6

Nuevas deliberaciones.

La señora Carmody. Nos fortificamos.

Lo que fue de los Racionalistas

Las cuatro horas siguientes transcurrieron en una especie de sueño. Tras el testimonio de Brown, hubo una larga deliberación, rayana en la histeria; aunque quizá no haya sido tan larga en realidad, y que la impresión se haya debido a la premiosa necesidad que todos sentían de rumiar una y otra vez la misma información, de considerarla desde todos los puntos de vista posibles, de darles vueltas y más vueltas, como hace un perro con un hueso, hasta llegar a su médula. Fue un lento proceso que llevó al convencimiento. ¿Quién no ha visto algo similar en cualquier junta de vecinos de las que se celebran en marzo en las poblaciones de Nueva Inglaterra?

Surgió el grupo de los Racionalistas, de los que no creían nada de todo aquello, minoría que, encabezada por Norton, constaba de unas diez personas. Norton no se cansaba de señalar que éramos solo cuatro los que atestiguábamos la desaparición del mozo capturado por lo que él llamaba los Tentáculos del Planeta X (humorada que le conquistó algunas risas la primera vez, pero que pronto perdió su gracia, por más que él, en su creciente agitación, no se percatara de ello). Añadió que, personalmente, ninguno de aquellos cuatro testigos le merecía crédito, encontrándose la mitad de ellos en estado de completa embriaguez. Esto último era indiscutible: con todo el mostrador de las cervezas y toda la estantería de los vinos a su disposición, Jim y Myron LaFleur habían pescado una borrachera fenomenal. Yo, a la luz de lo ocurrido con Norm y de la parte que habían tenido en ello, no se lo reprochaba. La borrachera, por lo demás, les duraría muy poco.

Ollie, indiferente a las protestas de Brown, no dejaba de beber con ahínco. Desistiendo al cabo de un rato, el otro se contentó con lanzarle esporádicas amenazas de llevar la cosa a conocimiento de la Empresa. Ni siquiera se daba cuenta de que la Federal Foods Inc., con establecimientos en Bridgton, North Windham y Portland, podía haber dejado de existir entretanto. Toda la costa oriental de los Estados Unidos podía haber corrido, a juzgar por lo que sabíamos, la misma suerte. Ollie, pese a beber sin parar, no se emborrachaba. Lo sudaba todo con la misma rapidez que lo ingería.

—¿Se empeña usted en no creerlo, señor Norton? —dijo, cuando la discusión con los Racionalistas se hizo decididamente agria—. Muy bien. Le diré lo que vamos a hacer. En la parte trasera hay un montón de envases vacíos, de cerveza y de agua de seltz, que Norm, Buddy y yo dejamos allí esta mañana, para devolverlos. Salga usted por la puerta principal, rodee el edificio y tráiganos un par de esos botellines, en prueba de que ha llegado hasta allí. Si hace eso, le juro que me quito la camisa y me la como.

Como Norton volviera a lo suyo, Ollie le atajó en el tono de antes, suave y mesurado:

—Le diré que hablando así a la gente, no hace sino daño. Hay muchos aquí que querrían marcharse a casa, para comprobar que nada malo les ocurre a los suyos. Yo tengo en Naples a mi hermana y a su hijita de un año, y me gustaría asegurarme de que están bien, ¿qué duda cabe? Pero si estas personas acaban por creerle y tratan de salir, les ocurrirá a ellas lo mismo que le ocurrió a Norm.

No convenció a Norton, pero sí a algunos de los indecisos. Lo hizo no tanto con sus palabras como con sus ojos, llenos de desasosiego. Creo que la cordura de Norton dependía del no dejarse convencer, o que así lo estimaba él. En cualquier caso, no aceptó la propuesta de Ollie de dirigirse a la trasera del edificio y regresar con unos envases que demostraran el buen éxito de su excursión. No la aceptó nadie. No estaban dispuestos a salir; por lo menos, no de momento. Él y su grupito de Racionalistas (reducido por una o dos deserciones), apartándose todo lo posible de los demás, fueron a situarse junto al frigorífico de las carnes preparadas. Uno de ellos, al pasar, tropezó con mi hijo, que se despertó.

Billy, cuando me acerqué a él, se me colgó del cuello. Quise tenderle de nuevo, pero se aferró con aún más fuerza.

—No, papá —suplicó—. Por favor, no.

Me procuré un carrito y le acomodé en el asiento destinado a los niños. Situado allí, se le veía muy crecido. De no ser por su palidez, por el pelo, que, cubriéndole la frente, le caía oscuro hasta las cejas, y por el pesar que inundaba sus ojos, el efecto hubiera resultado cómico. Debía de hacer más de dos años que no subía a uno de aquellos carritos. Esas cosas suelen pasar inadvertidas; cuando reparamos en ellas, la sorpresa que nos producen es siempre desagradable.

