MIENTRAS ESTAS cosas sucedían en la vida de Rolf Carlé, a poca distancia yo salía de la infancia. En esa época comenzó la desgracia de la Madrina. Me enteré por la radio y vi su retrato en los pasquines comprados por Elvira a espaldas de la patrona, y así supe que dio a luz un monstruo. Científicos calificados informaron a la opinión pública que la criatura pertenecía a la Tribu III, es decir, se caracterizaba por la fusión de dos cuerpos con dos cabezas; género xifodimo, por lo tanto presentaba una sola columna vertebral; clase monofaliana, con un ombligo para los dos cuerpos. Lo curioso fue que una cabeza era de raza blanca y la otra negra.
—Dos padres tiene el pobrecito, eso es seguro, dijo Elvira con una mueca de asco. A mi entender estas desgracias vienen por dormir con dos hombres en el mismo día. Más de cincuenta años tengo y nunca he hecho eso. Yo, por lo menos, nunca dejé que se mezclaran los humores de dos hombres en mi barriga, porque de ese vicio nacen renacuajos de circo.
La Madrina se ganaba la vida limpiando oficinas por las noches. Estaba desmanchando la alfombra en un décimo piso cuando se manifestaron las primeras molestias, pero siguió trabajando porque no supo calcular el tiempo de su parto y porque estaba furiosa consigo misma por haber sucumbido a una tentación, pagándolo con ese embarazo bochornoso. Pasada la media noche sintió un líquido caliente correr entre sus piernas y quiso ir al hospital, pero ya era tarde, le fallaron las fuerzas y no pudo bajar. Llamó con todo el aire de los pulmones, pero en el edificio solitario no había nadie para socorrerla. Resignada a ensuciar lo que acababa de limpiar, se echó en el suelo y pujó desesperada hasta expulsar a su hijo. Al ver al extraño ser bicéfalo que había parido, su desconcierto no tuvo límites y su primera reacción fue deshacerse de aquello lo antes posible. Apenas pudo tenerse en pie cogió al recién nacido, fue al pasillo y lo lanzó por el bajante de la basura, luego regresó jadeante a lavar de nuevo la alfombra. Al día siguiente, cuando el conserje entró al sótano, encontró el minúsculo cadáver entre los desperdicios arrojados de las oficinas, casi intacto porque cayó sobre papel picado. A sus gritos acudieron las mesoneras de la cafetería y en pocos minutos la noticia alcanzó la calle y se desparramó por la ciudad. Al mediodía el escándalo se conocía en todo el país y hasta vinieron periodistas extranjeros para fotografiar al niño, porque esa combinación de razas nunca se había visto en los anales de la medicina. Durante una semana no se habló de otra cosa, opacando incluso la muerte de dos estudiantes baleados por la Guardia en la puerta de la Universidad por agitar banderas rojas y cantar la Internacional. Llamaron desnaturalizada a la madre del bebé, asesina y enemiga de la ciencia porque no quiso entregarlo para investigación en el Instituto de Anatomía, sino que insistió en enterrarlo en el cementerio de acuerdo a los preceptos católicos.
—Primero lo mata y lo tira a la basura como si fuera un pescado podrido y después quiere darle cristiana sepultura. Dios no perdona crimen semejante, pajarito.
—Pero abuela, no está aprobado que mi Madrina lo mató…
—¿Y quién fue entonces?
La policía mantuvo a la madre aislada en una celda durante varias semanas, hasta que el médico forense logró hacerse oír. Había afirmado siempre, pero nadie le prestó atención, que el lanzamiento por el bajante de la basura no fue la causa del deceso, el crío estaba muerto antes de nacer. Por fin la justicia dejó libre a la pobre mujer, quien de todos modos quedó marcada, porque los titulares de los diarios la persiguieron durante meses y nadie creyó la versión oficial. La truculenta simpatía popular se puso de parte del niño y llamaron a la Madrina «Asesina del Monstruito». Este desagradable episodio acabó con sus nervios. No pudo resistir la culpa de haber dado a luz un espantajo y cuando la soltaron de la cárcel no era ya la misma persona, empecinada en que ese alumbramiento era un castigo divino por algún pecado abominable cuyo origen ni ella misma podía recordar. Sentía vergüenza de mostrarse en público, empezó a hundirse en la miseria y la desolación. Como último recurso acudió a los hechiceros, quienes la vistieron con una mortaja, la recostaron en la tierra, la rodearon de velas encendidas y la ahogaron en humo, talco y alcanfor, hasta que un grito visceral salió de las entrañas de la paciente, lo que fue interpretado como la expulsión definitiva de los malos espíritus. Después le colgaron collares sagrados para impedir que el mal volviera a introducirse en ella. Cuando fui con Elvira a visitarla, la encontré en su mismo rancho pintado de añil. Había perdido las carnes prietas y olvidado la coquetería descarada que antes ponía pimienta a su andar, se había rodeado de estampas católicas y dioses indígenas y su única compañía era el puma embalsamado.
Al ver que sus infortunios no terminaban con las oraciones, las brujerías ni las recetas de los yerbateros, la Madrina juró ante el altar de la Virgen María no volver a tener contacto carnal con hombre alguno y para obligarse a cumplirlo, se hizo coser la vagina por una comadrona. La infección por poco la mata. Nunca supo si se salvó por los antibióticos del hospital, por los cirios encendidos a Santa Rita o por las infusiones bebidas a destajo. Desde ese momento ya no pudo dejar el ron y la santería, extravió el rumbo y noción de la vida, con frecuencia no reconocía al prójimo y vagaba por las calles mascullando despropósitos sobre el hijo del diablo, un bicho de dos razas nacido de su vientre. Estaba trastornada y no podía ganar su sustento, porque en ese estado de turbación y con su foto en la crónica policial, nadie le daba empleo. A veces desaparecía por largo tiempo y yo temía que hubiera muerto, pero el día menos pensado regresaba, cada vez más gastada y triste, con los ojos inyectados y una cuerda de siete nudos para medirme el contorno del cráneo, método sacado de quizá dónde para saber si aún conservaba la virginidad. Es tu único tesoro, mientras tengas pureza vales algo, cuando la pierdes ya no eres nadie, decía y yo no comprendía por qué justamente aquella parte de mi cuerpo, pecaminosa y prohibida, resultaba al mismo tiempo de tanto valor.
Tal como dejaba pasar meses sin cobrar mi sueldo, de pronto acudía a pedir dinero prestado con súplicas o amenazas, ustedes maltratan a mi muchachita, no ha crecido nada, está muy flaca y me dicen las malas lenguas que el patrón me la manosea, eso no me gusta nada, corrupción de menores le llaman. Cuando llegaba por la casa yo corría a esconderme en el ataúd. Inflexible, la solterona se negó a aumentar mi salario y comunicó a la Madrina que la próxima vez que la molestara llamaría a la policía, ya te conocen, saben muy bien quién eres, agradecida debieras estar que me haga cargo de tu chiquilla, si no fuera por mí estaría muerta igual que tu crío de dos cabezas. La situación se hizo insostenible y por fin un día la patrona perdió la paciencia y me despidió.
La separación de Elvira fue muy triste. Durante más de tres años habíamos estado juntas, ella me había dado su cariño y yo le había llenado la cabeza con historias inverosímiles, nos ayudamos, nos protegimos mutuamente y compartimos la risa. Durmiendo en la misma cama y jugando al velorio en el mismo ataúd, cimentamos una relación inquebrantable, que nos preservó de la soledad y de las asperezas del oficio de sirvientas. Elvira no se resignó a olvidarme y a partir de ese día me visitaba donde estuviera. Se las arreglaba siempre para ubicarme. Aparecía como una abuela benigna en cada sitio donde yo trabajaba, llevando un frasco de dulce de guayaba o algunos pirulís comprados en el mercado. Nos sentábamos a mirarnos con ese afecto discreto al cual ambas estábamos habituadas y antes de marcharse, Elvira me pedía un cuento largo que le durara hasta la próxima visita. Así nos vimos durante un tiempo, hasta que por una mala jugada del azar nos perdimos la pista.
Para mí comenzó una peregrinación de una casa a otra. Mi Madrina me cambiaba de empleo, exigiendo cada vez más dinero, pero nadie estaba dispuesto a pagar con generosidad mis servicios, teniendo en cuenta que muchas niñas de mi edad trabajaban sin sueldo, sólo por la comida. En ese período se me enredó la cuenta y ahora no puedo recordar todos los lugares donde estuve, salvo algunos imposibles de olvidar, como la casa de la señora de la porcelana fría, cuyo arte me sirvió de fundamento, años más tarde, para una singular aventura.
