8

Lo que fue de los soldados.

Con Amanda. Conversación con Dan Miller

Seguí a Ollie. Se encaminó a la zona de almacenamiento. Cuando pasábamos junto al refrigerador, agarró una cerveza.

—¿Qué ocurre, Ollie?

—Quiero que lo veas.

Empujó la puerta de doble hoja, que se cerró a nuestra espalda con un breve reflujo de aire. Hacía frío allí.

Después de lo sucedido con Norm, no me gustaba aquel lugar. Una parte de mi cerebro insistía en recordarme que aún había allí, por el suelo, un trozo de tentáculo muerto.

Ollie dejó caer la blusa con que enmascaraba la linterna y orientó el foco hacia arriba. Mi primera impresión fue la de que alguien había colgado un par de maniquíes de uno de los conductos de la calefacción que corrían a ras del techo. Que los había colgado con un alambre grueso o algo por el estilo: una de esas bromas que los niños gastan la víspera del Día de Todos los Santos.

Y entonces reparé en los pies, suspendidos a un palmo del suelo de cemento. Vi dos montones de cajas que habían sido derribadas de un puntapié. Alcé la vista, y en la garganta empezó a formárseme un grito. Porque las caras no eran de maniquíes de escaparate. Ambas aparecían ladeadas, como para celebrar un chiste terriblemente gracioso, un chiste que les había hecho reír hasta amoratarse.

Las sombras… las sombras proyectadas en el muro del fondo… Y las lenguas… salidas de la boca.

Los dos vestían uniforme. Eran los muchachos en quien había reparado al principio de la tarde, para luego perderles la pista. Eran los soldaditos de…

Oí el grito. Me brotó de la garganta, en forma de gemido, y fue cobrando volumen, como una sirena de la policía, hasta que Ollie me asió del brazo a ras del codo.

—No grites, David. Nadie está al tanto de esto, excepto tú y yo. Y así quiero que continúen las cosas.

No sé cómo, logré tragarme la voz.

—Son los dos soldados —conseguí tragarme la voz.

—Sí, los del proyecto Punta de Flecha —completó Ollie. Me encontré en la mano un objeto frío. La lata de cerveza—. Bebe esto. Te hará bien.

Apuré completamente la lata.

—Entré aquí —explicó Ollie— para ver si quedaban cartuchos de gas de los que el señor McVey había utilizado para el asado. Y entonces vi a los chicos. Imagino que dispusieron los lazos y luego se encaramaron sobre ese montón de cajas. Debieron de atarse mutuamente las manos a la espalda; luego, se subirían a las cajas y se ajustarían los lazos al cuello, me figuro yo, dando tirones con la cabeza ladeada. Y puede que entonces saltaran juntos a la de tres. Quién sabe.

—Eso es imposible —dije, con la boca reseca.

Y, sin embargo, era cierto que tenían las manos atadas a la espalda. No conseguía apartar de ellos la mirada.

—No lo es, David. Si tenían verdadero empeño, no lo es.

—Pero ¿por qué habían de hacer una cosa semejante?

—Tú deberías saberlo. Los turistas, los forasteros como ese tal Miller, no; pero la gente de por aquí podemos avanzar suposiciones muy aceptables.

—¿El proyecto Punta de Flecha?

—Yo me paso el día entero junto a una de esas cajas —repuso Ollie—, y oigo cosas. Durante toda la primavera pasada no he dejado de oír comentarios acerca de esa historia de Punta de Flecha, y ninguno bueno. El que el hielo de los lagos se volviera negro…

Recordé a Bill Giosti, apoyado en la ventanilla de mi coche y echándome en la cara relentes de alcohol. No ya átomos, sino átomos de otra clase. Y, de pronto, aquellos cadáveres suspendidos del conducto de la calefacción. Las cabezas ladeadas. Los pies colgando en el vacío. Las lenguas desbordando de la boca como gruesas salchichas…

Me percaté, con renaciente horror, de que en mi interior se abrían las puertas de nuevas percepciones. ¿Nuevas? Qué va. Viejas percepciones. Las del niño que todavía no ha aprendido a protegerse creando en sí esa visión de túnel que excluye nueve décimas partes del universo. Los niños ven cuanto se ofrece a su mirada, oyen cuanto entra en su campo auditivo. Pero si la vida es un aumento de la conciencia (como proclamaba el techado que había bordado mi mujer en sus días de instituto), también es una disminución de las percepciones.