Entretanto, y con la retirada de los Racionalistas, la discusión había hallado un nuevo polo magnético, esa vez en la persona de la señora Carmody, quien, por razones harto comprensibles, no encontraba apoyo.

A la menguante, mortecina luz, el amarillo chillón del traje, la blusa de brillante rayón y los montones de bisutería barata y resonante —cobre, concha, mica— que llevaba encima le daban, junto con el enorme bolso, un aspecto de bruja. Hondas arrugas verticales surcaban su rostro apergaminado. El pelo, crespo y gris, estirado por medio de tres peinetas de asta, estaba trenzado en la nuca. La boca era una línea de estriada cuerda.

—No hay defensa contra la voluntad de Dios. Esto se avecinaba. Yo vi los signos, y los he anunciado aquí. Pero no hay peor ciego que el que no quiere ver.

—Bien, ¿y qué propone usted? —la interpeló, impaciente, Mike Hatlen.

Era concejal del municipio, pero en aquel momento, con su gorra de balandrista y sus bermudas de abolsados fondillos, no era ésa la imagen que daba. Al igual que muchos otros de los hombres presentes, estaba bebiendo cerveza. Bud Brown, que ya había desistido de sus protestas, no dejaba, sin embargo, de anotar nombres, en un intento de llevar las cuentas en la medida de lo posible.

—¿Que qué propongo? —repitió la Carmody girándose hacia él—. ¡Menuda cosa! Lo que propongo, Michael Hatlen, es que se prepare usted para encontrarse con su Dios —y nos abarcó a todos con la mirada—. ¡Preparaos para encontraros con vuestro Dios!

—Para un cuerno nos tenemos que preparar —le espetó Myron LaFleur en un ebrio gruñido desde el mostrador de las cervezas—. A ti debieron de colocarte la lengua de través, vieja, para tenerla tan suelta.

Murmullos de aprobación saludaron ese comentario. Billy miró nervioso a su alrededor. Le rodeé los hombros con el brazo.

—¡No me impediréis hablar! —exclamó la otra, contraído el labio superior, con lo cual quedaron a la vista los dientes, descarnados y amarillos de nicotina. Me vinieron a la memoria los animales disecados que tenía en la tienda, bebiendo eternamente en el polvoriento espejo que les hacía de arroyo—. ¡Los incrédulos lo serán hasta el fin! ¡Y, sin embargo, un ser monstruoso se llevó a aquel pobre muchacho! ¡Hay cosas en la niebla! ¡Todos los horrores de una pesadilla! ¡Engendros sin ojos! ¡Criaturas espectrales! ¿Dudáis? ¡Pues salid! ¡Salid y decidles: «Hola, ¿qué tal?»!

—Señora Carmody, va a tener que callarse —dije—. Está asustando a mi hijo.

El hombre que iba con la niñita se hizo eco de mi protesta. La pequeña, de rechonchos muslos y arañadas rodillas, había pegado la cara al vientre de su padre y se tapaba los oídos con las manos. El Gran Bill, aunque no lloraba, no estaba lejos de hacerlo.

—Sólo existe una posibilidad —dijo la exaltada señora Carmody.

—¿Qué posibilidad es ésa, señora? —preguntó, cortés, Mike Hatlen.

—Ofrecer un sacrificio —respondió ella con lo que me pareció, en la oscuridad, una ancha sonrisa—. Un sacrificio de sangre.

Un sacrificio de sangre. Las palabras se quedaron suspendidas en el aire, dando vueltas lentamente. Aún ahora, pese a saber que no era así, pienso que en aquel momento se refería a algún animal: por el local correteaban, no obstante la prohibición de entrar con ellos, los perros de un par de clientes. Sí: eso es lo que me digo aún ahora. Envuelta en las sombras, la anticuaria parecía una última, enajenada representante del puritanismo que antaño sembrara el terror en Nueva Inglaterra… pero sospecho que era algo más profundo y siniestro que el simple puritanismo lo que la movía. El puritanismo tenía un padre: el hombre primitivo, con sus manos manchadas de sangre.

La Carmody abría ya la boca para añadir algo, cuando un hombre de corta estatura y pulido aspecto, que vestía unos pantalones rojos y una elegante chaqueta deportiva, le dio un bofetón en plena cara. Usaba gafas y el pelo echado hacia la izquierda con una raya trazada con tiralíneas. Tenía, además, el inconfundible aspecto del veraneante.

—Sujete esa mala lengua —le dijo con voz contenida, átona.

La Carmody se llevó la mano a la boca y a continuación nos la mostró en ademán de muda acusación: tenía sangre en los dedos. Los negros ojos, en cambio, parecían bailar, locos de júbilo.

