11

El fin

Ollie avanzó ágilmente, la pistola en la diestra. Billy y yo apenas habíamos traspuesto la puerta cuando Ollie —un Ollie incorpóreo, como una imagen de televisión— había alcanzado ya mi Saab. Abrió la puerta del conductor y seguidamente la trasera. Y en ese momento algo surgió de la niebla y le partió casi por la mitad.

No llegué a ver claramente qué era, y creo que lo celebro. Me pareció de color rojo, del rojo irritado de una langosta hervida. Tenía garras. Y producía un sordo gruñido, no muy distinto del que oyéramos cuando Norton y su grupito de Racionalistas abandonaron el supermercado.

A un disparo de Ollie, las garras de la bestia retrocedieron en un movimiento de tijera, y el cuerpo de él dio la impresión de plegarse con un enorme borbotón de sangre. La pistola de Amanda se le escapó de las manos, cayó sobre la acera y se disparó. Distinguí, en un atisbo de pesadilla, dos ojos negros y mates, gigantescos, como de un pulpo descomunal, y entonces el monstruo corrió a refugiarse en la niebla, llevándose como presa lo que quedaba de Ollie Weeks. El largo cuerpo, de escorpión multisegmentado, rechinó en el pavimento.

A eso siguió un instante de elección. Es posible que todos lo sean, siquiera fugazmente. Una mitad de mi ser quería volver al supermercado a la carrera, estrechando fuertemente a Billy. La otra mitad se lanzó hacia el Saab, arrojó a Billy a su interior, entró a toda prisa tras de él. Entonces Amanda soltó un grito. Fue un sonido agudo, que ascendió como en espiral hasta alcanzar una frecuencia casi ultrasónica. Billy se apretujó contra mí, la cara hundida en mi pecho.

Una de las arañas había cazado a Hattie Turman. Era un bicho grande. Derribó a la mujer, cuyas flacas rodillas quedaron a la vista, levantadas las faldas, cuando la araña se le echó encima y, acariciándole los hombros con las velludas patas, comenzó a devanar activamente su hilo.

«La anticuaria tenía razón —pensé—. Todos moriremos aquí. Moriremos sin remedio».

¡Amanda! —bramé.

No hubo respuesta. Estaba por completo enajenada. La araña se encontraba a horcajadas sobre la que había sido la niñera de Billy, una mujer aficionada a los rompecabezas y a aquellos endemoniados damerogramas que ningún ser corriente hubiera podido resolver sin trastocarse. «La blanca trama envolvía sus restos, coloreándose ya con el rojo de la sangre que brotaba conforme el corrosivo hilo se hundía en la carne».

Cornell retrocedía lentamente hacia el supermercado, los ojos como platos tras los cristales de las gafas. De pronto se dio media vuelta y echó a correr. Engarfiados los dedos, abrió la puerta y entró precipitadamente.

La grieta que había interrumpido mi pensamiento se cerró cuando, acercándose a ella con paso rápido, la señora Reppler le dio un doble bofetón a Amanda, primero con la palma de la mano y luego con el revés, que puso fin a su grito. Me acerqué a ella, la hice girar sobre sí misma y la empujé hacia el Saab.

—¡AL COCHE! —chillé.

Se puso en marcha. La señora Reppler se deslizó junto a mí, empujó a Amanda al asiento trasero, subió detrás de ella y cerró de un portazo.

Yo me desprendí a Billy de un tirón y le arrojé al interior. En el momento en que entraba a mi vez, uno de aquellos hilos de araña llegó flotando y se me posó en el tobillo. Me causó el tipo de escocedura que produce un sedal al escurrirse velozmente entre los dedos. Y era duro. Di un vivo tirón con el pie y lo rompí. Salté al volante.

—¡Cierra, cierra la portezuela, por el amor de Dios! —aulló Amanda.

Cerré. Apenas un instante más tarde, una araña topaba suavemente con la carrocería. Yo estaba a unos pocos centímetros de sus ojos, candentes, malignos, estúpidos. Sus patas, gruesas como mi muñeca, acariciaron de aquí para allá el cuadrado capó. Amanda chillaba sin parar, como una sirena de incendios.

—Calle, mujer —dijo la señora Reppler.

La araña desistió. Como no alcanzaba a olernos, ya no estábamos allí. Sobre sus numerosas patas desequilibradas, trotó de regreso hacia la niebla, se convirtió en un espectro y desapareció.

