pesar de las enormes porciones de guiso afrodisíaco que consumían. Acogían a los enamorados con simpatía, sin hacer preguntas sobre su situación legal, les daban las mejores habitaciones y les servían suculentos desayunos, agradecidos porque esos escarceos prohibidos contribuían al buen estado del artesonado y de los muebles.

En ese tiempo la situación política se estabilizó, después que el Gobierno sofocó el intento golpista y logró controlar la crónica tendencia a la subversión de algunos militares. El petróleo siguió manando de la tierra como un inacabable torrente de riqueza, adormeciendo las conciencias y postergando todos los problemas para un mañana hipotético.

Mientras tanto Rolf Carlé se había convertido en una celebridad andariega. Realizó varios documentales que dieron prestigio a su nombre más allá de las fronteras nacionales. Había andado por todos los continentes y para entonces hablaba cuatro idiomas. El señor Aravena, promovido a director de la Televisora Nacional desde la caída de la dictadura, lo enviaba en busca de noticias a las fuentes de origen, porque era partidario de los programas dinámicos y atrevidos. Lo consideraba el mejor cineasta de su equipo y en secreto Rolf estaba de acuerdo con él. Los cables de las agencias de prensa tuercen la verdad, hijo, es preferible ver los acontecimientos con los propios ojos, decía Aravena. Así es como Carlé filmó catástrofes, guerras, secuestros, juicios, coronaciones de reyes, reuniones de altos dignatarios y otros hechos que lo mantuvieron alejado del país. En algunos momentos, cuando se encontraba hundido hasta las rodillas en un lodazal del Vietnam o esperando durante días en una trinchera del desierto, medio desmayado de sed, con la cámara al hombro y la muerte a la espalda, el recuerdo de la Colonia le devolvía la sonrisa. Para él, esa aldea de cuentos encaramada en un cerro perdido de América constituía un refugio seguro donde su espíritu podía siempre encontrar la paz. Allí regresaba cuando se sentía agobiado por las atrocidades del mundo, para echarse bajo los árboles a mirar el cielo, revolcarse en el suelo con sus sobrinos y con los perros, sentarse por las noches en la cocina a observar a su tía revolviendo las ollas y a su tío ajustando los mecanismos de un reloj. Allí daba rienda suelta a su vanidad deslumbrando a la familia con sus aventuras. Sólo ante ellos se atrevía a practicar inocentes pedanterías, porque en el fondo se sabía perdonado de antemano.

La índole de su trabajo le había impedido formar un hogar, como le reclamaba su tía Burgel cada vez con más insistencia. Ya no se enamoraba con la facilidad de los veinte años y empezaba a resignarse a la idea de la soledad, convencido de que le sería muy difícil encontrar la mujer ideal, aunque jamás se preguntó si él cumpliría los requisitos exigidos por ella, en el caso improbable de que ese ser perfecto apareciera en su camino. Tuvo un par de amores que acabaron frustrados, algunas amigas leales en distintas ciudades que le daban la bienvenida con el mayor cariño si atinaba a pasar por allí, y suficientes conquistas para alimentar su propia estima, pero ya no se entusiasmaba con relaciones pasajeras y desde el primer beso comenzaba a despedirse. Se había transformado en un hombre fibroso, piel y músculos tensos, con los ojos atentos rodeados de arrugas finas, bronceado y pecoso. Sus experiencias en la primera línea de tantos hechos violentos no lograron endurecerlo, todavía era vulnerable a las emociones de la adolescencia, aún sucumbía ante la ternura y lo perseguían de vez en cuando las mismas pesadillas, mezcladas, es cierto, con algunos sueños felices de muslos rosados y cachorros de perros. Era tenaz, inquieto, incansable. Sonreía con frecuencia y lo hacía con tal sinceridad, que ganaba amigos en todas partes. Cuando estaba detrás de la cámara se olvidaba de sí mismo, interesado solamente en captar la imagen, aún a costa de cualquier riesgo.

