La discusión con Norton.
El debate junto al mostrador
de las cervezas. Comprobaciones
Jim y su buen amigo Myron se encontraban al otro lado de las puertas, empuñando sendas cervezas. Me acerqué a Billy, vi que seguía durmiendo y le tapé con la presunta manta de mudanzas. Se movió un poco, murmuró algo y volvió a serenarse. Consulté mi reloj. Eran las doce y cuarto. Me pareció enteramente imposible: tenía la impresión de que habían pasado por lo menos cinco horas desde mi entrada en el almacén en busca del cobertor. Y sin embargo eran sólo treinta y cinco minutos los transcurridos en todo aquello.
Volví junto a Ollie, que estaba con Jim y Myron. Había ido a buscar cerveza y me ofreció una. Acepté la lata y me bebí la mitad de un trago, como había hecho aquella misma mañana mientras cortaba leña. Me animó un poco.
Jim se llamaba Grondin. Y el apellido de Myron era LaFleur… la cosa, reconozcámoslo, tenía su gracia. Myron La Flor tenía sangre seca en los labios, en el mentón y en una mejilla. El ojo que había recibido el golpe se le estaba hinchando. La chica de la camiseta color arándano, que cruzaba por allí sin propósito aparente, le dirigió a Myron una mirada de recelo. Pude haberle dicho que Myron sólo era peligroso para los adolescentes empeñados en demostrar su hombría, pero me ahorré la molestia. Bien mirado, Ollie estaba en lo cierto: aunque de una forma ciega, lamentable, y pensando muy poco en el interés común, no habían hecho sino lo que creían mejor. Y en ese momento los necesitaba para hacer lo que yo creía mejor. Por ese lado no esperaba contrariedades: los dos habían quedado fuera de combate, y ninguno de ellos —La Flor en particular— valdría para nada durante algún tiempo. Había desaparecido de sus miradas lo que brillaba en ellas cuando organizaban la salida de Norm a fin de que el muchacho desatascase el respiradero. Los gallitos habían escondido los espolones.
—Habrá que decir algo a esa gente —expresé.
Jim abrió la boca para protestar.
—Ni Ollie ni yo mencionaremos vuestra intervención en la salida del muchacho si apoyáis lo que vamos a decir sobre… en fin, sobre lo que se llevó a Norm.
—Claro, claro está —repuso Jim con un lamentable deseo de complacer—. Si no les advertimos, la gente podría salir… como hizo aquella mujer… la mujer que… —se secó la boca con la mano y tomó rápidamente otro sorbo de cerveza—. Santo Dios, qué desastre.
David —dijo Ollie—. ¿Y si…? —dejó la pregunta en suspenso, y luego se forzó a continuar—. ¿Y si entran? ¿Y si entran los tentáculos?
—¿Por dónde, si cerrasteis la puerta? —interpuso Jim.
—Sí, claro —respondió Ollie—. Pero es que toda la parte delantera del local es de cristal metalizado…
El estómago se me subió a la garganta, como en un ascensor que se hubiera desprendido desde una altura de veinte pisos. Volví los ojos hacia el lugar donde dormía Billy. Pensé en los tentáculos que se agitaban sobre el cuerpo de Norm. Imaginé a mi hijo víctima de ellos.
—Cristal metalizado —susurró Myron LaFleur—. Cristo en bicicleta…
Los dejé junto al mostrador, ocupados en procurarse una segunda cerveza, y fui en busca de Brent Norton. Le encontré frente a la caja número dos, en sobria conversación con Bud Brown. Ambos —Norton con su cuidado pelo entrecano y su apostura de galán maduro, y Brown con su austera fisonomía al estilo Nueva Inglaterra— parecían extraídos de una caricatura del New Yorker.
No menos de veinte parroquianos deambulaban inquietos por el espacio comprendido entre las cajas y el amplio escaparate. Muchos se alineaban junto a éste, atentos a la niebla. Volví a pensar en los curiosos que atisban en los solares en construcción.
La señora Carmody, sentada en la inmóvil cinta transportadora de una de las cajas, fumaba un Parliament en una de esas boquillas ideadas para el progresivo abandono del tabaco. Me midió con la mirada y, encontrándome insuficiente, la desvió. Daba la impresión de soñar despierta.