El terror viene del ensanchamiento de las percepciones y las perspectivas. Y mi espanto venía de saber que me estaba deslizando hacia regiones que la mayoría abandonamos cuando sustituimos los pañales por el primer pantalón. Vi, por su cara, que a Ollie le sucedía lo mismo. Cuando lo racional comienza a resquebrajarse, los circuitos del cerebro humano pueden sufrir una sobrecarga. Las neuronas se recalientan y se consumen de fiebre. Las alucinaciones se tornan reales: el lago de azogue donde, por efecto de la perspectiva, las líneas paralelas parecen confluir, existe en realidad; los muertos caminan y hablan; una rosa se pone a cantar…

—Les he oído comentarios a quizá veinte personas —continuó Ollie—. Justine Robards, Nick Tochai, Ben Michaelson… En una pequeña ciudad no hay secretos. Las cosas se saben. A veces es como un manantial, que brota de la tierra sin que nadie sepa de dónde sale. Oyes algo en la biblioteca, o en el puerto deportivo de Harrison, o Dios sabe en qué otro sitio, ni por qué, y se lo cuentas a otro. Y en toda la primavera pasada, y en lo que va de verano, no he dejado de oír lo mismo: el proyecto Punta de Flecha, el proyecto Punta de Flecha.

—Pero esos dos… ¡si no son más que chiquillos, Ollie! —protesté.

—En el Vietnam los había que cortaban testículos al enemigo. Lo vi con mis propios ojos.

—Pero… ¿qué ha podido inducirles a hacer esto?

—Qué sé yo. Quizá supieran algo. O lo sospecharan. Debieron de comprender que la gente de aquí terminaría por acosarles a preguntas antes o después. Suponiendo que haya un después.

—Si es cierto lo que dices —aventuré—, la cosa tiene que ser bastante fea.

—La tormenta de anoche… —expresó Ollie en su tono ponderado, suave—. A lo mejor liberó algo donde el proyecto. A lo mejor se produjo un accidente. Quién sabe en qué andarían metidos. Hay quien dice que experimentaban con lasers y masers de alta intensidad. He oído alusiones a la energía termonuclear. ¿Y si… y si jugando con eso hubieran abierto un boquete que nos comunicase con… con otra dimensión?

—Tonterías —sentencié.

—Y eso —indicó los cadáveres—, ¿también son tonterías?

—No. La cuestión, ahora, es: ¿qué hacemos?

—Yo creo que tendríamos que cortar las cuerdas y esconderlos —respondió prontamente—. Ponerlos detrás de algo que nadie vaya a tocar. Las cajas de comida para perros, los tambores de detergente, algo así. Como esto se sepa, no hará más que empeorar las cosas. Por eso he recurrido a ti, David. Pensé que eras el único en quien podía confiar.

—Recuerda a los criminales de guerra nazis que se ahorcaban en sus celdas después de la derrota alemana.

—Sí. En eso mismo pensé yo.

Guardamos silencio. Y entonces, de pronto, se oyó de nuevo, procedente del otro lado de la puerta metálica, aquel suave murmullo… el de los tentáculos que la palpaban lentamente. Nos pegamos el uno al otro. A mí se me había puesto carne de gallina.

—De acuerdo —dije.

—Démonos prisa —pidió Ollie. El zafiro de la sortija le refulgió tenuemente, mientras orientaba la linterna—. Quiero salir de aquí lo antes posible.

Miré las cuerdas. Eran de tender, del mismo tipo de la que yo había atado a la cintura del hombre de la gorra de golf. Los lazos corredizos se les habían clavado en la tumefacta carne del cuello, y me pregunté, una vez más, qué podría haberles llevado a dar semejante paso. Comprendí a qué se refería Ollie al decir que la noticia del doble suicidio, si llegaba a conocerse, no haría sino empeorar las cosas. Pues no era otro el efecto que había surtido en mí… convencido, como estaba, de que la situación ya no podía ir a peor.

—¿Quién lo hace, tú o yo? —preguntó Ollie.

Tragué saliva.

—Uno cada uno.

Así lo hicimos.