—¡Se lo ha buscado! —exclamó una mujer—. ¡Si no se la hubiese dado él, lo hubiera hecho yo!

—Los de afuera os llevarán a vosotros —dijo la anticuaria, mostrándonos la palma. El hilillo de sangre que brotaba de sus labios le corría en aquel momento por una comisura de la boca como una gota de lluvia por un canalón—. No ahora, tal vez, pero sí cuando oscurezca. Llegarán con la noche y se llevarán a otro. Con la oscuridad, llegarán. Los oiréis acercarse, arrastrándose, reptando. Y, cuando lleguen, le suplicaréis a la Madre Carmody que os diga cómo proceder.

El hombre de los pantalones rojos levantó despacio la mano.

—Venga, pégueme —prosiguió ella, y le obsequió su ensangrentada sonrisa—. Pégueme si se atreve.

El otro dejó caer la mano y la Carmody se alejó sola. Y entonces sí, Billy se echó a llorar, apoyando la cara en mis piernas como antes hiciera la chiquilla con su padre.

—Quiero irme a casa —dijo—. Quiero ver a mi mamá.

Le consolé lo mejor que pude. Que seguramente no fue muy bien.

La conversación tomó por fin rumbos menos destructivos y apabullantes. Salieron a relucir las lunas del escaparate, a todas luces el punto débil del supermercado. Mike Hatlen preguntó cuántas entradas más había; Ollie y Brown las enumeraron rápidamente: dos puertas de carga, amén de la que Norm había abierto, las puertas de entrada y de salida de la fachada principal, y la ventana de la gerencia (de grueso cristal reforzado y con sólidos cierres).

Aquellas deliberaciones surtieron un paradójico efecto: al tiempo que nos hacían más conscientes del peligro, conseguía que nos sintiéramos mejor. Le ocurrió incluso a Billy, que me preguntó si podía ir a buscar un caramelo. Le dije que no había inconveniente, siempre y cuando no se acercase a los ventanales.

Cuando el niño se hubo alejado lo suficiente, un hombre que se encontraba junto a Mike Hallen, dijo:

—Bien, ¿y qué vamos a hacer con las lunas? La vieja aquella estará como una cabra, pero podría acertar en lo del ataque nocturno.

—Puede que para entonces se haya disipado la niebla —apuntó una mujer.

—Puede —respondió el otro—. Y puede que no.

—¿Se les ocurre algo? —pregunté a Bud y a Ollie.

—Un momento —dijo el hombre de antes—. Me llamo Dan Miller y soy de Lynn, Massachusetts. Ustedes no me conocen ni hay motivo para ello, pero se da el caso de que tengo una propiedad en el lago Highland. La compré este mismo año, con la ayuda de Dios, por cierto, pero el hecho es que la tengo —se oyeron unas cuantas risitas—. Pero a lo que iba: que he visto allí, al fondo, un montón de bolsas de fertilizantes y de abono para el césped, en su mayoría de diez kilos. ¿No podríamos apilarlas a modo de sacos terreros, dejando aspilleras para observar?

Se hacía mayor el número de los que asentían y hablaban animadamente. A punto de intervenir, me contuve. Miller tenía razón: formar un parapeto con las bolsas en nada iba a perjudicarnos y, en cambio, sí podía resultar útil. Volvió a mi memoria, sin embargo, aquel tentáculo y su forma de destrozar la bolsa de alimento canino, y pensé que uno de los más gruesos podría hacer lo mismo con aquellos sacos de diez kilos de fertilizante. Pero un discurso sobre el particular no arreglaría nuestros problemas ni elevaría la moral de nadie.

Como la gente empezaba a romper filas, hablando de poner manos a la obra, Miller gritó:

—¡Un momento! ¡Un momento! Aprovechemos la reunión para estudiar esto a fondo.

Volvieron sobre sus pasos y se congregaron, en deshilachada asamblea de cincuenta o sesenta personas, en el rincón que formaban el mostrador de las cervezas, la puerta del almacén y el extremo del mostrador de las carnes, donde el señor McVey siempre parece poner los artículos que nadie quiere, como las mollejas, las criadillas, los sesos de cordero y la cabeza de jabalí. Billy se abrió paso por entre el público, con la inconsciente agilidad que le da a un niño de cinco años el vivir en un mundo de gigantes, y me tendió una especia de chocolatina.

—¿Quieres, papá?

—Sí, gracias.

La probé, y estaba muy rica.

—A lo mejor les parece una pregunta estúpida —prosiguió Miller—, pero no hay que dejar cabos sueltos. ¿Lleva alguien algún arma de fuego?

Hubo un silencio. Los presentes se miraban entre sí y se encogían de hombros. Un hombre mayor, de pelo entrecano, que dijo llamarse Ambrose Cornell, declaró que tenía una carabina en el portamaletas del coche.

