7

La primera noche

El señor McVey había sido carnicero en Bridgton desde que era yo un muchacho de doce o trece años, y no tenía ni la menor idea de cuál era su nombre de pila ni de cuál podía ser su edad. Montó un asador de gas bajo uno de los pequeños extractores del local —que, si bien habían dejado de funcionar, seguramente procuraban aún alguna ventilación—, y a eso de las seis y media el aroma del pollo a la parrilla llenaba el supermercado. Bud Brown no puso reparos. Sería por la conmoción, o más probablemente por comprender que ni las carnes frescas ni la volatería de sus almacenes ganaba nada con el paso de las horas. Aunque el pollo olía bien, no eran muchos los que mostraban apetito. Con todo, el señor McVey, pequeño, delgado, pulcro, cocinó los muslos y las pechugas y los dispuso en bandejas de papel, al estilo de los restaurantes de autoservicio, sobre el mostrador de la carnicería.

La señora Turman nos trajo a Billy y a mí sendas bandejas aderezadas con ensaladilla de patatas. Yo me esforcé en comer, pero Billy ni siquiera quiso probar su ración.

—Tienes que comer, grandullón.

—No tengo hambre.

—Si no comes, no podrás crecer ni…

La señora Turman, que había tomado asiento detrás de Billy, me indicó, sacudiendo la cabeza, que no insistiera.

—Está bien —concluí—. Entonces ve a buscar un melocotón y come eso siquiera. Te gusta y es nutritivo. ¿De acuerdo?

—¿Y si el señor Brown me dice algo?

—Si lo hace, vuelves aquí y me lo dices.

—Está bien, papá.

Se alejó caminando despacio. Daba, no sé por qué, la impresión de haber perdido tamaño. Verle caminar de aquella forma me desgarró el corazón. Por lo visto indiferente al hecho de que sólo unos pocos lo consumieran, el señor McVey continuaba asando pollo. Como creo haber dicho ya, situaciones como aquélla provocaban las conductas más diversas. Las reacciones del cerebro humano son imprevisibles.

La señora Turman y yo nos sentamos en medio del pasillo de los medicamentos. Por todo el local se veían pequeños grupos de gente. Nadie, a excepción de la señora Carmody, se encontraba solo. Incluso Myron y su compadre Jim —a esas alturas, los dos durmiendo la borrachera— habían formado pareja junto al mostrador de cervezas.

Seis voluntarios habían sustituido a los que guardaban las aspilleras. Entre los del relevo se encontraba Ollie, que mordisqueaba un muslo de pollo y bebía una cerveza. En cada puesto de guardia había hachones de los improvisados con palos de escoba, y junto a éstos se veían latas de líquido inflamable; sólo que… dudo que nadie confiara ya como antes en aquellas defensas. Habiendo oído aquellos rezongos, ahogados y terriblemente vitales, habiendo visto la cuerda de tender, mordida y empapada en sangre, ¿quién iba a confiar? Si al ser o a los seres que andaban sueltos por allí afuera se les ocurría hacerse con nosotros, no habría remisión.

—¿Qué nos esperará esta noche? —me preguntó la señora Turman en un tono severo que sus ojos, asustados y llenos de malestar, desmentían.

—Hattie, no tengo ni la menor idea.

—Déjeme a Billy todo el rato que pueda. Estoy… Davey, creo que estoy aterrada —lo dijo soltando una risa gutural—. Sí, me parece que la palabra no es otra. Pero si tengo a Billy, aguantaré. Por él.

Tenía húmedos los ojos. Me incliné hacia ella y le di unas palmaditas en el hombro.

—Estoy tan preocupada por Alan —añadió—. Estoy segura de que ha muerto. Me lo dice el corazón.

—No, Hattie. No puede estar segura de eso.

—Pero es lo que intuyo. ¿No le ocurre a usted lo mismo con Stephanie? ¿No tiene ese… presentimiento?

—No —mentí con descaro.

Como le brotara de la garganta un sonido estrangulado, se apresuró a taparse la boca con la mano. Los lentes le relumbraron a la mortecina luz del local.

—Ahí llega Billy —le advertí por lo bajo.

