UN PAR de años después de la partida de Kamal, el estado de Zulema se había estabilizado en la melancolía, recuperó el apetito y dormía como antes, pero nada provocaba en ella el menor interés, se le iban las horas inmóvil en su sillón de mimbre observando el patio, ausente de este mundo. Mis historias y las novelas de la radio eran lo único que lograba encender un chispazo en sus ojos, aunque no estoy segura de que las comprendiera, porque no parecía haber recuperado la memoria del español. Riad Halabí instaló un aparato de televisión, pero como ella lo ignoró y de todos modos las imágenes llegaban con tantas interferencias como si fueran mensajes de otros planetas, decidió llevarlo a la tienda para que al menos lo aprovecharan los vecinos y los clientes. Mi patrona ya no recordaba a Kamal ni lamentaba la pérdida del amor, simplemente se instaló en la indolencia para la cual siempre tuvo vocación.
Su enfermedad le sirvió para huir de las pequeñas responsabilidades fastidiosas de su casa, de su matrimonio, de sí misma. La tristeza y el aburrimiento le resultaban más soportables que el esfuerzo de una existencia normal. Tal vez en esa época comenzó a rondarla la idea de la muerte, como un estado superior de pereza, en el cual no tendría que mover la sangre en sus venas o el aire en sus pulmones, el descanso sería total, no pensar, no sentir, no ser. Su marido la llevó en la camioneta al hospital regional, a tres horas de camino de Agua Santa, donde le hicieron algunos exámenes, le dieron píldoras para la melancolía y dijeron que en la capital podrían curarla con descargas eléctricas, método que a él le resultó inaceptable.
—El día que vuelva a mirarse al espejo, estará curada, decía yo y colocaba a mi patrona delante de un espejo grande para resucitarle la coquetería. ¿Se acuerda qué blanca tenía antes la piel, Zulema? ¿Quiere que le maquille los ojos? Pero el cristal sólo reflejaba el contorno incierto de una medusa de mar.
Nos acostumbramos a la idea de que Zulema era una especie de planta enorme y delicada, reanudamos las rutinas de la casa y de La Perla de Oriente y volví a mis clases con la maestra Inés. Cuando comencé apenas era capaz de leer dos sílabas pegadas y tenía una trabajosa caligrafía de párvulo, sin embargo mi ignorancia no resultaba excepcional, la mayoría en ese pueblo era analfabeta. Debes estudiar para que después puedas mantenerte por ti misma, hija, no es bueno depender de un marido, acuérdate que quien paga manda, me decía Riad Halabí. Me puse obsesiva con el estudio, me fascinaban la historia, las letras y la geografía. La señorita Inés no había salido jamás de Agua Santa, pero tenía mapas desplegados en los muros de su casa y por las tardes me comentaba las noticias de la radio, señalando los puntos ignotos donde sucedía cada acontecimiento. Valiéndome de una enciclopedia y de los conocimientos de mi maestra, yo viajaba por el mundo. En cambio resulté nula para los números. Si no aprendes a multiplicar, ¿cómo te puedo confiar la tienda? reclamaba el turco.
Yo no le hacía mucho caso, preocupada sólo de lograr el mayor dominio posible de las palabras. Leía el diccionario con pasión y podía pasar horas buscando rimas, averiguando antónimos y resolviendo crucigramas. Al acercarme a los diecisiete años mi cuerpo alcanzó su tamaño definitivo y mi rostro adquirió la expresión que me acompañaría hasta hoy. Entonces dejé de examinarme en el espejo para compararme con las mujeres perfectas del cine y las revistas y decidí que era bella por la simple razón de que tenía ganas de serlo. No le di un segundo pensamiento a ese asunto. Usaba el cabello largo atado en una cola a la espalda, vestidos de algodón que yo misma me cosía y alpargatas de lona. Algunos jóvenes del pueblo o los choferes de los camiones, que se detenían a beber una cerveza, me decían cosas, pero Riad Halabí los espantaba como un padre celoso.
—Ninguno de estos patanes sirve para ti, mi niña. Vamos a buscarte un marido con buena situación, que te respete y te quiera.
—Zulema me necesita y aquí soy feliz. ¿Para qué me voy a casar?
—Las mujeres tienen que casarse, porque si no están incompletas, se secan por dentro, se les enferma la sangre; pero tú puedes esperar un poco, todavía eres joven. Tienes que prepararte para el futuro. ¿Por qué no estudias para secretaria? Mientras yo viva no te faltará nada, pero nunca se sabe, es mejor tener un oficio. Cuando llegue el momento de buscarte un novio te voy a comprar vestidos bonitos y deberás ir a la peluquería y hacerte uno de esos peinados que se usan ahora.
Yo devoraba los libros que caían en mis manos, atendía la casa y a la enferma, ayudaba al patrón en el almacén. Siempre ocupada, no tenía ánimo para pensar en mí misma, pero en mis historias aparecían anhelos e inquietudes que no sabía que estaban en mi corazón. La maestra Inés me sugirió anotarlos en un cuaderno. Pasaba parte de la noche escribiendo y me gustaba tanto hacerlo, que se me iban las horas sin darme cuenta y a menudo me levantaba por la mañana con los ojos enrojecidos. Pero esas eran mis mejores horas. Sospechaba que nada existía verdaderamente, la realidad era una materia imprecisa y gelatinosa que mis sentidos captaban a medias. No había pruebas de que todos la percibieran del mismo modo, tal vez Zulema, Riad Halabí y los demás tenían una impresión diferente de las cosas, tal vez no veían los mismos colores ni escuchaban los mismos sonidos que yo. Si así fuera, cada uno vivía en soledad absoluta. Ese pensamiento me aterraba. Me consolaba la idea de que yo podía tomar esa gelatina y moldearla para crear lo que deseara, no una parodia de la realidad, como los mosqueteros y las esfinges de mi antigua patrona yugoslava, sino un mundo propio, poblado de personajes vivos, donde yo imponía las normas y las cambiaba a mi antojo. De mí dependía la existencia de todo lo que nacía, moría o acontecía en las arenas inmóviles donde germinaban mis cuentos. Podía colocar en ellas lo que quisiera, bastaba pronunciar la palabra justa para darle vida. A veces sentía que ese universo fabricado con el poder de la imaginación era de contornos más firmes y durables que la región confusa donde deambulaban los seres de carne y hueso que me rodeaban.
Riad Halabí llevaba la misma vida de antes, preocupado de los problemas ajenos, acompañando, aconsejando, organizando, siempre al servicio de los demás. Presidía el club deportivo y era el encargado de casi todos los proyectos de esa pequeña comunidad. Dos noches por semana se ausentaba sin dar explicaciones y regresaba muy tarde. Cuando lo oía entrar furtivo por la puerta del patio, yo apagaba la luz y fingía dormir, para no abochornarlo. Aparte de esas escapadas, ambos compartíamos nuestras existencias como un padre con su hija. Asistíamos juntos a misa, porque el pueblo veía con malos ojos mi escasa devoción, tal como dijo muchas veces la maestra Inés, y él había decidido que a falta de mezquita no le hacía ningún daño adorar a Alá en un templo cristiano, sobre todo teniendo en cuenta que no era necesario seguir el rito de cerca.
Hacía como los otros hombres, que se colocaban en la parte de atrás de la iglesia y se mantenían de pie, en una actitud algo displicente, porque las genuflexiones se consideraban poco viriles. Desde allí él podía recitar sus oraciones musulmanas sin llamar la atención. No perdíamos ninguna película en el nuevo cine de Agua Santa. Si el programa contemplaba algo romántico o musical, llevábamos a Zulema entre los dos, sujetándola por los brazos, como a una inválida.