—Si quieren, puedo tratar de hacerme con ella.

—La verdad, señor Cornell —interpuso Ollie—, no creo que sea el momento.

—La verdad, hijo —rezongó Cornell—, tampoco lo creo yo. Pero pensé que debía ofrecerme.

—En fin —volvió Dan Miller a lo suyo—, aunque ya me imaginaba que no las tendrían…

—Un momento —le interrumpió una voz femenina.

Era la joven de la camiseta color arándano y los pantalones verde oscuro. Tenía el pelo de un rubio suave y poseía muy buena figura. Era una mujer guapa. Abrió el bolso y de él extrajo una pistola mediana. Los reunidos reaccionaron con un ohhhhh colectivo, como si un mago les hubiera sorprendido con un truco de excepcional calidad. La mujer, que ya se había sonrojado, se ruborizó mucho más. Hurgando de nuevo en el monedero, sacó una caja de balas Smith & Wesson.

—Me llamo Amanda Dumfries —se presentó a Miller—. La pistola… es idea de mi marido. Pensó que necesitaba protección. La llevo hace dos años, siempre descargada.

—¿Se encuentra aquí su esposo, señora?

—No, en Nueva York. Negocios. Viaja muy a menudo por negocios. Por eso insistió en que llevase la pistola.

—Bien —respondió Miller—, si sabe servirse de ella, conviene que la tenga usted. ¿Qué es, una treinta y ocho?

—Sí. Y no he disparado en mi vida más que una vez, en una sala de tiro.

Miller tomó el arma, trasteó con ella unos segundos y por fin abrió el tambor. Comprobó que no estuviera cargado.

—Muy bien —dijo—, disponemos de una pistola. ¿Hay aquí algún buen tirador? Yo no lo soy, desde luego.

La gente volvió a mirarse. Al principio nadie se pronunciaba, hasta que al fin Ollie dijo remiso:

—Yo hago mucho tiro al blanco. Tengo un Colt 45 y una Llama 25.

—¿Usted? —se extrañó Brown—. Hmm. De aquí a la noche estará demasiado bebido para ver.

Con voz muy clara, Ollie replicó:

—¿Por qué no cierra el pico y se limita a llevar su lista?

Brown le lanzó una mirada furibunda, abrió la boca y luego decidió, creo que con muy buen tino, volver a cerrarla.

—Suya es —dijo Miller, un poco perplejo por la escena, tendiéndole el arma a Ollie, que volvió a verificarla, él de forma más profesional, antes de guardársela en el bolsillo derecho del pantalón y deslizar la munición en el de la camisa, donde abultaba como un paquete de cigarrillos.

Reclinándose entonces en el mostrador de las cervezas, cubierta todavía de sudor la redonda cara, abrió con un chasquido una nueva lata. Persistía en mí la sensación de estar descubriendo a un Ollie Weeks por entero insospechado.

—Gracias, señora Dumfries —dijo Miller.

—No hay de qué.

Se me ocurrió que, de ser yo su marido, el propietario de aquellos ojos verdes y de aquel cuerpo generoso, quizá no viajara tanto. Lo de proporcionarle una pistola a la esposa era, según se mirase, un acto ridículamente simbólico.

—De nuevo a riesgo de pasar por tonto —continuó Miller, y se volvió hacia Brown y Ollie, el uno con el anotador en la mano y el otro empuñando la cerveza—, ¿no habrá por aquí, verdad, nada parecido a un lanzallamas?

—Ohhh, ¡qué desastre! —exclamó Buddy Eagleton, el mozo de almacén, y en seguida se puso tan colorado como antes Amanda Dumfries.

—¿Qué pasa? —indagó Mike Hallen.

—Pues que… hasta hace una semana tuvimos toda una caja de esos pequeños sopletes domésticos que se utilizan para soldar cañerías, o reparar el tubo de escape, o cosas así. ¿Los recuerda, señor Brown?

Brown asintió con expresión poco afable.

—¿Los vendieron todos? —preguntó Miller.

—No señor: sólo tres o cuatro; como no tenían salida, devolvimos el resto. Qué estupidez…, qué pena —rojo ya como la grana, Buddy Eagleton volvió a las filas de atrás.

Disponíamos de cerillas, desde luego, y de sal (alguien había apuntado que, para ventosas y cosas análogas, nada como la sal), además de toda clase de palos de fregar y escobas de mango largo. La mayor parte de los congregados seguía dando muestras de buen ánimo, y Jim y Myron estaban demasiado bebidos para dar la nota discordante; pero al encontrar la mirada de Ollie vi en ella una expresión de serena desesperanza que era peor que el miedo. Como yo, había visto los tentáculos: la idea de combatirlos con sal y con palos de fregar era puro humor negro.