Venía comiendo un melocotón. Hattie Turman, dando unas palmadas en el suelo, le indicó que tomara asiento a su lado y le dijo que, cuando hubiera terminado con la fruta, le enseñaría a hacer un hombrecillo con el hueso y un poco de hilo. Billy le dirigió una apagada sonrisa, y ella se la devolvió.

A las ocho, cuando relevaron a los que guardaban las troneras, Ollie vino a sentarse junto a mí.

—¿Dónde está Billy?

—Ahí detrás, con la señora Turman, haciendo manualidades —respondí—. Como ya han agotado los hombrecillos de hueso de melocotón, las caretas de bolsas de papel y las muñecas de manzana, el señor McVey le está enseñando a hacer limpiapipas.

Ollie, suspirando, tomó un trago de cerveza y dijo:

—Ahí fuera hay cosas en movimiento.

Le dirigí una viva mirada. Él me la sostuvo.

—No estoy borracho —dijo—. Bien que lo he intentado, pero no lo consigo. Ojalá pudiera emborracharme, Davey.

—¿Qué significa eso, de que hay cosas en movimiento ahí fuera?

—No sabría explicarlo. Lo comenté con Walter, y me dijo que él había tenido la misma impresión: como si a ratos la niebla se oscureciese en ciertos puntos; a veces es sólo un borrón, y a veces una mancha grande, como un morado. Luego toma el color de antes, el gris. Pero no dejan de danzar. El mismo Arnie Simms, que no ve más que un topo, dijo que era como si hubiese sombras.

—¿Y los otros?

—No conozco a ninguno, todos son forasteros —repuso Ollie—. No les pregunté.

—¿Estás seguro de que no serán figuraciones tuyas?

—Lo estoy —dijo. Indicó con la cabeza a la Carmody, que, sentada a solas al extremo del pasillo, y por lo visto no afectada en su apetito por nada de lo ocurrido, tenía en su bandeja un cementerio de huesos de pollo y estaba bebiendo o bien sangre o bien mosto tinto—. Creo que ésa acertaba en una cosa —concluyó Ollie—. La verdad la descubriremos cuando anochezca.

Pero no tuvimos que esperar a tanto. Como la señora Turman le retenía a su lado, al fondo, Billy asistió a muy poco de lo que había de suceder. Ollie continuaba sentado junto a mí cuando uno de los que se encontraban en la parte delantera del local dio una voz, se echó hacia atrás y, los brazos agitados en alto, abandonó su puesto. Eran cerca de las ocho y media y el blanco nacarado de la niebla había adquirido el gris opaco de un atardecer de noviembre.

Algo se había fijado en la cara externa del cristal, a la altura de una de las aspilleras.

¡Ay, Jesús de mi vida! —gritó el hombre que montaba guardia allí—. ¡Líbrame, líbrame de esto!

Y se puso a girar sobre sí mismo atropelladamente, los ojos saliéndosele de las cuencas y con un hilo de brillante saliva resbalándole por una esquina de la boca. Hasta que por fin, enfilando el pasillo del extremo, se alejó hacia el fondo, dejando atrás los mostradores de los platos congelados.

Sonaron otros gritos. Algunas personas corrieron hacia los escaparates, para enterarse de lo ocurrido. Pero muchos otros, sin interés ni deseos de saber qué era lo que se había pegado a las lunas, se retiraron al fondo del local.

Yo me encaminé a la tronera que había estado guardando. Ollie me siguió, con la mano en el bolsillo en que llevaba la pistola de la señora Dumfries. De pronto, uno de los vigías soltó una exclamación, no tanto de miedo como de asco.

Ollie y yo nos deslizamos por uno de los pasos entre las cajas. Vi entonces lo que había sobresaltado al que abandonó su puesto. No hubiera sabido decir qué era, pero lo vi. Parecía uno de esos pequeños seres que se aprecian en los cuadros del Bosco, en sus lienzos más demoníacos. Y al mismo tiempo tenía algo de espantosamente cómico, porque también recordaba uno de esos bichejos de plástico, esos artículos baratos que compra uno para gastarles bromas a los amigos…, a decir verdad, la clase de engañifa que Norton me había acusado de colocar en la zona de almacenamiento.