Cuando terminó la temporada de las lluvias y arreglaron la carretera arrasada por el río en la última crecida, Riad Halabí anunció otro viaje a la capital, porque La Perla de Oriente estaba desprovista de mercadería. A mí no me gustaba quedarme sola con Zulema. Es mi trabajo, niña, debo ir porque si no el negocio se me arruina, pero volveré pronto y te traeré muchos regalos, me tranquilizaba siempre el patrón antes de partir. Aunque yo nunca lo mencionaba, aún tenía miedo de la casa, sentía que las paredes guardaban el hechizo de Kamal. A veces soñaba con él y en las sombras presentía su olor, su fuego, su cuerpo desnudo apuntándome con el sexo erguido. Entonces invocaba a mi madre para que lo echara de allí, pero no siempre ella escuchaba mi llamado. En verdad la ausencia de Kamal era tan notoria, que no sé cómo pudimos alguna vez soportar su presencia. Por las noches el vacío dejado por el primo ocupaba los cuartos silenciosos, se apoderaba de los objetos y saturaba las horas.
Riad Halabí partió el jueves por la mañana, pero recién el viernes al desayuno Zulema advirtió que su marido se había ido y entonces murmuró su nombre. Era su primera manifestación de interés en mucho tiempo y temí que fuera el comienzo de otra crisis, pero al saber que él estaba de viaje pareció aliviada. Para distraerla, por la tarde la instalé en el patio y fui a desenterrar las joyas. Llevaba varios meses sin asolearlas, no pude recordar el escondite y perdí más de una hora buscando hasta dar con la caja. La traje, le sacudí la tierra y la deposité ante Zulema, sacando las joyas una a una y limpiándolas la pátina con un trapo para devolverles el brillo al oro y el color a las gemas. Le coloqué zarcillos en las orejas y anillos en todos los dedos, le colgué cadenas y collares al cuello, le cubrí de pulseras los brazos y cuando la tuve así adornada fui a buscar el espejo.
—Mire qué linda se ve, parece un ídolo…
—Busca un lugar nuevo para ocultarlas, ordenó Zulema en árabe, quitándose las prendas antes de volver a sumergirse en la apatía.
Pensé que era buena idea cambiar el escondrijo. Metí todo de vuelta en la caja, la envolví en una bolsa plástica para preservarla de la humedad y fui detrás de la casa a un terreno abrupto cubierto de maleza. Allí cavé un hueco cerca de un árbol, enterré el paquete, apisoné bien la tierra y con una piedra filuda hice una marca al tronco para acordarme del lugar. Había oído que así hacían los campesinos con su dinero. Tan frecuente era esta forma de ahorro por esos lados, que años más tarde, cuando construyeron la autopista, los tractores desenterraron botijas llenas de monedas y billetes cuyo valor había sido anulado por la inflación.
Al anochecer preparé la cena para Zulema, la acosté y después me quedé cosiendo hasta muy tarde en el corredor. Echaba de menos a Riad Halabí en la casa sombría apenas se escuchaba el rumor de la naturaleza, los grillos estaban mudos, no corría una brisa. A medianoche decidí ir a la cama. Encendí todas las luces, cerré las persianas de los cuartos para que no se metieran los sapos y dejé abierta la puerta trasera, para huir si aparecía el fantasma de Kamal o cualquier otro habitante de mis pesadillas. Antes de acostarme le di una última mirada a Zulema y comprobé que dormía tranquila, cubierta sólo por una sábana.
Como siempre, desperté con la primera claridad del amanecer y partí a la cocina a preparar el café, lo serví en un pocillo y crucé el patio para llevárselo a la enferma. Al pasar fui apagando las luces que había dejado encendidas la noche anterior y noté que los bombillos estaban sucios de luciérnagas quemadas. Llegué a la habitación de la mujer, abrí la puerta sin ruido y entré.
Zulema estaba echada con medio cuerpo sobre la cama y el resto por el suelo, abierta de brazos y piernas, la cabeza hacia la pared, su pelo negroazul desparramado sobre las almohadas y un charco rojo empapaba las sábanas y la camisa. Sentí un olor más intenso que los pétalos de las flores en las jofainas. Me acerqué con lentitud, coloqué la taza de café sobre la mesa, me incliné sobre Zulema y la di vuelta. Entonces vi que se había dado un tiro de pistola en la boca y el disparo le había destrozado el paladar.
Recogí el arma, la limpié y la puse en el cajón de la cómoda, entre la ropa interior de Riad Halabí, donde siempre se guardaba. Luego empujé el cuerpo al suelo y cambié las sábanas. Busqué una palangana con agua, una esponja y una toalla, le quité la camisa de noche a mi patrona y comencé a lavarla, porque no quería que la vieran en ese estado de negligencia. Le cerré los ojos, le maquillé cuidadosamente los párpados con khol, le peiné el cabello y la vestí con su mejor camisa de dormir. Tuve mucha dificultad para subirla de nuevo a la cama, porque la muerte la transformó en piedra. Cuando terminé de acomodar aquel desorden, me senté al lado de Zulema a contarle el último cuento de amor, mientras afuera estallaba la mañana con el ruido de los indios llegando al pueblo con sus niños, sus viejos y sus perros a pedir limosna, como todos los sábados.
El jefe de la tribu —un hombre sin edad, vestido con pantalón blanco y sombrero de paja— fue el primero en llegar a la casa de Riad Halabí. Iba por los cigarrillos que el turco les daba todas las semanas y al ver el almacén cerrado dio la vuelta para entrar por la puerta trasera, que yo había dejado abierta la noche anterior. Penetró al patio, a esa hora todavía fresco, pasó delante de la fuente, cruzó el corredor y se asomó a la habitación de Zulema. Me vio desde el umbral y me reconoció al punto, porque yo lo recibía habitualmente detrás del mostrador de La Perla de Oriente. Paseó la mirada por las sábanas limpias, los muebles de madera oscura y brillante, el tocador con el espejo y los cepillos de plata labrada, el cadáver de mi patrona acomodado como un santo de capilla con su camisón adornado de encajes. Notó también la pila de ropa ensangrentada junto a la ventana. Se acercó a mí y sin decir palabra me puso las manos en los hombros. Entonces sentí que regresaba de muy lejos, con un grito interminable atascado por dentro.
Cuando más tarde irrumpió la policía con ínfulas de combate pateando puertas y machacando instrucciones, yo no me había movido y el indio aún estaba allí con los brazos cruzados sobre el pecho, mientras el resto de la tribu se aglomeraba en el patio como un tropel desharrapado. Detrás de ellos llegaron los habitantes de Agua Santa, cuchicheando, empujándose, atisbando, invadiendo la casa del turco, donde no habían puesto los pies desde la fiesta de bienvenida al primo Kamal. Al ver la escena en el cuarto de Zulema, el Teniente se hizo cargo de la situación de inmediato. Empezó por espantar a los curiosos y acallar la algarabía con un tiro al aire, luego sacó a todo el mundo del cuarto para que no desbarataran las huellas digitales, como explicó, y por último me colocó esposas, ante el asombro de todos, incluso de sus propios subalternos. Desde los tiempos en que traían los reclusos del Penal de Santa María para abrir caminos, varios años atrás, no se veía a nadie esposado en Agua Santa.
—No te muevas de allí, me mandó, mientras sus hombres revisaban la habitación en busca del arma, descubrían la palangana y las toallas, confiscaban el dinero del almacén y los cepillos de plata y empujaban al indio que persistía en el cuarto y se les ponía por delante cuando se me acercaban. En eso llegó corriendo la señorita Inés, todavía en bata de levantarse porque era su día de limpieza. Trató de hablar conmigo, pero el Teniente no se lo permitió.
—¡Hay que avisar al turco! —exclamó la maestra—, pero supongo que nadie sabía cómo ubicarlo.
