10

El influjo de la señora Carmody.

La segunda noche en el supermercado.

El choque final

Me correspondía dormir, y no recuerdo nada de lo sucedido en las tres horas siguientes. Aunque, según Amanda, hablé mucho en sueños y grité en una o dos ocasiones, no guardo memoria de aquéllos. Me desperté por la tarde, con una sed espantosa. Parte de la leche se había estropeado, pero también la había en buenas condiciones. Me bebí un litro.

Billy, la señora Turman y yo estábamos juntos. Amanda se reunió con nosotros seguida por el hombre de avanzada edad que había ofrecido intentar hacerse con la carabina que tenía en el portamaletas. Recordé que se llamaba Cornell, Ambrose Cornell.

—¿Qué tal se siente, hijo? —me preguntó el hombre.

—Bien —lo cierto, sin embargo, es que seguía sediento y que me dolía la cabeza. Enlazando a Billy con el brazo, miré alternativamente a Amanda y a su acompañante—. ¿Qué ocurre?

—Al señor Cornell le preocupa la Carmody —respondió ella—. Y a mí también.

—Billy, acompáñame a dar una vuelta —intervino Hattie Turman.

—No quiero —respondió el niño.

—Venga, Gran Bill, acompáñala —le dije.

Obedeció… de mala gana.

—Y bien, ¿qué pasa con la Carmody? —quise saber.

—Está alborotando el gallinero —explicó Cornell. Me miró con la severidad de los viejos—. Creo que tendríamos que poner coto a eso. Por cualquier medio posible.

—Ya tiene casi una docena de oyentes —terció Amanda—. Parece un servicio religioso, pero con locos.

Me vino al recuerdo una conversación que había mantenido con un escritor amigo mío, que vivía en Otisfield y sacaba adelante a su familia —la esposa y dos hijas— criando gallinas y presentando anualmente una novela de espías. Como saliese a colación la gran popularidad obtenida por la literatura fantástica, me dijo que en los años cuarenta la publicación Historias Extraordinarias pagaba verdaderas miserias por los originales, y que una década más tarde había ido a la quiebra. Cuando las máquinas fallan (añadió, mientras su mujer miraba huevos al trasluz y los gallos alborotaban en el patio), cuando falla la tecnología y fallan los sistemas religiosos tradicionales, la gente necesita aferrarse a algo. Ni el deambular nocturno de un zombi resulta tan pavoroso como la desintegración de la capa de ozono bajo el ataque conjunto del fluorocarbono de millones de botes de sustancias pulverizadas.

Llevábamos treinta y seis horas encerrados en el mercado y no habíamos sido capaces de hacer absolutamente nada. Nuestra única expedición al exterior se había saldado con un cincuenta y siete por ciento de bajas. No tenía nada de asombroso que la Carmody se estuviera convirtiendo en un valor en alza.

—¿De veras tiene una docena de oyentes? —insistí.

—Bueno, no: sólo ocho —precisó Cornell—. ¡Pero es que no calla ni un instante! Parece uno de aquellos discursos de diez horas que solía pronunciar Castro. Es una condenada obstruccionista.

Ocho personas. No eran muchas, ni siquiera las suficientes para completar un jurado. Y sin embargo, comprendí la preocupación que ambos tenían pintada en la cara: al ser ocho, se convertirían en el grupo político más numeroso del lugar, en particular tras la desaparición de Miller y Hatlen. La idea de que ese grupo mayoritario estuviera prestando oídos a los desvaríos de la anticuaria, sobre las simas del averno y la ruptura de los siete sellos, me producía una agudísima sensación de claustrofobia.

—Otra vez está hablando de sacrificios humanos —señaló Amanda—. Cuando Bud Brown se le acercó y le dijo que le prohibía seguir disparatando de aquella forma en su tienda, dos de los que están a su lado, uno de ellos ese tal LaFleur, replicaron que era él quien debía cerrar el pico, porque éste era todavía un país libre. Como Brown se negó a callar, hubo… bueno, creo que podríamos llamarlo una agarrada.

—Brown terminó sangrando por la nariz —dijo Cornell—. Esa gente va en serio.

—Pero no llevarán las cosas —objeté— hasta el extremo de matar a nadie.