—Brent… —dije.
—¡David! ¿Dónde te habías metido?
—De eso quiero hablarte.
—Hay gente bebiendo en el mostrador de las cervezas —observó Brown severamente, en el tono de quien anuncia que en la fiesta parroquial se han proyectado películas pornográficas—. Los veo por el espejo de seguridad. Esto tiene que terminar.
—Brent…
—¿Me disculpa un momento, míster Brown?
—Por supuesto —el gerente se cruzó de brazos y clavó los ojos, con la misma expresión de condena, en el espejo convexo—. Y va a terminar, eso se lo prometo.
Norton y yo nos encaminamos al mostrador de las cervezas, al otro extremo del local, pasando frente a la sección de utensilios domésticos y la de mercería. Ladeando la cabeza, advertí con malestar que los marcos de madera que sujetaban las altas lunas verticales estaban alabeados, torcidos y con grietas. Y una de las porciones de cristal, me recordé, ni siquiera estaba entera: una cuña había caído de su esquina superior al producirse aquel extraño temblor. Cabía la posibilidad de tapar el boquete de alguna forma… quizá rellenándolo con blusas de oferta de las que había visto junto a la sección de vinos…
Interrumpidas bruscamente mis reflexiones, tuve que taparme la boca con la mano, como para reprimir un eructo. Lo que reprimía en realidad era el acceso de horrorizada risa que me producía la idea de cerrar el paso con un lío de blusas a los tentáculos que se habían llevado a Norm. Recordé que con sólo cerrarse en torno a una bolsa de alimento canino, uno de ellos —uno de los más pequeños— la había destrozado.
—David, ¿te encuentras bien?
—¿Cómo?
—Es por la cara que pones… como si se te hubiera ocurrido una buena idea, o todo lo contrario: algo espantoso.
Otro recuerdo me asaltó entonces.
—Brent, ¿qué ha sido del hombre que entró gritando que había algo en la niebla, algo que se había llevado a John Lee Frovin?
—¿El que sangraba por la nariz?
—Sí, ése.
—Se desmayó y míster Brown le hizo volver en sí con unas sales que tiene en el botiquín. ¿Por qué?
—¿Dijo algo más al despertar?
—Siguió con lo de esa alucinación. Míster Brown se lo llevó arriba, a la oficina. Estaba asustando a algunas mujeres. Me pareció que se marchaba muy gustoso. Por algo relacionado con los cristales. Cuando míster Brown le dijo que el despacho de gerencia no tenía más que una ventana pequeña, y que estaba reforzada con tela metálica, subió sin dudarlo. Supongo que debe seguir allí.
—Lo que contó no es ninguna alucinación.
—No, claro que no.
—¿Lo fue la sacudida que sentimos?
—No, pero mira, David…
Está asustado, me repetía una y otra vez a mí mismo. No cargues contra él. Esta mañana lo has hecho ya una vez, y con eso basta. No cargues contra él por ser como es, como dio prueba de ser durante aquel estúpido pleito de los lindes: primero paternalista, luego sarcástico, y por último, cuando resultó claro que iba a perder, amenazador. No cargues contra él, porque vas a necesitarle. No será capaz de poner en marcha una sierra mecánica, pero, en cambio, responde a la estampa de la persona digna de crédito. Si pide a la gente que no pierda la calma, la gente no la perderá. Así, pues, no cargues contra él.
—¿Ves esa puerta de doble hoja, la del fondo, detrás del mostrador de las cervezas?
Frunció el ceño.
—¿No es Weeks, el auxiliar del gerente, el que está bebiendo con esos dos? —observó—. Como lo vea Brown, te aseguro que ese tipo se verá de patitas en la calle.
—Brent, ¿quieres hacer el favor de escucharme?
Se volvió hacia mí distraídamente.
—Perdona, Dave. ¿Qué me decías?
—Que si ves aquella puerta del fondo.
—Ah, sí, lo siento.
Pensé: es ahora cuando lo vas a sentir.
—Sí, naturalmente —agregó—, veo la puerta. ¿Qué pasa con ella?