Una tarde de septiembre me encontré con Huberto Naranjo en una esquina. Él rondaba por allí observando de lejos una fábrica de uniformes militares. Había bajado a la capital para conseguir armas y botas, ¿qué puede hacer un hombre sin botas en la montaña? y de paso convencer a sus jefes sobre la necesidad de cambiar de estrategia, porque sus muchachos eran diezmados por el Ejército. Llevaba la barba afeitada y el pelo corto, vestía un traje de ciudad y cargaba un discreto maletín en la mano. En nada se parecía a los afiches ofreciendo recompensa por la captura de un barbudo con boina negra, que desde los muros miraba desafiante a los transeúntes. La prudencia más elemental indicaba que así se estrellara de frente con su propia madre, debía continuar su camino como si no la viera, pero yo surgí ante él de sorpresa, tal vez en ese momento sus defensas estaban bajas. Dijo que me vio cruzar la calle y por los ojos me reconoció de inmediato, a pesar de que casi nada más quedaba de la criatura que él dejó en casa de la Señora varios años atrás para que se la cuidaran como si fuera su hermana. Estiró la mano y me tomó por un brazo. Me volví sobresaltada y él murmuró mi nombre. Traté de recordar dónde lo había visto antes, pero ese hombre con aspecto de funcionario público, a pesar de la piel quemada por la intemperie, en nada se parecía al adolescente de copete engominado y botas de tacón con remaches plateados que fuera el héroe de mi infancia y protagonista de mis primeras fantasías amorosas. Entonces él cometió el segundo error.

—Soy Huberto Naranjo…

Le tendí la mano porque no se me ocurrió otra forma de saludarlo y los dos nos sonrojamos. Nos quedamos en la esquina mirándonos atónitos, teníamos más de siete años para contarnos, pero no sabíamos por donde empezar. Sentí una caliente languidez en las rodillas y el corazón a punto de explotar, me volvió de golpe la pasión olvidada en tanta ausencia, creí que lo había amado sin tregua y en treinta segundos me enamoré de nuevo. Huberto Naranjo llevaba largo tiempo sin mujer. Más tarde supe que esa privación de afecto y de sexo era para él lo más difícil de sobrellevar en la montaña. En cada visita a la ciudad corría al primer prostíbulo que surgiera a su paso y durante unos instantes, siempre demasiado breves, se hundía en el marasmo abismante de una sensualidad urgente, rabiosa y finalmente triste, que apenas aliviaba el hambre acumulada sin darle en realidad ninguna dicha. Cuando podía ofrecerse el lujo de pensar en sí mismo, lo agobiaba el anhelo de tener en los brazos a una muchacha que fuera sólo suya, de poseerla por completo, de que ella lo esperara, lo deseara y le fuera fiel. Y pasando por encima de todas las reglas que imponía a sus combatientes, me invitó a tomar un café.

Aquel día llegué muy tarde a la casa, levitando en estado de trance.

—¿Qué te pasa? Tienes los ojos más claros que nunca, me preguntó Mimí, que me conocía como a sí misma y podía adivinar mis penas y alegrías aún a la distancia.

—Estoy enamorada.

—¿Otra vez?

—Ahora es en serio. He esperado a este hombre durante años.

—Ya veo, el encuentro de dos almas gemelas. ¿Quién es él?

—No puedo decírtelo, es un secreto.

—¡Cómo que no puedes decírmelo! Me cogió por los hombros, alterada. ¿Acabas de conocerlo y ya se interpuso entre nosotras?

—Está bien, no te enojes. Es Huberto Naranjo, pero nunca debes mencionar su nombre.

—¿Naranjo? ¿Es el mismo de la calle República? ¿Y por qué tanto misterio?

—No lo sé, Mimí, dijo que cualquier comentario puede costarle la vida.

—¡Siempre supe que ese tipo acabaría mal! A Huberto Naranjo lo conocí cuando era un chiquillo, le estudié las líneas de la mano y vi su destino en los naipes, no es para ti. Hazme caso, ese nació para bandido o para magnate, debe andar metido en contrabando, en tráfico de marihuana o en algún otro negocio sucio.

—¡No te permito que hables así de él!