Se trataba de una viuda nacida en Yugoslavia, que hablaba un español tosco y cocinaba platos complicados. Había descubierto la fórmula de la Materia Universal, como llamaba modestamente a una mezcla de papel de periódico remojado en agua, harina vulgar y cemento dental, con la cual fabricaba una masa gris, que mientras estaba húmeda era maleable y al secarse adquiría una consistencia pétrea. Con ella se podía imitar todo menos la transparencia del cristal y el humor vítreo del ojo. La amasaba, la envolvía en un trapo mojado y la guardaba en la nevera hasta el momento de usarla. Se podía moldear como arcilla o aplastar con un rodillo para dejarla delgada como una seda, cortarla, darle diferentes texturas o plegarla en varias direcciones. Una vez seca y dura, se sellaba con barniz y luego se pintaba a gusto para obtener madera, metal, tela, fruta, mármol, piel humana o cualquier otra cosa. La vivienda de la yugoslava era un muestrario de las posibilidades de este maravilloso material: un biombo Coromandel en la entrada; cuatro mosqueteros vestidos de terciopelo y encajes con espadas desenvainadas presidían el salón; un elefante adornado a la manera de la India servía de mesa para el teléfono; un friso romano hacía de respaldo de cama. Una de las habitaciones había sido transformada en tumba faraónica: las puertas lucían bajorrelieves funerarios, las lámparas eran panteras negras con bombillos luminosos en los ojos, la mesa imitaba un sarcófago bruñido con incrustaciones de falso lapislázuli, y los ceniceros tenían la forma serena y eterna de la esfinge, con un agujero en el lomo para aplastar las colillas. Yo deambulaba por ese museo, aterrada de que algo se me quebrara bajo el impacto del plumero o cobrara vida y me persiguiera para clavarme la espada de mosquetero, el colmillo de elefante o las garras de pantera. Así nació mi fascinación por la cultura del antiguo Egipto y mi horror por la masa de pan. La yugoslava sembró en mi alma una invencible desconfianza por los objetos inanimados y a partir de entonces necesito tocarlos para saber si son lo que parecen o están fabricados de Materia Universal. En los meses que trabajé allí aprendí el oficio, pero tuve el buen tino de no enviciarme. La porcelana fría es una tentación peligrosa, pues una vez dominados sus secretos nada impide al artesano copiar todo lo imaginable hasta construir un mundo de mentira y perderse en él.
La guerra había destrozado los nervios de la patrona. Convencida de que enemigos invisibles la espiaban para hacerle daño, rodeó su propiedad con un alto muro erizado de trozos de vidrio y guardaba dos pistolas en su mesa de noche, esta ciudad está llena de ladrones, una pobre viuda debe ser capaz de defenderse sola, al primer intruso que pise mi casa le disparo entre los ojos. Las balas no estaban reservadas sólo para los bandidos, el día que este país caiga en manos del comunismo yo te mato para que no sufras, Evita, y después me vuelo la cabeza de un tiro, decía. Me trataba con consideración y hasta con cierta ternura, se preocupaba de que yo comiera con abundancia, me compró una buena cama y cada tarde me invitaba al salón para que escucháramos juntas las novelas de la radio. «Ábranse las páginas sonoras del aire para hacer vivir a ustedes la emoción y el romance de un nuevo capítulo…».
Sentadas lado a lado, mordisqueando galletas entre los mosqueteros y el elefante, oíamos tres folletines seguidos, dos de amor y uno de detectives. Me sentía cómoda con esa patrona, tenía la sensación de pertenecer a un hogar. Tal vez el único inconveniente era que la casa estaba situada en un barrio apartado, donde a Elvira le resultaba difícil visitarme, pero así y todo mi abuela emprendía el viaje cada vez que conseguía una tarde libre, cansada estoy de tanto andar, pajarito, pero más cansada estoy de no verte, todos los días yo le pido a Dios que a ti te otorgue fundamento y a mí me dé salud para encariñarte, me decía.
Me hubiera quedado allí mucho tiempo porque mi Madrina no tenía motivos de queja, le pagaban con puntualidad y holgura, pero un incidente extraño terminó con ese empleo.
Una noche de viento, a eso de las diez, escuchamos un ruido prolongado, como un redoble de tambor. La viuda se olvidó de las pistolas, cerró las persianas temblando y no quiso asomarse para averiguar la causa del fenómeno. Al día siguiente encontramos cuatro gatos muertos en el jardín, estrangulados, decapitados o abiertos en canal, y palabrotas escritas con sangre en la pared. Me acordé que había oído por la radio casos similares, atribuidos a pandillas de muchachos dedicados a ese feroz pasatiempo y traté de convencer a la señora de que no había motivo de alarma, pero todo fue inútil. La yugoslava, enloquecida de miedo, decidió escapar del país antes de que los bolcheviques hicieran con ella lo mismo que con los gatos.
—Tienes suerte, te voy a emplear en la casa de un ministro, me anunció la Madrina.
El nuevo patrón resultó ser un personaje anodino, como casi todos los hombres públicos en ese periodo en que la vida política estaba congelada y cualquier asomo de originalidad podía conducir a un sótano, donde aguardaba un tipo rociado con perfume francés y con una flor en el ojal. Pertenecía a la vieja aristocracia por apellido y fortuna, lo que otorgaba cierta impunidad a sus groserías, pero sobrepasó los límites tolerables y hasta su familia acabó repudiándolo. Fue despedido de su puesto en la Cancillería al ser sorprendido orinando detrás de las cortinas de brocado verde del Salón de los Escudos y por la misma razón lo expulsaron de una embajada, pero esa mala costumbre, inaceptable para el protocolo diplomático, no era impedimento para la jefatura de un ministerio. Sus mayores virtudes eran la capacidad para adular al General y su talento para pasar inadvertido. En realidad su nombre se hizo famoso años más tarde, cuando huyó del país en una avioneta privada y en el tumulto y la precipitación de la partida olvidó sobre la pista una maleta llena de oro, que de todos modos no le hizo falta en el exilio. Vivía en una mansión colonial en el centro de un parque, umbroso, donde crecían helechos tan grandes como pulpos y orquídeas salvajes prendidas a los árboles. Por las noches brillaban puntos rojos entre el follaje del jardín, ojos de gnomos y otros seres benéficos de la vegetación, o simples murciélagos que descendían en vuelo rasante desde los tejados. Divorciado, sin hijos ni amigos, el ministro vivía solo en ese lugar encantado. La casa, herencia de sus abuelos, resultaba demasiado grande para él y sus sirvientes, muchos cuartos estaban vacíos y cerrados con llave. Mi imaginación se disparaba ante esas puertas alineadas a lo largo de los pasillos, tras las cuales creía percibir susurros, gemidos, risas. Al principio pegaba el oído y atisbaba por las cerraduras, pero pronto no necesité tales métodos para adivinar universos completos allí ocultos, cada cual con sus propias leyes, su tiempo, sus habitantes, preservados del uso y de la contaminación cotidiana. Puse a las piezas nombres sonoros que evocaban cuentos de mi madre, Katmandú, Palacio de los Osos, Cueva de Merlín, y me bastaba un esfuerzo mínimo del pensamiento para traspasar la madera y penetrar en esas historias extraordinarias que se desarrollaban al otro lado de las paredes.
Aparte de los choferes y los guardaespaldas, que ensuciaban el parquet y se robaban los licores, en la mansión trabajaban una cocinera, un viejo jardinero, un mayordomo y yo.
Nunca supe para qué me contrataron ni cuál fue el arreglo comercial entre el patrón y mi Madrina, pasaba casi todo el día ociosa, correteando por el jardín, escuchando la radio, soñando con las habitaciones clausuradas o contando historias de aparecidos a los demás empleados a cambio de golosinas. Sólo dos funciones exclusivas eran mías: lustrar los zapatos y retirar la bacinilla del amo.
El mismo día que llegué hubo una cena para embajadores y políticos. Nunca había presenciado preparativos semejantes. Un camión descargó mesas redondas y sillas doradas, de los arcones del repostero salieron manteles bordados y de los aparadores del comedor la vajilla de banquete y los cubiertos con el monograma de la familia grabado en oro. El mayordomo me entregó un paño para que le sacara brillo a la cristalería y me maravilló el sonido perfecto de las copas al rozarse y la luz de las lámparas reflejada como un arcoíris en cada una. Trajeron un cargamento de rosas, que fueron puestas en jarrones de porcelana distribuidos por los salones. Surgieron de los armarios fuentes y garrafas de plata bruñida, por la cocina desfilaron pescados y carnes, vinos y quesos traídos de Suiza, frutas en caramelo y tortas encargadas a las monjas. Diez mesoneros con guantes blancos atendieron a los invitados mientras yo observaba tras las cortinas del salón, fascinada con ese refinamiento que me daba nuevo material para adornar los cuentos. Ahora podría describir fiestas imperiales, refocilándome en detalles que jamás se me habrían ocurrido, como los músicos vestidos de frac que tocaron ritmos bailables en la terraza, los faisanes rellenos con castañas y coronados por penachos de plumas, las carnes asadas que presentaron rociadas con licor y ardiendo en llamas azules. No quise irme a dormir hasta que partió el último invitado. Al día siguiente hubo que limpiar, contar la cuchillería, botar los ramilletes marchitos y devolver cada cosa a su sitio. Me incorporé al ritmo habitual de la casa.