Al volver junto a Billy, no encontré a Amanda con él: la señora Turman la había sustituido. Los dos estaban durmiendo. Eché a andar pasillo abajo y, a la altura de la escalera que daba acceso al despacho de gerencia, oí una voz:

—Señor Drayton… David… —era Amanda. Los ojos le fulgían como esmeraldas—. ¿Qué ha sucedido?

—Nada —repuse.

Se me acercó. Percibí un hálito de su perfume. Ah, como la deseaba.

—Embustero —dijo.

—No era nada. Una falsa alarma.

—Lo que usted diga —me tomó de la mano—. Vengo del despacho. Está vacío, y la puerta tiene un pestillo.

Aunque su semblante denotaba una calma total, los ojos le relumbraban, casi feroces, y un latido uniforme le estremecía la garganta.

—No quisiera…

—Vi cómo me miraba —me atajó—. Y si necesitamos hacer discursos, mejor dejarlo. Su hijo está con la Turman.

—Ya lo sé —di en pensar que aquello podía ser una forma de apartar de la mente lo que acabábamos de hacer Ollie y yo: no la mejor forma, quizá, pero sí una forma, y tal vez la única.

Enfilamos el estrecho tramo de escaleras hasta el despacho. Tal como había dicho Amanda, no había nadie allí. Y la puerta tenía pestillo. Lo corrí. En la oscuridad, la mujer se convirtió sólo en un cuerpo. Tendí los brazos, la toqué y la atraje hacia mí. Estaba trémula. Primero nos arrodillamos en el suelo, y nos besamos. Al cerrar la mano en torno a su duro pecho izquierdo, noté, bajo la camiseta, los rápidos latidos de su corazón. Me vino al recuerdo la recomendación que Steffy le hiciera a Billy, de no tocar los cables del tendido eléctrico. Y pensé en el cardenal que le vi en la cadera en nuestra noche de bodas, cuando se quitó el vestido. Y en la primera vez que la vi, cruzando en bicicleta el paseo de la Universidad de Maine, en Orono, yo con el cartapacio bajo el brazo, camino de una de las clases de Vincent Hartgen. Y experimenté una enorme erección.

Entonces nos tendimos, y ella me dijo:

—Hazme el amor, David. Dame calor.

Al alcanzar el clímax, me clavó las uñas en la espalda y me llamó por un nombre que no era el mío. No me importó. Con eso quedábamos más o menos en paz.

Una especie de lento amanecer se insinuaba cuando bajamos. La oscuridad visible por las troneras viró desganada a un gris mate y de ahí a un cromado, para concluir en el blanco, espeso y sin matices, de una pantalla de cine. Mike Hatlen dormía en una silla plegable encontrada quién sabe dónde. A cierta distancia de él, Dan Miller, sentado en el suelo, comía un buñuelo azucarado.

—Tome asiento, señor Drayton —me invitó.

Busqué con los ojos a Amanda, que se alejaba hacia el fondo del pasillo. Siguió adelante sin volverse. El acto amoroso que habíamos consumado en la oscuridad, parecía ya formar parte de una fantasía, algo imposible de creer, aun a la luz de aquella extraña alborada.

—Tome un buñuelo —me tendió la caja.

Sacudí la cabeza.

—¿Con todo ese azúcar? Es mortal, peor que el tabaco.

Eso le arrancó una risita.

—En tal caso —dijo—, cómase dos.

Correspondí riendo un poco a mi vez, y la sorpresa que me causó el descubrimiento de que todavía era capaz de reír, hizo que sintiese simpatía por Miller. Tomé, desde luego, las dos pastas, que sabían muy bien. Y aunque no suelo fumar por la mañana, las rematé con un pitillo.

—Tendré que volver con mi hijo —me excusé—. No tardará en despertarse.

Asintió con la cabeza, pero añadió:

—Los bichos esos rosados… han desaparecido por completo. Y los pájaros, también. Hank Vannerman dice que el último golpeó las vidrieras a eso de las cuatro. Por lo visto, la… la fauna se muestra mucho más activa de noche.

—No creo que Brent Norton estuviera de acuerdo con eso —objeté—. Ni Norm.

De nuevo asintió con un cabeceo, y durante un rato guardó silencio. Luego encendió un cigarrillo suyo y, mirándome, dijo:

—No podemos quedarnos aquí, Drayton.