Cornell repuso en voz baja:

—Como persista la niebla, no sé hasta dónde son capaces de llegar. Ni quiero averiguarlo. Me propongo salir de aquí.

—Es fácil decirlo…

Sin embargo, una idea empezaba a abrirse paso en mi cerebro. El olor. Ésa era la clave. A los que estábamos en el supermercado nos habían dejado más o menos en paz. Era posible que los bichos rosados, como la mayor parte de los insectos ordinarios, se vieran atraídos por la luz. En cuanto a los pájaros, sólo buscaban su fuente de alimentación. Pero los grandes monstruos nos habían dejado tranquilos, salvo en las ocasiones en que por una razón u otra rompimos nuestro aislamiento. De una cosa estaba seguro: la carnicería de la Farmacia Bridgton se había producido porque sus puertas estaban abiertas de par en par. A juzgar por el sonido, el ser o los seres que habían dado cuenta de Norton y de su grupo eran del tamaño de una casa, y ello no obstante, no se habían acercado a nosotros. Eso significaba tal vez…

Sentí la imperiosa necesidad de hablar con Ollie Weeks.

—Me propongo salir de aquí, aunque me cueste la vida —declaró Cornell—. No tengo intención de pasarme el resto del verano en este local.

—Ha habido cuatro suicidios —dijo Amanda inesperadamente.

—¿Cómo? —lo primero que me vino a la cabeza, con un vivo sentimiento, en cierto modo de culpa, fue que, por lo que fuera, habían descubierto los cadáveres de los soldados.

—Píldoras —fue la lacónica respuesta de Cornell—. Yo y otros dos nos llevamos los cuerpos a la trastienda.

Tuve que reprimir la risa. Habíamos montado en el almacén una funeraria en toda regla.

—Vamos quedando pocos —concluyó Cornell—. Yo quiero marcharme.

—No conseguirá llegar a su coche. Créamelo.

—Pero si está en la primera fila —insistió—. Hay menos distancia que hasta la farmacia.

No quise contestarle. No era el momento.

Cosa de una hora más tarde encontré a Ollie, plantado junto al mostrador de las cervezas, tomándose una. Aunque con semblante impasible, parecía observar atentamente a la Carmody. Por lo visto, la anticuaria era infatigable. Y, desde luego, estaba hablando de sacrificios humanos, con la sola diferencia de que ya nadie la mandaba callar. Algunos de los que lo habían hecho la víspera, ahora formaban en su grupo, o por lo menos se mostraban dispuestos a escuchar. El resto se encontraba en minoría.

—Es posible que de aquí a mañana los haya convencido —comentó Ollie—. A lo mejor me equivoco…, pero, en caso contrario, ¿a quién crees que designará ese honor?

Bud Brown le había plantado cara. Y también Amanda. Y estaba el hombre que la había abofeteado. Y yo, claro está.

—Ollie —dije—, creo que un grupo de cinco o seis personas podríamos salir de aquí. No sé hasta dónde llegaríamos, pero creo que al menos podríamos salir.

—¿Cómo?

Le expuse mi plan, que era bastante sencillo. Si cruzábamos a la carrera hasta mi Saab y entrábamos apresuradamente, no percibirían olor humano alguno, a condición de que mantuviéramos cerradas las ventanillas.

—¿Y si les atrae algún otro olor? —objetó Ollie—. El del escape, por ejemplo.

—En tal caso estamos perdidos —convine.

—¿Y el movimiento? —agregó—. El movimiento del coche en la niebla podría atraerlos, David.

—No lo creo. Si no hay olor de presas humanas, no. Creo de veras que en eso estriba la posibilidad de escapar.

—Pero no lo sabes.

—Con certeza, no.

—¿A dónde irías?

—¿Inmediatamente? A casa. A buscar a mi mujer.

—David…

—Como quieras. A comprobar. A cerciorarme.

—Bichos como los de ahí afuera puede haberlos por todas partes, David. Pueden caer sobre ti nada más bajar del coche, en la misma puerta de tu casa.

—Si ocurriera eso, te quedas con el Saab. Sólo te pediría que cuidases de Billy como mejor supieras y mientras te fuera posible.