En el segundo piso estaba el dormitorio del ministro, una sala amplia con una cama tallada con ángeles mofletudos, el artesonado del techo tenía un siglo de existencia, las alfombras habían sido traídas del Oriente, las paredes lucían santos coloniales de Quito y de Lima y una colección de fotografías de él mismo en compañía de diversos dignatarios. Frente al escritorio de jacarandá se alzaba un antiguo sillón de felpa obispal, de brazos y patas doradas, con un orificio en el asiento. Allí se instalaba el patrón a satisfacer los apremios de su naturaleza, cuyo producto iba a parar en un recipiente de loza colocado debajo. Podía permanecer horas instalado en ese mueble anacrónico, escribiendo cartas y discursos, leyendo el periódico, bebiendo whisky. Al concluir tiraba del cordón de una campana que repicaba en toda la casa como un anuncio de catástrofe y yo, furiosa, subía a retirar la bacinilla sin comprender por qué ese hombre no usaba el baño como cualquier persona normal. El señor siempre tuvo esa manía, no hagas tantas preguntas, niña, me dijo el mayordomo como única explicación. A los pocos días yo sentía que me ahogaba, no lograba respirar bien, tenía un sofoco perpetuo, cosquillas en las manos y los pies, un sudor de adrenalina. Ni la esperanza de asistir a otra fiesta o las fabulosas aventuras de las habitaciones cerradas podían apartar de mi mente el sillón de felpa, la expresión del patrón cuando me indicaba con un gesto mi deber, el trayecto para vaciar aquello. El quinto día escuché la convocatoria de la campana y me hice la sorda por un rato distrayéndome en la cocina, pero a los pocos minutos la llamada retumbaba en mi cerebro. Por fin subí, paso a paso escalera arriba, en cada peldaño más y más acalorada. Entré a ese cuarto lujoso impregnado de olor a establo, me incliné por detrás del asiento y retiré la bacinilla. De la manera más tranquila, como si fuera un gesto de todos los días, levanté el recipiente y le di vuelta sobre el ministro de Estado, desprendiéndome de la humillación con un solo movimiento de la muñeca. Por un largo momento él se mantuvo inmóvil, los ojos desorbitados.
—Adiós, señor. Giré sobre los talones, salí con prisa de la pieza, me despedí de los personajes dormidos tras las puertas selladas, bajé las escaleras, pasé entre los choferes y los guardaespaldas, crucé el parque y me fui antes de que el afectado se repusiera del asombro.
No me atreví a buscar a mi Madrina, porque le había tomado miedo desde que en la confusión de su locura amenazó con coserme por dentro también a mí. En una cafetería me prestaron un teléfono y llamé donde los solterones para hablar con Elvira, pero allí me notificaron que había salido una mañana llevándose su féretro en un carretón alquilado y no regresó a trabajar, no sabían dónde ubicarla, se había esfumado sin dar una disculpa, dejando el resto de sus pertenencias. Tuve la sensación de haber vivido antes ese mismo desamparo, invoqué a mi madre para darme ánimo y con la actitud de quien acude a una cita, me dirigí instintivamente hacia el centro de la ciudad. En la Plaza del Padre de la Patria casi no reconocí la estatua ecuestre, porque le habían sacado brillo y en vez de las salpicaduras de paloma y la pátina verdosa del tiempo, ahora lucía destellos de gloria. Pensé en Huberto Naranjo, lo más parecido a un amigo que alguna vez tuve, sin contemplar la posibilidad de que él me hubiera olvidado o fuera difícil hallarlo, porque no había vivido lo suficiente para ser pesimista. Me senté al borde de la pileta donde él apostaba con el pez sin cola, a contemplar los pájaros, las ardillas negras y los perezosos en las ramas de los árboles. Al atardecer consideré que ya había esperado demasiado, abandoné mi asiento y me interné por las calles laterales, que conservaban el encanto de la arquitectura colonial, aún intocadas por las palas mecánicas de los constructores italianos. Pregunté por Naranjo en los almacenes del barrio, en los kioskos y en los restaurantes, donde muchos lo conocían, porque fueron esos sus cuarteles de operaciones desde que era un mocoso. En todas partes me trataron con amabilidad, pero nadie quiso comprometer una respuesta, supongo que la dictadura había enseñado a la gente a cerrar la boca, nunca se sabe hasta una chiquilla con delantal de sirvienta y un trapo de lustrar colgado del cinturón puede ser sospechosa. Por fin alguien se compadeció y me sopló un dato: anda a la calle República, de noche él ronda por allí, me dijo. En esa época la zona roja consistía sólo en un par de cuadras mal iluminadas, inocentes en comparación con la ciudadela que llegó a ser después, pero ya había avisos de señoritas con el parche negro de la censura sobre los senos desnudos, y faroles señalando hoteles de paso, discretos burdeles, garitos de juego. Me acordé que no había comido, pero no me atreví a pedir ayuda, mejor muerta que mendigando, pajarito, me machacaba Elvira. Ubiqué un callejón ciego, me acomodé detrás de unas cajas de cartón y me dormí en un instante. Desperté varias horas más tarde, con unos dedos firmes clavados en el hombro.
—Me dicen que tú me andas buscando. ¿Qué carajo quieres?
Al principio no lo reconocí ni él tampoco a mí. Huberto Naranjo había dejado atrás al niño que alguna vez fue. Me pareció muy elegante, con sus patillas morenas, copete engominado, pantalones ajustados, botas de tacón alto y cinturón de cuero con remaches metálicos. Asomaba en su rostro una expresión petulante, pero en los ojos bailaba esa chispa traviesa que ninguna de las grandes violencias sufridas a lo largo de su existencia pudo borrar. Tendría poco más de quince años, pero se veía mayor por la manera de balancearse con las rodillas ligeramente dobladas, las piernas abiertas, la cabeza echada hacia atrás y el cigarrillo colgando del labio inferior. Ese modo de llevar el cuerpo como un bandolero me sirvió para identificarlo, porque caminaba igual cuando era un chiquillo de pantalones cortos.
—Soy Eva.
—¿Quién?
—Eva Luna.
Huberto Naranjo se pasó la mano por el pelo, se metió los pulgares en el cinturón, escupió el cigarrillo al suelo y me observó desde arriba. Estaba oscuro y no podía distinguirme bien, pero la voz era la misma y entre las sombras vislumbró mis ojos.
—¿Eres la que contaba cuentos?
—Sí.
Entonces él olvidó su papel de villano y volvió a ser el niño abochornado por un beso en la nariz, que se despidió de mí un día. Puso una rodilla en el suelo, se acercó y sonrió con la alegría de quien recupera un perro perdido. Sonreí también, todavía ofuscada por el sueño. Nos estrechamos las manos con timidez, dos palmas sudorosas, tanteándonos, reconociéndonos, sonrojados, hola, hola, y de pronto no resistí más, me incorporé, le eché los brazos encima y me apreté contra su pecho, refregando la cara en su camisa de cantante y en su cuello manchado de brillantina perfumada, mientras él me daba golpecitos de consuelo en la espalda y tragaba saliva.
—Tengo un poco de hambre, fue lo único que se me ocurrió decir para disimular las ganas de echarme a llorar.
—Límpiate la nariz y vamos a comer, replicó él acomodándose de memoria el copete con un peine de bolsillo.
Me llevó por las calles vacías y silenciosas hasta el único boliche que permanecía abierto, entró empujando las puertas como un vaquero y nos encontramos en una habitación en penumbra, cuyos contornos se borraban en el humo de los cigarrillos. Una rockola tocaba canciones sentimentales mientras los clientes se aburrían en las mesas de billar o se emborrachaban en la barra del bar. Me condujo de la mano por detrás del mesón, atravesamos un pasillo y entramos en una cocina. Un joven moreno y bigotudo cortaba trozos de carne manejando el cuchillo como un sable.
—Hazle un bistec a esta niña, Negro, pero que sea bien grande, ¿oíste? Y ponle dos huevos, arroz y papas fritas. Yo pago.
—Tú mandas, Naranjo. ¿No es esta la muchachita que andaba preguntando por ti? Por aquí pasó en la tarde. ¿Es tu novia? —sonrió el otro con un guiño.
—No seas pendejo, Negro, es mi hermana.
Me sirvió más comida de la que podía consumir en dos días. Mientras yo masticaba, Huberto Naranjo me observó en silencio midiendo con ojo experto los cambios visibles en mi cuerpo, nada importantes, porque me desarrollé más tarde. Sin embargo, los senos incipientes marcaban mi delantal de algodón como dos limones y ya en aquel tiempo Naranjo era el mismo catador de mujeres que hoy es, de modo que pudo presentir la forma futura de las caderas y otras protuberancias y sacar sus conclusiones.
—Una vez me dijiste que me quedara contigo, le dije.
—Eso fue hace varios años.
—Ahora vine para quedarme.
—De eso vamos a hablar después, ahora cómete el postre del Negro, que está bien bueno, respondió y una sombra le nubló la cara.