—Mike —le dijo Miller a Hatlen—, ¿por qué no se pone al frente de estas pequeñas maniobras? Yo quisiera hablar un momento de todo este asunto con Ollie y con Dave.

—Con mucho gusto —repuso Hatlen, y le dio una palmada en el hombro—. Alguien tenía que tomar el mando de esto, y lo ha hecho usted muy bien. Bienvenido a la comunidad.

—¿Significa eso que el municipio me reducirá los impuestos? —quiso saber Miller.

De pequeño tamaño, pelirrojo, afectado por una calvicie incipiente, era la clase de tipo que le cae bien a uno a primera vista y, tal vez, la clase de tipo que sigue cayéndonos bien, a nuestro pesar, después de una temporada. A nuestro pesar, por ser la clase de sujeto que sabe hacerlo todo mejor que uno.

—Eso, ni hablar —respondió el concejal, echándose a reír.

Al alejarse Hatlen, Miller desvió los ojos hacia mi hijo.

—No se preocupe por Billy —le tranquilicé.

—Amigo, en mi vida había estado tan preocupado.

—Ni yo —terció Ollie, antes de dejar caer la lata vacía en el mostrador de las cervezas, tomar otra y abrirla: el gas produjo un leve siseo.

—He reparado en la mirada que intercambiaban ustedes dos —dijo Miller.

Terminada mi chocolatina, me agencié una cerveza para ayudarme a digerirla.

—He pensado —prosiguió Miller— que tendríamos que encargar a media docena de voluntarios que forrasen con tela unos cuantos palos de escoba y la asegurasen con un cordel. Si abriésemos unas latas de ese líquido inflamable que se utiliza para fogatas de campaña, pronto dispondríamos de una serie de antorchas.

Asentí. No era mala idea. No me parecía el procedimiento perfecto —después de haber asistido a la desaparición de Norm, no podía parecérmelo—, pero era mejor que la sal.

—Al menos mantendrá ocupada a la gente —comentó Ollie.

Miller comprimió los labios.

—¿Así de mal están las cosas? —dijo.

—Así de mal —repuso Ollie, y atacó su cerveza.

A las cuatro y media, sacos de fertilizante y de abono para césped tapaban por completo los ventanales, exceptuados unos pocos huecos a modo de aspilleras. Un hombre montaba guardia frente a cada una de éstas, y junto a cada hombre había una lata de líquido inflamable y cierto número de improvisadas antorchas. Las aspilleras eran cinco, y Dan Miller había montado un servicio de relevos que las atendiesen. Al toque de las cuatro treinta yo me encontraba sentado en una pila de sacos, de guardia, con Billy a mi lado, los dos escudriñando la niebla.

Enfrente mismo del escaparate había un banco rojo que solían utilizar, con sus compras al alcance de la mano, los que esperaban transporte. Detrás de ese banco comenzaba el estacionamiento. La niebla giraba lentamente, pesada y espesa. En contra de mi impresión primera, había en ella humedad en suspensión; pero qué opaca, qué tenebrosa se veía. El solo hecho de mirarla me apabullaba y hacía que me sintiese perdido.

—Papá, ¿qué está ocurriendo? —me preguntó Billy—. ¿Lo sabes?

—No, cariño.

Guardó un breve silencio, la mirada fija en las manos, flojamente enlazadas sobre la horcajada de los vaqueros.

—¿Por qué no viene alguien a rescatarnos? —preguntó por fin—. ¿La Policía Estatal, el FBI, o alguien?

—No lo sé.

—¿Crees que estará bien mamá?

—Billy —le rodeé los hombros con el brazo—. ¿Cómo quieres que lo sepa?

—Es que la necesito muchísimo —dijo, reprimiendo las lágrimas—. Siento haberme portado mal con ella a veces.

—Billy… —comencé, y tuve que dejarlo: notaba en la garganta un regusto salado y se me quebraba la voz.

—¿Pasará esto? —insistió el niño—. Di, papá: ¿pasará?

—No lo sé —repetí, con lo cual reclinó la cabeza en el hueco de mi hombro y, al acariciársela percibí, bajo la espesura del pelo, la delicada curva del cráneo.

Sin darme cuenta, me puse a pensar en mi noche de bodas. Steff se había quitado el sencillo traje castaño con que sustituyera el de la ceremonia, y le vi en la cadera el largo cardenal que se había hecho la víspera al chocar con el canto de una puerta. Recuerdo que mirándolo pensé: «Cuando se hizo eso, era todavía Stephanie Stepanek», y esa reflexión me produjo una especie de asombro. Después hicimos el amor. Era un día de diciembre, de cielo plomizo, y afuera nevaba con ímpetu.

Billy se había echado a llorar.

—Vamos, vamos, Billy —susurré, estrechándole la cabeza contra el pecho.

Pero continuó llorando. Era la clase de llanto que sólo las madres saben remediar.