—Comunica con el almacén, que se extiende a todo lo largo de la fachada oeste del edificio. Billy se había quedado dormido y entré allí en busca de algo con que taparle…
Se lo conté todo, excluyendo únicamente la discusión sobre el mozo y su salida del edificio. Le hablé de lo que había entrado, y por último, gritando ya, porque Norton se negaba no ya a creerme, sino a considerar tan sólo la idea, le hablé de lo que había ocurrido. En vista de su actitud, lo llevé junto a Ollie, Jim y Myron. Los tres corroboraron mis palabras, por mucho que tanto Jim como la Flor estaban ya con unos tragos de más.
Aun así, Norton persistió en su tenaz y completa incredulidad. Se limitaba a no admitir los hechos.
—No, no, no —dijo—. Perdónenme, señores, pero eso es totalmente ridículo. O bien me están gastando una broma —nos regaló una sonrisa de condescendencia, indicación de que sabía encajar las bromas como el primero—, o bien son ustedes víctima de una especie de hipnosis colectiva.
Una vez más se me avivó el genio, pero, aunque no sin dificultad, me dominé. Normalmente no soy hombre que pierda los estribos por cualquier cosa; ahora bien, aquéllas no eran circunstancias normales: tenía que pensar en Billy, y en lo que podía ocurrirle —o le había ocurrido ya— a Stephanie. Ambas cosas, vivas de continuo en mi subconsciente, me tenían desasosegado.
—Muy bien —dije—. Entonces, vayamos allí. En el suelo del almacén ha quedado un trozo de tentáculo. La puerta lo cortó al bajar. Y podrás oír los otros, que se deslizan por todo el exterior. Parece el soplo del viento en la hiedra.
—No —dijo tranquilamente.
Me pareció que no le había entendido.
—¿Cómo? ¿Qué has dicho?
—He dicho que no. Que no voy a entrar ahí. La broma ha ido ya demasiado lejos.
—Brent, te juro que no se trata de ninguna broma.
—Pues claro que sí —retrucó. La mirada se le fue hacia Jim y Myron y se detuvo un instante en Ollie Weeks, que se la sostuvo impasible, antes de encontrar de nuevo la mía—. Debe ser lo que llamáis por aquí «un chiste de los de mearse». ¿No, David?
—Escucha, Brent…
—¡No, escúchame tú! —estaba subiendo el tono como debía de hacerlo en los estrados, para impresionar. Y su voz resultaba muy, pero que muy audible: varios de los que erraban por el local nerviosos y sin rumbo, se volvieron para atender a lo que ocurría. Norton prosiguió, blandiendo el índice ante mí—: Claro que es un chiste. La piel de plátano que se arroja para que un memo resbale en ella, y el memo, por lo visto, soy yo. No tengo demasiadas simpatías por estos pagos, ¿verdad? Los de aquí cerráis filas frente a los forasteros. Como ocurrió cuando te llevé a los tribunales en defensa de mis legítimos derechos. ¿Que ganaste aquello? Es natural: tu padre era el famoso pintor, y tú eres de esta ciudad. ¡En cambio, lo único que yo hago aquí es pagar mis impuestos y gastar mi dinero!
Lo que hacía no era ya actuar, tratar de intimidarnos con sus entonaciones ensayadas para el foro público: estaba gritando, a punto de perder por completo el dominio de si. Ollie Weeks se dio la vuelta y se alejó con su lata de cerveza en la mano. Myron y su amigo Jim miraban a Norton con sincero asombro.
—¿Qué pretendes? ¿Que entre allí para examinar la última novedad de los artículos de broma, mientras estos dos catetos se desternillan de risa a mis expensas?
—Eh, oiga —protestó Myron—, mire bien a quién llama cateto.
—Me alegro de que te cayera aquel árbol en el cobertizo; si quieres saber la verdad, ¡me alegro! —añadió Norton, dirigiéndome una sonrisa feroz—. Te lo dejó bien hundido, ¿verdad? Estupendo. Y ahora, quítate de mi camino.
Quiso apartarme. Le así por el brazo y le arrojé contra el mostrador. Una mujer soltó un ronco grito de sorpresa. Dos lotes de seis latas de cerveza se fueron al suelo.