Para entonces vivíamos en una casa cerca del Club de Campo, la zona más elegante de la ciudad, donde habíamos encontrado una vivienda antigua y pequeña, al alcance de nuestro presupuesto. Mimí había logrado más fama de la que jamás soñó y se había vuelto tan hermosa, que no parecía de material humano. La misma fuerza de voluntad empleada en cambiar su naturaleza masculina, la colocó al servicio de refinarse y de convertirse en actriz. Depuso todas las extravagancias que podrían confundirse con vulgaridad, pasó a dictar la moda con sus trajes de marca y su maquillaje de luces y sombra, pulió su lenguaje, reservando algunas groserías sólo para casos de emergencia, pasó dos años estudiando actuación en un taller de teatro y modales en un instituto especializado en la formación de reinas de belleza, donde aprendió a subir a un automóvil con las piernas cruzadas, a morder hojas de alcachofa sin alterar la línea de su lápiz de labios y a bajar la escalera arrastrando una invisible estola de armiño. No ocultó su cambio de sexo, pero tampoco hablaba de ello. La prensa sensacionalista explotó esa aura de misterio, atizando la candela del escándalo y de la maledicencia. Su situación dio un vuelco dramático. Al pasar por la calle se volvían a mirarla, las colegialas la asaltaban para pedirle un autógrafo, tuvo contratos para telenovelas y montajes teatrales, donde demostró un talento histriónico que no se había visto en el país desde 1917, cuando el Benefactor trajo de París a Sarah Bernhardt, ya anciana, pero aún magnífica a pesar de equilibrarse sobre una sola pierna. La aparición de Mimí en el escenario aseguraba una platea llena, porque la gente viajaba de provincia para ver a esa criatura mitológica de quien se decía que tenía senos de hembra y falo de varón. La invitaban a desfiles de moda, como jurado en concursos de belleza, a las fiestas de caridad. Hizo su entrada triunfal en la alta sociedad para el Baile de Carnaval, cuando las familias más antiguas le dieron un espaldarazo al recibirla en los salones del Club de Campo. Esa noche Mimí pasmó a la concurrencia al presentarse vestida de hombre, con un suntuoso disfraz de rey de Thailandia, cubierta de falsas esmeraldas, conmigo del brazo ataviada como su reina. Algunos recordaban haberla aplaudido años atrás en un sórdido cabaret de sodomitas, pero eso, lejos de dañar su prestigio, aumentaba la curiosidad. Mimí sabía que nunca sería aceptada como miembro de esa oligarquía que por el momento la buscaba, era sólo un bufón exótico para decorar sus fiestas, pero el acceso a ese ambiente le fascinaba y para justificarse sostenía que era útil para su carrera de artista. Aquí lo más importante es tener buenas relaciones, me decía cuando me burlaba de esas veleidades.

El éxito de Mimí nos aseguró bienestar económico. Ahora vivíamos frente a un parque donde las niñeras paseaban a los hijos de sus patrones y los choferes sacaban a orinar a los perros finos. Antes de mudarnos regaló a las vecinas de la calle República las colecciones de peluches y almohadones bordados, y embaló en cajones las figuras de porcelana fría fabricadas por sus propias manos. Tuve la mala idea de enseñarle esa artesanía y durante largo tiempo pasó sus ratos libres preparando masa para modelar diversos adefesios. Contrató un profesional para que decorara su nueva morada y el hombre casi sufre un colapso al ver las creaciones de Materia Universal. Le suplicó que las mantuviera guardadas donde no pudieran alterar sus diseños de arquitectura interior y Mimí se lo prometió, porque él era muy agradable, de edad madura, pelo gris, ojos negros. Entre ellos surgió una amistad tan sincera, que ella se convenció de que había encontrado al fin la pareja señalada por el zodíaco. La astrología no falla, Eva, en mi carta astral está escrito que voy a vivir un gran amor en la segunda mitad de mi destino…

