La expedición a la farmacia
Hablé con la señora Turman, luego con Amanda y por fin con Billy. El niño parecía encontrarse mejor. Había desayunado dos rosquillas y un tazón de chocolate. Pasado un rato, me lo llevé a dar una vuelta por los pasillos, e incluso conseguí arrancarle algunas risas. Los chiquillos tienen un pasmoso poder de adaptación. Pero estaba demasiado pálido, mostraba aún, bajo los ojos, la hinchazón producida por el llanto de la víspera, y tenía un aspecto terriblemente gastado. La suya era, en cierto modo, la cara de un viejo, como si hubiera soportado por demasiado tiempo un exceso de tensión emocional. Pero seguía vivo, y capaz de reír…, y por lo menos recordaba dónde estaba y por qué.
Terminado el paseo, nos reunimos con Amanda y con Hattie Turman, y, mientras tomábamos unos zumos en vasos de papel parafinado, le anuncié que iba a llegarme a la farmacia junto con algunos otros.
—No quiero que vayas —respondió de inmediato, ensombrecido el semblante.
—No va a pasar nada, Gran Bill. Y te traeré unas historietas del Hombre Araña.
—¡Quiero que te quedes! —la suya no era ya una expresión ensombrecida: amenazaba tormenta.
Le agarré la mano. La retiró bruscamente. Se la volví a tomar.
—Billy, tenemos que salir de aquí tarde o temprano. Lo comprendes, ¿verdad?
—Cuando se vaya la niebla… —pero hablaba sin la menor convicción, y volvió a su zumo, que bebía despacio y sin gusto.
—Billy, llevamos aquí casi un día entero.
—Quiero volver con mamá.
—Bien, pues lo que te digo puede ser el primer paso.
—No le dé esperanzas al niño antes de tiempo, David —intervino la señora Turman.
—Qué diablos —repliqué vivamente—, finalmente tendrá que confiar en algo.
La mujer bajó los ojos.
—Sí, supongo que sí.
Billy no había prestado atención a ese intercambio de palabras.
—Papá… papá, hay cosas ahí afuera —dijo—. Cosas.
—Sí, ya lo sabemos. Pero parece que la mayor parte, no todas pero la mayor parte, no salen a acosarnos sino de noche.
—Esperarán —dijo. Mantenía fijos en los míos sus ojos, grandes como platos—. Esperarán en la niebla y, cuando te vean salir, vendrán a comérsete. Como en los cuentos de ogros —me abrazó con la fiereza del pánico—. Por favor, papá, no vayas.
Con toda la suavidad posible, me libré de su abrazo y le dije que era necesario que fuese.
—Pero volveré, Billy.
—Muy bien —dijo, huraño; pero ya no quiso mirarme.
No creía que fuera a volver. Lo proclamaba su cara, donde el pesar y la desazón sustituían el enfurruñamiento. De nuevo me pregunté si obraría acertadamente. Y entonces, de forma casual, la mirada se me fue hacia el pasillo del centro y vi a la señora Carmody. Se había hecho con un tercer oyente, un hombre de mejillas hirsutas de barba blanca y ojos inyectados en sangre y de expresión malévola. Su descompuesto semblante y sus manos trémulas hablaban, casi a gritos, de resaca. ¿Y quién era aquel sujeto? Pues nada menos que nuestro amigo Myron LaFleur, el que había mostrado tan poco reparo en mandar a hacer a un muchacho el trabajo que correspondía a un hombre.
«Esa loca. Esa bruja».
Besé a Billy y le abracé con fuerza. Y, a continuación, me encaminé a la parte delantera del local. Pero evitando el pasillo de los artículos para el hogar. No quería atraerme la atención de la anticuaria.
Recorridas tres cuartas partes del camino, Amanda me dio alcance.
—¿De veras tiene que ir? —me preguntó.
—Sí, eso creo.
—Perdóneme que se lo diga, pero me parece puro machismo idiota —los pómulos se le habían sonrojado, y tenía los ojos más verdes que nunca; no estaba enojada, sino furiosa.
La tomé del brazo y le resumí mi conversación con Dan Miller. El misterio de los coches y el hecho de que ninguno de los clientes de la farmacia hubieran venido al supermercado no parecieron impresionarla demasiado. Sí lo hizo, en cambio, el asunto de la Carmody.
—Miller podría estar en lo cierto —dijo.
—¿De veras lo cree?