Tendría tal vez tres palmos de largo, y el cuerpo, segmentado, era de ese color rosáceo que presentan las quemaduras en vías de sanar. Sus ojos, bulbosos, observaban en direcciones opuestas el extremo de dos cortos peciolos delgados y flexibles. Gruesos pies acabados en ventosa le mantenían adherido al vidrio. Por su otra punta sobresalía algo: un órgano sexual o un aguijón. Y del lomo le brotaban dos alas membranosas descomunales, parecidas, en cuanto a forma, a las de la mosca doméstica. Cuando Ollie y yo nos acercamos al cristal, las agitaba muy despacio.

Tres de aquellos engendros se arrastraban por la luna ante la tronera de nuestra izquierda, la vigilada por el hombre que había gritado alterado por la repugnancia. En su torpe paseo dejaban tras de sí un rastro viscoso, como de baba de caracol. Los ojos —si ojos eran— se balanceaban al extremo de sus pedúnculos, del grosor de un dedo. El mayor de aquellos bichos tendría acaso un metro de largo. Unos, a ratos, pasaban por encima de los otros.

—¿Habéis visto esas alimañas del demonio? —dijo, angustiado, Tom Smalley, que se encontraba ante la aspillera de nuestra derecha.

No respondí. En ese momento había bichos de aquellos en todas las troneras, lo cual quería decir seguramente que el edificio entero estaba cubierto de ellos, como gusanos congregados sobre un pedazo de carne descompuesta… La imagen no era agradable, y noté que el pollo se me revolvía en el estómago.

Alguien se había puesto a sollozar. La Carmody hablaba a gritos de abominaciones surgidas de las entrañas de la tierra. Una tercera persona le dijo, en tono áspero, que más le valía callar. Toda la vieja monserga de antes.

Ollie se sacó del bolsillo la pistola de la señora Dumfries, y yo le agarré del brazo.

—No seas loco.

Se liberó, de un tirón, y dijo:

—Sé lo que hago —a lo cual se puso a golpear el cristal con el cañón del arma.

El aleteo de los bichos se aceleró de tal forma que, de no haber sabido uno lo contrario, no habría pensado que tuvieran alas. Y por fin levantaron el vuelo, sin más.

Viendo lo que había hecho Ollie, y comprendido el propósito de su acción, algunos de los que montaban guardia comenzaron a golpear las lunas con el mango de los palos de escoba. Los bichos echaron a volar, pero para volver en seguida. Estaba claro que, también en cuanto a inteligencia, no diferían mucho de la mosca común. De la situación anterior, rayana en el pánico, se pasó a otra, de bulliciosa conversación. Oí que alguien le preguntaba a su vecino qué podía pasarle a uno, en su opinión, si uno de aquellos bichos se le echaba encima. No era una pregunta cuya respuesta me interesase presenciar.

El golpear en los cristales empezó a disminuir. Ollie se había vuelto hacia mí, con ánimo de decir algo, pero, antes de que llegase a abrir la boca, algo, surgido de la niebla, cayó sobre uno de los seres que se arrastraban por las lunas y se lo llevó. Aunque no estoy seguro de ello, creo que grité.

Se trataba de un animal volador. Es lo único que sé a ciencia cierta. La niebla pareció oscurecerse, exactamente como había explicado Ollie, con la única diferencia de que en lugar de desaparecer, el borrón se materializó en un cuerpo con alas coriáceas, batientes, tan falto de color como el pelo de un albino, y dotado de ojos rojizos. Cayó sobre el cristal con fuerza suficiente para hacerlo trepidar. Abrió el pico, se apoderó con él del bicho rosáceo y se esfumó. Todo ocurrió en no más de cinco segundos. La última, vaga impresión que me quedó, fue el haber visto a la presa retorciéndose y aleteando antes de ser engullida, a la manera de un pez pequeño que colea y se revuelve en el pico de una gaviota.

De pronto sonó un nuevo choque, y luego otro. La gente rompió a gritar otra vez, y se produjo una estampida hacia el fondo del local. Entre el vocerío se oyó un grito desgarrado, de dolor.

—Ay, Dios mío, aquella señora —exclamó Ollie— se ha caído y la gente la ha arrollado.

Cruzó a la carrera el paso de la caja, y yo me volvía ya, para seguirle, cuando vi algo que me dejó paralizado donde estaba.