Un zafarrancho de ruido, carreras y órdenes alteró el alma de la casa. Calculé que echaría dos días fregando el suelo y arreglando el estropicio. Me pregunté, sin acordarme para nada que él andaba de viaje, por qué Riad Halabí permitía tanta falta de respeto y cuando levantaron el cuerpo de Zulema envuelto en una sábana, tampoco encontré una explicación razonable. El largo grito seguía allí en mi pecho, como un viento de invierno, pero no podía sacarlo. Lo último que vi antes de ser arrastrada al jeep de la policía, fue el rostro del indio inclinado para decirme al oído algo que no comprendí.
Me encerraron en una celda de la Comandancia, un recinto pequeño, caliente. Sentía sed y traté de llamar para pedir agua. Las palabras nacían en mi interior, crecían, subían, resonaban en mi cabeza y se asomaban a mis labios, pero no lograba expulsarlas, las tenía adheridas al paladar. Hice un esfuerzo por invocar imágenes felices: mi madre trenzándome el cabello mientras cantaba una canción, una niña cabalgando sobre el lomo paciente de un puma embalsamado, las olas reventando en el comedor de los solterones, los velorios de risa con Elvira, la abuela brava. Cerré los ojos y me dispuse a esperar. Muchas horas más tarde un sargento, a quien yo misma había servido aguardiente de caña el día anterior en La Perla de Oriente, llegó a buscarme. Me dejó de pie frente al escritorio del oficial de turno y él se sentó a un lado, en un pupitre de escolar, a tomar nota de las declaraciones con una lenta y trabajosa escritura. El cuarto estaba pintado de verde pardusco, había una hilera de bancos metálicos a lo largo de las paredes y un estrado de cierta altura para que la mesa del jefe alcanzara la debida autoridad. Las aspas de un ventilador en el techo movían el aire espantando mosquitos, sin aliviar el calor, persistente y húmedo. Recordé la fuente árabe de la casa, el sonido cristalino del agua corriendo entre las piedras del patio, la jarra grande de jugo de piña que preparaba la maestra Inés cuando me daba clases. Entró el Teniente y se me plantó por delante.
—Tu nombre —me ladró y yo traté de decírselo, pero nuevamente las palabras se me anclaron en algún sitio y no logré desprenderlas.
—Ella es Eva Luna, la que recogió el turco en uno de sus viajes. Entonces era una niña, ¿no se acuerda que se lo conté, mi Teniente? —dijo el sargento.
—Cállate, no te pregunto a ti, cabrón.
Se me acercó con calma amenazante y caminó a mi alrededor mirándome de pies a cabeza, sonriendo. Era un moreno alegre y buenmozo que causaba estragos entre las mujeres jóvenes de Agua Santa. Llevaba dos años en el pueblo, había llegado con la ventolera de las últimas elecciones, cuando remplazaron a varios funcionarios, incluso algunos de la policía, por otros del partido de Gobierno. Yo lo conocía, iba a menudo donde Riad Halabí y a veces se quedaba a jugar dominó.
—¿Por qué la mataste? ¿Para robarle? Dicen que la turca es rica y tiene un tesoro enterrado en el patio. ¡Contéstame, puta!, ¿dónde escondiste las joyas que le robaste?
Me demoré una eternidad en recordar la pistola, el cuerpo rígido de Zulema y todo lo que hice con ella antes de la llegada del indio. Asumí por fin el tamaño de la desgracia y al comprenderlo, acabó de trabárseme la lengua y ya no intenté responder. El oficial levantó la mano, echó el brazo hacia atrás y me dio un puñetazo. No recuerdo nada más. Desperté en el mismo cuarto, atada a la silla, sola, me habían quitado el vestido. Lo peor era la sed, ah, el jugo de piña, el agua de la fuente… Se había ido la luz del día y la pieza estaba alumbrada por una lámpara que colgaba en el techo cerca del ventilador. Traté de moverme, pero me dolía todo el cuerpo, sobre todo las quemaduras de cigarrillos en las piernas. Poco después entró el sargento sin la guerrera del uniforme, con la camiseta sudada y la barba crecida de varias horas. Me limpió la sangre de la boca y me apartó el pelo de la cara.
—Será mejor que confieses. No creas que mi Teniente ya terminó contigo, está empezando… ¿Sabes lo que les hace a veces a las mujeres?
Traté de decirle con la mirada lo que había ocurrido en la habitación de Zulema, pero volvió a borrarse la realidad y me vi a mí misma sentada en el suelo con la cara entre las rodillas y una trenza enrollada en el cuello, mamá, llamé sin voz.
—Eres más terca que una mula, murmuró el sargento con una sincera expresión de lástima.
Fue a buscar agua y me sostuvo la cabeza para que bebiera, después mojó un pañuelo y me lo pasó con cuidado por las huellas de la cara y el cuello. Sus ojos se encontraron con los míos y me sonrió como un padre.
—Me gustaría ayudarte, Eva, no quiero que te maltrate más, pero yo no mando aquí. Dime cómo mataste a la turca y dónde escondiste lo que le robaste y yo me arreglo con el Teniente para que te traslade ahora mismo donde un juez de menores. Vamos, dímelo… ¿qué te pasa?, ¿te has vuelto muda? Voy a darte más agua, a ver si recuperas el fundamento y empezamos a entendernos.
Bebí tres vasos seguidos y fue tan grande el placer del líquido frío bajándome por la garganta, que sonreí también. Entonces el sargento me soltó las amarras de las manos, me colocó el vestido y me acarició la mejilla.
—Pobrecita… El Teniente tardará un par de horas, fue a ver la película y a beber unas cervezas, pero volverá, eso es seguro. Cuando llegue te voy a dar un golpe para que te desmayes de nuevo, a ver si te deja en paz hasta mañana… ¿Quieres un poco de café?
La noticia de lo sucedido alcanzó a Riad Halabí mucho antes de que saliera publicada en los periódicos. El mensaje viajó hasta la capital de boca en boca por secretos senderos, recorrió las calles, los hoteles de mala muerte y los depósitos de turquerías, hasta dar con el único restaurante árabe del país, donde además de la comida típica, la música del Medio Oriente y un baño de vapor en el segundo piso, una criolla disfrazada de odalisca improvisaba una peculiar danza de siete velos. Uno de los mozos se acercó a la mesa donde Riad Halabí disfrutaba un plato mixto de manjares de su país y le dio un recado del ayudante de cocina, un hombre nacido en la misma tribu del jefe indio. Así fue como lo supo el sábado por la noche, condujo su camioneta como una exhalación hasta Agua Santa y alcanzó a llegar en la mañana del día siguiente justo a tiempo para impedir que el Teniente volviera a interrogarme.
—Entrégueme a mi muchacha, le exigió.
En el cuarto verde, otra vez desnuda y atada a la silla escuché la voz de mi patrón y estuve a punto de no reconocerlo, porque empleaba por primera vez ese tono autoritario.
—No puedo soltar a la sospechosa, turco, comprende mi posición, dijo el Teniente.
—¿Cuánto cuesta?
—Está bien. Ven a mi oficina para que lo discutamos en privado.
Pero ya era tarde para sustraerme al escándalo. Mis fotos de frente y de perfil, con un parche negro en los ojos, porque aún no alcanzaba la mayoría de edad, habían sido despachadas a los periódicos de la capital y poco después aparecerían en la crónica policial bajo el extraño titular de «Muerte de su Propia Sangre» acusada de haber asesinado a la mujer que me había recogido del arroyo. Todavía guardo un trozo de papel, amarillo y quebradizo como un pétalo seco, donde está registrada la historia de ese horrendo crimen inventado por la prensa, y tantas veces lo he leído, que en algunos momentos de mi vida llegué a creer que era cierto.
—Acomódala un poco, vamos a entregársela al turco, ordenó el Teniente después de su conversación con Riad Halabí.