—No sé. Esa mujer tiene algo de ponzoñoso. Si el miedo de la gente se agudiza lo bastante y dura el tiempo suficiente, seguirán a cualquiera que prometa una solución.
—¿Hasta llegar al sacrificio humano, Amanda?
—Los aztecas los practicaban —respondió impertérrita—. Atienda, David. Si algo ocurre…, a la menor cosa…, regrese. Eche a correr, si es necesario. No por mí; lo de anoche fue bonito, pero eso fue anoche. Hágalo por su hijo.
—Sí. Lo haré.
—Ojalá —concluyó.
De pronto presentaba el mismo aspecto que Billy, macilento y avejentado. Se me ocurrió pensar que la mayoría de nosotros debía de ofrecer ese mismo semblante. Pero no la Carmody: a la anticuaria se le veía en cierto modo rejuvenecida, más vital, como si estuviera en su elemento, como si todo aquello le encantase.
No nos pusimos en marcha hasta las nueve y media.
La expedición la componíamos siete: Ollie. Dan Miller, Mike Hatlen, Jim, el viejo amigo de Myron LaFleur (con resaca a su vez, pero al parecer decidido a expiar sus culpas), Buddy Eagleton y yo. La séptima era Hilda Reppler, a quien Miller y Hatlen, poco entusiasmados, trataron de disuadir; pero la mujer no quiso ni oír hablar de ello. Por mi parte, ni siquiera intenté convencerla. La consideraba más competente que la mayoría de los otros, exceptuando, tal vez, a Ollie. Llevaba consigo una bolsa de lona repleta de botes de insecticida, todos ellos destapados y listos para el combate. En la mano libre tenía una raqueta de tenis, procedente de un exhibidor de artículos deportivos situado en el segundo pasillo.
—¿Qué se propone hacer con eso, señora Reppler? —le preguntó Jim.
—No lo sé. Pero me siento a gusto con ella en la mano —repuso con una voz contenida, crispada, que tenía el timbre de la eficiencia. Y observando al otro detenidamente, con mirada fría, añadió—: Tú eres Jim Grondin, ¿no? ¿No te tuve a ti en mi clase?
Jim sonrió con malestar, tensos los labios.
—Sí, señora. A mí y a mi hermana Pauline.
—¿Se te fue anoche la mano con la bebida?
El otro, que le sacaba medio cuerpo de estatura y probablemente pesaba cuarenta kilos más que ella, se sonrojó hasta las raíces del pelo, que llevaba cortado al estilo legionario.
—No, lo que…
La mujer le dio la espalda, dejándolo con la palabra en la boca.
—Cuando quieran —dijo.
Todos llevábamos algún objeto defensivo, aunque como armamento habría que calificarlo de heterodoxo.
Ollie tenía la pistola de Amanda; Buddy Eagleton, una barra de hierro que había encontrado por la parte trasera del local; yo, un mango de escoba.
—Muy bien —dijo Dan Miller, levantando un poco la voz—. A ver, ¿quieren prestarme atención un momento?
Una docena de curiosos se había acercado a la puerta de salida. Formaban un grupo desperdigado, a cuyo extremo se encontraban la Carmody y sus nuevos amigos.
—Vamos a acercarnos a la farmacia, para ver cuál es allí la situación. Es de esperar que podamos traer algo que alivie a la señora Clapham —se refería a la anciana que había resultado atropellada la víspera: tenía rota una pierna y sufría grandes dolores.
Miller paseó entre nosotros la mirada.
—No es cuestión de correr riesgos —continuó—. Al primer indicio de peligro, hay que regresar sin pérdida de tiempo…
—¿Y atraer sobre nosotros todas las furias del averno? —le atajó a gritos la Carmody.
—¡Tiene razón! —terció una de las veraneantes—. ¡Harán que reparen en nosotros! ¡Los traerán aquí! ¿Por qué no dejan como está una situación aceptable?
Entre los que se habían congregado para asistir a nuestra partida, sonaron murmullos de asentimiento.
—A esto, señora —intervine—, ¿le llama usted una situación aceptable?
La forastera bajó los ojos.
La señora Carmody avanzó un paso. Echaba rayos por los ojos.
—¡Perderá la vida ahí fuera, David Drayton! ¿Qué quiere, dejar huérfano a su hijo?
Levantó la mirada y nos asaeteó con ella. Buddy Eagleton dejó caer la vista, y simultáneamente blandió la barra de metal como para rechazar violentamente a la anticuaria.