Una noche prematura invadió el supermercado. Miller, Hatlen y Bud Brown distribuyeron todas las linternas disponibles, que eran unas veinte. Norton, que las reclamó a voz en cuello para su grupo, recibió un par de ellas. Los haces luminosos danzaban por los pasillos como espectros inquietos.

Abrazando a Billy, atisbé por la aspillera. La luz del exterior, lechosa, traslúcida, no había cambiado apreciablemente: era el parapeto de sacos lo que oscurecía tanto el local. En varias ocasiones creí distinguir algo, pero era efecto de los nervios. Uno de los otros centinelas dio, indeciso, una falsa alarma.

Billy volvió a ver a la señora Turman y, aunque ésta no le había hecho de niñera en todo el verano, se dirigió ansiosamente hacia ella. La mujer, que estaba en posesión de una de las linternas, tuvo la amabilidad de dejársela. Poco más tarde, el niño jugaba a escribir su nombre con la luz en los laterales de vidrio del arcón de los congelados. Al parecer, ella se sentía tan dichosa como Billy con el encuentro. Al poco se me acercaron los dos. Hattie Turman era una mujer alta y delgada, de precioso cabello rojo que empezaba a entreverarse de gris. Llevaba un par de gafas colgando, a la altura del pecho, de una de esas ornamentadas cadenillas que en mi opinión nadie, salvo una mujer de cierta edad, puede lucir impunemente.

—¿Está Stephanie aquí, David? —me preguntó.

—No. Se quedó en casa.

Asintió con la cabeza.

—También Alan. ¿Hasta cuándo tienes guardia?

—Hasta las seis.

—¿Has visto algo?

—No. Niebla, nada más.

—Si quieres, puedo quedarme con Billy hasta tu relevo.

—¿Qué dices a eso, Billy?

—Que me gustaría —respondió, atento al juego de luces que creaba en el techo con la linterna.

—Dios protegerá a Steffy y también a Alan —dijo Hattie Turman antes de alejarse con Billy de la mano.

Hablaba con serena confianza, pero en sus ojos no se leía convicción alguna.

A eso de las cinco y media sonaron al fondo del local voces en acalorada discusión. Alguien se burlaba de algo que otro había dicho.

—¡Tiene que estar loco para querer salir! —exclamó un tercero. Me pareció Buddy Eagleton.

Los haces de varias linternas confluyeron en el foco de la controversia, y de ahí se desplazaron a la parte delantera del local. Una burlona, estridente risa de la señora Carmody había hendido el aire, desagradable como un chirriar de uñas en un encerado. Se alzó por encima de la algarabía, resonante como en los estrados, la voz de Norton.

—¡Abran paso, por favor! ¡Abran paso! —chillaba.

El hombre que guardaba la aspillera vecina abandonó su puesto, para averiguar las causas del griterío. Yo decidí quedarme donde estaba: fuera cual fuese su origen, el conflicto se desplazaba hacia aquel lado.

—Por favor —dijo Mike Hallen—, discutamos esto con calma.

—No hay nada que discutir —proclamó Norton, cuyo rostro había emergido por fin de las sombras, obstinado, ojeroso y por completo afligido.

Portador de una de las dos linternas asignadas al grupo de los Racionalistas, con el pelo todavía levantado detrás de las orejas en aquellos tufos que le daban aire de cornudo, encabezaba una brevísima procesión, reducida a cinco de los nueve o diez seguidores primitivos.

—Vamos a salir —anunció.

—No se obstinen en esta locura —intervino Miller—. Mike tiene razón: podemos discutirlo con calma, ¿no? El señor McVey va a preparar unos pollos en el asador de gas. Sentémonos, comamos y…

Como se cruzara en el camino de Norton, éste le apartó de un empujón. Aquello no le sentó bien a Miller: primero acalorado, su rostro adquirió en seguida una expresión dura.

—Haga lo que quiera, pues —dijo—. Pero es como si asesinara a estas otras personas.

Con toda la firmeza que caracteriza las grandes resoluciones y las inquebrantables muestras de testarudez, Norton repuso:

—Les enviaremos ayuda.

Uno de sus acompañantes farfulló unas palabras de asentimiento, pero otro se escabulló en silencio. Tras eso, no le quedaban a Norton más que cuatro seguidores. Según se mirase, no estaba mal del todo: el propio Cristo sólo consiguió doce.

—Escuche, míster Norton… Brent… —insistió Mike Hatlen—, quédese siquiera para la cena. Ponga en el estómago algo caliente…

—¿Y darles ocasión de seguir hablando? He pisado demasiadas salas de tribunal para caer en eso. Han desorientado ya a media docena de los míos.