—No puedes quedarte conmigo. Una mujer no debe vivir en la calle, sentenció Huberto Naranjo a eso de las seis, cuando ya no quedaba un alma en el boliche y hasta las canciones de amor habían muerto en la rockola. Afuera despuntaba un día igual a todos, comenzaba el ir y venir del tráfico y de la gente apresurada.
—¡Pero antes me lo propusiste!
—Sí, pero entonces eras una niña.
La lógica de este razonamiento se me escapó por completo. Me sentía mejor preparada para enfrentarme con el destino ahora que era algo mayor y creía tener una vasta experiencia mundana, pero él me explicó que la cosa era al revés: al crecer tenía más necesidad de ser protegida por un hombre, al menos mientras fuera joven, después daba lo mismo, porque no sería apetecible para nadie. No te pido que me cuides, nadie me está atacando, sólo quiero andar contigo, alegué, pero él fue inflexible y para ahorrar tiempo zanjó la discusión con un puñetazo sobre la mesa, bueno chica, ya está bien, me importan un carajo tus razones, a callar. Apenas acabó de despertar la ciudad, Huberto Naranjo me cogió por un brazo y me llevó medio a la rastra al departamento de la Señora, un sexto piso de un edificio en la calle República, mejor cuidado que otros del barrio. Nos abrió la puerta una mujer madura en bata de levantarse y pantuflas con pompones, todavía mareada de sueño y mascullando la resaca de algún desvelo.
—¿Qué pasa, Naranjo?
—Te traigo una amiga.
—¡Cómo se te ocurre sacarme de la cama a esta hora!
Pero nos invitó a entrar, nos ofreció asiento y anunció que iba a arreglarse un poco. Después de una larga espera apareció por fin la mujer, encendiendo lámparas a su paso y agitando el ambiente con el revuelo de su bata de nylon y de su terrible perfume. Necesité un par de minutos para darme cuenta de que se trataba de la misma persona, le habían crecido las pestañas, la piel parecía un plato de arcilla, sus rizos pálidos y sin brillo se alzaban petrificados, los párpados eran dos pétalos azules y la boca una cereza reventada; sin embargo, esos asombrosos cambios no torcían la expresión simpática de su rostro y el encanto de su sonrisa. La Señora, como la llamaban todos, reía por cualquier motivo y al hacerlo arrugaba la cara y entornaba los ojos, un gesto amable y contagioso que me ganó de inmediato.
—Se llama Eva Luna y viene a vivir contigo, anunció Naranjo.
—Estás loco, hijo.
—Te voy a pagar.
—A ver, niña, da una vuelta para verte. No estoy en ese negocio, pero…
—¡No viene a trabajar! la interrumpió él.
—No estoy pensando emplearla ahora, nadie la aceptaría ni de gratis, pero puedo empezar a enseñarle.
—Nada de eso. Haz cuenta que es mi hermana.
—¿Y para qué quiero yo a tu hermana?
—Para que te acompañe, sabe contar cuentos.
—¿Qué?
—Cuenta cuentos.
—¿Qué clase de cuentos?
—De amor, de guerra, de miedo, de lo que le pidas.
—¡Vaya! —exclamó la Señora observándome con benevolencia—. De todos modos hay que arreglarla un poco, Huberto, mírale los codos y las rodillas, tiene cuero de cachicamo. Tendrás que aprender modales, muchacha, no te sientes como si estuvieras montada en una bicicleta.
—Olvídate de esas estupideces y enséñale a leer.
—¿Leer? ¿Para qué quieres una intelectual?
Huberto era hombre de decisiones rápidas y ya a sus años estaba convencido de que su palabra era ley, de modo que plantó unos billetes en la mano de la mujer, prometió volver con frecuencia y se fue recitando recomendaciones con un firme taconeo de sus botas, no se te ocurra pintarle el pelo, porque te metes en un lío conmigo, que no salga de noche, la situación está jodida desde que mataron a los estudiantes, todas las mañanas aparecen muertos por allí, no la mezcles en tus negocios, acuérdate que es como de mi familia, cómprale ropa de señorita, yo pago todo, dale leche, dicen que hace engordar, si me necesitas me dejas recado en el boliche del Negro y yo vengo volando, ah… y gracias, ya sabes que me tienes a la orden. Apenas salió, la Señora se volvió con su estupenda sonrisa, caminó a mi alrededor examinándome, mientras yo fijaba la vista en el suelo, con las mejillas ardientes, abochornada, porque hasta ese día no había tenido ocasión de realizar el inventario de mi propia insignificancia.
—¿Cuántos años tienes?
—Trece, más o menos.
—No te preocupes, nadie nace bonita, eso se hace con paciencia y trabajo, pero vale la pena porque si lo consigues tienes la vida resuelta. Para empezar levanta la cabeza y sonríe.
—Prefiero aprender a leer…
—Esas son tonterías de Naranjo. No le hagas caso. Los hombres son muy soberbios, siempre están opinando. Lo mejor es decirles que sí a todo y hacer lo que a una le da la gana.
La Señora tenía hábitos noctámbulos, defendía su departamento de la luz natural con gruesos cortinajes y lo alumbraba con tantos bombillos de colores, que a primera vista parecía la entrada de un circo. Me señaló los frondosos helechos que decoraban los rincones, todos de plástico, el bar con botellas y copas diversas, la cocina impoluta donde no se divisaba ni una olla, su dormitorio con una cama redonda sobre la cual reposaba una muñeca española vestida de lunares. En el baño, atestado de potiches de cosméticos, había grandes toallas rosadas.
—Desnúdate.
—¿Ah?
—Quítate la ropa. No te asustes, sólo voy a lavarte, se rio la Señora.
Llenó la bañera, vació un puñado de sales que llenaron el agua de espuma fragante y allí me sumergí, primero con timidez y luego con un suspiro de placer. Cuando ya comenzaba a dormirme entre vapores de jazmín y merengue de jabón, reapareció la Señora con un guante de crin para refregarme. Después me ayudó a secarme, me puso talco boratado en las axilas y unas gotas de perfume en el cuello.
—Vístete. Iremos a comer algo y luego a la peluquería, anunció.
Por el camino los transeúntes se volteaban a mirar a la mujer, aturdidos por su andar provocativo y su aspecto de toreadora, demasiado atrevido aún en ese clima de colores brillantes y hembras de lidia. El vestido la ceñía poniendo en relieve colinas y valles, relucían los abalorios en su cuello y en sus brazos, tenía la piel blanca como tiza, todavía bastante apreciada en ese sector de la ciudad, aunque entre los ricos ya se había puesto de moda el bronceado de playa. Después de comer nos dirigimos al salón de belleza, donde la Señora ocupó todo el ámbito con sus saludos ruidosos, su sonrisa inmaculada y su presencia descollante de hetaira magnífica. Fuimos atendidas por las peluqueras con las deferencias reservadas a las buenas clientas y luego partimos las dos con ánimo alegre por los portales del centro, yo con una melena de trovador y la mujer con una mariposa de carey atrapada en sus rizos, dejando a nuestro paso una estela de patchulí y fijador capilar. Cuando llegó el momento de las compras me hizo probarme de cuanto había, menos pantalones, porque la Señora era de opinión que una mujer con ropas masculinas es tan grotesca como un hombre con falda. Por último escogió para mí zapatos de bailarina, vestidos amplios y cinturones de elástico, tal como se veían en las películas. La más preciosa adquisición fue un diminuto sostén donde mis ridículas pechugas flotaban como ciruelas perdidas. Cuando acabó conmigo eran las cinco de la tarde y yo estaba transformada en otro ser, largamente me busqué en el espejo, pero no pude hallarme, el cristal me devolvía la imagen de un ratón desorientado.
Al anochecer llegó Melecio, el mejor amigo de la Señora.
—¿Y esto? —preguntó asombrado al verme.
—Para no entrar en detalles, digamos que es la hermana de Huberto Naranjo.
—¿No estarás pensando…?
—No, me la dejó como compañía…
—¡Eso no más te faltaba!
Pero a los pocos minutos me había adoptado y ambos jugábamos con la muñeca y escuchábamos discos de rock n' roll, un extraordinario descubrimiento para mí, habituada a la salsa, los boleros y las rancheras de las radios de cocina. Esa noche probé el aguardiente con jugo de piña y los pasteles con crema, base de la dieta en esa casa. Más adelante, la Señora y Melecio partieron a sus respectivos trabajos, dejándome sobre la cama redonda, abrazada a la muñeca española, arrullada por el ritmo frenético del rock y con la certeza plena de que ese había sido uno de los días más felices de mi vida.