En lo alto, a mi derecha, uno de los sacos de abono para césped resbalaba lentamente hacia atrás. Debajo, en la misma vertical del saco, Tom Smalley escudriñaba la niebla por su tronera.

Otro de los bicharracos rosados fue a adherirse al grueso cristal, frente al punto de observación que Ollie y yo habíamos estado ocupando. Y uno de los animales alados bajó en picado y cayó sobre él. La anciana que habían pisoteado seguía gritando con voz aguda, cascada.

El saco. El saco estaba por caer.

—¡Cuidado, Smalley! —voceé—. ¡Ahí arriba!

Con la algarabía no llegó a oírme. La bolsa acabó de ladearse y cayó verticalmente. Le alcanzó de lleno en la cabeza. Smalley se vino abajo y golpeó con la mandíbula la repisa que bordeaba el escaparate.

Uno de los voladores albinos trataba de abrirse paso por el mellado boquete del cristal. Según se iba acallando el griterío en el local, alcancé a oír el suave murmullo, como de raspado, que producía la bestia en su pugna. Los ojos destellaban rojos en la cabeza, triangular y un poco ladeada. El pico, recio, en forma de garfio, boqueaba voraz. Su aspecto era, en cierto modo, el de esos pterodáctilos que habréis visto en las planchas de los libros de zoología prehistórica, pero correspondía más bien a una visión de las pesadillas de un demente.

Agarré uno de los hachones y, como lo hundiese con demasiada viveza en la lata de líquido inflamable, ésta se ladeó y parte de su contenido fue a parar al suelo, donde formó un charco.

La bestia voladora se detuvo en lo alto de los sacos de abono y, mudando el peso del cuerpo de una a otra garra, miró alrededor con lenta, malévola intensidad. Era un animal estúpido, de eso estoy completamente seguro. Por dos veces trató de desplegar las alas, pero, como toparan con el techo, las retrajo en seguida sobre la jibosa espalda, a la manera de un grifo. En el tercer intento perdió el equilibrio y, cayendo torpemente de su percha, todavía empeñado en aletear, fue a aterrizar sobre la espalda de Tom Smalley. A una contracción de sus garras, la camisa de Tom se desgarró de lado a lado. Vi fluir sangre.

Yo me encontraba a menos de un metro de allí, con la antorcha goteando líquido inflamable y emocionalmente resuelto a acabar con aquel ser a poco que pudiera, cuando me di cuenta de que no tenía cerillas con que prenderle fuego. La última la había gastado, hacía una hora, en darle al señor McVey lumbre para su cigarro.

Para entonces, el supermercado se había convertido en un pandemónium, al reparar la gente en el engendro posado en la espalda de Smalley: un ser como nadie había visto otro en el mundo. Y que, avanzando la cabeza con aire inquisitivo, le arrancó a Smalley, de un picotazo, un pedazo de cuello.

Ya me disponía a utilizar la antorcha a modo de maza, cuando su extremo envuelto en hilas se inflamó inesperadamente. Vi a mi lado a Dan Miller, que tenía en la mano un encendedor con un emblema de la Marina. El horror y la rabia le petrificaban el semblante.

—Mátalo —dijo con voz ronca—. Mátalo si puedes.

Junto a Dan se encontraba Ollie, empuñando el revólver de Amanda Dumfries; pero el tiro no era seguro.

La bestia desplegó las alas y las batió una vez —visiblemente, no para echarse a volar sino para agarrar mejor a su presa—, y a continuación aquellos élitros membranosos, de un blanco acharolado, envolvieron todo el torso del pobre Smalley. Y a eso siguió una serie de sonidos, mortales, de desgarramiento, que no tengo coraje para describir en detalle.

Ocurrió todo eso en cuestión de unos pocos segundos. Y entonces arrojé el hachón contra el monstruo. La sensación fue la de haber golpeado algo no más sólido que una cometa de papel. Y un instante después toda la masa de aquel ser ardía como una tea. Soltó un rechino y tendió las alas; la cabeza respingó y los ojos oscilaron en lo que sinceramente espero fuese un reflejo de terrible dolor. Se alzó en el aire con un gualdrapeo que se hubiera dicho de sábanas tendidas al azote de un ventarrón primaveral. Volvió a emitir su ronco chillido.