El sargento me lavó lo mejor posible y no quiso ponerme el vestido, porque estaba manchado con sangre de Zulema y mía. Yo transpiraba tanto, que prefirió envolverme con una manta mojada para taparme la desnudez y de paso refrescarme. Me arregló un poco el pelo, pero de todos modos mi aspecto era lamentable.
Al verme Riad Halabí lanzó un grito.
—¡Qué le han hecho a mi niña!
—No armes ningún lío, turco, porque será peor para ella, le advirtió el Teniente. Acuérdate que te estoy haciendo un favor, mi deber es mantenerla detenida hasta que se aclare todo esto. ¿Quién te dice que ella no mató a tu mujer?
—¡Usted sabe que Zulema estaba loca y se suicidó!
—Yo no sé nada. Eso no está probado. Llévate a la muchacha y no me jorobes, mira que todavía puedo cambiar de idea.
Riad Halabí me rodeó con sus brazos y caminamos lentamente hacia la salida. Al cruzar la puerta y asomarnos a la calle, vimos reunidos ante la Comandancia a todos los vecinos y algunos indios que aún permanecían en Agua Santa, observando inmóviles desde el otro lado de la plaza. Cuando salimos del edificio y dimos dos pasos en dirección a la camioneta, el jefe de la tribu comenzó a golpear la tierra con los pies en una extraña danza, produciendo un sonido sordo de tambor.
—¡Váyanse todos a la mierda antes que los corra a tiros! —ordenó el Teniente furioso.
La maestra Inés no pudo contenerse más y haciendo uso de la autoridad conferida por tantos años de hacerse obedecer en el aula, se adelantó y mirándolo de frente escupió a sus pies. El cielo te castigue desgraciado, dijo claramente para que todos pudiéramos oírla. El sargento dio un paso atrás, temiendo lo peor, pero el oficial sonrió con sorna y no contestó. Nadie más se movió hasta que Riad Halabí me colocó en el asiento del vehículo y puso el motor en marcha, entonces comenzaron a retirarse los indios hacia la carretera de la selva y los habitantes de Agua Santa a dispersarse mascullando maldiciones contra la policía. Estas cosas pasan por traer gente de afuera, ninguno de estos desalmados nació aquí, de ser así no actuarían con esas ínfulas, escupía furioso mi patrón en la camioneta.
Entramos en la casa. Las puertas y ventanas estaban abiertas, pero todavía flotaba en los cuartos un aire de espanto. Había sido saqueada —fueron los guardias, dijeron los vecinos, fueron los indios, dijeron los guardias— parecía un campo de batalla, faltaban la radio y la televisión, la mitad de la vajilla estaba rota, las bodegas en desorden, la mercadería desparramada y destripados los sacos de granos harina, café y azúcar.
Riad Halabí, sosteniéndome todavía por la cintura pasó por encima de aquellos restos de tifón sin detenerse a medir los daños y me llevó a la cama donde el día anterior yacía su mujer.
—Cómo te han dejado estos perros… dijo arropándome.
Y entonces, por fin me volvieron las palabras a la boca salieron como una cantaleta incontrolable, una detrás de otra, una nariz enorme apuntándome sin verme y ella más blanca que nunca lamiendo y chupando, los grillos del jardín y el calor de la noche, todos sudando, sudando ellos y sudando yo, no se lo dije para que pudiéramos olvidarlo, de todos modos él se fue, se evaporó como un espejismo, ella lo montó y se lo tragó, vamos llorando Zulema que se nos acabó el amor, delgado y fuerte, oscura nariz metiéndose en ella, en mí no, sólo en ella, creí que ella volvería a comer y a pedirme cuentos y a poner el oro al sol, por eso no se lo dije señor Riad, un balazo y la boca le quedó partida como la suya, Zulema toda de sangre, el pelo de sangre, la camisa de sangre, la casa inundada de sangre y los grillos con esa bulla tremenda, ella lo montó y se lo tragó, él se fue escapando, todos sudando, los indios saben lo que pasó y el Teniente también lo sabe, dígale que no me toque, que no me pegue, se lo juro, yo no oí el tiro de la pistola, le entró por la boca y le rompió el paladar, yo no la maté, la vestí para que usted no la viera así, la lavé, el café todavía está en la taza, yo no la maté, ella lo hizo, ella sola, dígales que me suelten, que yo no fui, yo no fui, yo no fui…
—Ya lo sé, mi niña; cállate, por favor. Y Riad Halabí me acunaba llorando de despecho y de lástima.
La señorita Inés y mi patrón me curaron las magulladuras con compresas de hielo y después tiñeron con anilina negra mi mejor vestido, para el cementerio. Al día siguiente yo continuaba afiebrada y con la cara deforme, pero la maestra insistió en que me vistiera de luto de pies a cabeza, con medias oscuras y un velo en la cabeza, como era la costumbre, para asistir al funeral de Zulema, demorado más allá de las veinticuatro horas reglamentarias, porque no habían encontrado un médico forense para hacer la autopsia. Hay que salir al encuentro de los chismes, dijo la maestra. No se presentó el cura, para que quedara bien claro que se trataba de un suicidio y no de un crimen, como andaban murmurando los guardias. Por respeto al turco y para molestar al Teniente, toda Agua Santa desfiló ante la tumba y cada uno me abrazó y me dio el pésame como si en verdad yo fuera la hija de Zulema y no la sospechosa de haberla asesinado.
Dos días más tarde ya me sentía mejor y pude ayudar a Riad Halabí a poner orden en la casa y en el almacén. Comenzó la vida de nuevo sin hablar de lo ocurrido y sin mencionar los nombres de Zulema o de Kamal, pero ambos aparecían en las sombras del jardín, en los rincones de los cuartos, en la penumbra de la cocina, él desnudo con los ojos ardientes y ella intacta, rolliza y blanca, sin máculas de sangre o semen, como si viviera de muerte natural.
A pesar de las precauciones de la maestra Inés, la maledicencia crecía y se inflaba como levadura y los mismos que tres meses antes estaban dispuestos a jurar que yo era inocente, comenzaron a murmurar porque vivía sola con Riad Halabí bajo el mismo techo, sin estar unidos por un lazo familiar comprensible. Cuando el chisme se coló por las ventanas y entró en la casa, ya tenía proporciones aterradoras: el turco y esa zorra son amantes, mataron al primo Kamal, echaron al río sus restos para que la corriente y las pirañas dieran cuenta de él, por eso perdió el juicio la pobre esposa y a ella también la mataron para quedarse solos en la casa y ahora emplean sus noches y sus días en una bacanal de sexo y de herejías musulmanas, pobre hombre, no es culpa suya, esa diabla le trastornó el cerebro.
—Yo no creo en las pendejadas que dice la gente, turco, pero cuando el río suena, es que piedras lleva. Tendré que hacer otra investigación, esto no puede quedar así, amenazó el Teniente.
—¿Cuánto quiere ahora?
—Pasa por mi oficina y lo hablamos.
Entonces Riad Halabí comprendió que el chantaje no terminaría nunca y que la situación había llegado a un punto sin retorno. Nada volvería a ser como antes, el pueblo nos haría la vida imposible, era tiempo de separarnos. Esa noche, sentado en el patio cerca de la fuente árabe, con su impecable guayabera de batista blanca, me lo dijo escogiendo con cuidado las palabras. El cielo estaba claro, yo podía distinguir sus ojos grandes y tristes, dos aceitunas mojadas, y pensé en las cosas buenas compartidas con ese hombre, en los naipes y el dominó, en las tardes leyendo el silabario, en las películas del cine, en las horas cocinando juntos… Concluí que lo amaba profundamente con un amor agradecido. Un sentimiento blando me recorrió las piernas, me oprimió el pecho me hizo arder los ojos. Me acerqué, di la vuelta a la silla donde él estaba, me puse detrás y por primera vez en tanto tiempo de convivencia me atreví a tocarlo. Apoyé las manos en sus hombros y la barbilla en su cabeza. Durante un tiempo imposible de calcular, él no se movió, tal vez presentía lo que iba a ocurrir y lo estaba deseando, porque sacó el pañuelo de su pudor y se tapó la boca. No, eso no, le dije, se lo quité y lo tiré al suelo, luego rodeé la silla y me senté sobre sus rodillas, echándole los brazos al cuello, muy cercana, mirándolo sin pestañear. Olía a hombre limpio, a camisa recién planchada, a lavanda. Lo besé en su mejilla afeitada, en la frente, en las manos, firmes y morenas. Ayayay, mi niña, suspiró Riad Halabí y sentí su aliento tibio bajar por mi cuello, pasearse bajo mi blusa.