Durante largo tiempo el decorador nos visitó con frecuencia, influyendo definitivamente en la calidad de nuestras vidas. Junto a él nos aproximamos a refinamientos hasta entonces desconocidos, aprendimos a escoger los vinos, antes creíamos que el tinto se tomaba de noche y el blanco de día, apreciar el arte, interesarnos en las noticias del mundo. Dedicábamos los domingos a galerías de pintura, museos, teatro, cinematecas. Con él asistí por vez primera a un concierto y el impacto fue tan formidable que no dormí en tres días, porque la música quedó resonando dentro de mí, y cuando pude hacerlo soñé que era un instrumento de cuerdas, de madera rubia con incrustaciones de nácar y clavijas de marfil. Por largo tiempo no me perdí ninguna función de la orquesta, me sentaba en un palco del segundo piso y cuando el director levantaba su batuta y la sala se llenaba de sonidos, se me caían las lágrimas, no podía soportar tanto placer. Arregló la casa en blanco, con muebles modernos y un par de detalles antiguos, tan diferente a lo que habíamos visto, que durante semanas nos dimos vueltas en los cuartos, extraviadas, temerosas de mover algún objeto y no recordar después su lugar exacto o de sentarnos en una poltrona oriental y aplastarle el soplido a las plumas; pero, tal como él nos aseguró desde el principio, el buen gusto crea adicción y finalmente nos habituamos y acabamos burlándonos de algunas chabacanerías del pasado. Un día ese hombre encantador anunció que partía a Nueva York, contratado por una revista, hizo sus maletas y se despidió de nosotras con genuino pesar, dejando a Mimí sumida en la desolación.

—Cálmate, Mimí. Si se fue, quiere decir que no era el hombre de tu destino. El verdadero aparecerá pronto, le dije y la lógica irrefutable de este argumento le aportó algo de consuelo.

Con el transcurso del tiempo la armonía perfecta de la decoración sufrió alteraciones, pero el ambiente de la casa se volvió más acogedor. Primero fue la marina. Le conté a Mimí lo que significó para mí el cuadro de los solterones y ella decidió que la causa de mi fascinación tenía un origen genético, con seguridad provenía de algún antepasado navegante que me había transmitido en la sangre la invencible nostalgia del mar.

Como eso calzaba con la leyenda del abuelo holandés, ambas rastreamos anticuarios y remates hasta dar con un óleo de rocas, olas, gaviotas y nubes, que compramos sin vacilar y pusimos en un sitio de honor, destruyendo de un plumazo el efecto de los grabados japoneses seleccionados con tanto esmero por nuestro amigo. Después adquirí poco a poco toda una familia para colgar en la pared, antiguos daguerrotipos desteñidos por el tiempo: un embajador cubierto de condecoraciones, un explorador de grandes bigotes y escopeta de dos cañones, un abuelo con zuecos de madera y pipa de cerámica mirando hacia el futuro con altivez. Cuando tuve una parentela de alcurnia, buscamos minuciosamente la imagen de Consuelo. Yo las rechazaba todas, pero al cabo de una larga peregrinación dimos por fin con una joven delicada y sonriente, vestida de encajes y protegida por una sombrilla, en un jardín de rosas trepadoras. Era lo bastante hermosa como para encarnar a mi madre. En mi infancia sólo había visto a Consuelo con delantal y alpargatas realizando vulgares tareas domésticas, pero siempre supe que en secreto era como la exquisita señora de la sombrilla, porque así se transformaba cuando estábamos solas en el cuarto de servicio y así deseo preservarla en mi recuerdo.

En esos años intenté recuperar el tiempo perdido. Estudiaba bachillerato en una academia vespertina para obtener un diploma que después no me sirvió de nada, pero entonces me parecía indispensable. Trabajaba durante el día como secretaria en la fábrica de uniformes militares y por las noches llenaba mis cuadernos de cuentos. Mimí me había rogado que dejara ese empleo de pacotilla y me dedicara sólo a escribir. Desde que vio una cola de gente ante una librería, esperando turno para que un bigotudo escritor colombiano en gira triunfal firmara sus libros, me colmaba de cuadernos, lapiceras y diccionarios. Ese es buen oficio, Eva, no tendrías que levantarte tan temprano y nadie andaría dándote órdenes… Soñaba con verme dedicada a la literatura, pero yo necesitaba ganarme la vida y en ese sentido la escritura es un terreno bastante resbaladizo.