Los presente giraron la cabeza para seguir su llameante vuelo agónico. Creo que ningún aspecto de todo lo ocurrido subsiste en mi memoria con tanta fuerza como el vuelo en zigzag de aquel pajarraco en llamas sobre los pasillos del supermercado, dejando caer aquí y allá, en sus evoluciones, pedazos de su cuerpo, humeantes y achicharrados. Por fin fue a estrellarse contra la estantería de las salsas —de tomate, para espaguetis, para ragú—, con lo cual todo el contorno resultó salpicado como de gotas de sangre. Del animal en sí no quedó sino unos huesos y un poco de ceniza. Pero el tufo de la combustión era intenso, nauseabundo. Y, por debajo de él, como una especie de contrapunto olfativo, se percibía el olor fino y acre de la niebla, que se filtraba al interior por la rotura del cristal.

Reinó durante un instante un gran silencio. Nos sentíamos unidos por la tenebrosa maravilla de aquel fulgurante vuelo de muerte. Luego alguien lanzó un aullido. Otros gritaron. Y a mí, desde un lugar impreciso del fondo, me llegó el llanto de mi hijo.

Sentí la presión de una mano. Era Bud Brown. Los ojos se le salían de las órbitas. Con un gruñido, en una mueca que dejaba a la vista su dentadura postiza, indicó el parapeto de sacos.

—Uno de esos bichos —dijo.

Uno de los descomunales insectos de cuerpo rosáceo se había colado por el boquete de la luna y, posado en una bolsa de abono, batía sus alas de mosca casera en un audible zumbido que recordaba el de un ventilador barato. Protuberantes los ojos al extremo de sus pedúnculos, el cuerpo de una carnosidad nociva, aleteaba rápidamente.

Me adelanté hacia él. Mi hachón, aunque empezaba a consumirse, no estaba apagado todavía. Pero la señora Reppler, la maestra del tercer grado, se me adelantó. De acaso cincuenta y cinco o sesenta años de edad, y con menos carne que un cuchillo, su cuerpo tenía un aspecto de dureza y sequedad que siempre me había recordado la cecina.

A la manera de un pistolero chiflado de alguna comedia existencialista, llevaba un bote de insecticida en cada mano. Y, lanzando un bufido de ira que en nada hubiera desdicho de un troglodita en el acto de partir el cráneo de su enemigo, presionó, tendidos los brazos en todo su largo, los pulsadores de ambos botes. Una espesa capa de insecticida cayó sobre el bicho, que, asaltado por las angustias de la muerte, comenzó a retorcerse y a girar locamente sobre sí mismo, cayó del rimero de sacos, fue a rebotar en el cuerpo de Tom Smalley —muerto ya, sin duda de ningún género— y terminó en el suelo. Batía desesperadamente las alas, pero sin resultado alguno: estaban demasiado impregnadas de sustancia letal. Al cabo de unos instantes, el aleteo perdió fuerza y, por último, se interrumpió. Había muerto.

Se oyó llorar a la gente. Y gemir. Gemía la anciana que había sido pisoteada. Y también sonaron risas. Las risas de los condenados. La señora Reppler, plantada junto a su pieza, respiraba con un afán que le estremecía el flaco pecho.

Hatlen y Miller, que habían encontrado una de esas carretillas que utilizaban los mozos de almacén para trajinar cargas, la auparon sobre el parapeto de sacos y cerraron así el paso que permitía la cuña de cristal fallante. Como medida provisional, era aceptable.

Amanda Dumfries se acercó con paso de sonámbula. En una mano traía un cubo de plástico y en la otra, una escoba ordinaria, envuelta aún de material transparente. Inclinándose, los ojos todavía muy abiertos y vacíos de toda expresión, metió el bicho rosado —insecto, babosa o lo que fuera— en el cubo. Oímos el crujir de la envoltura de la escoba al rozar el suelo. A continuación la mujer se encaminó a la puerta de salida. No había allí ningún bicho a la vista. Entreabriéndola, lanzó al exterior el cubo, que cayó de lado y se quedó basculando en arcos cada vez más cortos. Uno de los bichos rosados surgió zumbando de la oscuridad, aterrizó en el cubo y se cebó en él.

Amanda rompió a llorar. Me acerqué a ella y le rodeé los hombros con el brazo.