Me asomé a la ventanilla, para cerciorarme de que se había marchado, y abrí la portezuela.

—¿Qué haces? —clamó Amanda.

Pero yo sabía muy bien lo que estaba haciendo, y me complazco en pensar que Ollie hubiera hecho exactamente lo mismo. Medio sacando el cuerpo, medio inclinándolo, me hice con la pistola. Algo avanzó rápidamente hacia mí, pero no llegué a ver qué era. Salté de nuevo al interior y cerré con fuerza.

Amanda rompió en sollozos. La señora Reppler la rodeó con el brazo y la consoló enérgicamente.

Billy dijo:

—¿Vamos a casa, papá?

—Lo intentaremos, Gran Bill.

—Está bien —dijo en voz queda.

Pasé un terrible instante al descubrir que no tenía las llaves del coche. En vano recorrí todos los bolsillos. Luego, imponiéndome calma, los registré de nuevo, uno por uno, despacio. Por fin las localicé en el de los tejanos, donde se habían colado debajo de las monedas, como a veces ocurre con las llaves. El Saab arrancó a la primera. Al oír el confortable rugido del motor, Amanda se echó a llorar nuevamente.

Me quedé esperando, con el motor en punto muerto, para ver qué atraía su zumbido, o quizá el olor del escape. Transcurrieron cinco minutos, los más largos de mi vida. Nada sucedió.

—¿Hemos de quedarnos aquí o nos vamos? —preguntó por fin la señora Reppler.

—Nos vamos —repuse.

Salí, marcha atrás, de la zona de estacionamiento y encendí las luces de cruce.

No sé qué —probablemente un impulso maligno— me hizo pasar lentamente frente al Supermercado Federal, donde el guardabarros derecho del Saab topó, desplazándolo, con el barril de desperdicios. Me había acercado todo lo posible al edificio, pero, salvo por las troneras, no era posible ver el interior —donde, con todos aquellos rimeros de sacos de fertilizantes, parecía desarrollarse alguna disparatada liquidación de artículos de jardinería—; aun así, en cada aspillera había dos o tres caras pálidas, vueltas hacia nosotros.

Torcí entonces a la izquierda, y la niebla se cerró detrás de nosotros, impenetrable. Y no sé qué habrá sido de aquella gente.

Enfilé Kansas Road a diez kilómetros por hora, tanteando el terreno. La visibilidad, aun con los faros y las luces de posición encendidos, se reducía a dos o tres metros.

La tierra había sufrido alguna terrible convulsión; Miller acertaba en eso. En algunos puntos la calzada sólo estaba hendida, pero en otros, donde grandes porciones de pavimento resaltaban ladeadas, parecía haber fallado el propio suelo. Conseguí abrirme camino gracias a la tracción de las cuatro ruedas. Daba gracias a Dios por eso, pero me aterraba la posibilidad de tropezar en breve con un obstáculo que ni un coche de aquellas características pudiera superar.

Me llevó cuarenta minutos cubrir un trayecto que de ordinario hacía en siete u ocho. Por fin se perfiló en la niebla el indicador de nuestro camino particular. Billy, despierto desde las cuatro y cuarto, dormía profundamente: el interior del coche, tan conocido, debió darle la sensación de estar en casa.

Amanda miró con nerviosismo el camino.

—¿De veras te vas a meter por ahí?

—Voy a intentarlo —contesté.

Pero fue imposible. La tormenta de la antevíspera había aflojado muchos árboles, y aquel extraño, violento temblor de tierra remató la tarea de derribarlos. Conseguí salvar los dos primeros, bastante delgados. Pero en seguida apareció, cruzando el camino como una barricada de forajidos, un corpulento pino añoso. La casa quedaba todavía a casi cuatrocientos metros de distancia. Billy dormía a mi lado. Dejé el motor en punto muerto, me tapé los ojos con las manos y traté de decidir mi próximo movimiento.

Ahora, sentado en el parador que se alza cerca de la Salida 3 de la autopista de Maine, donde escribo todo esto en papel de cartas de la casa, pienso que la señora Reppler, esa vieja entera y capaz, habría podido esbozarme en cuatro trazos la profunda futilidad de la situación. Pero tuvo la bondad de dejarme discurrir por mi cuenta.

No podía salir del coche. No podía dejarles. Ni siquiera podía engañarme con la idea de que todos los monstruos de película de terror habían quedado atrás, en el Federal: al entreabrir la ventanilla, oí sus pisadas y sus tumbos en la espesura, junto al escarpado despeñadero que por aquí llaman las Cornisas. El relente goteaba de lo alto de las hojas. La niebla se oscureció al frente por un segundo cuando una pesadillesca y sólo entrevista cometa viviente pasó volando sobre nosotros.