—Tenemos alimentos. Y hay bebida en abundancia.

—No lo digo por las provisiones, y usted lo sabe. ¿Y si a una de esas bestias, en vez de contentarse con salir de caza cuando oscurece, se le ocurre irrumpir aquí directamente? ¿Qué hacemos entonces, expulsarla con las escobas o echarle líquido inflamable?

Tenía razón, claro está. Era posible que la niebla nos diese cierta forma de protección. Que nos escondiera. Pero quizá no nos escondiera por mucho tiempo, y tampoco acababa ahí la cuestión. Llevábamos más o menos dieciocho horas en el supermercado, y yo empezaba a sentirme invadido por una especie de letargo, no muy distinto del que había experimentado en un par de ocasiones en que, nadando, me había alejado más de lo conveniente. Sentía el prurito de no correr riesgos, de aferrarme al terreno, de cuidar de Billy («y, quizá, de cepillarme a Amanda Dumfries en mitad de la noche», murmuró una voz interior), de esperar a ver si se disipaba la niebla y todo volvía a ser como antes.

Quizá porque había visto cruzar todos esos pensamientos por mi rostro, Miller dijo:

—Había aquí alrededor de ochenta personas cuando llegó esa condenada niebla. De esa cifra hay que restar al mozo, a Norton, a los cuatro que se fueron con él y a ese hombre, Smalley. Con eso quedamos setenta y tres.

Y deduciendo a los dos soldados, en ese momento enterrados bajo una montaña de bolsas de alimento cánido, teníamos setenta y uno.

—De ahí hay que rebajar a los que no están presentes más que en cuerpo —continuó—. Que son unos diez o doce. Digamos diez. Nos quedan sesenta y tres. Ahora bien —alzó un dedo cubierto de azúcar en polvo—: de esos sesenta y tres, hay aproximadamente una veintena que se niega a salir. Habría que sacarlos a rastras, pataleando y chillando.

—Y todo eso, ¿qué viene a demostrar?

—Pues, sencillamente, que hemos de salir de aquí. Yo voy a hacerlo. Sobre el mediodía, creo. Y me propongo llevarme conmigo a cuantos quieran seguirme. Me gustaría que usted y su chico se viniesen.

—¿Después de lo que sucedió con Norton?

—Norton salió como un borrego al matadero. Ni yo ni los que vengan conmigo tenemos por qué seguir sus pasos.

—¿Y cómo impedirlo? Disponemos de una sola y única pistola.

—Que ya es una gran suerte. Pero si pudiéramos alcanzar el cruce, quizá lográramos llegar al Sportman’s Exchange de Main Street. Tienen allí más armas de las que podamos llegar a usar jamás.

—Ahí sobra un «si» y un «quizá».

—Drayton —dijo—, es una situación que está plagada de interrogantes.

En su boca sonaba muy bien, pero él no tenía un chiquillo de quien cuidar.

—Si le parece, déjelo en suspenso por ahora —prosiguió—. Pero ocurre que apenas he dormido esta noche, y eso me ha dado ocasión de considerar unas ideas. ¿Quiere oírlas?

—No faltaría más.

Se puso en pie y se desperezó.

—Acérquese conmigo hasta el escaparate.

Lo hicimos por el paso que quedaba más cerca de la estantería del pan. Nos situamos junto a una de las aspilleras. El hombre que la guardaba dijo:

—Los bichos se han retirado.

Miller le dio una palmada en la espalda.

—Vaya a tomar un café con leche, amigo. Me quedo yo vigilando.

—De acuerdo. Gracias.

Se alejó, y Miller y yo le reemplazamos.

—Bien, dígame qué ve ahí fuera —me preguntó.

Miré. El barril de los desperdicios había sido volcado, probablemente por una de las bestias aladas, y el pavimento aparecía cubierto de papeles, latas y recipientes parafinados de la lechería situada calle abajo. Un poco más allá distinguí, envueltos en una blancura que los iba difuminando, los coches de la hilera más próxima al supermercado. No veía nada más, y así se lo dije.

—Aquella furgoneta azul, la Chevrolet, es mía —señaló. Escudriñando la niebla, advertí un atisbo de azul—. Pero si refresca la memoria, recordará que ayer, cuando estacionó, la explanada estaba muy llena, ¿no es así?