Terminada la cerveza Ollie arrojó la lata al interior del frigorífico, donde chocó con el resto de los envases vacíos. La culata del arma que el marido le había dado a Amanda le asomaba por el bolsillo del pantalón.

—¿Qué rumbo seguirías? —preguntó—. ¿Hacia el sur?

—Sí, hacia el sur. E intentaría salir de la niebla. Lo intentaría con toda mi alma.

—¿Tienes gasolina?

—El depósito está casi a tope.

—Podría ser imposible salir de la niebla. ¿Has pensado en eso?

Lo había hecho. Los experimentos que se traían entre manos los del proyecto Punta de Flecha podían haber lanzado toda aquella zona a otra dimensión, como quien le da la vuelta a un calcetín.

—Se me ha ocurrido —repuse—. Pero ¿qué alternativa nos queda? ¿Esperar a ver a quién depara la Carmody el honor del sacrificio?

—¿Y cuándo pensabas hacerlo? ¿Hoy?

—No, ya está cayendo la tarde, y esos bichos se activan con la oscuridad. Había pensado en mañana, a primerísima hora.

—¿Quiénes iríamos?

—Tú, Billy y yo. Hattie Turman, Amanda Dumfries, ese tipo mayor, Cornell, y la señora Reppler. Quizá también Bud Brown. Eso supone ocho personas, pero si Billy se sienta en las rodillas de alguien, hay sitio para todos.

—De acuerdo —dijo por fin—. Intentémoslo. ¿Lo has consultado con alguien más?

—No, todavía no.

—Pues te aconsejo que no lo hagas; espera hasta eso de las cuatro de la mañana. Yo colocaré un par de bolsas con provisiones debajo de la caja más cercana a la puerta. Con un poco de suerte, podemos quitarnos de en medio sin que nadie lo advierta —los ojos se le desviaron de nuevo hacia la Carmody—. Si ésa se enterase, podría tratar de detenernos.

—¿Tú crees?

—Sí, lo creo —dijo, y agarró otra cerveza.

Esa tarde —la de ayer— transcurrió como en cámara lenta. Con el anochecer, la niebla volvió a adquirir aquel gris mate, de cromo. Lo que percibíamos del mundo exterior se fundió en la negrura alrededor de las ocho y media.

Reaparecieron los bichos rosados, y a continuación los voladores, que, abatiéndose sobre las lunas, los devoraban. Algo aullaba a ratos en la niebla, y poco antes de la medianoche, un largo, sostenido ¡Aaaa-ruuuuu! hizo que la gente se volviera hacia la oscuridad con sobrecogida expresión escrutadora. Era la clase de voz que podría emitir un enorme caimán en un pantano.

Ocurrió poco más o menos lo que Miller había predicho. Hacia la madrugada, la Carmody se había hecho con otras cinco o seis almas. Entre los nuevos se encontraba el señor McVey, el carnicero, que escuchaba en pie, con los brazos cruzados, observándola.

La anticuaria estaba excitadísima. Por lo visto, el sueño no existía para ella. Su sermón, un flujo uniforme de horrores como los concebidos por Doré, el Bosco y Jonathan Edwards, se prolongaba incesante, camino de alguna especie de clímax. Los congregados empezaron a murmurar con ella, balanceándose inconscientemente de atrás hacia adelante, como auténticos fieles en una asamblea evangélica. Los ojos brillaban, las miradas estaban vacías. Estaban hechizados por la anticuaria.

Hacia las tres —la plática continuaba, interminable, y los que no sentían interés por ella se habían retirado a la trasera del local, con ánimo de dormir un poco—, vi que Ollie colocaba una bolsa de comestibles sobre un estante, debajo de la caja más próxima a la puerta de salida. Media hora más tarde dejó otra bolsa junto a la anterior. No me pareció que nadie reparase en él. Billy, la señora Turman y Amanda dormían en grupo junto a los desnudos exhibidores de los fiambres. Me reuní con ellos y caí en un agitado entresueño.

Mi reloj indicaba las cuatro y cuarto cuando Ollie me despertó sacudiéndome. Le acompañaba Cornell, cuyos ojos destellaban tras los cristales de las gafas.

—Es la hora, David —dijo el primero.