Melecio se arrancaba los vellos del rostro con pinza, después se pasaba un algodón empapado en éter y así su piel había adquirido textura de seda, cuidaba sus manos, largas y finas, y cada noche se cepillaba cien veces el cabello; era alto y de huesos firmes, pero se movía con tal delicadeza que lograba dar una impresión de fragilidad. Nunca mencionaba a su familia y sería años después, en los tiempos del penal de Santa María, cuando la Señora pudo averiguar sus orígenes. Su padre era un oso emigrado de Sicilia que cuando veía a su hijo con los juguetes de su hermana le caía encima para golpearlo a los gritos de ¡ricchione! ¡pederasta! ¡mascalzone! Su madre cocinaba abnegadamente la pasta ritual y se plantaba por delante con la determinación de una fiera cuando el padre intentaba obligarlo a patear una pelota, boxear, beber y más tarde visitar los prostíbulos. A solas con su hijo ella quiso averiguar sus sentimientos, pero la única explicación de Melecio fue que llevaba una mujer por dentro y no podía habituarse a ese aspecto de hombre en el cual estaba aprisionado como en una camisa de fuerza. Nunca dijo otra cosa y más tarde, cuando los psiquiatras le desmenuzaron el cerebro a preguntas, siempre contestó igual; no soy marica, soy mujer, este cuerpo es un error. Nada más y nada menos. Se fue de su casa apenas logró convencer a la mamma de que era mucho peor quedarse y morir en manos de su propio padre. Desempeñó varios oficios y acabó dando clases de italiano en una academia de lenguas donde le pagaban poco, pero el horario resultaba cómodo. Una vez al mes se encontraba con su madre en el parque, le daba un sobre con el veinte por ciento de sus ingresos, cualquiera que ellos fueran, y la tranquilizaba con mentiras sobre hipotéticos estudios de arquitectura. Al padre dejaron de mencionarlo y al cabo de un año la mujer comenzó a usar ropa de viuda, porque a pesar de que el oso se conservaba en perfecta salud, ella lo había matado en su corazón. Melecio se las arregló por un tiempo, pero rara vez le alcanzaba el dinero y había días en los cuales se mantenía en pie sólo con café. En esa época conoció a la Señora y a partir de ese momento comenzó para él una etapa más afortunada. Había crecido en un clima de ópera trágica y el tono de sainete de su nueva amiga fue un bálsamo para las heridas sufridas en su casa y las que continuaba sufriendo a diario en la calle por sus modales delicados. No eran amantes. Para ella el sexo constituía sólo el pilar fundamental de su empresa y a su edad no estaba dispuesta a despilfarrar energía en esos trotes, y para Melecio la intimidad con una mujer resultaba chocante. Con muy buen juicio establecieron desde el principio una relación de la cual descartaron los celos, la posesión arbitraria, la falta de cortesía y otros inconvenientes propios del amor carnal. Ella era veinte años mayor que él y a pesar de esa diferencia, o tal vez por lo mismo, compartían una espléndida amistad.
—Me dieron el dato de un buen empleo para ti. ¿Te gustaría cantar en un bar? —propuso un día la Señora.
—No sé… nunca lo he hecho.
—Nadie te va a reconocer. Estarás disfrazado de mujer. Es un cabaret de transformistas, pero no te espantes, es gente decente y pagan bien, el trabajo es fácil, ya lo verás…
—¡Tú también crees que soy uno de esos!
—No te ofendas. Cantar allí no significa nada. Es un oficio como cualquier otro, repuso la Señora, cuyo sólido sentido práctico era capaz de reducir todo a dimensiones domésticas.
Con algunas dificultades logró vencer la barrera de prejuicios de Melecio y convencerlo de las ventajas de la oferta. Al principio él se sintió chocado con el ambiente, pero en su noche de estreno descubrió que no sólo llevaba una mujer por dentro, también había una actriz. Se reveló en él un talento histriónico y musical ignorado hasta entonces y lo que empezó como un número de relleno acabó siendo lo mejor del espectáculo. Inició una doble vida, de día el sobrio maestro de la academia y por las noches, una criatura fantástica cubierta de plumas y diamantes de vidrio. Prosperó el estado de sus finanzas, pudo hacer algunos regalos a su madre, mudarse a un cuarto más decente, comer y vestirse mejor. Habría sido feliz si no lo invadiera un incontrolable malestar cada vez que recordaba sus propios genitales. Sufría al observarse desnudo en el espejo o al comprobar que, muy a su pesar, funcionaba como un hombre normal. Una obsesión recurrente lo atormentaba: imaginaba que él mismo se castraba con una tijera de jardín, una contracción de los brazos y, ¡plaf! ese apéndice maldito caía al suelo como un reptil ensangrentado.
Se instaló en un cuarto alquilado en el barrio de los judíos, al otro lado de la ciudad, pero cada tarde, antes de ir a su trabajo, se daba tiempo para visitar a la Señora. Llegaba al anochecer, cuando empezaban a encenderse las luces rojas, verdes y azules de la calle y las pindongas se asomaban a las ventanas y se paseaban por las aceras con sus aditamentos de batalla. Aun antes de oír el timbre yo adivinaba su presencia y corría a recibirlo. Me alzaba del suelo, no has aumentado ni un gramo desde ayer, ¿es que no te dan de comer? Era su saludo habitual y como un ilusionista hacía aparecer entre sus dedos algún dulce para mí. Prefería la música moderna, pero su público exigía canciones románticas en inglés o francés. Pasaba horas aprendiéndolas para renovar su repertorio y de paso me las enseñaba. Yo las memorizaba sin entender ni una palabra, porque en ellas no figuraba this pencil is red, is this pencil blue? ni ninguna otra frase del curso de inglés para principiantes que seguí por la radio. Nos divertíamos con los juegos de colegiales que ninguno de los dos tuvo oportunidad de practicar en la niñez, hacíamos casas para la muñeca española, correteábamos, cantábamos rondas en italiano, bailábamos. Me gustaba observarlo cuando se maquillaba y ayudarlo a coser las mostacillas en los trajes de fantasía del cabaret.
En su juventud, la Señora analizó sus posibilidades y concluyó que no tenía paciencia para ganarse el sustento con métodos respetables. Se inició entonces como especialista en masajes eruditos, al principio con cierto éxito, porque tales novedades no se habían visto aún por estas latitudes, pero con el crecimiento demográfico y la inmigración descontrolada, surgió una competencia desleal. Las asiáticas trajeron técnicas milenarias imposibles de superar y las portuguesas bajaron los precios hasta lo irracional. Esto alejó a la Señora de ese arte ceremonioso, porque no estaba dispuesta a realizar acrobacias de saltimbanqui o darlo barato ni a su marido, en caso de haberlo tenido. Otra se habría resignado a ejercer su oficio en forma tradicional, pero ella era mujer de iniciativas originales. Inventó unos estrafalarios juguetes con los cuales pensaba invadir el mercado, pero no consiguió a nadie dispuesto a financiarlos. Por falta de visión comercial en el país, esa idea —como tantas otras— fue arrebatada por los norteamericanos, que ahora tienen las patentes y venden sus modelos por todo el orbe. El pene telescópico a manivela, el dedo a pilas y el seno infalible con pezones de caramelo, fueron creaciones suyas y si le pagaran el porcentaje al cual en justicia tiene derecho, sería millonaria. Pero era una adelantada para esa década, nadie pensaba entonces que tales adminículos podrían tener demanda masiva y no parecía rentable producirlos al detalle para uso de especialistas. Tampoco consiguió préstamos bancarios para montar su propia fábrica. Obnubilado por la riqueza del petróleo, el Gobierno ignoraba las industrias no tradicionales. Este fracaso no la descorazonó. La Señora hizo un catálogo de sus muchachas encuadernado en terciopelo malva y lo mandó discretamente a las más altas autoridades. Días más tarde recibió la primera solicitud para una fiesta en La Sirena, una isla privada que no figura en ningún mapa de navegación, defendida por arrecifes de coral y tiburones, a la cual sólo se puede acceder en avioneta. Pasado el entusiasmo inicial, midió el tamaño de su responsabilidad y se puso a meditar sobre la mejor forma de complacer a tan distinguida clientela. En ese instante, tal como me contó Melecio años más tarde, posó los ojos en nosotros, que habíamos sentado a la muñeca española en un rincón y desde el otro extremo de la sala le lanzábamos monedas tratando de embocarlas en la falda de lunares. Mientras nos contemplaba, su cerebro creativo barajaba diversas posibilidades y por fin se le ocurrió la idea de remplazar la muñeca por una de sus muchachas. Recordó otros juegos infantiles y a cada uno le añadió un pincelazo obsceno, transformándolo en una novedosa diversión para los invitados de la fiesta. Después de eso no le faltó trabajo con banqueros, magnates y encumbradas personalidades del Gobierno, que pagaban sus servicios con fondos públicos. Lo mejor de este país es que la corrupción alcanza para todos, suspiraba ella encantada. Con sus empleadas era severa. No las reclutaba con engañifas de chulo de barrio, les hablaba claro para evitar malentendidos y desbaratarles los escrúpulos desde el comienzo. Si una le fallaba, así fuera por razones de enfermedad, duelo o imponderable catástrofe, la descartaba de inmediato. Háganlo con entusiasmo, niñas, nosotras trabajamos para caballeros de orden, en este negocio se necesita mucha mística, les decía. Cobraba más caro que la competencia local, porque había comprobado que los deslices baratos no se disfrutan ni se recuerdan. En una oportunidad un coronel de la Guardia, que había pasado la noche con una de las mujeres, a la hora de cancelar la cuenta sacó su revólver de servicio, amenazando con meterla presa. La Señora no perdió la calma. Antes de un mes el militar llamó solicitando tres damas bien dispuestas para atender a unos delegados extranjeros y ella amablemente le respondió que invitara a su esposa, su madre y su abuela si quería joder gratis. A las dos horas apareció un ordenanza con un cheque y una caja de cristal con tres orquídeas moradas, que en el lenguaje de las flores significa tres encantos femeninos de poder supremo, como explicó Melecio, aunque posiblemente el cliente no lo sabía y las escogió sólo por la ostentación del envase.