—¿De los suyos? —repitió Hatlen, gimiendo casi—. ¿De los suyos, dice? Por amor de Dios, ¿qué forma de hablar es ésa? Se trata de personas, y nada más. Esto no es un juego, y mucho menos una sala de tribunal. A falta de mejor palabra, hay cosas ahí fuera. ¿Qué sentido tiene hacerse matar?

—¿Cosas, dice? —replicó Norton, aparentando buen humor—. ¿Dónde? Su gente lleva ahí dos horas al acecho. ¿Quién las ha visto?

—Bien, allí atrás, en el…

—No, no, no —le atajó Norton, sacudiendo la cabeza—. Eso lo hemos discutido ya hasta la saciedad. Vamos a salir…

—No —musitó alguien, y el susurro se reprodujo: «No, no, no», como un rumor de hojas muertas que el viento arrastrara en un anochecer de octubre.

—¿Acaso piensan retenernos? —indagó una voz chillona. Su dueña era una señora de edad avanzada, perteneciente a los «de» Norton (por decirlo a su modo), que llevaba lentes bifocales—. ¿Piensan acaso retenernos?

El murmullo de negaciones se fue apagando.

—No —dijo Mike—. No creo que nadie quiera retenerles.

Le hablé a Billy al oído. El niño me miró entre sorprendido e inquisitivo.

—Ve ya —le pedí—. Rápido.

Se alejó.

Norton se peinó el pelo con los dedos, en un ademán tan calculado como los de cualquier autor de Broadway. Me caía más simpático cuando tiraba infructuosamente del cordón de la sierra y renegaba creyéndose a solas. No hubiera sabido decir entonces, ni lo sé ahora con mayor seguridad, si lo hacía con convicción o no. En el fondo de mi ser, pienso que sabía lo que estaba por ocurrir. Pienso que la lógica de la que toda su vida se había dicho esclavo se revolvió contra él al final, como un tigre que, rebelándose, atacara a su domador.

Miró a su alrededor con desasosiego, como quien siente que no hay más que decir, y, a la cabeza de su grupo, cruzó uno de los pasillos de las cajas. Además de la mujer mayor, iban con él un muchacho regordete, de unos veinte años de edad, una chica igualmente joven y un hombre que vestía tejanos y llevaba ladeada en la cabeza una gorra de golf.

Los ojos de Norton encontraron los míos, se ensancharon un poco y quisieron apartarse.

—Un momento, Brent —le dije.

—No quiero hablar más de este asunto. Y contigo, menos todavía.

—Ya lo sé. Sólo quería pedirte un favor —volví la cabeza y observé que Billy llegaba ya a la carrera.

—¿Qué es eso? —preguntó Norton receloso, al ver el paquete envuelto en celofán que me entregaba el niño.

—Cuerda de tender —repuse, en cierto modo consciente de que todo el público del supermercado, reunido sin demasiado orden al otro lado de las cajas, nos estaba observando—. Es el paquete grande. De cien metros.

—¿Y bien?

—Quería pedirte que antes de salir te ataras a la cintura un extremo de la cuerda. Yo la iré soltando. Cuando notes que se atirante, la atas a algo, cualquier cosa. A un coche, por ejemplo; al cierre de una portezuela.

—Y eso ¿para qué demonios?

—Me indicará que has avanzado por lo menos cien metros —contesté.

Algo relumbró en sus ojos… pero sólo un instante.

—No —dijo.

Me encogí de hombros.

—Está bien. Buena suerte, de todas formas.

—Lo haré yo, señor —dijo inesperadamente el hombre de la gorra de golf—. No veo motivo para negarse.

Norton giró vivamente hacia él, como con ánimo de decirle algo incisivo. El hombre de la gorra de golf le observó sereno. En los ojos de él nada relumbraba: había tomado una resolución y no albergaba ninguna clase de duda. También Norton reparó en ello, y guardó silencio.

—Gracias —dije.

Abrí el envoltorio con mi navaja y la cuerda de tender se desplegó en rígidos bucles. Localizado uno de sus extremos, lo amarré en una floja lazada a la cintura de Gorra de Golf. Éste la deshizo al momento y se la ciñó con un rápido y prieto nudo de gaza. En el supermercado se hubiera oído el vuelo de una mosca. Inquieto, Norton mudaba de uno a otro pie el peso del cuerpo.

—¿Quiere llevarse la navaja? —le ofrecí al hombre de la gorra de golf.

—Tengo —me dijo. Y, con el mismo sereno desdén de antes, añadió—: Usted cuídese de ir soltando bien la cuerda. Como se enrede, la corto.

—¿Listo todo el mundo? —preguntó Norton en voz demasiado alta, con lo cual el muchacho regordete brincó como si le hubieran pinchado en el trasero.

Al no recibir respuesta, Norton se volvió para emprender la marcha.

—Brent —le dije, tendiéndole la mano—. Buena suerte, hombre.