A la una y media de esa madrugada dormitaba yo, sentado en el suelo, la espalda contra el blanco lateral esmaltado del mostrador de las carnes. Billy, la cabeza reclinada en mi regazo, dormía profundamente. No lejos de nosotros, Amanda Dumfries le imitaba, ella con la chaqueta de alguien por almohada.

Poco después de que el animal volador cayese consumido por las llamas, Ollie y yo habíamos vuelto al almacén y recogido allí media docena de mantas del mismo estilo de la que antes había utilizado yo para tapar a Billy. Varias personas las utilizaban ahora como colchoneta. También retiramos una serie de pesadas cajas de naranjas y peras; trabajando en equipo de cuatro, conseguimos situarlas encima de los sacos de abono, frente al cristal roto. A los animales alados no les resultaría fácil desplazar aquellos obstáculos, todos de no menos de cuarenta kilos de peso.

Pero los pájaros y los bichos rosados que los pájaros se comían no eran las únicas formas de vida que pululaban afuera. Estaba el monstruo tentacular que se había llevado a Norm. Había que pensar en la desgarrada cuerda de tender. Y en el ser invisible que había emitido aquel rezongo profundo y gutural. Posteriormente habíamos oído otros gruñidos semejantes, a veces muy lejanos…, pero ¿qué significaba «lejanos», dado el efecto impregnador de la niebla? Otras veces, en cambio, habían sonado muy próximos, lo bastante para hacer que el edificio retumbara y que se tuviese la sensación de que los ventrículos del corazón se habían llenado súbitamente de agua helada.

Billy se agitó en mis rodillas y lanzó un gemido. Cuando le acaricié el pelo, gimió más fuerte. Y luego volvió a su sueño, como si en éste encontrara aguas más quietas. Interrumpido mi dormitar, me desvelé, los ojos abiertos como platos. En toda la noche no había conseguido dormir más de una hora y media, y había sido un sueño sembrado de pesadillas. Una de éstas me había devuelto a la noche anterior. Billy y Steffy estaban frente a la ventana panorámica, contemplando las tenebrosas aguas del lago y el avance de la tromba que anunciaba la inminente tempestad. Sabiendo que el viento podía alcanzar fuerza suficiente para destrozar la ventana y lanzar una lluvia de mortales dardos de cristal que atravesara el salón, trataba de correr hacia ellos. Pero por más empeño que pusiera, no parecía avanzar lo más mínimo. Y entonces surgía de la tromba un pájaro, un gigantesco oiseau de mort escarlata, cuyos miocénicos vuelos oscurecían todo el ancho del lago. Abría sus fauces y dejaba a la vista un buche de las dimensiones de un túnel ferroviario. Y conforme la bestia se abatía sobre mi mujer y mi hijo, para engullirlos, una voz apagada y siniestra rompía a susurrar una y otra vez: «El Proyecto Punta de Flecha…, el Proyecto Punta de Flecha…, el Proyecto Punta de Flecha…».

Tampoco puede decirse que Billy y yo fuéramos los únicos que descansábamos mal. Otros gritaban en sueños, y algunos seguían haciéndolo después de haber despertado. Las cervezas iban desapareciendo del refrigerador a ritmo acelerado. Buddy Eagleton lo había vuelto a llenar, con existencia del almacén, sin decir palabra. Mike Hatlen me comunicó que los somníferos se habían agotado. No de forma paulatina, sino de golpe. Según él, alguien se había llevado hasta seis u ocho frascos.

—Sólo quedan unos cuantos de Nytol —concluyó—. ¿Quieres uno, David?

Negué con la cabeza, pero le di las gracias.

Y al otro extremo del pasillo, junto a la Caja número 5, teníamos a los borrachines, unos siete y todos ellos forasteros, a excepción de Lou Tattinger, el del taller de lavado de coches. Tattinger no era, según rumores, de los que necesitan razones especiales para descorchar una botella. El pelotón de los beodos estaba cabalmente anestesiado.

Ah, sí: también estaban las seis o siete personas que se habían trastocado. Aunque lo de trastocado puede no ser la palabra apropiada, no se me ocurre otra. Se trataba de gente que, sin necesidad de cerveza, vino ni pastillas, había quedado totalmente embrutecida y te miraba con ojos vacuos, vidriosos, saltones. El sólido pavimento de la realidad se había abierto por obra de algún seísmo difícil de imaginar, y aquellos pobres diablos habían caído en una sima.