Sentí en el vientre un calambre nervioso, que luego pasó. Desperté a Amanda. Me había planteado las posibles consecuencias de reunir en el coche a Amanda y a Stephanie, pero la cuestión se me fue en seguida del pensamiento. En la jornada que estaba por comenzar era preferible tomar las cosas como vinieran.

Aquellos extraordinarios ojos verdes se abrieron y encontraron los míos.

—¿Qué ocurre, David?

—Vamos a tratar de salir de aquí. ¿Vienes?

—¿De qué hablas?

Mientras se lo explicaba, desperté a la señora Turman. De esa forma sólo tendría que contarlo una vez.

—Lo que dices sobre el olor —comentó Amanda—, es sólo una conjetura, supongo.

—Sí.

—A mí no me importa —dijo Hattie. Estaba pálida y, a pesar del descanso, muy ojerosa—. Haría lo que fuera, me expondría a cualquier peligro, con tal de ver otra vez el sol.

«Con tal de ver otra vez el sol». Un ligero estremecimiento recorrió mi cuerpo. Había tocado un punto muy próximo al núcleo de mis propios temores, a la sensación de irremediable fatalidad que se había apoderado de mí al ver desaparecer a Norm por la puerta del almacén, arrastrado. Entre la niebla, el sol se había convertido en una monedita de plata. Era como estar en Venus.

Lo que minaba mis fuerzas y socavaba mi voluntad no era tanto el pensar en los monstruos que pululaban en la niebla —el episodio de la barra de hierro me había demostrado que no se trataba de engendros lovecraftianos, dotados de inmortalidad, sino de seres orgánicos, vulnerables a su propia manera—, como la idea de la niebla misma. «Con tal de ver otra vez el sol». Hattie estaba en lo cierto. Por aquel solo hecho valía la pena arrostrar toda clase de calamidades.

Le dirigí una sonrisa a la que correspondió con indecisión.

—Sí —dijo Amanda—. Yo también voy.

Me puse a despertar a Billy zarandeándole tan suavemente como pude.

—Estoy con ustedes —fue la sucinta respuesta de la señora Reppler.

Nos habíamos agrupado junto al mostrador de las carnes. Todos, salvo Bud Brown, que nos agradeció la invitación pero la declinó. No quería abandonar su puesto en el supermercado, dijo, pese a lo cual, añadió con meritoria gentileza, no le reprochaba a Ollie el que lo hiciera.

Del blanco cajón esmaltado comenzaba a surgir un desagradable tufillo dulzón, que me recordó lo que nos había pasado en casa cuando, encontrándonos de vacaciones en el Cabo por una semana, se nos averió el congelador. Pensé que a lo mejor era el olor de la carne descompuesta lo que había decidido al señor McVey a unirse al grupo de la anticuaria.

—… expiación! ¡En lo que tenemos que pensar ahora es en la expiación! ¡Se nos azota con flagelos y escorpiones! ¡Se nos castiga por hurgar en secretos que Dios mantenía sellados de antiguo! ¡Hemos visto abrirse los labios de la tierra! ¡Hemos visto horrores de pesadilla! ¡Ni la roca nos esconde de ellos, ni el árbol muerto ofrece cobijo alguno! ¿Qué le pondrá fin? ¿Qué lo detendrá?

¡La expiación! —coreó el bueno de Myron LaFleur.

—La expiación… la expiación… —susurraron los otros, indecisos.

¡Que os lo oiga con verdadero sentimiento! —gritó la Carmody.

Las venas del cuello le resaltaban, abultadas como cuerdas. La voz, aunque cascada y enronquecida a esas alturas, seguía llena de poder. Y se me ocurrió que era la niebla la que le daba ese poder —el poder de obnubilar, nunca mejor dicho, la mente humana—, de la misma manera que a los demás nos había privado de la luz del sol. Antes no era sino una vieja un poco excéntrica, propietaria de una tienda de antigüedades en una pequeña ciudad que estaba plagada de tales tiendas. Una simple vieja que guardaba en su trastienda unos cuantos animales disecados y a quien se atribuían

(esa loca… esa bruja)

… conocimientos de medicina popular. Le reconocían la facultad de encontrar agua valiéndose de una varita de madera de manzano, la de secar las verrugas y, por medio de un ungüento que vendía, borrar las pecas. Incluso había oído decir (¿no fue a Bill Giosti?) que podía uno consultar a la señora Carmody —con discreción asegurada— a propósito de su vida amorosa; que a quien tenía problemas en la alcoba, ella le proporcionaba un bebedizo que le devolvía a sus veinte años.