—Destápate los oídos y escucha, Brent. Hay aquí vidas en juego. Para empezar, la de mi hijo. Así es que escúchame, o te garantizo que te doblaré a palos.
—Adelante —replicó Norton, todavía sonriendo en una especie de paralizada bravata, los ojos inyectados en sangre y fuera de sus cuencas—. Demuestra a todos lo grande y fuerte que eres pegando a un hombre que podría ser tu padre y que está mal del corazón.
—¡Lárgale un directo! —exclamó Jim—. Si está mal del corazón, al carajo. Ni siquiera estoy seguro de que ese picapleitos de Nueva York tenga corazón.
—Usted no se meta —le dije a Jim, antes de acorralar a Norton, mi cara pegada a la suya, lo bastante cerca para besarle si en eso hubiera estado pensando, y percibiendo el frío del mostrador, que aún lo generaba pese a la falta de electricidad—. Deja de esconderte como el avestruz. Sabes perfectamente bien que estoy diciendo la verdad.
—No… yo… qué voy a saber… —jadeó.
—Si el lugar y el momento fueran otros, te dejaría continuar con tu juego. No sé hasta qué punto estás asustado, no llevo la cuenta. Yo también estoy asustado. ¡Pero te necesito, maldita sea! ¿Te enteras de eso? ¡Te necesito!
—¡Suéltame!
Le agarré por la camisa y le sacudí.
—¿Es que no te das cuenta de nada? La gente va a empezar a salir ¡y quedarán a merced de lo que está ahí fuera! Por amor de Dios, ¿es que no lo comprendes?
—¡Suéltame!
—Primero tendrás que entrar ahí conmigo y verlo con tus propios ojos.
—¡Te he dicho que no! Es un truco, una broma. No soy tan estúpido como tú crees…
—Entonces te llevaré yo a rastras.
Le agarré por el hombro y por la nuca. La manga de la playera se le descosió por la sisa con un largo crujido. Tiré así de él hasta la puerta de doble hoja, donde lanzó un chillido lastimoso. Se había congregado un grupo de unas quince o dieciocho personas que, sin embargo, se mantenían al margen. Nadie daba muestras de querer inmiscuirse.
—¡Ayúdenme! —gritó Norton.
Los ojos se le saltaban detrás de las gafas. El pelo se le había revuelto otra vez y se le levantaba en tufos detrás de las orejas. La gente rebulló en un ambiente expectante.
—¿Por qué gritas? —le susurré—. ¿No dices que es una broma? Por eso te traje a la ciudad cuando me pediste venir, y por eso te confié a Billy en el cruce del estacionamiento: porque tenía preparada de antemano esta niebla tan oportuna; había alquilado a Hollywood una máquina para producir niebla que me cuesta quince mil dólares por día, más otros ocho mil por el transporte; todo para poder gastarte una broma. ¡Deja de contarte idioteces a ti mismo y abre los ojos!
—¡Suél… ta… me! —berreó.
Estábamos por alcanzar las puertas.
—A ver, a ver, ¿qué pasa aquí? ¿Qué está usted haciendo?
Era Brown, que se abría paso a codazos entre los curiosos.
—Haga que me suelte —pidió Norton con voz ronca—. Está loco.
—No, no está loco. Ojalá lo estuviera, pero no lo está.
Ese había sido Ollie, y yo hubiera sido capaz de besarle. Rodeando el pasillo a nuestra espalda, se había plantado delante de Brown. Los ojos de éste se fueron a la cerveza que Ollie tenía en la mano.
—¡Está bebiendo! —exclamó, en tono sorprendido pero no enteramente falto de satisfacción.
—Vamos, Bud —le dije, al tiempo que soltaba a Norton—. Ésta es una situación excepcional.
—Las normas no cambian —replicó con suficiencia—. Yo me encargo de que la dirección se entere de esto. Es mi deber.
Norton, que entretanto se había escabullido y permanecía a cierta distancia, trataba de enderezarse la camisa y alisarse el pelo. Su mirada saltaba nerviosa entre Brown y yo.