—¡Todos morirán ahí fuera! ¿Acaso no comprenden que ha llegado el fin del mundo? ¡El Maligno ha sido liberado! Luce la estrella de la Amargura. ¡Despedazarán a cualquiera que cruce esa puerta, y luego, como acaba de decir esta buena mujer, vendrán en busca de los que quedemos! ¿Vais a permitir que ocurra eso? —esa pregunta la dirigía a los mirones, entre los cuales se oyeron susurros—. ¿Permitiréis eso después de lo que ayer les ocurrió a los descreídos? ¡Es la muerte! ¡La muerte! ¡La m…!
Inesperadamente, una lata de guisantes que había cruzado el aire desde dos cajas más allá, alcanzó a la Carmody en el pecho izquierdo. La anticuaria dio un tumbo hacia atrás, con un graznido de sobresalto. Amanda se adelantó hacia ella.
—Calle —dijo—. Cállese, buitre miserable.
—¡Es la sierva del Impuro! —gritó la Carmody. Una atemorizada sonrisa se dibujo en su rostro—. ¿Con quién durmió usted anoche, señora? ¿Con quién se acostó? La Madre Carmody ve; ah, sí: la Madre Carmody ve lo que pasa inadvertido a otros.
Pero el momentáneo hechizo que creara con su intervención se había disipado, y Amanda le sostuvo con firmeza la mirada.
—¿Qué, salimos o nos vamos a quedar aquí todo el día? —exclamó la señora Reppler.
Y salimos. Sí, válgame Dios, salimos.
Dan Miller iba en cabeza, Ollie ocupaba el segundo lugar, y yo, precedido por la señora Reppler, cerraba la fila. Estaba asustado, creo, como nunca en mi vida, y notaba sudorosa la mano con que asía el mango de la escoba.
Se percibía aquel fino olor acre de la niebla, aquel olor anormal. En el tiempo que me llevó cruzar la puerta, Miller y Ollie se habían desvanecido ya en la bruma, y Hallen, que marchaba tercero, estaba a punto de perderse de vista.
«Sólo ocho metros —me repetía yo—. Ocho metros nada más».
La señora Reppler caminaba frente a mí con paso lento y seguro, balanceando ligeramente la raqueta en la diestra. A nuestra izquierda se elevaba un muro de aglomerado rojo. Del lado contrario, la primera línea de coches se perfilaba en la niebla como un buque fantasma. Aparecieron un segundo barril de desperdicios y, detrás, el banco en que solía sentarse la gente que esperaba turno para utilizar el teléfono público. «Tan sólo ocho metros. Miller ha llegado ya probablemente. Ocho metros son nada más que diez o doce pasos, de modo que…».
—¡Oh, Dios mío! —gritó Miller—. ¡Oh, Dios bendito, mirad esto!
Sí, por cierto: Miller había llegado ya.
Buddy Eagleton, que marchaba delante de la señora Reppler, se dio la vuelta, los ojos dilatados y fijos, con ánimo de echar a correr. La maestra le golpeó suavemente el pecho con la raqueta y dijo, en aquel tono suyo, duro y un poco crispado:
—¿A dónde piensa ir usted?
Y a eso se redujo el pánico.
Los demás nos reunimos con Miller. Yo hurté una mirada hacia el supermercado: la niebla lo había engullido. El rojo muro de aglomerado se disolvía en un rosa desvaído, y luego, probablemente a un metro y medio de la puerta por la que habíamos salido, se esfumaba por completo. Me sentí aislado y solo como nunca en mi vida. Era como separarse para siempre del útero materno.
En la farmacia se había desarrollado una matanza. Miller y yo estábamos muy cerca del cuadro… casi encima. Estaba claro que los seres que poblaban la niebla se regían básicamente por el olfato. La vista no les hubiera servido casi de nada. El oído, algo más; pero, como ya he dicho, la niebla deforma curiosamente la acústica, de modo que sonidos distantes se antojaban cercanos, y en ocasiones ocurría a la inversa. Los seres que poblaban la niebla recurrían a su instinto más certero. Les guiaba el olfato.
A los que nos encontrábamos en el supermercado nos había salvado, más que otra cosa, el corte del fluido eléctrico. Inmovilizadas sus puertas de célula fotoeléctrica, el local estaba como sellado cuando llegó la niebla. Las puertas de la farmacia, en cambio, se hallaban abiertas: eliminado el acondicionamiento de aire por el apagón, las dejaron sujetas con cuñas, para que entrase un poco de brisa. Sólo que, con ésta, entró algo más.