—¡EXPIACIÓN! —gritaron a coro.

¡Eso es: expiación! —aulló, delirante, la anticuaria—. ¡La expiación disipará la niebla! ¡Ella conjurará los monstruos y los engendros! ¡Ella nos quitará de los ojos las escamas de la niebla y nos dejará ver! —su tono bajó un punto—. ¿Y qué dice la Biblia de la expiación? ¿Qué es, a los Ojos y en el Ánimo de Dios, lo único capaz de lavar los pecados?

La sangre.

Esa vez un vivo estremecimiento me sacudió todo el cuerpo hasta erizarme el vello de la nuca. La respuesta había partido de labios del señor McVey, el carnicero de Bridgton, que ya ejercía su oficio cuando yo era un chiquillo que caminaba de la creativa mano de mi padre. El señor McVey, tomando encargos y cortando carne vestido con su manchada bata blanca. El señor McVey, de larga experiencia en el manejo del cuchillo… sí, y en el del rajador y la sierra también. El señor McVey, capaz como nadie de comprender que el agente limpiador del alma ha de brotar de las heridas del cuerpo.

La sangre… —susurraron los demás.

—Papá, tengo miedo —dijo Billy; tensa y descolorida la carita, me apretó fuertemente la mano.

—¿Y si saliéramos de esta casa de locos? —le dije a Ollie.

—Ahora mismo —respondió—. En marcha.

Cuidando de no apiñarnos, enfilamos el segundo pasillo: Ollie, Amanda, Cornell, Hattie Turman, la señora Reppler, Billy y yo. Eran las cuatro y cuarto de la mañana y la niebla empezaba a iluminarse de nuevo.

—Tomad tú y Cornell las bolsas de comestibles —dijo Ollie.

—De acuerdo.

—Yo saldré primero. Tu Saab tiene cuatro puertas, ¿no?

—Así es.

—Está bien. Yo abriré la del conductor y la trasera del mismo lado. Señora Dumfries, ¿puede usted cargar a Billy?

Amanda le tomó en brazos.

—¿Peso mucho? —le preguntó el niño.

—No, tesoro.

—Menos mal.

—Usted y Billy se colocan delante, bien pegados a la puerta contraria —prosiguió Ollie—. La señora Turman, en ese asiento, junto a usted. Tú, David, al volante. Los demás nos…

—A ver, ¿a dónde van ustedes?

Era la Carmody.

Se encontraba al final del pasillo bajo cuya caja Ollie había escondido las bolsas de las provisiones. El amarillo de su conjunto de chaqueta y pantalón detonaba en la penumbra. Su cabellera, disparada en rizos grotescos que partían en todas direcciones, me recordó por un instante la de Elsa Lanchester en La novia de Frankenstein. Sus ojos soltaban chispas. A su espalda, un grupo de entre diez y quince personas obstruían las dos puertas del local. Tenían el aspecto de quien acaba de sufrir un accidente de circulación, o el de quien ha visto aterrizar un ovni, o ante cuyos ojos un árbol ha desenterrado sus raíces y ha echado a andar.

Billy se estrechó contra Amanda y ocultó la cara en su cuello.

—Nos disponemos a salir, señora Carmody —repuso Ollie en tono curiosamente dulce—. Tenga la bondad de apartarse.

—No pueden salir. Hacerlo es la muerte. ¿Acaso no lo han comprendido todavía?

—No le hemos estorbado a usted para nada —intervine—. Sólo aspiramos al mismo trato.

Inclinándose, dio certeramente con las provisiones. Debía de saber desde el principio lo que planeábamos. Tiró de las bolsas y las sacó de la repisa donde Ollie las había puesto. Una se abrió por la mitad y dejó caer su contenido de latas. La otra la arrojó al suelo, donde reventó con estrépito de vidrios rotos. Espumosos regueros de agua de seltz partieron en todas direcciones, salpicando el niquelado frontal del mostrador vecino.