La estudió como si se tratase de un objeto extraño, poco digno de confianza.

—Os enviaremos ayuda —dijo por fin.

Y, seguido por el resto del grupo, empujó la puerta de salida y la traspuso. De nuevo se hizo perceptible aquel olor, ligeramente acre.

Mike Hatlen vino a situarse junto a mí. Los cinco componentes del grupo de Norton se habían detenido en mitad de la bruma que, lechosa, giraba lentamente. Norton dijo algo que yo debiera haber oído, pero la niebla parecía surtir un curioso efecto de impregnación. No capté otra cosa que el sonido de su voz y dos o tres sílabas aisladas, como una emisión de radio que sonase muy a lo lejos. Se pusieron en marcha.

Hatlen mantenía entreabierta la puerta. Yo fui soltando cuerda, atento a mantenerla floja: no había olvidado la promesa del otro, de cortarla si le frenaba. Seguía sin percibirse sonido alguno. Billy permanecía a mi lado, inmóvil pero vibrando por obra de su propia corriente interior.

Tuve nuevamente la extraña impresión de que los cuerpos, más que desaparecer en la niebla, se hacían invisibles. Durante un instante las ropas flotaban como vacías en el aire, y luego los cinco desaparecieren. No se percataba uno verdaderamente de la anormal densidad de la niebla hasta comprobar cómo ésta engullía a la gente en cuestión de segundos.

Seguí soltando cuerda, primero en un cuarto, luego en una mitad de su largo. Y entonces dejó de correr por un momento. La cosa viva que se movía en mis manos, se convirtió en otra, muerta. Contuve el aliento. En ese punto se restableció el movimiento. Tendido el cordel entre los dedos, iba largándolo, y entonces, repentinamente, recordé el día en que mi padre me llevó a ver Moby Dick en la versión cinematográfica de Gregory Peck. Creo que sonreí un poco.

Tres cuartas partes de la cuerda habían desaparecido entre tanto: su extremo estaba ya entre los pies de Billy. Luego, una vez más, dejó de discurrir entre mis dedos. Después de permanecer inmóvil por espacio de quizá cinco segundos, sentí un tirón y perdí de vista otro metro y medio. Y entonces, de súbito, dio un violento latigazo hacia la izquierda y se fijó, cimbreante, en el filo de la puerta.

Inesperadamente, seis metros de cordel partieron de golpe, dejándome en la palma de la mano izquierda una ligera rozadura. Y de la niebla llegó un chillido agudo, trémulo. Era imposible determinar si era una mujer o un hombre quien lo emitía.

La cuerda me saltó de entre las manos con un nuevo latigazo. A ése siguió otro. Dando bandazos a izquierda y derecha entre la abertura de la puerta, corrió acaso otro metro, y entonces se hizo audible, procedente del exterior, un trepidante alarido que halló respuesta en un gemido de mi hijo. Hatlen, con los ojos enormemente abiertos y la boca trémula y caída en una comisura, era la viva imagen del espanto.

El alarido se interrumpió bruscamente. Durante lo que pareció una eternidad, no se oyó cosa alguna. Luego, la mujer de edad avanzada que iba en la expedición de Norton —esa vez no había duda respecto de quién gritaba— aulló: «¡Quitadme esto de encima! ¡Ay, Dios mío, Dios mío, quitad…».

Y también su voz se cortó.

Casi todo el largo de la cuerda pasó por mi puño mal cerrado, causándome esa vez una rozadura más dolorosa. A continuación, quedó completamente fláccida, y de la niebla surgió un sonido —un recio, pastoso rezongo— que hizo que la boca se me quedara completamente seca, sin saliva.

Aunque jamás había oído nada igual, era algo que podía situarse en una escena cinematográfica ambientada en el veld africano o en un pantano de Sudamérica. Era la voz de un animal de gran tamaño. Se oyó de nuevo, contenida, feroz, sobrecogedora. Tras sonar una vez más, se redujo a una serie de roncos refunfuños. Y finalmente se apagó por completo.

—Cierre esa puerta —dijo Amanda Dumfries con voz entrecortada—. Por favor.

—En seguida —repuse, y empecé a recuperar la cuerda.

Conforme llegaba de la niebla, se iba amontonando a mis pies en desordenados lazos y nudos. A cosa de un metro de su cabo, la flamante fibra blanca adquiría un color entre bermellón y carmesí.

—¡Es la muerte! —chilló la señora Carmody—. ¡Salir de aquí es la muerte! ¿Os convencéis ahora?

El extremo de la cuerda de tender era un mordido enredijo de fibra y pequeñas mechas de algodón. Estas últimas aparecían salpicadas de minúsculas gotas de sangre.

Nadie alzó la voz contra la señora Carmody.

Mike Hallen dejó que la puerta se cerrase impulsada por su muelle.