Un hombre que vestía una camiseta color café yacía de bruces en el umbral. La prenda me pareció de color café, hasta que advertí unas pocas manchas blancas en su parte baja; me percaté entonces de que en su momento había sido completamente blanca. El resto era sangre seca. Y había algo más, que no comprendí de inmediato, ni siquiera después de que Eagleton se volviese y rompiera a vomitar violentamente. Será que cuando a alguien le ocurre algo tan… tan extremo, la mente, al principio, se niega a asimilarlo, a menos, quizá, que ocurra en tiempo de guerra.
Le faltaba la cabeza: he aquí lo que me desconcertó. Como las piernas se extendían, abiertas, hacia el interior de la farmacia, la cabeza debía de haber estada sobre el escalón de la entrada. Pero no estaba.
Jim Grondin, incapaz ya de sufrir aquello, se volvió hacia mí, ambas manos sobre la boca y los enrojecidos ojos clavados con expresión demente en los míos. Y dando tumbos emprendió el regreso al supermercado.
Los otros no advirtieron nada. Miller había entrado en el local. Mike Hallen le siguió. La señora Reppler se encontraba plantada, raqueta en mano, a un lado de la puerta de doble hoja. Ollie, con la pistola de Amanda en la mano y apuntada hacia la acera, ocupaba el otro extremo de la puerta.
—Me parece que estoy perdiendo toda esperanza, David —dijo en voz baja.
Eagleton, apoyado flojamente en la casilla del teléfono público, tenía el aire de quien acaba de recibir malas noticias de casa. Sus anchos hombros se agitaban por la fuerza de los sollozos.
—Todavía no estamos acabados —le contesté a Ollie, y entré en el local: no quería hacerlo, pero le había prometido a mi hijo un libro de historietas.
La Farmacia Bridgton era un caos indescriptible. Había libros de bolsillo y revistas regados por todas partes. Casi junto a mis pies se encontraban un ejemplar del Hombre Araña y otro del Increíble Hulk. Los recogí sin pensarlo y me los guardé en el bolsillo trasero. Los pasillos aparecían sembrados de cajas y botellas. Una mano sobresalía por encima de un estante.
La incredulidad me envolvió como una ola. Los destrozos, la carnicería, eran lo bastante horribles. Pero, además, daba la impresión de que se hubiera celebrado allí una fiesta desenfrenada. Colgaban por todas partes lo que se hubieran dicho serpientes. Sólo que no eran ni planas ni anchas; parecían más bien tiras de cables muy delgados. Me extrañó su color, del mismo blanco intenso de la niebla, y entonces me recorrió la espalda un estremecimiento frío como la escarcha. Si aquello no era papel rizado, ¿qué era? Aquí y allá, revistas y libros pendían de las tiras.
Mike Hatlen estaba hurgando con el pie en un extraño objeto negro, largo y peludo.
—¿Qué diablos es esto? —preguntó, sin dirigirse a nadie en particular.
Y repentinamente lo comprendí. Comprendí lo que había causado la muerte de los infelices que se encontraban en la farmacia cuando llegó la niebla, la muerte de la gente que había tenido la mala fortuna de ser olida. Olida…
—Fuera —dije. Reseca como tenía la boca, la palabra brotó como una bala cubierta de pelusilla—. Fuera de aquí.
Ollie me miró.
—¿David…?
—Son telarañas —añadí.
Y en ese momento sonaron dos gritos en la niebla. Uno, quizá de miedo. Y el otro de dolor. Este último era de Jim. Si tenía deudas que pagar, las estaba saldando.
—¡Salid! —les grité a Mike y a Dan Miller. Y entonces algo llegó flotando de la bruma. Con la blancura del fondo, era imposible verlo; pero lo oí. Emitió el sonido de un flojo latigazo. Y lo divisé cuando se le enroscó a Buddy Eagleton en la pernera de los tejanos, a la altura del muslo.
Eagleton lanzó un grito y se asió a lo primero que encontró a mano, que resultó ser el teléfono. El auricular cayó de su orquilla y quedó balanceándose al extremo del cordón.
—¡Oh, Dios mío, cómo DUELE! —exclamó Buddy.