Espiando las conversaciones de las mujeres aprendí en pocas semanas más de lo que muchas personas descubren a lo largo de la vida. Preocupada por mejorar la calidad de los servicios de su empresa, la Señora compraba libros franceses que le suministraba a hurtadillas el ciego del kiosko; sospecho, sin embargo, que rara vez resultaban de alguna utilidad, porque las muchachas se quejaban de que a la hora del calzoncillo los caballeros de orden se tomaban unos cuantos tragos y repetían las mismas rutinas, así es que de nada servía tanto estudio. Cuando me hallaba sola en el apartamento, me encaramaba en una silla y sacaba los libros prohibidos de su escondite. Eran asombrosos. Aunque no podía leerlos, las ilustraciones bastaban para sembrarme ideas que, estoy segura, llegaban incluso más allá de las posibilidades anatómicas.
Ese fue un buen período en mi existencia, a pesar de que tenía la sensación de estar suspendida en una nube, rodeada de omisiones y mentiras. A ratos creía asomarme a la verdad, pero pronto me encontraba otra vez extraviada en un bosque de ambigüedades. En esa casa las horas estaban trastocadas, se vivía de noche y se dormía durante el día, las mujeres se transformaban en seres diferentes al colocarse el maquillaje, mi patrona era un nudo de misterios, Melecio no tenía edad ni sexo definido, hasta los alimentos parecían golosinas de cumpleaños, nunca contundente comida casera. También el dinero acabó por ser irreal. La Señora guardaba gruesos fajos en cajas de zapatos, de donde sacaba para los gastos diarios, aparentemente sin llevar las cuentas. Yo encontraba billetes por todas partes y al principio pensé que los desparramaban a mi alcance para probar mi honradez, pero luego comprendí que no era una trampa, sino simple abundancia y puro desorden.
Algunas veces le oí decir a la Señora que sentía horror de las ataduras sentimentales, pero creo que la traicionaba su verdadera naturaleza y, tal como le ocurrió con Melecio, terminó encariñándose conmigo. Abramos las ventanas, para que entre el ruido y la luz, le pedí y ella accedió; compremos un pájaro para que nos cante y un macetero con helechos de verdad para verlos crecer, sugerí después y ella también lo hizo; quiero aprender a leer, insistí y ella se dispuso a enseñarme, pero otros afanes postergaron sus propósitos. Ahora, que han pasado tantos años y puedo pensar en ella con la perspectiva de la experiencia, creo que no tuvo un destino fácil, sobrevivía en un medio brutal, sumida en tráficos vulgares. Tal vez imaginaba que en alguna parte debía existir un puñado de seres escogidos que podían darse el lujo de la bondad y decidió protegerme de la sordidez de la calle República, a ver si lograba burlar a la suerte y salvarme de una vida como la suya. Al comienzo intentó mentirme sobre sus actividades comerciales, pero cuando me vio dispuesta a devorar el mundo con todos sus errores, cambió de táctica. Supe después por Melecio, que la Señora se puso de acuerdo con las otras mujeres para preservarme incontaminada y tanto se empeñaron en hacerlo, que terminé encarnando lo mejor de cada una. Quisieron mantenerme al margen de la rudeza y la chabacanería y al hacerlo ganaron una nueva dignidad para sus vidas. Me pedían que les contara la continuación de la radionovela de turno y yo improvisaba un fin dramático que nunca coincidía con el desenlace radial, pero eso no les importaba. Me invitaban a ver películas mexicanas y a la salida del cine nos instalábamos en «La Espiga de Oro» a comentar el espectáculo. A pedido de ellas, yo cambiaba el argumento convirtiendo los delicados amoríos de un modesto charro en una tragedia de sangre y espanto. Tú cuentas mejor que en las películas, porque se sufre mucho más, sollozaban ellas con la boca llena de torta de chocolate.
Huberto Naranjo era el único que no me pedía historias, porque las consideraba una diversión estúpida. Aparecía de visita con los bolsillos repletos de dinero y lo repartía a dos manos sin explicar cómo lo había obtenido. Me regalaba vestidos con volantes y encajes, zapatos de niñita y carteras de bebé, que todos celebraban porque deseaban conservarme en el limbo de la inocencia infantil, pero que yo rechazaba ofendida.
—Esto no sirve ni para ponérselo a la muñeca española. ¿No ves que ya no soy una mocosa?
—No quiero que andes vestida de buscona. ¿Te están enseñando a leer? —preguntaba él y se enfurecía al comprobar que mi analfabetismo no retrocedía ni una letra.
Yo me guardaba muy bien de decirle que en otros aspectos mi cultura avanzaba de prisa. Lo amaba con una de esas obsesiones adolescentes que dejan huellas imborrables, pero nunca conseguí que Naranjo reparara en mi ardorosa disposición y cada vez que intentaba insinuársela, él me apartaba con las orejas en llamas.
—Déjame tranquilo. Lo que tienes que hacer es estudiar para maestra o enfermera, esos son trabajos decentes para una mujer.
—¿No me quieres?
—Me ocupo de ti, eso basta.
A solas en mi cama abrazaba la almohada, rogando que me crecieran pronto los senos y me engrosaran las piernas, sin embargo nunca relacioné a Huberto Naranjo con las ilustraciones de los libros didácticos de la Señora o los comentarios de las mujeres que lograba captar. No imaginaba que esas cabriolas tuvieran alguna relación con el amor, me parecían sólo un oficio para ganarse la vida, como la costura o la mecanografía. El amor era el de las canciones y las novelas de la radio, suspiros, besos, palabras intensas. Quería estar con Huberto bajo la misma sábana, apoyada en su hombro, durmiendo a su lado, pero mis fantasías eran castas todavía.
Melecio era el único artista digno en el cabaret donde trabajaba por las noches, los demás formaban un elenco deprimente: un coro de maricas denominado el Ballet Azul ensartados por la cola en lamentable desfile, un enano que realizaba proezas indecentes con una botella de leche y un caballero de ciertos años cuya gracia consistía en bajarse los pantalones, volver el trasero hacia los espectadores y expulsar tres bolas de billar. El público se reía a gritos con estos trucos de payaso, pero cuando Melecio hacía su entrada envuelto en plumas tocado con su peluca de cortesana y cantando en francés, reinaba un silencio de misa en la sala. No lo silbaban ni lo ofendían con chirigotas como a la comparsa, porque aun el más insensible de los clientes percibía su calidad. Durante esas horas en el cabaret, se convertía en la estrella deseada y admirada, rutilante bajo los focos, centro de todas las miradas, allí cumplía su sueño de ser mujer. Al terminar su presentación se retiraba al cuarto insalubre que le habían asignado como camerino y se quitaba su atuendo de diva. Las plumas, colgadas de un gancho parecían un avestruz agónico, su peluca quedaba sobre la mesa como un despojo decapitado y sus alhajas de vidrio, botín de un pirata defraudado, reposaban en una bandeja de latón. Se quitaba el maquillaje con crema y aparecía su rostro viril. Vestía su ropa de hombre, cerraba la puerta y ya afuera se apoderaba de él una tristeza profunda, porque atrás quedaba lo mejor de sí mismo. Se dirigía al boliche del Negro a comer algo solo en una mesa del rincón pensando en la hora de felicidad que acababa de vivir sobre el escenario. Después regresaba a su pensión caminando por las calles solitarias para tomar el fresco de la noche, subía hasta su cuarto, se lavaba y se echaba sobre la cama a mirar la oscuridad hasta que se dormía.
Cuando la homosexualidad dejó de ser un tabú y se exhibió a la luz del día, se puso de moda visitar a los maricones en su ambiente, como se decía. Los ricos llegaban en sus coches con chofer, elegantes, ruidosos, aves multicolores que se abrían paso entre los clientes habituales, se sentaban a consumir champaña adulterado, aspirar una pizca de cocaína y aplaudir a los artistas. Las señoras eran las más entusiastas, finas mujeres descendientes de inmigrantes prósperos, vestidas con trajes de París, luciendo las réplicas de las joyas que guardaban en sus cajas de seguridad, invitaban a los actores a sus mesas para brindar con ellas. Al día siguiente reparaban con baños turcos y tratamientos de belleza los perjuicios de la mala bebida, el humo y la trasnochada, pero valía la pena porque esas excursiones eran el tema obligado de conversación en el Club de Campo. El prestigio de la extraordinaria Mimí, nombre artístico de Melecio, pasó de boca en boca esa temporada, pero el eco de su fama no salió de los salones y en el barrio de los judíos donde vivía o en la calle República, nadie sabía y a nadie le importaba que el tímido profesor de italiano fuera Mimí.