Volviendo los ojos hacia mi Saab, me acordé, en efecto, de que sólo había podido situarlo tan cerca del super porque otro coche acababa de salir. Asentí.

—Y ahora atemos cabos, Drayton —continuó Miller—, Norton y sus cuatro… ¿cómo les llamó usted?

—Racionalistas.

—Sí, eso es. El nombre que les correspondía. Bien, el grupo sale, ¿no? Y se alejan casi todo el largo de la cuerda aquella. Y entonces oímos aquellos bramidos tremendos, como si afuera hubiese una condenada horda de elefantes.

—A mí no me parecieron elefantes —argüí—. Era un sonido como de… —«como de algo que surgiese del magma primigenio», fue la definición que me vino a la mente. Pero no quise expresarme así con Miller, un tipo que le daba una palmada a otro en la espalda y le pedía que se fuera a tomar un café como podría haber hecho un entrenador de béisbol con un pupilo. Podría haberle hablado así a Ollie, pero no a Miller—. No sé lo que me pareció —concluí torpemente.

—Pero eran bichos grandes.

—Eso sí —a juzgar por las voces, vaya si lo eran.

—Entonces ¿cómo explicar que no oyésemos ruido de coches destrozados, de plancha retorcida, de cristales rotos?

—Bien, sería porque… —dejé la frase en suspenso: no me esperaba aquella observación—. No lo sé.

—Es imposible —declaró Miller— que esa gente hubiera salido del estacionamiento cuando les atacó lo que les atacó. Le voy a decir lo que pienso. Pienso que no oímos ruidos de coches porque muchos pueden haber desaparecido. Desaparecido, sí: tragados por la tierra… evaporados… llámelo como quiera. ¿Recuerda la sacudida que sentimos? Fue tan violenta, que astilló los marcos del escaparate, los deformó, hizo que cayeran cosas de las estanterías. Y, al mismo tiempo, las sirenas dejaron de sonar.

Yo trataba de imaginarme la desaparición de media explanada. Trataba de imaginarme el salir y tropezar con una inesperada falla del terreno, donde el alquitrán, con las bien dibujadas líneas amarillas que señalaban las plazas de estacionamiento, desapareciese bajo los pies. Una talla, un corte, o quizá… un auténtico precipicio que se perdiese en la niebla blanca y amorfa…

Pasado un instante, repuse:

—De ser cierto lo que dice, ¿hasta dónde cree poder llegar en su furgoneta?

—No pensaba en mi furgoneta. Pensaba en el vehículo de Usted, que tiene tracción en las cuatro ruedas.

Era algo que valía la pena rumiar, pero no en ese momento.

—¿Qué otra cosa le preocupa? —quise saber.

—Me preocupa —respondió ávido— la farmacia de aquí al lado. ¿Qué me dice de eso?

Me disponía a contestar que no tenía idea de a qué se refería, pero cerré de golpe la boca. La Farmacia Bridgton estaba abierta la víspera, cuando llegamos en el coche. No la lavandería, pero sí la farmacia, que tenía abiertas las puertas, sujetas con cuñas, para que entrase un poco de fresco: el corte del fluido eléctrico la había dejado, claro está, sin acondicionamiento de aire. Y la entrada de la farmacia no quedaba a más de ocho metros de la puerta del supermercado. Así pues, ¿por qué…?

—¿Por qué no ha aparecido por aquí ninguno de los que estaban en la farmacia? —se me anticipó Miller en la pregunta—. Han pasado dieciocho horas. ¿Acaso no tienen hambre? ¿O va a decirme que la sacian con tarritos de alimento infantil, o comiendo compresas?

—Hay provisiones allí —repuse—. Siempre han vendido alimentos de régimen, galletas dietéticas, y qué sé yo cuántas otras cosas. Sin contar con todos los caramelos…

—A mí me cuesta creer que nadie se conforme con eso, habiendo aquí toda clase de artículos.

—¿Y concretando?

—Concretando, que quiero salir de aquí, pero sin que se me meriende algún monstruo de película de la Serie B. Podríamos formar un grupo de cuatro o cinco personas, llegarnos a la farmacia y ver qué ocurre allí. Como una especie de sondeo.