Poco después que dejé Agua Santa y me instalé en la capital, busqué el rastro de mi Madrina, porque la última vez que supe de ella estaba enferma. Vivía de allegada en un cuarto en el barrio antiguo de la ciudad, cedido por unas buenas almas que la habían acogido por lástima. Sus posesiones no eran muchas, aparte del puma embalsamado, milagrosamente intacto a pesar del tiempo y los trastornos de la pobreza, y sus santos, porque una ha de tener su altar a domicilio, así sólo gasta en velas y no gasta en curas, como decía. Había perdido algunos dientes, entre ellos el de oro, vendido por necesidad, y de las carnes opulentas quedaba sólo el recuerdo, pero conservaba su gusto por la limpieza y todavía se bañaba cada noche con una jarra. La mente le funcionaba tan mal, que comprendí la imposibilidad de rescatarla del laberinto personal donde se había extraviado y me limité a visitarla con frecuencia para darle vitaminas, limpiar su habitación y llevarle golosinas y agua de rosas, para que se perfumara como antaño. Quise internarla en un sanatorio, pero nadie le prestó atención, dijeron que no era una enferma grave y había otras prioridades, los servicios médicos no contemplaban casos como el suyo. Una mañana la familia que le daba albergue me llamó alarmada: la Madrina sufría un ataque de tristeza, no había dejado de llorar en doce días.

—Vamos a verla, yo te acompaño, dijo Mimí.

Llegamos en el mismo instante en que, agotada su resistencia a la melancolía, se rebanaba el cuello con una navaja. Alcanzamos a oír desde la calle el grito que atrajo a todo el vecindario; nos abalanzamos al interior de la vivienda y allí la encontramos, en un charco de sangre que crecía como un lago entre las patas del puma embalsamado. Tenía un tajo de oreja a oreja, pero estaba viva y nos miraba paralizada de asombro. Se había cercenado los músculos de las quijadas, se le recogieron las mejillas y lucía una espantosa sonrisa desdentada. Yo sentí las rodillas de lana y tuve que apoyarme en la pared para no caerme, pero Mimí se arrodilló junto a ella apretándole los bordes de la herida con sus largas uñas de mandarín y así detuvo el chorro por donde se le escapaba la vida, hasta que llegó una ambulancia. Mientras yo temblaba, ella mantuvo las uñas allí durante todo el trayecto en el vehículo. Mimí es una mujer sorprendente. Los médicos del hospital metieron a la Madrina en el quirófano y la zurcieron como un calcetín, salvándola de milagro.

Al recoger sus pertenencias en el cuarto donde vivía, encontré dentro de una bolsa la trenza de mi madre, roja y brillante como la piel de la surucucú. Había permanecido olvidada durante todos esos años, salvándose así de ser convertida en peluca. Me la llevé junto con el puma. El intento de suicidio sirvió al menos para que se ocuparan de la enferma y apenas la dieron de alta en el servicio de emergencia, fue internada en la Casa de Orates. Al cabo de un mes pudimos visitarla.

—Esto es peor que el Penal de Santa María, declaró Mimí. Vamos a sacarla de aquí.

Atada por una cuerda a un poste de cemento en el centro de un patio, junto a otras mujeres dementes, la Madrina ya no lloraba, permanecía silenciosa e inmóvil, con su costurón al cuello. Pidió que le devolvieran sus santos, porque sin ellos se hallaba perdida, los diablos la acosaban para quitarle a su hijo, el monstruo de dos cabezas. Mimí trató de sanarla con fuerza positiva como indicaba el manual del Maharishi, pero la enferma resultó impermeable a las terapias esotéricas. En esa época comenzó su obsesión por el Papa, quería verlo para pedirle la absolución de sus pecados, y para tranquilizarla le prometí llevarla a Roma, sin soñar que un día veríamos al Sumo Pontífice de cuerpo presente, repartiendo bendiciones en el trópico.