El placer me erizó la piel y me endureció los senos. Caí en cuenta que nunca había estado tan cerca de nadie y que llevaba siglos sin recibir una caricia. Tomé su cara, me aproximé con lentitud y lo besé en los labios largamente, aprendiendo la forma extraña de su boca, mientras un calor brutal me encendía los huesos, me estremecía el vientre. Tal vez por un instante él luchó contra sus propios deseos, pero de inmediato se abandonó para seguirme en el juego y explorarme también, hasta que la tensión fue insoportable y nos apartamos para tomar aire.
—Nadie me había besado en la boca, murmuró él.
—Tampoco a mí. Y lo tomé de la mano para conducirlo al dormitorio.
—Espera, niña, no quiero perjudicarte…
—Desde que murió Zulema no he vuelto a menstruar. Es por el susto, dice la maestra… ella cree que ya no podré tener hijos, me sonrojé.
Toda la noche permanecimos juntos. Riad Halabí había pasado la vida inventando fórmulas de aproximación con un pañuelo en la cara. Era un hombre amable y delicado, ansioso de complacer y de ser aceptado, por eso había indagado todas las formas posibles de hacer el amor sin emplear los labios. Había convertido sus manos y todo el resto de su pesado cuerpo en un instrumento sensitivo, capaz de agasajar a una mujer bien dispuesta hasta colmarla de dicha. Ese encuentro fue tan definitivo para los dos, que pudo haber sido una ceremonia solemne, pero en cambio resultó alegre y risueño. Entramos juntos en un espacio propio donde no existía el tiempo natural y durante aquellas horas magníficas pudimos vivir en completa intimidad, sin pensar en nada más que en nosotros mismos, dos compañeros impúdicos y juguetones ofreciendo y recibiendo. Riad Halabí era sabio y tierno y esa noche me dio tanto placer, que habrían de pasar muchos años y varios hombres por mi vida antes que volviera a sentirme tan plena. Me enseñó las múltiples posibilidades de la feminidad para que nunca me transara por menos. Recibí agradecida el espléndido regalo de mi propia sensualidad, conocí mi cuerpo, supe que había nacido para ese goce y no quise imaginar la vida sin Riad Halabí.
—Déjame quedarme contigo, le rogué al amanecer.
—Niña, tengo demasiados años más que tú. Cuando tengas treinta yo seré un viejo chocho.
—Eso no importa. Aprovechemos el tiempo que podamos estar juntos.
—Los chismes nunca nos dejarían en paz. Yo hice ya mi vida, pero tú todavía no has comenzado la tuya. Tienes que irte de este pueblo, cambiarte el nombre, educarte, olvidar todo lo que nos ha pasado. Yo te ayudaré siempre, eres más que una hija para mí…
—No quiero irme, quiero quedarme a tu lado. No hagas caso de lo que dice la gente.
—Debes obedecerme, yo sé por qué lo hago, ¿no ves que conozco el mundo mejor que tú? Nos perseguirán hasta volvernos locos, no podemos vivir encerrados, eso no sería justo contigo, eres una criatura.
Y después de una larga pausa Riad Halabí agregó: Hay algo que quería preguntarte hace días, ¿sabes dónde escondió Zulema sus joyas?
—Sí.
—Está bien, no me lo digas. Ahora son tuyas, pero déjalas donde están, porque no las necesitas todavía. Te daré dinero para que vivas en la capital, para que vayas a una escuela y aprendas un oficio, así no tendrás que depender de nadie, ni siquiera de mí. Nada te faltará, niña mía. Las joyas de Zulema estarán esperando, serán tu dote cuando te cases.
—No me casaré con nadie, sólo contigo, por favor, no me eches.
—Lo hago porque te quiero mucho, un día lo entenderás, Eva.
—¡Nunca lo entenderé! ¡Nunca!
—Ssht… no hablemos de eso ahora, ven aquí, todavía nos quedan algunas horas.
Por la mañana nos fuimos caminando juntos hasta la plaza. Riad Halabí cargaba la maleta de ropa nueva que había preparado para mí y yo iba en silencio, con la cabeza alta y la mirada desafiante, para que nadie supiera que estaba a punto de llorar. Era un día como todos y a esa hora los niños jugaban en la calle y las comadres de Agua Santa habían sacado sus sillas a la acera, donde se sentaban con una palangana en la falda a desgranar maíz. Los ojos del pueblo nos siguieron implacables hasta la parada del autobús. Nadie me hizo una señal de despedida, ni el Teniente, que atinó a pasar por allí en su jeep y volteó la cabeza, como si nada hubiera visto, cumpliendo su parte del trato.
—No quiero irme, le supliqué por última vez.
—No hagas esto más difícil para mí, Eva.
—¿Irás a verme a la ciudad? Prométeme que irás pronto y haremos el amor otra vez.
—La vida es larga, niña, y está llena de sorpresas, todo puede suceder.
—Bésame.
—No puedo, nos están mirando. Sube al bus y no te bajes por ningún motivo hasta la capital. Allá tomas un taxi y te vas a la dirección que llevas anotada, es una pensión de señoritas, la maestra Inés habló por teléfono con la directora, allí estarás segura.
Desde la ventanilla lo vi con el pañuelo en la boca.
Recorrí la misma ruta que años antes hiciera durmiendo en la camioneta de Riad Halabí. Desfilaron ante mis ojos los sorprendentes paisajes de la región, pero no pude verlos, porque tenía la mirada vuelta para dentro, todavía deslumbrada por el descubrimiento del amor. Intuí en ese momento que la impresión de agradecimiento se renovaría en mí por el resto de mi existencia cada vez que evocara a Riad Halabí, y en verdad así ha sido. Sin embargo, durante esas horas traté de librarme de la languidez de los recuerdos y lograr la frialdad indispensable para revisar el pasado y hacer un inventario de mis posibilidades. Había vivido hasta entonces a las órdenes de otros, hambrienta de afecto, sin más futuro que el día de mañana y sin más fortuna que mis historias. Necesitaba realizar un continuo esfuerzo de la imaginación para suplir todo lo que me había faltado. Hasta mi madre era una sombra efímera a la cual debía dibujar cada día para no perderla en los laberintos de la memoria. Repasé una a una cada palabra de la noche anterior y comprendí que ese hombre a quien amé durante cinco años como un padre y ahora deseaba como a un amante, era un proyecto imposible. Miré mis manos maltratadas por los trabajos domésticos, me las pasé por la cara palpando la forma de los huesos, hundí los dedos en mi pelo y con un suspiro dije basta. Repetí en alta voz basta, basta, basta. Luego saqué de la cartera el papel con el nombre del pensionado de señoritas, lo arrugué en el puño y lo lancé por la ventana.
Llegué a la capital en un momento de confusión. Al descender del autobús con mi maleta, eché una ojeada a mi alrededor y noté que algo alarmante ocurría, policías corrían pegados a las paredes o zigzagueando entre los coches estacionados y se escuchaban tiros cercanos. A las preguntas del chofer, respondieron a gritos que saliéramos de allí, porque alguien estaba disparando con un rifle desde el edificio de la esquina. Los pasajeros tomaron sus bultos y echaron a andar de prisa en todas direcciones. Yo los seguí atontada, no sabía hacia dónde encaminarme, no reconocí la ciudad.