Traté de convencerme —entonces y ahora— de que si había sido muy rápida y se había encerrado a cal y canto en la casa, disponía de comida para entre diez días y dos semanas. Pero no da resultado más que a ratos. El obstáculo está en el último recuerdo que guardo de ella, con el deforme chambergo y los guantes de jardín, camino del huertecillo mientras la niebla, inexorable, cruzaba el lago a su espalda.

En quien debo pensar ahora, me repito, es en Billy. En el Gran Bill, en el Gran Bill… Debiera escribirlo cien veces en esta cuartilla, como un niño obligado a copiar No lanzaré bolitas de papel en clase cuando la soleada calma de las tres de la tarde se derrama por las ventanas y la maestra corrige deberes sentada a su mesa, sin más ruidos que el garrapatear de la pluma, mientras en un lejano recodo los otros chicos forman equipos para un partido de pelota.

Total que, por último, hice lo único que podía hacer. Saqué cuidadosamente el coche, marcha atrás, hasta Kansas Road. Y entonces lloré.

Amanda me tocó tímidamente el hombro.

—David, cuánto lo siento —dijo.

—Sí —repuse, tratando, sin éxito, de contener las lágrimas—. Sí, yo también.

Seguí hasta la Nacional 302, que enfilé a la izquierda, en dirección a Portland. También allí la calzada aparecía hendida y rota a trechos, pero en conjunto resultaba más transitable que Kansas Road. Me preocupaban los puentes. Todo Maine está surcado de cursos de agua, debido a lo cual hay puentes, grandes y pequeños, por doquier. Ello no obstante, el paso elevado de Naples estaba intacto y, a partir de ese punto, la marcha, aunque lenta, no ofrecía dificultades hasta Portland.

La densidad de la niebla no disminuía. En una ocasión, pensando que había árboles atravesados en la carretera, tuve que detenerme. Luego, y como empezaran a ondular y moverse, comprendí que se trataba, una vez más, de tentáculos. Esperé, detenido el coche, y al cabo de un instante se retiraron. En otro momento un bicho verde, de cuerpo tornasolado y largas alas transparentes, aterrizó en el capó. Su aspecto era el de una gigantesca libélula groseramente contrahecha. Después de reposar allí un instante, alzó el vuelo y desapareció.

Billy despertó cosa de dos horas después de que hubiéramos dejado atrás Kansas Road y quiso saber si habíamos recogido ya a su madre. Le respondí que a causa de los árboles no había podido llegar a la casa.

—¿Estará bien, papá?

—No lo sé, Billy. Pero volveremos allí y nos enteraremos.

No lloró. Lo que hizo fue dormirse otra vez. Yo hubiera preferido sus lágrimas. Dormía demasiado, y eso no me gustaba.

A causa de la tensión, empezaba a dolerme la cabeza. Una consecuencia del tener que conducir sin visibilidad, siempre entre diez y quince kilómetros por hora, y el saber que en cualquier momento podía surgir de la niebla algo, cualquier cosa: una falla, un corrimiento de tierras o la Hidra, el monstruo de las tres cabezas. Creo que recé. Le pedí a Dios que Stephanie se encontrara viva, y que no hiciese recaer en ella mi adulterio. Le pedí que me permitiese llevar a Billy a lugar seguro, porque era mucho lo que el niño había pasado. Libre la carretera, porque la mayor parte de los automovilistas se habían retirado al arcén con la llegada de la niebla, alcanzamos North Windham sobre el mediodía. Intenté cruzar por River Road, pero después de un trecho de unos diez kilómetros, me encontré con un ruidoso riacho cuyo puente había caído al agua. Tuve que retroceder, en marcha atrás, casi dos kilómetros antes de encontrar un punto lo bastante ancho para dar la vuelta. Fuimos hacia Portland por la Nacional 302.

Al llegar allí, tomé el atajo que lleva a la autopista. En su acceso, la bien delimitada hilera de cabinas de peaje se había convertido, destrozadas sus mamparas de cristal ahumado, en un grupo de calaveras de huecas cuencas. Todas las casillas estaban vacías. En una de ellas vi, asomando por la puerta corredera, una chaqueta del uniforme de las Autopistas de Maine, según indicaban los distintivos de la manga. Estaba teñida en sangre medio seca. Desde nuestra salida del Federal, no habíamos visto un solo ser humano vivo.