La sacamos del hospicio, la bañamos, le arreglamos las pocas mechas que aún conservaba en la cabeza, la vestimos con ropa nueva y la trasladamos con todos sus santos a una clínica privada situada en la costa, en medio de palmeras, cascadas de agua dulce y grandes jaulas con guacamayas. Era un lugar para gente rica, pero la aceptaron a pesar de su aspecto, porque Mimí era amiga del director, un psiquiatra argentino. Allí quedó instalada en una habitación pintada de rosa, con vista al mar y música ambiental, cuyo costo era bastante elevado, pero bien valía el esfuerzo, porque por primera vez desde que yo podía recordar la Madrina parecía contenta.

Mimí pagó la primera mensualidad, pero ese deber es mío. Empecé a trabajar en la fábrica.

—Eso no es para ti. Tienes que estudiar para escritora, alegaba Mimí.

—Eso no se estudia en ninguna parte.

Huberto Naranjo apareció de súbito en mi vida y asimismo se esfumó horas después sin aclarar sus motivos, dejándome un rastro de selva, lodo y pólvora. Comencé a vivir para esperarlo y en esa larga paciencia recreé muchas veces la tarde del primer abrazo, cuando después de compartir un café casi en silencio, mirándonos con determinación apasionada, nos fuimos de la mano a un hotel, rodamos juntos sobre la cama y él me confesó que nunca me quiso como hermana y que en todos esos años no había dejado de pensar en mí.

—Bésame, no debo amar a nadie, pero tampoco puedo dejarte, bésame otra vez, susurró abrazándome y después se quedó con los ojos de piedra, empapado de sudor, temblando.

—¿Dónde vives? ¿Cómo voy a saber de ti?

—No me busques, yo regresaré cuando pueda. Y volvió a apretarme como enloquecido, con urgencia y torpeza.

Por un tiempo no tuve noticias de él y Mimí opinó que eso era la consecuencia de ceder en la primera salida, había que hacerse rogar, ¿cuántas veces te lo he dicho? los hombres hacen todo lo posible por acostarse con una y cuando lo consiguen nos desprecian, ahora él te considera fácil, puedes aguardar sentada, no volverá. Pero Huberto Naranjo apareció de nuevo, me abordó en la calle y otra vez fuimos al hotel y nos amamos del mismo modo. A partir de entonces tuve el presentimiento de que siempre regresaría, aunque en cada oportunidad él insinuaba que era la última vez. Entró en mi existencia envuelto en un hálito de secreto, trayendo consigo algo heroico y terrible. Echó a volar mi imaginación y creo que por eso me resigné a amarlo en tan precarias condiciones.

—No sabes nada de él. Seguro está casado y es padre de media docena de chiquillos, refunfuñaba Mimí.

—Tienes el cerebro podrido por los folletines. No todos son como el malvado de la telenovela.

—Yo sé lo que digo. A mí me criaron para hombre, fui a una escuela de varones, jugué con ellos y traté de acompañarlos al estadio y a los bares. Conozco mucho más que tú de este tema. No sé cómo será en otras partes del mundo, pero aquí no se puede confiar en ninguno.