Al salir de la terminal advertí que algo flotaba en el aire, la atmósfera parecía saturada de tensiones, la gente cerraba sus puertas y ventanas, los comerciantes bajaban las cortinas metálicas de las tiendas, las calles empezaban a vaciarse. Quise subirme a un taxi para salir de allí lo antes posible, pero ninguno se detuvo y como tampoco circulaban otros medios de transporte, no tuve más alternativa que continuar andando con los zapatos nuevos, que me martirizaban los pies. Sentí un ruido de tormenta y al levantar la cara vi un helicóptero revoloteando en el cielo, como un moscardón perdido. Por mi lado pasaron algunas personas apresuradas y traté de averiguar qué sucedía, pero nadie lo sabía con certeza, golpe de estado, alcancé a escuchar como única explicación. Entonces yo no conocía el significado de esas palabras, pero el instinto me mantuvo en movimiento y seguí sin rumbo fijo, con la maleta en la mano, sintiéndola cada momento más pesada. Media hora más tarde pasé frente a un hotel de aspecto modesto y me metí, calculando que me alcanzaría el dinero para pasar allí un tiempo. Al día siguiente comencé a buscar trabajo.
Cada mañana salía llena de esperanzas y por las tardes volvía extenuada. Después de leer los avisos del periódico, me presentaba en todos los sitios donde se solicitara personal, pero al cabo de unos días comprendí que, a menos que estuviera dispuesta a bailar desnuda o atender clientes de un bar, sólo conseguiría trabajar como sirvienta y de eso ya había tenido bastante. En algunos momentos de desesperación estuve a punto de tomar el teléfono y llamar a Riad Halabí, pero me contuve. Por fin el dueño del hotel, que siempre estaba sentado en la portería y veía mis entradas y salidas, adivinó mi situación y me ofreció ayuda. Me explicó que sin una carta de recomendación era muy difícil encontrar empleo, sobre todo en esos días de tantos disturbios políticos, y me dio una tarjeta para una amiga suya. Al llegar a la dirección reconocí las inmediaciones de la calle República y mi primer impulso fue escapar de allí, pero lo pensé mejor y concluí que nada perdía con preguntar. Sin embargo, no alcancé a encontrar el edificio que buscaba, porque me vi envuelta en una agitación callejera. Varios jóvenes corrieron a mi lado, arrastrándome con ellos hacia la pequeña plaza frente a la iglesia de los Seminaristas. Los estudiantes agitaban los puños, vociferaban, lanzaban consignas y yo al medio sin entender qué diablos sucedía. Un muchacho se desgañitaba acusando al Gobierno de venderse al imperialismo y traicionar al pueblo, y otros dos treparon la fachada de la iglesia para colgar una bandera, mientras los demás coreaban ¡no pasarán, no pasarán! En eso apareció un grupo de militares y pasó a golpes y tiros. Eché a correr buscando un sitio donde esperar que se aquietara el desorden de la plaza y el ritmo de mi respiración. En eso vi que la puerta lateral de la iglesia estaba entreabierta y sin vacilar me deslicé adentro. Hasta allí llegaba el ruido de afuera, pero amortiguado, como si los hechos ocurrieran en otro tiempo. Me senté en el banco más cercano y al hacerlo me vino de golpe todo el cansancio acumulado en esos días, coloqué los pies sobre el travesaño y recosté la cabeza en el respaldo. Poco a poco la paz del recinto me devolvió el sosiego, me sentí a gusto en ese refugio sombrío, rodeado de columnas y santos inmóviles, envuelta en silencio y frescura. Pensé en Riad Halabí y quise estar a su lado, como cada tarde de los últimos años, los dos juntos en el patio a la hora de ponerse el sol. Me estremecí ante el recuerdo del amor, pero de inmediato lo descarté. Más tarde, al percibir que los ecos de la calle se habían disipado y entraba menos luz a través de los vitrales, saqué la cuenta de que había transcurrido un largo rato y eché una mirada a mi alrededor. Entonces vi sentada en otro banco a una mujer tan hermosa, que por un instante la confundí con alguna aparición divina. Ella se volvió y me hizo un gesto amistoso.
—¿A ti también te agarró el bochinche? —preguntó la magnífica desconocida con una voz subterránea, acercándose para sentarse a mi lado—. Hay disturbios por todas partes, dicen que los estudiantes se atrincheraron en la Universidad y se han alzado unos regimientos, este país es un despelote, así no nos va a durar mucho la democracia.
La observé asombrada, detallando sus huesos de animal de carrera, sus largos dedos finos, sus ojos dramáticos, la línea clásica de la nariz y el mentón y tuve la impresión de haberla conocido antes o, al menos, de haberla presentido. Ella me miró también, con una sonrisa dudosa en sus labios pintados.
—Yo te he visto alguna vez…
—Creo que yo también.
—¿No eres la niña que contaba cuentos… Eva Luna?
—Sí…
—¿No me reconoces? Soy yo, Melecio.
—No puede ser… ¿qué te pasó?
—¿Sabes lo que es la reencarnación? Es como volver a nacer. Digamos que estoy reencarnada.
Palpé sus brazos desnudos, sus pulseras de marfil, un rizo de su cabello, con la emoción renovada de encontrarme ante un personaje surgido de mi propia imaginación. Melecio, Melecio, me salió de adentro con toda la carga de buenos recuerdos reservada para esa criatura desde los tiempos de la Señora. Vi lágrimas negras de maquillaje descender lentamente por ese rostro perfecto, la atraje para abrazarla, primero con timidez y luego con incontenible alegría, Melecio, Eva, Melecio…
—No me llames así, ahora mi nombre es Mimí.
—Me gusta, te queda bien.
—¡Cómo hemos cambiado las dos! No me mires así, no soy un marica, soy un transexual.
—¿Un qué?
—Yo nací hombre por equivocación, pero ahora soy mujer.
—¿Cómo lo hiciste?
—Con dolor. Siempre supe que yo no era como los demás, pero fue en la cárcel donde tomé la decisión de torcerle la mano a la naturaleza; parece un milagro habernos encontrado… y justo en una iglesia. Hace como veinte años que no entraba en una iglesia, se rio Mimí secándose las últimas lágrimas.
Melecio fue detenido durante la Revuelta de las Putas, ese memorable jaleo público que él mismo inició con su desafortunada carta al Ministro del Interior respecto a los sobornos de la policía. Allanaron el cabaret donde trabajaba y sin darle tiempo de ponerse ropa de calle, se lo llevaron con su bikini de perlas y diamantes de mentira, con su cola de avestruz rosada, su peluca rubia y sus sandalias plateadas. Su aparición en el cuartel produjo una tormenta de risotadas e insultos, le dieron una golpiza fenomenal y lo metieron cuarenta horas en la celda de los presos más peligrosos. Después se lo entregaron a un psiquiatra, que estaba experimentando una cura para la homosexualidad mediante la persuasión emética. Durante seis días y seis noches, este lo sometió a una serie de drogas hasta dejarlo medio muerto, mientras le presentaba fotografías de atletas, bailarines y modelos masculinos, con la certeza de provocarle un reflejo condicionado de repulsión hacia los de su mismo sexo. Al sexto día Melecio, una persona de carácter habitualmente pacífico, perdió la paciencia, saltó al cuello del médico, comenzó a morderlo como una hiena y si no se lo quitan a tiempo lo estrangula con sus propias manos. Dedujeron que había desarrollado repulsión hacia el psiquiatra, entonces lo calificaron de incurable, y lo enviaron a Santa María, donde iban a parar los delincuentes sin esperanza de juicio y los presos políticos que sobrevivían a los interrogatorios. Creado en la dictadura del Benefactor y modernizado con nuevas rejas y celdas en la del General, el Penal tenía capacidad para trescientos internos, pero allí se hacinaban más de mil quinientos. Melecio fue trasladado en un avión militar a un pueblo fantasma, próspero en los tiempos de la fiebre aurífera y agónico desde el auge del petróleo. De allí lo llevaron amarrado como un animal, primero en una camioneta y luego en una lancha, hasta el infierno donde pasaría el resto de su existencia. A la primera mirada comprendió la proporción de su desdicha. Una pared de poco más de metro y medio de altura y de allí para arriba barrotes, detrás los presos mirando hacia el verde inmutable de la vegetación y el agua amarilla del río. Libertad, libertad, estallaron en súplicas cuando se acercó el vehículo del Teniente Rodríguez, quien acompañaba a la nueva hornada de detenidos para realizar su inspección trimestral. Se abrieron las pesadas puertas metálicas y penetraron hasta el último círculo, donde fueron recibidos por una muchedumbre aullante. A Melecio lo condujeron directamente al pabellón de los homosexuales; allí los guardias lo ofrecieron en remate entre los delincuentes veteranos. Tuvo suerte, dentro de todo, porque lo dejaron en El Harén, donde cincuenta privilegiados disponían de un sector independiente y estaban organizados para sobrevivir.