Ollie quiso agarrarle, y entonces vi lo que estaba ocurriendo. Y al mismo tiempo comprendí por qué le faltaba la cabeza al hombre tendido en el umbral. El fino hilo blanco que se le había enrollado a Eagleton en la pierna como una cuerda de seda, se le estaba hundiendo en la carne. Cortada limpiamente la tela del pantalón, la hebra se le hincaba en la pierna. Y según iba ahondando, la sangre afloraba al bien dibujado tajo circular.
Ollie tiró de él con fuerza. A un tenue chasquido, Buddy quedó libre. La conmoción le había amoratado los labios.
Mike y Dan venían hacia nosotros, pero demasiado despacio. Y entonces Dan tropezó con varios hilos colgantes, y se quedó prendido en ellos exactamente como un insecto en un papel matamoscas. Se soltó con un formidable tirón, dejando un jirón de camisa en la telaraña.
El aire se pobló súbitamente de aquellos lánguidos latigazos, y a nuestro alrededor aparecieron lanzantes hebras por todas partes, impregnadas de la misma corrosiva sustancia. Más por suerte que por habilidad, esquivé dos de ellas. Una fue a parar a mis pies y oí un siseo de alquitrán fundido. Otra llegó flotando hacia la señora Reppler, que la rechazó serenamente con la raqueta. Al prenderse el hilo en ésta con firmeza, varios agudos ¡ring! hendieron el aire, conforme las cuerdas estallaban corroídas. Fue como si alguien hubiera pellizcado rápidamente las cuerdas de un violín. Un instante más tarde, un segundo hilo se enroscaba en la parte superior del mango, y la raqueta salía disparada hacia la niebla.
—¡Volved! —gritó Ollie.
Emprendimos el regreso. Ollie sostenía a Eagleton con un brazo. Dan Miller y Mike Hatlen flanqueaban a la señora Reppler. De la niebla seguían brotando blancos hilos, invisibles a menos que se los percibiese sobre el fondo rojizo de la pared de aglomerado.
Uno se le prendió a Mike en el brazo izquierdo. Otro le rodeó el cuello en una serie de rápidos chasquidos ascendentes. La yugular le estalló en un explosivo borbotón, y salió arrastrado, con la cabeza oscilando. Por el camino perdió un mocasín, que quedó en el suelo, de lado.
Buddy dio de improviso un tumbo hacia el frente, que estuvo a punto de hacer caer a Ollie de rodillas.
—Se ha desmayado, David —dijo éste—. Ayúdame. Enlacé a Eagleton por la cintura y lo arrastramos torpemente, a trompicones. Aun sin sentido, Eagleton seguía aferrando su barra de hierro. La pierna que había sido ceñida por la hebra flotadora le colgaba junto al cuerpo en un ángulo espantoso.
La señora Reppler, que se había dado la vuelta, exclamó con su voz cascada:
—¡Cuidado! ¡A su espalda!
Empezaba a volverme, cuando uno de los hilos de araña descendió flotando sobre la cabeza de Dan Miller. Éste lanzó las manos en aquella dirección, aspando con ellas el aire.
Una de las arañas había salido de la niebla detrás de nosotros. Era del tamaño de un perro grande. Su cuerpo, negro, tenía estrías amarillas. «Sus colores lípicos», pensé disparatadamente. Sus ojos eran de un rojo púrpura, como granadas. Trotó dinámicamente hacia nosotros sobre quizá no menos de doce o catorce patas de múltiples coyunturas; no se trataba de una araña ordinaria ampliada a dimensiones de película de horror; era algo enteramente distinto, y quizá no fuese en modo alguno una araña. De haberlo visto, Mike Hatlen habría comprendido qué era en realidad aquella masa negra, velluda, que había estado hurgando con el pie en la farmacia.
Según se acercaba, iba sacando su hilo de un orificio ovalado que mostraba en la parte superior de la panza. Las hebras flotaron hacia nosotros en una proyección como de abanico. A la vista de aquella pesadilla, que tanto me recordaba a las viudas negras que había observado en los rincones oscuros de nuestro cobertizo del río, rumiando sobre los cadáveres de las moscas y los pequeños insectos que eran sus víctimas, noté que mi mente pugnaba por librarse de sus ataduras. Ahora creo que fue sólo el pensar en Billy lo que me permitió conservar una apariencia de cordura. Emití no sé qué especie de sonido. ¿Risa? ¿Llanto? ¿Un grito? No lo sé.