—¡Oigan! —gritó inesperadamente Ollie, sacando del pecho un vozarrón que nunca le hubiera imaginado a aquel hombre, grande pero suave y modesto—. ¡Oigan todos los que están en el supermercado! ¡Acérquense y escuchen! ¡Esto les concierne, sin excepción! —desentendiéndose por completo de Brown, me miró de lleno a los ojos—. ¿Lo hago bien?
—Estupendo.
La gente empezó a congregarse. Doblándose primero, el grupo de los que habían asistido a mi discusión con Norton terminó por triplicarse.
—Ocurre algo que todos deben saber… —empezó Ollie.
—Deje inmediatamente esa cerveza —dijo Brown.
—Calle inmediatamente esa boca —dije yo, avanzando un paso hacia él.
Brown retrocedió otro en compensación.
—No sé en qué están pensando algunos de ustedes —repuso—, pero les aseguro que esto llegará a conocimiento de la empresa. ¡Sin faltar detalle! Y quiero que comprendan una cosa… ¡podría haber responsabilidades!
En su nerviosismo había desnudado los dientes, amarillentos, y sentí pena de él. No hacía sino enfrentarse a la situación a su manera, como Norton al imponerse a sí mismo el espejismo de la broma, o Myron y Jim al convertir todo el asunto en un silogismo de bravucones: si conseguían reparar el generador, la niebla se disolvería. Brown había encontrado su propia fórmula de evasión: proteger el supermercado.
—Pues nada, adelante: vaya anotando nombres —dije—. Pero por favor, no hable.
—Muchos voy a anotar —replicó—. Y encabezando la lista estará el suyo… ¡bohemio!
—El señor David Drayton tiene algo que decirles —continuó Ollie—, y creo que, si tenían previsto marchar a casa, les conviene escucharle.
Les conté, pues, lo sucedido, poco más o menos en los términos en que se lo había contado a Norton. Al principio hubo algunas risas, y luego, al concluir mi alocución, se notó un creciente malestar.
—Es mentira, ¿saben? —intervino Norton con voz que, tratando de ser imperiosa, sólo resultaba estridente.
Y aquél era el hombre a quien me había confiado, contando con recurrir a su prestigio. ¡Qué lamentable cosa!
—Pues claro que es mentira —convino Brown—. Es un delirio. Según usted, ¿de dónde salieron esos tentáculos, señor Drayton?
—Ni lo sé ni, según están las cosas, tiene eso mucha importancia. Pero están ahí. Hay un…
—Me parece a mí que algunos de ellos han salido de esas latas de cerveza. Eso es lo que me parece.
Ese comentario fue saludado por algunas risas. Las interrumpió la fuerte, chirriante voz de la señora Carmody.
—¡Es la muerte! —graznó, y los que reían se reportaron al momento.
Avanzó con paso imperioso hacia el centro del corrillo que se había formado, los pantalones amarillo canario brillando como con luz propia, el enorme bolso balanceándose junto al paquidérmico muslo. Paseó a su alrededor con arrogancia la mirada de sus ojos negros, penetrantes y agoreros como los de una urraca. Dos guapas chicas de quizá dieciséis años, que lucían blancas blusas de rayón adornadas en la espalda con el nombre de un campamento de excursionistas, se apartaron de ella, aprensivas.
—¡Oís pero no escucháis! ¡Escucháis pero no creéis! ¿Quién de vosotros quiere salir y comprobarlo por sí mismo? —los barrió con la mirada y centró en mí sus ojos—. ¿Y qué se propone usted hacer al respecto, señor David Drayton? ¿Es que se puede hacer algo? ¿Qué cree que puede hacer?
Su sonrisa, sobre el traje color canario, era la de una calavera.
—Es el fin, os digo. El final de todo. La hora postrera. El dedo que se mueve lo ha escrito, no en el fuego, sino en renglones de niebla. La tierra se ha abierto y vomitado sus horrores…
—¿Por qué no la hacen callar? —estalló una de las adolescentes. Se encontraba al borde del llanto—. ¡Me está asustando!
—¿Tienes miedo, corazón? —indagó la señora Carmody, vuelta hacia ella—. Ahora, no. Lo tendrás cuando vengan por ti los engendros que el Maligno ha soltado sobre la faz de la tierra…
—Ya basta, señora Carmody —dijo Ollie, que la asió del brazo—. Basta y sobra.