—En esa época yo no había oído hablar del Maharishi y no tenía ninguna ayuda espiritual, dijo Mimí temblorosa ante esos recuerdos, sacando de su cartera una estampa en colores, donde aparecía un barbudo con túnica de profeta rodeado de símbolos astrales. Me salvé de la locura porque sabía que la Señora no me abandonaría, ¿te acuerdas de ella? Es una amiga leal, no descansó hasta rescatarme, pasó meses untándole la mano a los jueces, movilizando a sus contactos en el Gobierno y hasta habló con el General en persona para sacarme de allí.
Cuando salió de Santa María, un año después, Melecio no era ni sombra de la persona que había sido. El paludismo y el hambre le habían quitado veinte kilos, una infección al recto lo obligaba a caminar encorvado como un anciano y la experiencia de la violencia había roto el dique de sus emociones, pasaba del llanto a la risa histérica sin ninguna transición. Salió en libertad sin creer lo que le estaba sucediendo, convencido de que era un truco para acusarlo de intento de fuga y dispararle por la espalda, pero se hallaba tan debilitado que se resignó a su suerte. Lo cruzaron en lancha por el río y luego lo llevaron en un automóvil hasta el pueblo fantasma. Bájate, maricón, lo empujaron, cayó de rodillas sobre el polvo ambarino y allí quedó esperando el tiro de muerte, pero nada de eso ocurrió. Oyó el motor del coche alejándose, levantó la vista y se encontró delante de la Señora, quien en el primer momento no lo reconoció. Lo estaba aguardando con una avioneta alquilada y se lo llevó en vuelo directo a una clínica de la capital. Durante aquel año ella había juntado dinero con el tráfico de prostitutas por vía marítima y lo puso todo a disposición de Melecio.
—Gracias a ella estoy viva, me contó Mimí. Tuvo que irse del país. Si no fuera por mi mamma, me conseguiría un pasaporte con mi nuevo nombre de mujer y partiría a vivir con ella.
La Señora no había emigrado por su voluntad, sino huyendo de la justicia, obligada por el escándalo de las veinticinco muchachas muertas, localizadas en un barco rumbo a Curazao. Yo lo había escuchado hacía un par de años por la radio en la casa de Riad Halabí y todavía recordaba el caso, pero nunca pensé que se trataba de la dama del enorme fundillo en cuyo hogar me dejó Huberto Naranjo. Los cadáveres eran de dominicanas y trinitarias embarcadas de contrabando en una cava hermética, en la cual el aire alcanzaba para doce horas. Por confusión burocrática permanecieron encerradas dos días en las bodegas de carga del barco. Antes de partir, las mujeres recibían un pago en dólares y la promesa de un buen trabajo. Esa parte del negocio correspondía a la Señora y ella la llevaba a cabo con honestidad, pero al llegar a los puertos de destino, les confiscaban los documentos y las depositaban en lupanares de ínfima categoría, donde se encontraban atrapadas en una telaraña de amenazas y deudas. La Señora, acusada de dirigir la red de comercio de pelanduscas por las islas del Caribe, estuvo a punto de ir a parar con sus huesos a la cárcel, pero nuevamente amigos poderosos la ayudaron y provista de documentos falsos pudo desaparecer a tiempo. Durante un par de años vivió de sus rentas, tratando de no llamar la atención, pero su espíritu creativo necesitaba una válvula de escape y acabó montando un negocio de adminículos sadomasoquistas, con tan buen resultado, que de los cuatro puntos cardinales le hacían pedidos para sus cinturones de castidad para varones, sus látigos de siete colas, sus collares de perro para uso humano y tantos otros instrumentos de humillación.
—Pronto será de noche, es mejor que nos vayamos, dijo Mimí. ¿Dónde vives?
—Por el momento en un hotel. Acabo de llegar, pasé estos años en Agua Santa, en un pueblo perdido.
—Ven a vivir conmigo, yo estoy sola.
—Creo que debo buscar mi propio camino.
—La soledad no es buena para nadie. Vamos a mi casa y una vez que pase este jaleo ves lo que más te conviene, dijo Mimí retocándose el maquillaje ante un espejo de bolsillo, algo alterada por las vicisitudes de ese día.
Cerca de la calle República, al alcance de los faroles amarillos y las lámparas rojas, estaba el apartamento de Mimí. Los que antes fueron doscientos metros dedicados a vicios moderados, se habían convertido en un laberinto de plástico y neón, un centro de hoteles, bares, cafetines y burdeles de toda índole.
Allí se encontraban también el Teatro de la Ópera, el mejor restaurante francés de la ciudad, el Seminario y varios edificios residenciales, porque en la capital, como en el resto del territorio, todo estaba revuelto. En los mismos barrios se codeaban las mansiones señoriales con los ranchos miserables y cada vez que los nuevos ricos intentaban instalarse en una urbanización exclusiva, a la vuelta del año se encontraban rodeados por las chabolas de los nuevos pobres. Esa democracia urbanística se extendía a otros aspectos de la vida nacional y así es como a veces resultaba difícil establecer la diferencia entre un ministro y su chofer, porque ambos parecían de la misma extracción social, usaban trajes similares y se trataban con un desparpajo que a simple vista podía confundirse con malos modales, pero en el fondo era un sólido sentido de la propia dignidad.
—Me gusta este país, dijo una vez Riad Halabí, sentado en la cocina de la maestra Inés. Ricos y pobres, negros y blancos, una sola clase, un solo pueblo. Cada uno se siente dueño del suelo que pisa, ni jerarquías, ni protocolos, nadie supera a otro por nacimiento o por fortuna. Yo vengo de un lugar muy diferente, en mi tierra hay muchas castas y reglas, el hombre nace y muere siempre en el mismo lugar.
—Que no lo engañen las apariencias, Riad, le rebatió la maestra Inés. Este país es como una torta de milhojas.
—Sí, pero cualquiera puede subir o bajar, puede ser millonario, presidente o mendigo, según sea su esfuerzo, su suerte o los designios de Alá.
—¿Cuándo se ha visto un indio rico?, ¿o un negro metido a general o banquero?
La maestra tenía razón, pero nadie admitía que la raza tuviera algo que ver en el asunto, pues todos se vanagloriaban de ser pardos. Los inmigrantes llegados de todas partes del planeta también se igualaron sin prejuicios y al cabo de un par de generaciones ni los chinos podían afirmar que fueran asiáticos puros. Sólo la antigua oligarquía proveniente de épocas anteriores a la Independencia se distinguía por el tipo y el color, pero entre ellos eso no se mencionaba jamás, habría sido una imperdonable falta de tacto en una sociedad aparentemente orgullosa de la sangre mixta. A pesar de su historia de colonización, caudillos y tiranos, era la tierra prometida, la tierra de la libertad, como decía Riad Halabí.