—David, pruebe la radio —dijo la señora Reppler.

Escandalizado por mi torpeza, me di una palmada en la frente. ¿Cómo podía haber olvidado hasta entonces el receptor del coche?

—No diga eso —intervino incisiva la maestra—. No puede usted pensar en todo. Como lo intente, se volverá loco y dejará de ser útil.

En la onda corta no encontré más que un sostenido crepitar de parásitos, y la frecuencia modulada no produjo más que un uniforme silencio de mal augurio.

—¿Significa eso —preguntó Amanda— que todas las emisoras han dejado de funcionar?

Me pareció adivinar lo que pensaba: encontrándonos ya tan al sur, tendríamos que haber captado toda una serie de emisoras de Boston —la WRKO, la WBZ, la WMEX—; y si Boston había dejado de…

—En realidad, no significa nada —repuse—. Esos parásitos de la onda corta sólo indican interferencias. El efecto de impregnación de la niebla afecta también a las señales de radio.

—¿Seguro que sólo se trata de eso?

—Seguro —dije sin la menor seguridad.

Seguimos hacia el sur. Los indicadores kilométricos desfilaban a la derecha en orden descendente, a partir, creo, del setenta. Cuando alcanzáramos el kilómetro 1 estaríamos en la divisoria de New Hampshire. La marcha por la autopista era dificultosa: muchos conductores se habían negado a desistir, y menudeaban las colisiones en cadena. En varias ocasiones tuve que pasar por la franja de separación.

Sobre la una y veinte —yo empezaba a tener hambre—, Billy me aferró el brazo.

—Papá, ¿qué es eso? ¡Qué es eso!

En la niebla se perfiló una sombra que la tiñó de oscuro. Tenía el tamaño de un risco y avanzaba derecho hacia nosotros. Pisé a fondo el freno. Amanda, que venía dormitando, salió proyectada hacia delante.

Se acercaba algo; una vez más, es cuanto puedo decir con certeza. Aunque pueda deberse al hecho de que la niebla sólo nos permitiera breves atisbos de las cosas, creo igualmente probable atribuirlo a que el cerebro se niega, sin más, a registrar ciertas imágenes. Las hay tan tenebrosas y horripilantes —como también, supongo, de tan excelsa belleza—, que las minúsculas puertas de la percepción humana no tiene cabida para ellas.

Tenía seis patas, eso lo sé; y también que su piel, de un gris de pizarra, era, en determinados puntos, de un castaño oscuro. Absurdamente, estas últimas manchas me recordaron el moteado hepático de las manos de la señora Carmody. Llena de arrugas y de profundos surcos, la piel tenía adheridas docenas, centenares de aquellos «insectos» rosados de ojos pedunculares. Ignoro cuál sería el verdadero tamaño de la bestia; lo cierta es que pasó limpiamente sobre nosotros. Una de las arrugadas patas grises golpeó el suelo justo al lado de mi ventanilla, y la señora Reppler comentó más tarde que no había alcanzado a ver la parte inferior del cuerpo, por más que estirara el cuello con ese propósito. Sólo distinguió dos patas ciclópeas batiendo en la niebla hasta que el animal se perdió de vista.

En el instante en que pasó el Saab, tuve la impresión de que era un cuerpo de tales proporciones que, comparada con él, una ballena no abultaría más que una trucha; en otras palabras: algo tan enorme que la imaginación no acertaba a captarlo. Desapareció haciendo trepidar el suelo con el impacto de sus pisadas. Sus huellas hundían el asfalto de la autopista; huellas tan profundas que no conseguí ver su fondo. Cualquiera de ellas, en todo caso, hubiera podido alojar el volumen del Saab.

Por un instante todos guardamos silencio. Sólo se oía el resuello de nuestra respiración y las menguantes sacudidas que aquel Ser gigantesco producía a su paso.

Billy preguntó por fin:

—¿Era un dinosaurio, papá?

—No lo creo. No creo que nunca haya existido un animal tan grande. Al menos, no sobre la tierra.

Pensé en el proyecto Punta de Flecha, y de nuevo me pregunté qué locos, endiablados experimentos se traerían allí entre manos.

—¿No podríamos continuar? —terció Amanda tímidamente—. Lo digo por si volviese…

Podía volver, sí, pensé; y también podíamos encontrar otros más adelante. Pero ¿a qué mencionar eso? A alguna parte teníamos que ir. Reanudé la marcha, atento a sortear aquellas terribles huellas, hasta que se desviaron de la calzada.