Pero Ollie Weeks se mantenía firme como una roca. Alzando la pistola de Amanda con toda la calma de un hombre que se ejercitase en un campo de tiro, vació pausadamente el cargador, a quemarropa, sobre la bestia. Fuera ésta lo que fuese, no era invulnerable. De su cuerpo brotó a borbotones algo así como un pus negro, y eso vino acompañado de una especie de espantoso maullido, tan bajo, que más que oírse se sintió, como una nota grave surgida de un sintetizador. Y a renglón seguido echó a correr en dirección inversa y desapareció en la niebla.
Sin el testimonio de los charcos de negra sustancia viscosa que el animal había dejado a su paso, podría haberse tomado por una alucinación, producto de un horrible sueño narcótico…
Con un ruido metálico, Buddy dejó caer por fin su barra.
—Ha muerto —dijo Ollie—. Suéltale, David. Ese maldito bicho le acertó en la femoral; está muerto. Larguémonos de aquí, por Cristo.
La cara volvía a chorrearle sudor, y los ojos resaltaban desorbitados en su cara redonda. Un hilo llegó flotando ágilmente y se le posó en el revés de la mano. Ollie lo partió lanzando el brazo en un rápido arco. El contacto le había dejado un verdugón.
A un nuevo grito de advertencia de la señora Reppler, nos volvimos hacia ella. Otra araña surgida de la bruma había lanzado sus patas alrededor de Dan Miller en el abrazo de un amante vesánico. Dan acometió contra ella a fuerza de puños. En el momento en que yo me agaché para tomar la barra de Eagleton, el animal empezó a envolver a Miller en su hilo letal, y la pugna del hombre se convirtió en una danza de la muerte, horrorosa en su denuedo.
La señora Reppler avanzó hacia la araña, tendido el brazo y empuñando un bote de insecticida. Cuando el bicho hacía por agarrarla, la maestra apretó el pulsador, y una nube de la mortífera sustancia salió proyectada hacia uno de los destellantes ojos de gema. De nuevo sonó uno de aquellos maullidos ultragraves. Como estremeciéndose en toda su masa, la araña empezó a recular dando tumbos y raspando la acera con las peludas patas. Y tras de sí se llevó, rodando y chocando, el cuerpo de Dan Miller. La señora Reppler le arrojó al animal el recipiente de insecticida. Éste rebotó en el cuerpo de la araña y fue a parar a tierra con un repique. Después de golpear con un costado un pequeño coche deportivo, que del impacto se balanceó sobre sus suspensiones, el monstruo desapareció.
Me acerqué a la señora Reppler. Estaba a punto de perder el equilibrio y tenía una palidez mortal. La enlacé con un brazo.
—Gracias, joven —dijo—. Me siento un poco mareada.
—No hay nada que agradecer.
—Si hubiera podido, le habría salvado.
—Ya lo sé.
Ollie se reunió con nosotros. Por todas partes caían hilos a nuestro alrededor. Echamos a correr hacia el supermercado. Uno de los filamentos cayó en la bolsa de la maestra y se hundió en la lona. La mujer se aferró a su pertenencia, tirando de ella con ambas manos, pero le fue arrebatada. Salió despedida hacia la bruma, dando tumbos.
Cuando ya alcanzábamos la puerta, una araña más pequeña, de no mayor tamaño que un cachorro de cocker, salió corriendo de la niebla y bordeó el edificio. Aquella no generaba hilo. Quizá no tuviera aún la madurez necesaria.
Mientras Ollie empujaba la puerta con el hombro, a fin de dejar paso a la señora Reppler, yo lancé la barra contra el bicho, a modo de jabalina, y lo empalmé. Se retorció enloquecido, desgarrando el aire con las patas; me pareció que sus ojos encontraban los míos, que se fijaban en mi persona…
—¡David! —gritó Ollie, que seguía sujetando la puerta.
Corrí al interior. Ollie me siguió.
Rostros lívidos, asustados, se volvieron hacia nosotros. Al salir éramos siete; regresábamos tres. Ollie se reclinó en el cristal de la puerta, el abombado pecho sacudido por una respiración afanosa. Se puso a cargar nuevamente la pistola de Amanda. Tenía pegada al cuerpo la blanca camisa de su uniforme de encargado, bajo cuyos brazos habían aparecido grandes manchas de sudor.
—¿Qué ha sido? —preguntó alguien con voz ronca, ahogada.
—Arañas —replicó ceñuda la señora Reppler—. Las muy puercas me han robado la bolsa de la compra.
En ese momento, Billy se me arrojó en los brazos, llorando. Le abracé. Con toda el alma.