—Aquí el dinero, la belleza o el talento abren todas las puertas, me explicó Mimí.
Me faltan los dos primeros, pero creo que mi afán por contar historias es un regalo del cielo… En realidad no estaba segura de que eso tuviera alguna aplicación práctica, hasta entonces sólo me había servido para darle un poco de color a la vida y escapar a otros mundos cuando la realidad me resultaba intolerable; contar cuentos me parecía un oficio sobrepasado por los progresos de la radio, la televisión y el cine, pensaba que todo lo transmitido por ondas o proyectado en una pantalla era verídico, en cambio mis narraciones eran casi siempre un cúmulo de mentiras, que ni yo misma sabía de dónde sacaba.
—Si eso te gusta, no debes trabajar en otra cosa.
—Nadie paga por oír cuentos, Mimí, y yo tengo que ganarme la vida.
—Tal vez encuentres alguien que pague por eso. No hay apuro, mientras estés conmigo no te faltará nada.
—No pienso ser una carga para ti. Riad Halabí me decía que la libertad empieza por la independencia económica.
—Pronto te darás cuenta de que la carga soy yo. Te necesito mucho más que tú a mí, soy una mujer muy sola.
Me quedé con ella esa noche, la siguiente y la otra, y así durante varios años, en los cuales me arranqué del pecho el amor imposible por Riad Halabí, acabé de hacerme mujer y aprendí a conducir el timón de mi existencia, no siempre en la forma más elegante, es cierto, pero hay que tener en cuenta que me ha tocado navegar en aguas revueltas.
Tantas veces me habían dicho que era una desgracia nacer mujer, que tuve alguna dificultad en comprender el esfuerzo de Melecio por convertirse en una. Yo no veía la ventaja por parte alguna, pero él deseaba serlo y para ello estaba dispuesto a sufrir toda clase de tormentos. Bajo la dirección de un médico especializado en esas metamorfosis, ingería hormonas capaces de transformar a un elefante en ave migratoria, se eliminó los vellos con pinchazos eléctricos, se colocó mamas y nalgas de silicona y se inyectó parafina donde consideró necesario. El resultado es turbador, por decir lo menos. Desnuda es una amazona de senos espléndidos y piel de niño, cuyo vientre culmina en unos atributos masculinos bastante atrofiados, pero aún visibles.
—Me falta una operación. La Señora averiguó que en Los Ángeles hacen milagros, pueden convertirme en una mujer de verdad, pero eso todavía está en experimentación y además cuesta una fortuna, me dijo Mimí.
Para ella el sexo es lo menos interesante de la feminidad, otras cosas la atraen, vestidos, perfumes, telas, adornos, cosméticos. Goza con el roce de las medias al cruzar las piernas, con el ruido apenas perceptible de su ropa interior, con la caricia de su melena sobre los hombros. En esa época añoraba un compañero para cuidarlo y servirlo, alguien que la protegiera y le ofreciera un cariño durable, pero no había tenido suerte. Se hallaba suspendida en un limbo andrógino. Confundiéndola con un travesti, algunos se le aproximaban, pero ella no aceptaba esas relaciones equívocas, se consideraba mujer y buscaba hombres viriles; sin embargo estos no se atrevían a salir con ella, aunque se sintieran fascinados por su belleza, no fueran a tacharlos de maricones. No faltaron quienes la sedujeron y la enamoraron para averiguar cómo era desnuda y cómo hacía el amor, les resultaba excitante abrazar a ese monstruo admirable. Si un amante entraba en su vida, toda la casa giraba en torno a él, ella se transformaba en una esclava dispuesta a complacerlo en las más atrevidas quimeras, para hacerse perdonar el hecho irrefutable de no ser una hembra completa. En esas ocasiones, cuando se doblegaba y se hundía en la sumisión, yo intentaba defenderla de su propia locura, razonar con ella, salir al paso de esa pasión peligrosa.
Tienes celos, déjame en paz, se irritaba Mimí. Casi siempre el escogido correspondía al estilo castigador de chulo fornido, quien durante unas cuantas semanas la explotaba, alteraba el equilibrio de la casa, dejaba en el aire los rastros de su paso y causaba tanto trastorno que me ponía de pésimo humor y a menudo amenacé con trasladarme a otro lado. Pero finalmente la parte más sana de Mimí se rebelaba, lograba sobreponerse y expulsar a su victimario. A veces la ruptura se producía con violencia, en otras oportunidades era él quien, satisfecha la curiosidad, se cansaba y se iba, entonces ella caía en la cama enferma de despecho. Por un tiempo, hasta que se enamoraba de nuevo, las dos volvíamos a las rutinas normales. Yo vigilaba las hormonas, los somníferos y las vitaminas de Mimí y ella se ocupaba de mi educación, clases de inglés, cursos para manejar, libros, recogía historias por la calle para traérmelas de regalo. El sufrimiento, la humillación, el miedo y la enfermedad la habían marcado profundamente y hecho trizas la ilusión del mundo de cristal donde hubiera deseado vivir. Ya no era una ingenua, aunque aparentaba serlo como parte de sus artificios de seducción; sin embargo, ningún dolor, ninguna violencia, han conseguido destruir su esencia más íntima.
Creo que yo tampoco era muy afortunada en el amor, aunque no faltaban hombres a mi alrededor. De vez en cuando yo sucumbía a alguna pasión absoluta que me remecía hasta los huesos. En ese caso no esperaba que el otro diera el primer paso, tomaba la iniciativa intentando recrear en cada abrazo la dicha compartida con Riad Halabí, pero eso no daba buen resultado. Varios escaparon, tal vez un poco asustados de mi atrevimiento, después me denigraban en sus conversaciones con los amigos. Me sentía libre, estaba segura de que no podía quedar embarazada.
—Tienes que ir al médico, insistía Mimí.
—No te preocupes, estoy sana. Todo se arreglará cuando deje de soñar con Zulema.
Mimí coleccionaba cajas de porcelana, animales de peluche, muñecas y cojines bordados por ella en sus ratos de ocio. Su cocina parecía una vitrina de aparatos domésticos y los usaba todos, porque le gustaba cocinar, aunque era vegetariana y se alimentaba como un conejo. Consideraba la carne un veneno mortal, otra de las numerosas enseñanzas del Maharishi, cuyo retrato presidía la sala y cuya filosofía guiaba su vida. Era un abuelo sonriente de ojos acuosos, un sabio que había recibido iluminación divina a través de las matemáticas. Sus cálculos le habían demostrado que el universo —y con mayor razón sus criaturas— estaba gobernado por el poder de los números, principios de conocimiento cosmogónico desde Pitágoras hasta nuestros días. Fue el primero en poner la ciencia de los números al servicio de la futurología. En cierta ocasión fue invitado por el Gobierno para consultarlo sobre asuntos de Estado y Mimí se encontraba entre la muchedumbre que lo recibió en el aeropuerto. Antes de verlo desaparecer en la limusina oficial, pudo tocar el borde de su túnica.
—El hombre y la mujer, no hay diferencia en este caso, son modelos del universo a escala reducida, por lo tanto todo acontecer en el plano astral está acompañado de manifestaciones a nivel humano y cada persona experimenta una relación con determinado orden planetario de acuerdo a la configuración básica que lleva asociada a sí misma desde el día en que aspiró su primer aliento de vida, ¿entiendes? —recitó Mimí de un tirón, sin tomar aire.
—Perfectamente —le aseguré—, y a partir de ese momento no hemos tenido jamás un problema, porque cuando todo lo demás falla, nos comunicamos en el lenguaje de los astros.