Los demás conservábamos la razón a fuerza de concesiones, en algunos casos, imagino, bastante peculiares. La señora Reppler, por ejemplo, aseguraba que todo aquello era un sueño… y lo decía con no poca convicción.

Desvié la mirada hacia Amanda. Me iban embargando, relacionados con ella, unos sentimientos de una intensidad turbadora… turbadora pero no precisamente desagradable. Sus ojos eran de un verde tan increíblemente vivo que la había estado observando durante un rato, en la creencia de que acabaría por quitarse las lentillas que le daban aquel color. Pero estaba visto que éste era natural. Deseaba hacerle el amor. Mi mujer estaba en casa, quizá con vida, aunque más probablemente muerta, y en cualquier caso, sola, y la amaba; volver junto a ella con Billy era lo que más deseaba en este mundo, y sin embargo, también quería acostarme con aquella tal Amanda Dumfries. Traté de convencerme de que ese impulso obedecía a la situación en que nos encontrábamos, lo que posiblemente fuera cierto, pero sin modificar mi anhelo.

Seguí dando cabezadas hasta eso de las tres, cuando por fin me desvelé del todo. Amanda había adoptado una especie de postura fetal —las rodillas dobladas a la altura del pecho, las manos apresadas entre los muslos— y parecía dormir profundamente. La camiseta, un poco levantada, dejaba ver algo del costado, de piel limpia y blanca. Mirando ese punto, empecé a experimentar una erección por demás incómoda e inútil.

En una tentativa de encaminar mis pensamientos por otros derroteros, evoqué el deseo, que había sentido la víspera, de pintar a Brent Norton. O, más que de hacer algo tan serio como pintarle, de sentarle allí, en un leño, con la cerveza en la mano, y… bueno, bosquejar su rostro sudoroso, fatigado, con los dos mechones que, rebeldes al cuidadoso corte de pelo, le sobresalían de su nuca. Pudo haber sido un buen retrato. Me había llevado veinte años de convivencia con mi padre el descubrir que el ser competente era ya un logro de mucha importancia.

¿Sabéis qué es el talento? Es la maldición de ambicionar. Algo a lo que uno ha de enfrentarse en la adolescencia, y tratar de superarlo. Si tienes dotes de escritor, piensas que Dios te puso en el mundo para borrar el recuerdo de Shakespeare. Y si se te dan bien los pinceles, imaginas —yo lo imaginaba— que Dios te puso en el mundo para borrar el recuerdo de tu padre.

Resultó que yo no era tan competente como mi padre. Y tal vez dediqué a ese propósito más tiempo del debido. Hice en Nueva York una exposición que no marchó bien: los críticos arremetieron contra mí por no tener la talla de mi padre. Un año más tarde ganaba mi sustento y el de mi mujer trabajando para el comercio. Steff había quedado embarazada, y mantuve una conversación en serio conmigo mismo. De ella resultó el convencimiento de que para mí la pintura de mérito nunca sería más que un pasatiempo.

He realizado anuncios para una marca de champú, los de la Chica: el que la muestra a horcajadas en la bicicleta; el otro, donde sale jugando al Frisbee, esa especie de disco, en la playa; y el que la representa en el balcón de su casa, con un refresco en la mano. He hecho ilustraciones para relatos breves en la mayor parte de las grandes revistas nacionales, un terreno en el que me introduje tras haber ejecutado dibujos rápidos para los cuentos de revistas masculinas de muy inferior calidad. Tengo en mi haber algunos carteles de películas. El dinero afluye. Nos mantenemos muy a flote.