Las visitas de Huberto no seguían un patrón previsible, sus ausencias podían prolongarse un par de semanas o varios meses. No me llamaba, no me escribía, no me enviaba mensajes y de pronto, cuando menos lo suponía, me interceptaba en la calle, como si conociera todos mis pasos y estuviera oculto en la sombra. Siempre parecía una persona diferente, a veces con bigotes, otras con barba o con el cabello peinado de otro modo, como si fuera disfrazado. Eso me asustaba pero también me atraía, tenía la impresión de amar a varios hombres simultáneamente. Soñaba con un lugar para nosotros dos, deseaba cocinar su comida, lavar su ropa, dormir con él cada noche, caminar por las calles sin rumbo premeditado, de la mano como esposos. Yo sabía que él estaba hambriento de amor, de ternura, de justicia, de alegría, de todo. Me estrujaba como si quisiera saciar una sed de siglos, murmuraba mi nombre y de pronto se le llenaban los ojos de lágrimas. Hablábamos del pasado, de los encuentros cuando éramos niños, pero nunca nos referíamos al presente o al futuro. Algunas veces no conseguíamos estar juntos una hora, él parecía estar huyendo, me abrazaba con angustia y salía disparado. Si no había tanta prisa, yo recorría su cuerpo con devoción, lo exploraba, contaba sus pequeñas cicatrices, sus marcas, comprobaba que había adelgazado, que sus manos estaban más callosas y su piel más seca, qué tienes aquí, parece una llaga, no es nada, ven. En cada despedida me quedaba un gusto amargo en la boca, una mezcla de pasión, despecho y algo similar a la piedad. Para no inquietarlo, en ocasiones fingía una satisfacción que estaba lejos de sentir. Era tanta la necesidad de retenerlo y enamorarlo, que opté por seguir los consejos de Mimí y no puse en práctica ninguno de los trucos aprendidos en los libros didácticos de la Señora y tampoco le enseñé las sabias caricias de Riad Halabí, no le hablé de mis fantasías, ni le indiqué las cuerdas exactas que Riad había pulsado, porque presentía que él me habría acosado a preguntas, dónde, con quién, cuándo lo hiciste. A pesar de los alardes de mujeriego que le escuché tantas veces en la época de su adolescencia, o tal vez por serlo, era mojigato conmigo, yo a ti te respeto, me decía, tú no eres como las otras, ¿como quiénes? insistía yo y él sonreía, irónico y distante. Por prudencia, no le mencioné mi pasión adolescente por Kamal, mi amor inútil por Riad ni los encuentros efímeros con otros amantes. Cuando me interrogó sobre mi virginidad, le contesté qué te importa mi virginidad, puesto que tampoco puedes ofrecerme la tuya, pero la reacción de Huberto fue tan violenta, que preferí omitir mi espléndida noche con Riad Halabí e inventé que me habían violado los policías de Agua Santa cuando me llevaron detenida por la muerte de Zulema. Tuvimos una absurda discusión y por fin él se disculpó, soy un bruto, perdóname, tú no tienes la culpa, Eva, esos canallas me lo van a pagar, lo juro, pagarán.

—Cuando tengamos oportunidad de estar tranquilos, las cosas van a funcionar mucho mejor, sostenía yo en las conversaciones con Mimí.

—Si no te hace feliz ahora, no lo hará nunca. No entiendo por qué sigues con él, es un sujeto muy raro.

Por un largo período la relación con Huberto Naranjo alteró mi existencia, andaba desesperada, urgida, trastornada por el anhelo de conquistarlo y retenerlo a mi lado. Dormía mal, sufría atroces pesadillas, me fallaba el entendimiento, no podía concentrarme en mi trabajo o en mis cuentos, buscando alivio sustraía los tranquilizantes del botiquín y los tomaba a escondidas. Pero pasó el tiempo y finalmente el fantasma de Huberto Naranjo se encogió, se hizo menos omnipresente, se redujo a un tamaño más cómodo y entonces pude vivir por otros motivos, no sólo para desearlo. Seguí pendiente de sus visitas porque lo amaba y me sentía la protagonista de una tragedia, la heroína de una novela, pero pude hacer una vida tranquila y seguir escribiendo por las noches. Recordé la decisión tomada cuando me enamoré de Kamal, de no volver a padecer el ardor insoportable de los celos, y la mantuve con una determinación terca y taimada. No me permití a mí misma suponer que en esas separaciones él buscaba a otras mujeres ni pensar que fuera un bandolero, como decía Mimí; prefería imaginar que existía una razón superior para su comportamiento, una dimensión aventurera a la cual yo no tenía acceso, un mundo viril regido por leyes implacables. Huberto Naranjo estaba comprometido con una causa que debía ser para él más importante que nuestro amor. Me propuse entenderlo y aceptarlo. Cultivaba un sentimiento romántico hacia ese hombre que iba tornándose cada vez más seco, fuerte y silencioso, pero dejé de hacer planes para el futuro.