—¡Suélteme! ¡Os digo que es el fin! ¡Es la muerte! ¡La muerte!
—Qué montón de majaderías —exclamó asqueado un hombre que usaba gafas y se cubría con un sombrero de pescador.
—No, señor —intervino Myron—. Ya sé que parecen cosas del sueño de un drogado, pero es la pura verdad. Lo vi con mis propios ojos.
—Yo también —dijo Jim.
—Y yo —terció Ollie.
Había conseguido callar, siquiera momentáneamente, a la señora Carmody, que, sin embargo, se mantenía a corta distancia, aferrada a su bolso y todavía con aquella sonrisa vesánica que le desnudaba los dientes. Nadie quería su proximidad. De los presentes, unos conversaban por lo bajo, contrariados por la corroboración, y otros miraban inquietos, ponderativamente las lunas del escaparate. Me complació sin duda advertir eso.
—Mentiras —farfulló Norton—. Se enredan ustedes unos a otros con mentiras. Nada más.
—Lo que usted cuenta —me dijo Brown— es totalmente increíble.
—No hace falta que nos quedemos aquí, rumiándolo —le contesté—. Acompáñeme al almacén y eche un vistazo. Y escuche.
—No se permite a los clientes entrar en…
—Bud —le interrumpió Ollie—, acompáñele. Y terminemos con esto.
—Muy bien, míster Drayton —se decidió Brown—. Terminemos con esta bobada.
Empujamos las puertas y nos internamos en la oscuridad.
Lo que se oía era desagradable o, quizá, más exactamente, amenazador. También Brown debió de percatarse de ello, pues, pese a todo su talante de yanqui templado, me agarró el brazo inmediatamente. Por de pronto, se le cortó el aliento; cuando lo recobró, jadeaba.
Era una especie de susurro procedente de la puerta de carga, un murmullo casi acariciante. Moví lentamente un pie, deslizándolo hasta encontrar por fin una de las linternas. Me agaché, me hice con ella y la encendí. Brown —que ni siquiera había visto los tentáculos, sólo oía su labor— tenía tensos los músculos de la cara. Pero yo, que sí los había visto, los imaginaba sobre el palastro de la puerta, trepando y retorciéndose como enredaderas vivas.
—¿Qué me dice ahora? ¿Totalmente increíble?
Se humedeció los labios y contempló el caos de cajas y bolsas regadas por el suelo.
—¿Esto lo hicieron ellos?
—En parte. Casi todo. Venga por aquí.
Me siguió… a regañadientes. Enfoqué con la linterna el pedazo de tentáculo que, contraído, enroscado, continuaba donde antes: junto a la escoba de largo mango. Brown se inclinó sobre él.
—Cuidado con tocarlo —dije—. Puede estar vivo todavía.
Se incorporó al instante. Asiendo la escoba por el lado de barrer, hinqué el otro extremo en el tentáculo. Al tercer o cuarto pinchazo se desplegó lentamente y dejó a la vista dos ventosas completas y el desgarrado segmento de una tercera. Luego, a un reflejo muscular, se contrajo de nuevo y quedó inmóvil. Brown emitió un sonido gutural, de repugnancia.
—¿Ya tiene bastante?
—Sí —dijo—. Salgamos de aquí.
Avanzamos hasta la puerta tras la luz danzante de la linterna y salimos. Todas las caras se volvieron hacia nosotros y cesó el murmullo de las conversaciones. Norton tenía el color de la cera. Los negros ojos de la señora Carmody relumbraban. Ollie estaba bebiendo otra cerveza, la cara bañada en sudor pese a que había refrescado bastante en el local. Las chicas de las blusas de rayón se acurrucaban una contra otra como potrancas que presienten una tronada. Ojos. Cuántos. Podría pintarlos, pensé estremecido; una composición pictórica sin rostros: sólo con ojos destellando en la penumbra. Podría pintarlos, pero nadie los creería reales.
Bud Brown enlazó remilgadamente las manos, de largos dedos, antes de hablar.
—Señores —dijo—, parece que nos encontramos ante un problema de cierta consideración.