—¿Y eso es todo?

—No, queda algo más.

—¿A saber?

—La tipa esa —señaló, con un brusco movimiento del pulgar, uno de los pasillos centrales—. Esa loca. Esa bruja.

Se refería a la señora Carmody, que ya no estaba sola: dos mujeres se le habían unido. A juzgar por sus ropas, de vistosos colores, serían turistas, o veraneantes, dos infelices que a lo mejor habían dejado a la familia con aquello de: «me acerco un momento a la ciudad, a por un par de cosas», y que en ese momento estarían consumidas de ansia a cuenta del marido y de los hijos. Mujeres que estarían dispuesta a agarrarse a un clavo ardiendo. Quizás incluso al tenebroso consuelo de la anticuaria.

Su traje brillaba con matices siniestros. En cuanto a ella, mientras hablaba y accionaba, su semblante era duro, torvo. Las dos mujeres de llamativa indumentaria (llamativa, pero, desde luego, no como la de la Carmody, con su conjunto de chaqueta y pantalón y su bolso como una alforja, todavía sujeto bajo el brazo) la escuchaban embelesadas.

—Ella es otra de las razones por las que quiero salir de aquí, Drayton. Al anochecer tendrá un auditorio de seis personas. Y si esta noche vuelven los bichos rosados y los pájaros, para cuando amanezca tendrá a su alrededor toda una feligresía. Y entonces será cuestión de preocuparse, a ver a quién señala como víctima de un sacrificio con que mejorar la situación. ¿Seré yo, o usted, o ese tipo, Hallen? ¿O será acaso su chico?

—Eso es una idiotez —repliqué.

Pero ¿lo era? El escalofrío que me recorrió la espalda decía que no forzosamente. La boca de la anticuaria estaba en constante movimiento. Las turistas no despegaban los ojos de sus arrugados labios. ¿Era verdaderamente una idiotez? Pensé en los polvorientos animales disecados, bebiendo en su arroyo de espejo. La Carmody tenía poderes. Incluso mi mujer, de ordinario tan sensata y equilibrada, invocaba con malestar el nombre de la vieja.

«Esa loca —la había llamado Miller—. Esa bruja».

—Una cosa está clara —dijo Miller—, y es que la gente, aquí, está viviendo una situación capaz de enloquecer a cualquiera —señaló el rojo reticulado de las vidrieras, hendido, retorcido, deformado—. ¿Ve esos marcos? Así deben de sentir el cerebro. Al menos, así siento yo el mío, se lo aseguro. Me he pasado la mitad de la noche pensando que sin duda había perdido el juicio, que estaba en el manicomio, con una camisa de fuerza, desvariando sobre tentáculos y dinosaurios voladores, y que todo desaparecería en cuanto llegara el celador y me diera un calmante —estaba pálido y tenía tenso el rostro. Desvió los ojos hacia la anticuaria y volvió a centrarlos en mí—. Le aseguro que puede ocurrir. A medida que la gente se vaya desmoronando, la encontrará más convincente. Y no quiero estar aquí cuando eso ocurra.

Los labios de la Carmody, en incesante movimiento.

La lengua, deslizándose sobre sus descarnados dientes de vieja. Era cierto que parecía una bruja. Lo único que le faltaba era el sombrero, negro y puntiagudo. ¿Qué les estaría contando a sus dos presas de vistoso plumaje estival?

¿Lo del proyecto Punta de Flecha? ¿Lo de la Primavera Negra? ¿Hablaría de abominaciones surgidas de los sótanos de la tierra? ¿De sacrificios humanos?

Majaderías.

Y sin embargo…

—Entonces, ¿qué me dice usted?

—Sólo me comprometo a una cosa —repuse—. Intentar acercarnos a la farmacia. Usted, yo, Ollie, si quiere venir, y un par de otros voluntarios. Y después volvemos a discutirlo.

Aun eso me causaba la impresión de cruzar un insondable abismo haciendo equilibrios sobre un listón. Matarme no era forma de ayudar a Billy. Por otra parte, tampoco lo era el quedarme allí, sentado, tocándome las narices. La farmacia quedaba a ocho metros del supermercado. No era una distancia enorme.

—¿Cuándo? —preguntó Miller.

—Concédame una hora.

—De acuerdo —dijo.