Y he ahí lo ocurrido, o casi todo. Queda un último detalle, al que me referiré en seguida. Pero no debéis esperar un final claro. Esto no concluye ni en un: «Y escaparon de la niebla hacia el bendito sol de un nuevo día», ni en un: «Al despertar descubrieron que la Guardia Nacional había llegado por fin», ni menos aún el clásico y manido: «Todo había sido un sueño».

Se trata, creo, de lo que mi padre llamó siempre, con contraída mueca, «un final a lo Alfred Hitchcock»; es decir, un desenlace ambiguo que deja al lector, o al espectador, en libertad de decidir por su cuenta cómo terminaron las cosas. Lleno de desdén hacia este tipo de relatos, mi padre solía llamarlos «de salva».

Llegamos a este parador de la Salida 3 hacia el anochecer, con cuya irrupción el conducir se convertía en un riesgo suicida. Antes habíamos probado suerte en el puente del río Saco. Parecía muy deformado, y con la niebla era imposible determinar si estaba entero o no lo estaba. En esa partida concreta salimos virtualmente ganadores.

Pero hay un mañana en que pensar, ¿no es así?

En este momento son las doce y cuarto de la madrugada del veintitrés de julio. La tempestad que, al parecer, señaló el principio de todo esto fue hace sólo cuatro días. Billy está durmiendo en el vestíbulo, en un colchón que le saqué allí. Amanda y la señora Reppler descansan no lejos de él. Escribo estas líneas a la luz de una potente linterna, y afuera los insectos rosados chocan con los cristales de las ventanas y los palpan. De vez en cuando se oye un choque más fuerte, al caer algún pájaro sobre uno de ellos.

El Saab tiene gasolina suficiente para quizás otros ciento cincuenta kilómetros. La alternativa es repostar aquí: hay un poste en la zona de servicio, y aunque está cortado el fluido eléctrico, creo que podría sacar carburante por succión. Pero…

Pero eso significa salir.

Si conseguimos gasolina —aquí o más adelante— continuaremos viaje. Es que, verán, ahora tengo a la vista un punto de destino. Es el detalle que dejaba para el final.

Lo malo del caso, lo maldito del caso, es que no lo sé con certeza. Podría ser imaginación mía, puro anhelo. Y aunque así no fuera, es una posibilidad tan remota… ¿Cuántos kilómetros, cuántos puentes habría que salvar? ¿Cuántas bestias ansiosas de despedazar a mi hijo y devorarlo en medio de sus gritos de agónico terror?

Son tantas las probabilidades de que no se trate más que de un ensueño, que por el momento no se lo he mencionado ni a las mujeres ni al niño.

En el apartamento del director encontré un receptor de radio multiondas, a pilas. Un cable plano, de antena, partía de su reverso hacia el exterior, a través de la ventana. Cambié el selector a la posición de «pilas», puse en marcha el aparato y comencé a mover los botones del sintonizador y el modulador. Una vez más, sólo encontré parásitos, o total silencio.

Y entonces, inesperadamente, justo cuando me disponía a desconectar, me pareció oír, o soñé que oía, una palabra, sólo una, en un punto situado en el extremo mismo de la onda corta.

No capté nada más. Estuve a la escucha tal vez una hora, pero no capté nada más. Aquella palabra, aquella única palabra, tenía que haberme llegado gracias a un minúsculo cambio del efecto impregnador de la niebla, una brecha infinitesimal que volvió a cerrarse de inmediato.

Una sola palabra.

Tengo que dormir un poco… supuesto que pueda hacerlo, hasta que raye el día, sin verme acosado por los rostros de Ollie Weeks, de la señora Carmody y de Norm, el mozo… o por el rostro de Steff, sombreado a medias por la ancha ala del sombrero.

El parador tiene un restaurante, el típico restaurante de parador, con un mostrador, en el centro, en forma de herradura. Voy a dejar estas páginas encima de ese mostrador, en la esperanza de que alguien las encuentre un día y las lea.

Una palabra.

Si fuera cierto que la oí. Si lo fuera…

Voy a acostarme. Pero antes quiero besar a mi hijo y decirle dos palabras al oído. Ya saben: por conjurar malos sueños que puedan asaltarle.

Esas dos palabras tienen algo en común.

La una es «Connecticut».

La otra, «esperanza».