Los habitantes de la zona roja se habían organizado para la sobrevivencia. Hasta la policía acataba ese tácito código de honor, limitándose a intervenir en las riñas públicas, patrullar las calles de vez en cuando y cobrar sus comisiones, entendiéndose directamente con sus soplones, más interesada en la vigilancia política que en otros aspectos. Cada viernes aparecía en el apartamento de la Señora un sargento, que estacionaba su automóvil en la acera, donde todos pudieran verlo y supieran que estaba recaudando su parte de las ganancias, no fueran a pensar que la autoridad ignoraba los negocios de esa matrona. Su visita no duraba más de diez o quince minutos, suficientes para fumar un cigarrillo, contar un par de chistes y luego partir satisfecho con una botella de whisky bajo el brazo y su porcentaje en el bolsillo. Estos arreglos eran similares para todos y resultaban justos, pues permitían a los funcionarios mejorar sus ingresos y al resto laborar con tranquilidad. Yo llevaba varios meses en casa de la Señora, cuando cambiaron al sargento y de la noche a la mañana las buenas relaciones se fueron al diablo. Los negocios se vieron en peligro por las exigencias desmesuradas del nuevo oficial, quien no respetaba las normas tradicionales. Sus irrupciones intempestivas, amenazas y chantajes acabaron con la paz de espíritu, tan necesaria para la prosperidad. Trataron de llegar a un arreglo con él, pero era un individuo codicioso y de escaso criterio. Su presencia rompió el equilibrio delicado de la calle República y sembró el desconcierto por doquier, la gente se reunía en los boliches para discutir, así no es posible ganarse la vida como Dios manda, hay que hacer algo antes de que este desgraciado nos precipite en la ruina. Conmovido por el coro de lamentos, Melecio decidió intervenir, a pesar de que el asunto no le incumbía, y propuso hacer una carta firmada por los afectados y llevarla al Jefe del Departamento de Policía, con copia al ministro del Interior, ya que ambos se habían beneficiado durante años y tenían, por lo tanto, el deber moral de prestar oídos a sus problemas. No tardó en comprobar que el plan era descabellado y ponerlo en práctica una temeridad. En pocos días juntaron las firmas del vecindario, tarea nada sencilla, porque a cada cual había que explicarle los detalles, pero por fin reunieron una muestra importante y la Señora fue en persona a dejar el pliego de peticiones a los destinatarios. Veinticuatro horas después, al amanecer, cuando todo el mundo dormía, el Negro del boliche llegó corriendo con la noticia de que estaban allanando casa por casa. El maldito sargento venía con el furgón del Comando Contra el Vicio, bien conocido por introducir armas y droga en los bolsillos para inculpar a los inocentes. Sin aliento, el Negro contó que habían entrado como una horda de guerra en el cabaret y se habían llevado presos a todos los artistas y parte del público, dejando discretamente fuera del escándalo a la clientela elegante. Entre los detenidos iba Melecio cuajado de pedrerías y con su cola emplumada de pájaro de carnaval, acusado de pederasta y traficante, dos palabras desconocidas en ese entonces para mí. El Negro salió disparado a repartir la mala nueva entre el resto de sus amigos, dejando a la Señora con una crisis de nervios.
—¡Vístete, Eva! ¡Muévete! ¡Mete todo en una maleta! ¡No! ¡No hay tiempo para nada! Hay que salir de aquí… ¡Pobre Melecio!
Trotaba por el apartamento medio desnuda estrellándose contra las sillas niqueladas y las mesas de espejo, mientras se vestía a toda prisa. Por último cogió la caja de zapatos con el dinero y echó a correr por la escalera de servicio, seguida por mí, todavía atontada de sueño y sin entender lo que pasaba, aunque presentía que debía ser algo muy grave. Descendimos en el mismo instante en que la policía irrumpía en el ascensor. En la planta baja nos topamos con la conserje en camisón de dormir, una gallega de corazón de madre, quien en tiempos normales hacía cambalache de suculentas tortillas de papas con chorizo por frascos de agua de colonia. Al ver nuestro estado de desorden y oír el jaleo de los uniformados y las sirenas de las patrullas en la calle, comprendió que no venía al caso formular preguntas. Nos hizo señas de seguirla al sótano del edificio, cuya puerta de emergencia comunicaba con un estacionamiento cercano, y por allí logramos escapar sin pasar por la calle República, ocupada íntegramente por la fuerza pública. Después de aquella estampida indigna, la Señora se detuvo acezando, apoyada contra el muro de un hotel, al borde del soponcio. Entonces pareció verme por primera vez.
—¿Qué haces aquí?
—Me escapo también…
—¡Ándate! ¡Si te encuentran conmigo me acusarán de corruptora de menores!
—¿A dónde quiere que vaya? Yo no tengo donde ir.
—No sé hija. Busca a Huberto Naranjo. Yo debo esconderme y conseguir ayuda para Melecio, no puedo ocuparme de ti ahora.
Se perdió calle abajo y lo último que vi de ella fue su fundillo envuelto en la falda floreada, bamboleándose sin asomo del antiguo atrevimiento, más bien con franca incertidumbre. Me quedé agazapada en la esquina mientras pasaban ululando los coches policiales y a mi alrededor huían meretrices, sodomitas y proxenetas. Alguien me indicó que me marchara pronto de allí, porque la carta redactada por Melecio y firmada por todos había caído en manos de los periodistas y el escándalo, que les estaba costando el puesto a más de un ministro y a varios jerarcas de la policía, nos caería encima como un hachazo. Allanaron cada edificio, cada casa, cada hotel y boliche del vecindario, se llevaron detenidos hasta al ciego del kiosko y reventaron tantas bombas de gas que hubo una docena de intoxicados y murió un recién nacido a quien su madre no alcanzó a poner a salvo, porque a esa hora estaba con un cliente. Durante tres días y sus noches no hubo más tema de conversación que la Guerra al Hampa, como la llamó la prensa. El ingenio popular, sin embargo, la llamó la Revuelta de las Putas, nombre con el cual el incidente quedó registrado en los versos de los poetas.
Me encontré sin un centavo, como tantas veces me había ocurrido antes y me pasaría en el futuro, y tampoco pude ubicar a Huberto Naranjo, a quien la confusión de esa batalla sorprendió en otro extremo de la ciudad. Desconcertada, me senté entre dos columnas de un edificio, dispuesta a luchar contra la sensación de orfandad que en otras ocasiones había experimentado y ahora volvía a invadirme. Escondí la cara entre las rodillas, llamé a mi madre y muy pronto percibí su aroma ligero de tela limpia y almidón. Surgió ante mí intacta, con su trenza enrollada en la nuca y los ojos de humo brillando en su rostro pecoso, para decirme que esa trifulca no era nada de mi incumbencia y no había razón para tener miedo, que me sacudiera el susto y echáramos a andar juntas. Me puse de pie y le tomé la mano.
No pude encontrar a ninguno de mis conocidos, tampoco tuve valor para volver a la calle República, porque cada vez que me aproximaba veía las patrullas estacionadas y supuse que me esperaban a mí. Nada sabía de Elvira desde hacía mucho tiempo y descarté la idea de buscar a mi Madrina, que en esa época ya había perdido la razón por completo y sólo se interesaba en jugar a la lotería, convencida de que los santos le indicarían por teléfono el número ganador, pero la corte celestial se equivocaba en las predicciones tanto como cualquier mortal.