—¡Ésta es la clase de gente que atrajo el castigo! —vociferó—. ¡Gente que no quiere doblegarse ante la voluntad del Todopoderoso! ¡Culpables del pecado de orgullo, altivos, de tiesa cerviz! ¡De ellos tiene que salir el sacrificio! ¡La sangre de la expiación ha de ser la suya!

Un creciente murmullo de asenso la acicateó. Lo suyo era ya un frenesí. Rociaba saliva mientras se dirigía a gritos a los que formaban a su espalda.

¡Lo que necesitamos es el chico! ¡Haceos con él! ¡Tomadlo! ¡Necesitamos al chico!

Avanzaron en bloque, encabezados por Myron LaFleur, en cuyos ojos brillaba un gozo vacuo. Detrás mismo de él se encontraba el señor McVey, el rostro estólido, privado de expresión.

Amanda retrocedió un vacilante paso, estrechando a Billy con más fuerza. El niño le rodeaba el cuello con los brazos. Me miró aterrada.

—David, ¿qué puedo…?

¡Haceos con los dos! —chilló la anticuaria—. ¡Atrapad también a su ramera!

Se había convertido en un apocalipsis de amarillo y de siniestro júbilo. Con el bolso colgándole todavía del brazo, empezó a brincar de un lado para otro.

¡Haceos con el chico, haceos con la ramera, haceos con los dos, haceos con todos, haceos…!

Sonó, reverberante, un solo, violento disparo.

Todo movimiento cesó, como en un aula llena de niños indómitos en la que hubiera entrado el maestro dando un inesperado portazo. Myron LaFleur y McVey se paralizaron donde estaban, a unos diez pasos de distancia. Myron miró indeciso al carnicero. Éste no correspondió a su mirada, y ni siquiera advirtió su presencia. Su semblante tenía una expresión que en las últimas dos jornadas había visto yo en demasiados rostros. Estaba ausente. Le había abandonado la razón.

Myron retrocedió, mirando a Ollie Weeks con ojos dilatados por el miedo. El retroceso se convirtió en una carrera. Rodeó el extremo del pasillo, allí tropezó con una lata, cayó, volvió a levantarse y desapareció.

Ollie mantenía la típica postura de los que practican el tiro al blanco, la pistola de Amanda asida con ambas manos. La Carmody seguía junto a la salida de la caja, las manos, cubiertas de manchas hepáticas, hincadas en el abdomen. La sangre que le brotaba entre los dedos salpicaba de rojo sus pantalones amarillos.

Por dos veces abrió la boca y volvió a cerrarla. Trataba de hablar. Por fin lo consiguió.

Todos moriréis ahí fuera —dijo, y, con mucha lentitud, cayó de frente.

El bolso le resbaló del brazo, dio contra el suelo y desparramó su contenido. Un cilindro de cartón rodó hacia nosotros y se detuvo al chocar con la puntera de mi zapato. Con irreflexivo ademán, me agaché y lo recogí. Era un cartucho de pastillas de goma consumido en su mitad. Lo solté en seguida. No quería tocar nada que perteneciese a aquella mujer.

Roto su núcleo, la «congregación» retrocedía, se dispersaba. Todos mantenían los ojos clavados en el cuerpo yacente y en la oscura sangre que se extendía bajo su masa.

—¡La habéis asesinado! —gritó alguien, presa del temor y la cólera.

Nadie señaló, sin embargo, que esto mismo planeaba hacer ella con mi hijo.

Ollie continuaba en su anterior postura, pero la boca le había empezado a temblar. Le toqué suavemente.

—Vámonos, Ollie. Y gracias.

—La he matado —dijo con voz ronca—. Vaya si la he matado.

—Sí —dije—. Y por eso te doy las gracias. Anda, vamos.

Reemprendimos la marcha.

Sin bolsas de comestibles —gracias a la señora Carmody— que me ocupasen las manos, pude cargar a Billy. Nos detuvimos un instante junto a la puerta.

—Yo no la habría abatido, David —dijo Ollie—. Si me hubiera dejado otro camino, no lo hubiera hecho.

—Lo sé.

—¿Me crees?

—Claro que sí.

—Entonces, en marcha.

Salimos.