Mi última exposición la presenté en Bridgton, el verano pasado. Exhibí nueve lienzos, obra de cinco años, y vendí seis. Había uno que me negaba en redondo a vender. Por alguna extraña coincidencia, representaba el Supermercado Federal, visto desde la otra punta de la explanada del estacionamiento. Ésta, en el cuadro, aparecía desierta, a excepción de un hilera de latas de judías con salchichas de la marca Campbell, de tamaño que iba en aumento conforme se acercaban al ojo del espectador. La última daba la impresión de medir dos metros de alto. Titulé ese lienzo Judías y falsa perspectiva. Un californiano, director de una empresa que fabrica pelotas y raquetas de tenis y toda una infinidad de otros artículos de deporte, mostró un vivísimo interés por el cuadro. Pese a la tarjeta de «Reservado» que tenía el delgado marco de madera en su ángulo inferior izquierdo, no aceptaba un no por respuesta. Comenzó por ofrecerme seiscientos dólares, y de ahí fue subiendo hasta los cuatro mil. Lo quería, dijo, para su despacho. Como me negara a vendérselo, se marchó tan perplejo como contrariado. Eso sí: sin renunciar del todo, pues me dejó su tarjeta personal, por si cambiaba de opinión.

Aquel dinero me hubiera venido muy bien —era el año en que construimos el anexo de la casa y compramos el Saab—, pero de ningún modo podía vender aquel cuadro. No podía porque me daba cuenta de que era el mejor que había pintado en mi vida, y quería tenerlo para poder mirarlo el día en que alguien, con crueldad por completo inconsciente, me preguntara cuándo iba a pintar por fin algo serio.

Hasta que un día del pasado otoño se me ocurrió enseñarle el cuadro a Ollie Weeks. Me pidió permiso para fotografiarlo y tenerlo como anuncio en el super durante una semana, y eso puso fin a mi propia falsa perspectiva. Ollie había apreciado mi obra en lo que era exactamente: un buen ejemplo de arte comercial; ni más ni —a Dios gracias— menos.

Le dejé sacar la foto, y luego telefoneé a aquel director a su casa de San Luis Obispo y le dije que, si seguía interesándole, podía quedarse con el cuadro por dos mil quinientos dólares. Aceptó, y se lo envié a California a portes debidos. Y a partir de entonces la voz de la ambición defraudada —la voz del chiquillo que no sabía conformarse con un calificativo tan modesto como el de competente— se ha callado casi por completo. Y exceptuados algunos lejanos ecos —como los que llegaban de afuera, de la niebla y de la noche, producto de los seres no vistos que poblaban la oscuridad—, así ha seguido siendo durante todo este tiempo. Me gustaría que alguien me dijera por qué el haber silenciado aquella voz pueril y exigente crea una sensación tan intensa de haber muerto.

A eso de las cuatro, Billy se despertó —siquiera en parte— y echó a su alrededor una mirada turbia, estulta, a su alrededor.

—¿Todavía estamos aquí? —dijo.

—Sí, cariño —repuse—. Todavía.

Se echó a llorar con un manso desamparo que resultaba horrible. Amanda se despertó y se volvió hacia nosotros.

—Eh, chiquito —le dijo, atrayéndolo suavemente hacia sí—, ya verás cómo las cosas pintan mejor por la mañana.

—No —contestó Billy—. No lo creo, no, no lo creo.

—Chitón —insistió ella. Sus ojos se fijaron en los míos por encima de la cabeza del niño—. Hace rato que deberías estar dormido.

—¡Quiero estar con mi madre!

—Pues claro —respondió Amanda—. Como es natural.

Billy se revolvió en el regazo de ella hasta quedar frente a mí. Y se quedó mirándome un rato. Por fin volvió a dormirse.

—Gracias —dije—. Tenía necesidad de usted.

—Ni siquiera me conoce.

—Eso no cambia la situación.

—Dígame, ¿qué piensa? —me interrogó. Sus ojos verdes sostuvieron impasibles mi mirada—. ¿Qué piensa usted realmente?

—Pregúntemelo por la mañana.

—Se lo pregunto ahora.

Me disponía a responder, cuando Ollie Weeks surgió de las sombras cual un personaje de un cuento fantástico. Llevaba en la mano una linterna —la lente enmascarada con una blusa de saldo— que mantenía enfocada hacia el techo. La luz proyectaba extrañas sombras en su demacrado semblante.

—David… —susurró.

—¿Qué sucede, Ollie? —quise saber.

—David —susurró de nuevo. Y en seguida—: Ven, por favor.

—No quiero dejar solo a Billy. Acaba de dormirse.

—Yo me quedo con él —intervino Amanda—. Mejor será que vaya usted —dijo. Y en voz más baja añadió—: Jesús, esto no va a terminar nunca.