La célebre Revuelta de las Putas puso todo patas arriba. Al principio el público aplaudió la enérgica reacción del Gobierno y el Obispo fue el primero en hacer una declaración a favor de la mano dura contra el vicio; pero la situación se invirtió cuando un periódico humorístico editado por un grupo de artistas e intelectuales, publicó bajo el título de Sodoma y Gomorra las caricaturas de altos funcionarios implicados en la corrupción. Dos de los dibujos se parecían peligrosamente al General y al Hombre de la Gardenia, cuya participación en tráficos de toda índole era conocida, pero hasta ese momento nadie se había atrevido a ponerla en letras de molde. La Seguridad allanó el local del diario, rompió las máquinas, quemó el papel, detuvo a los empleados que pudo atrapar y declaró prófugo al director; pero al día siguiente apareció su cadáver con huellas de tortura y degollado, en el interior de un automóvil estacionado en pleno centro. A nadie le cupo duda de quiénes eran los responsables de su muerte, los mismos de la matanza de universitarios y la desaparición de tantos otros, cuyos cuerpos iban a parar a pozos sin fondo, con la esperanza de que si en el futuro eran encontrados, serían confundidos con fósiles. Este crimen colmó la paciencia de la opinión pública, que llevaba años soportando los abusos de la dictadura, y en pocas horas se organizó una manifestación masiva, muy diferente a los mítines relámpagos con que la oposición protestaba en vano contra el Gobierno. Se atocharon las calles cercanas a la Plaza del Padre de la Patria con miles de estudiantes y obreros, que elevaron banderas, pegaron pancartas quemaron cauchos. Parecía que por fin el miedo había retrocedido para dar paso a la rebelión. En medio del tumulto avanzó por una avenida lateral una breve columna de extraño aspecto, eran las ciudadanas de la calle República, quienes no habían comprendido el alcance del escándalo político y creyeron que el pueblo se alzaba en su defensa. Conmovidas, algunas ninfas treparon a una improvisada tribuna para agradecer el gesto solidario hacia las olvidadas de la sociedad, como se autodesignaron. Y está bien que así sea, compatriotas, porque, ¿podrían las madres, las novias y las esposas dormir en paz si nosotras no realizáramos nuestro trabajo? ¿dónde se desfogarían sus hijos, sus novios y sus maridos si no cumpliéramos con nuestro deber? La multitud las ovacionó de tal forma, que por poco se arma un carnaval, pero antes de que eso sucediera el General sacó el Ejército a la calle. Las tanquetas avanzaron con estrépito de paquidermos, pero no llegaron lejos, porque se hundió el pavimento colonial de las calles céntricas y la gente aprovechó los adoquines para arremeter contra la autoridad. Hubo tantos heridos y contusos, que se declaró al país en estado de sitio y se impuso toque de queda. Estas medidas aumentaron la violencia, que explotó por todas partes como incendios de verano. Los estudiantes colocaron bombas de fabricación doméstica hasta en los púlpitos de las iglesias, el populacho derribó las cortinas metálicas de los almacenes de los portugueses para apoderarse de la mercadería, un grupo de escolares atrapó a un policía y lo paseó desnudo por la Avenida Independencia. Hubo muchos destrozos y víctimas que lamentar, pero fue una estupenda pelotera que ofreció al pueblo la oportunidad de gritar hasta desgañitarse, cometer desmanes y sentirse libre de nuevo. No faltaron bandas de músicos improvisados tocando en tambores de gasolina vacíos y largas filas de bailarines sacudiéndose al son de los ritmos de Cuba y Jamaica. La asonada duró cuatro días, pero finalmente se apaciguaron los ánimos, porque todos estaban exhaustos y nadie podía recordar con precisión el origen de lo ocurrido. El ministro responsable presentó su renuncia y fue remplazado por un conocido mío. Al pasar delante de un kiosko, vi su retrato en la primera página de un periódico y me costó reconocerlo, porque la imagen de aquel hombre severo, con el ceño fruncido y la mano en alto, no correspondía a la de quien dejé humillado en un sillón de felpa obispal.
Hacia el fin de semana el Gobierno recuperó el control de la ciudad y el General partió a descansar a su isla privada, panza arriba bajo el sol del Caribe, seguro de que hasta los sueños de sus compatriotas estaban en su puño. Esperaba gobernar el resto de su vida, porque para eso tenía al Hombre de la Gardenia vigilando que no se conspirara en los cuarteles ni en la calle, y además estaba convencido de que el relámpago de la democracia no había durado suficiente como para dejar huellas importantes en la memoria del pueblo. El saldo de ese tremendo bochinche fue algunos muertos y un número indeterminado de presos y exilados. Se abrieron otra vez las timbas y serrallos de la calle República y regresaron sus ocupantes a las labores habituales, como si nada hubiera sucedido. Las autoridades continuaron recibiendo sus porcentajes y el nuevo ministro se mantuvo en su puesto sin contratiempos, después de ordenar a la policía que no molestara al hampa y se dedicara, como siempre, a perseguir a los opositores políticos y dar caza a los locos y mendigos para afeitarles la cabeza, rociarlos con desinfectante y soltarlos en las carreteras para que desaparecieran por vías naturales. El General no se inmutó ante las habladurías, confiado en que las acusaciones de abuso y corrupción solidificarían su prestigio. Había hecho suya la lección del Benefactor y creía que la historia consagra a los jefes audaces, porque el pueblo desprecia la honestidad como una condición de frailes y de mujeres, poco deseable para ornamento de buen varón. Estaba convencido de que los hombres doctos sirven para honrarlos con estatuas y es conveniente disponer de dos o tres de ellos para exhibir en los textos escolares, pero a la hora de repartirse el poder, sólo los caudillos arbitrarios y temibles tienen oportunidad de triunfar.
Muchos días anduve vagando de un lado para otro. No participé en la Revuelta de las Putas, porque me cuidé de evitar los desórdenes. A pesar de la presencia visible de mi madre, al principio sentía un vago ardor en el centro del cuerpo y la boca seca, áspera, llena de arena, pero después me acostumbré. Olvidé los firmes hábitos de limpieza inculcados por la Madrina y Elvira y dejé de acercarme a las fuentes y grifos públicos para lavarme. Me convertí en una criatura sucia, que en el día caminaba sin rumbo fijo, comiendo lo que pudiera conseguir, y al atardecer me refugiaba en un sitio oscuro para ocultarme durante el toque de queda, cuando sólo los coches de la Seguridad circulaban por las calles.
Un día a eso de las seis de la tarde conocí a Riad Halabí. Yo estaba en una esquina y él, que pasaba por la misma acera, se detuvo a contemplarme. Levanté la cara y divisé a un hombre de mediana edad, corpulento, de ojos lánguidos y párpados gruesos. Creo que usaba traje claro y corbata, pero yo lo recuerdo siempre vestido con esas impecables guayaberas de batista que poco después yo misma plancharía con esmero.
—Pst, muchachita… me llamó con voz gangosa.
Y entonces noté su defecto en la boca, una hendidura profunda entre el labio superior y la nariz, los dientes separados, a través de los cuales asomaba la lengua. El hombre sacó un pañuelo y se lo llevó a la cara para ocultar su deformidad, sonriéndome con sus ojos de aceituna. Empecé a retroceder, pero me invadió de pronto una profunda fatiga, un anhelo insoportable de abandonarme y dormir, se me doblaron las rodillas y caí sentada, mirando al desconocido a través de una neblina espesa. Él se inclinó, me tomó de los brazos, obligándome a ponerme en pie, a dar un paso, dos, tres, hasta que me encontré instalada en una cafetería ante un enorme emparedado y un vaso de leche. Los cogí con manos temblorosas, aspirando el olor del pan caliente. Al masticar y tragar sentí un dolor sordo, un placer agudo, una ansiedad feroz, que después sólo he encontrado algunas veces en un abrazo de amor. Comí con rapidez y no alcancé a terminar, porque me volvió el mareo y esta vez las náuseas fueron incontrolables y vomité. A mi alrededor la gente se apartó asqueada y el mesonero comenzó a proferir insultos, pero el hombre lo hizo callar con un billete y sosteniéndome por la cintura me sacó de allí.
—¿Dónde vives, hija? ¿Tienes familia?
Negué avergonzada. El hombre me condujo hasta una calle cercana donde esperaba su camioneta, destartalada y repleta de cajas y bolsas. Me ayudó a subir, me cubrió con su chaqueta, puso el motor en marcha y se dirigió hacia el oriente.
El viaje duró toda la noche a través de un paraje oscuro, donde las únicas luces eran las alcabalas de la Guardia, los camiones en su ruta hacia los campos petroleros y el Palacio de los Pobres, que se materializó por treinta segundos al borde del camino, como una visión alucinante. En otros tiempos fue la mansión de verano del Benefactor, donde bailaron las mulatas más bellas del Caribe, pero el mismo día que murió el tirano empezaron a llegar los indigentes, primero tímidamente y después en tropel. Entraron a los jardines y como nadie los detuvo siguieron avanzando, subieron por las anchas escaleras orilladas por columnas talladas con remaches de bronce, recorrieron los fastuosos salones de mármol blanco de Almería, rosa de Valencia y gris de Carrara, cruzaron los corredores de mármoles arborescentes, arabescos y cipolinos, se introdujeron en los baños de ónix, jade y turpalina y por fin se instalaron con sus hijos, sus abuelos, sus bártulos y sus animales domésticos. Cada familia encontró un lugar para acomodarse, dividieron con líneas ilusorias las amplias habitaciones, colgaron sus hamacas, destrozaron el mobiliario rococó para encender sus cocinas, los niños desarmaron la grifería de plata romana, los adolescentes se amaron entre los ornamentos del jardín y los viejos sembraron tabaco en las bañeras doradas.
Alguien mandó a la Guardia a sacarlos a tiros, pero los vehículos de la autoridad se perdieron por el camino y nunca dieron con el lugar. No pudieron expulsar a los ocupantes, porque el palacio y todo lo que había dentro se hizo invisible al ojo humano, entró en otra dimensión en la cual siguió existiendo sin perturbaciones.
Cuando por fin llegamos a destino, ya había salido el sol. Agua Santa era uno de esos pueblos adormilados por la modorra de la provincia, lavado por la lluvia, brillando en la luz increíble del trópico. La camioneta recorrió la calle principal con sus casas coloniales, cada una con su pequeño huerto y su gallinero, y se detuvo ante una vivienda pintada con cal, más firme y mejor plantada que las demás. A esa hora el portón estaba cerrado y no me di cuenta de que era un almacén.
—Ya estamos en casa, dijo el hombre.