El día que mataron a dos policías cerca de la fábrica donde yo trabajaba, confirmé mis sospechas de que el secreto de Huberto estaba relacionado con la guerrilla. Les dispararon con una ametralladora desde un automóvil en marcha. De inmediato se llenó la calle de gente, patrullas, ambulancias, allanaron todo el vecindario. Dentro de la fábrica se detuvieron las máquinas, alinearon a los operarios en los patios, revisaron el local de arriba abajo y por fin nos soltaron con orden de irnos a casa, porque toda la ciudad estaba alborotada. Caminé hasta la parada del autobús y allí encontré a Huberto Naranjo esperándome. Llevaba casi dos meses sin verlo y me costó un poco reconocerlo, porque parecía haber envejecido de súbito. Esa vez no sentí placer alguno en sus brazos y tampoco intenté simularlo, tenía el pensamiento en otra parte. Después, sentados en la cama, desnudos sobre unas sábanas toscas tuve la sensación de que cada día nos alejábamos más y me dio lástima por los dos.

—Perdóname, no estoy bien. Hoy ha sido un día atroz, mataron a dos policías, yo los conocía, siempre estaban allí de guardia y me saludaban. Uno se llamaba Sócrates, imagínate qué nombre para un policía, era un buen hombre. Los asesinaron a balazos.

—Los ejecutaron, replicó Huberto Naranjo. Los ejecutó el pueblo. Eso no es un asesinato, debes hablar con propiedad. Los asesinos son los policías.

—¿Qué te pasa? No me digas que eres partidario del terrorismo.

Me apartó con firmeza y mirándome a los ojos me explicó que la violencia la ejercía el Gobierno, ¿no eran formas de violencia el desempleo, la pobreza, la corrupción, la injusticia social? El Estado practicaba muchas formas de abuso y represión, esos policías eran esbirros del régimen, defendían los intereses de sus enemigos de clase y su ejecución era un acto legítimo; el pueblo estaba luchando por su liberación. Durante largo rato no contesté. De pronto comprendí sus ausencias, sus cicatrices y silencios, su prisa, su aire de fatalidad y el magnetismo tremendo que emanaba de él, electrizando el aire a su alrededor y atrapándome como a un insecto encandilado.

—¿Por qué no me lo dijiste antes?

—Era mejor que no lo supieras.

—¿No confías en mí?

—Trata de entender, esto es una guerra.

—De haberlo sabido, estos años habrían sido más fáciles para mí.

—El solo hecho de verte es una locura. Piensa lo que pasaría si sospecharan de ti y te interrogaran.

—¡Yo no diría nada!

—Pueden hacer hablar a un mudo. Te necesito, no puedo estar sin ti, pero cada vez que vengo me siento culpable porque pongo en peligro la organización y las vidas de mis compañeros.

—Llévame contigo.

—No puedo, Eva.

—¿No hay mujeres en la montaña?

—No. Esta lucha es muy dura, pero vendrán tiempos mejores y podremos amarnos de otra manera.

—No puedes sacrificar tu vida y la mía.

—No es un sacrificio. Estamos construyendo una sociedad diferente, un día todos seremos iguales y libres…

Recordé la tarde lejana cuando nos conocimos, dos niños perdidos en una plaza. Ya entonces él se consideraba un macho bien plantado, capaz de dirigir su destino, en cambio sostenía que yo estaba en desventaja por haber nacido mujer y debía aceptar diversas tutelas y limitaciones. A sus ojos yo siempre sería una criatura dependiente. Huberto pensaba así desde que tuvo uso de razón, era improbable que la revolución cambiara esos sentimientos. Comprendí que nuestros problemas no tenían relación con las vicisitudes de la guerrilla, aunque él lograra sacar adelante su sueño, la igualdad no alcanzaría para mí. Para Naranjo y otros como él, el pueblo parecía compuesto sólo de hombres; nosotras debíamos contribuir a la lucha, pero estábamos excluidas de las decisiones y del poder. Su revolución no cambiaría en esencia mi suerte, en cualquier circunstancia yo tendría que seguir abriéndome paso por mí misma hasta el último de mis días. Tal vez en ese momento me di cuenta de que la mía es una guerra cuyo final no se vislumbra, así es que más vale darla con alegría, para que no se me vaya la vida esperando una posible victoria para empezar a sentirme bien. Concluí que Elvira tenía razón, hay que ser bien brava, hay que pelear siempre.

Ese día nos separamos indignados, pero Huberto Naranjo regresó dos semanas después y yo lo estaba aguardando, como siempre.