El almacén. Problemas en el generador.
Lo que le ocurrió al mozo
Billy empezó a ponerse histérico. Víctima de una especie de rabieta, y como regresando de pronto a sus dos años de edad, ronca la voz entre las lágrimas, intemperante, llamaba a gritos a su madre, el labio superior cubierto de mocos. Le rodeé los hombros con el brazo y, tratando de calmarle, me alejé con él por uno de los pasillos centrales. Pasamos el blanco mostrador de las carnes, que se extiende, al fondo, a todo lo ancho del local. El señor McVey, el carnicero, continuaba en su puesto. Nos saludamos con sendas inclinaciones de cabeza, tan correctos como lo permitían las circunstancias.
Me senté en el suelo, acomodé a Billy sobre mis rodillas, hice que me apoyara la cara en el pecho, me puse a mecerle y le hable. Le dije todas las mentiras que los padres guardamos en reserva para los momentos difíciles, la clase de mentiras que, de puro verosímiles, un niño no puede sino aceptar, y se las dije en tono de total convicción.
—Esa niebla no es normal —repuso el niño, elevando hacia mí el rostro, ojeroso y manchado de lágrimas—. ¿Verdad que no, papá?
—No, creo que no —en eso no quería mentirle.
A diferencia de los adultos, los niños no combaten la conmoción. Quizá porque hasta iniciarse la adolescencia viven en un estado de conmoción casi permanente, ceden a ella. Billy empezó a dormitar. Temeroso de que pudiera despertar bruscamente, seguí abrazándole. Pero el adormecimiento acabó por convertirse en auténtico sueño, tal vez porque no había descansado lo necesario la noche anterior, la primera, desde que Billy era un niño de pecho, en que los tres compartíamos una cama. Aunque quizá se debiese —y con esa idea sentí un escalofrío— a que intuía la llegada de algo malo.
Cuando tuve la seguridad de que estaba profundamente dormido, le tendí en el suelo y salí en busca de algo con que taparle. La mayor parte del público continuaba en la parte delantera del local, observando la compacta masa de niebla. Norton, que se había hecho con un pequeño auditorio, se afanaba en cautivarlo por la palabra. Bud Brown seguía en su puesto, inconmovible. Ollie Weeks, en cambio, había abandonado el suyo.
Unas pocas personas vagaban por los pasillos, con-mocionado el semblante. Cruzando la puerta de doble hoja situada entre el mostrador de las carnes y el de la cerveza, entré en la zona de almacenamiento.
Aunque seguía zumbando con firmeza detrás de su mampara de contrachapado, algo le ocurría al generador: percibí olor de gasoil, un olor mucho más intenso de lo normal. Me encaminé hacia la mampara, tratando, primero, de no respirar demasiado hondo, y, por fin, desabrochada la camisa, cubriéndome con su tela nariz y boca.
El almacén, largo y estrecho, estaba iluminado mortecinamente por dos hileras de luces de emergencia. Había cajas por todas partes: a un lado, de lejía; detrás de la mampara, al fondo, de refrescos, y en otros puntos, amontonadas, de salsa de tomate y de raviolis. Una de aquéllas había caído al suelo y la caja de cartón parecía sangrar.
Una aldabilla cerraba la puerta del compartimiento del generador. La descorrí y entré. Del aparato se elevaban, ocultándolo, nubes de humo graso, azulado. Algo debía de ocluir el tubo de salida, que pasaba al exterior por un agujero practicado en la pared. La máquina tenía un simple interruptor de dos posiciones. Apagué. El generador retembló y, primero con un eructo y luego con un carraspeo, se detuvo. A eso siguió una serie de agónicos chasquidos que me recordaron la rebelde sierra de Norton.
Las luces de emergencia se apagaron y me quedé a oscuras. Desorientado, no tardé en asustarme. Mi respiración tenía el sonido del viento entre la paja. Al salir me golpeé la nariz con la endeble puerta de contrachapado, y el corazón me dio un vuelco. La puerta de doble hoja tenía cristales, pero por la razón que fuera, los habían pintado de negro, de modo que la oscuridad era casi total. Perdido el rumbo, topé con un rimero de cajas de lejía, que cayeron. Como una se me viniera encima, retrocedí un paso, por lo cual tropecé con otra, que había aterrizado detrás de mí, y caí. El golpe que me llevé en la cabeza me hizo ver las estrellas en la oscuridad. Fantástico espectáculo.
Tendido en el suelo, maldiciéndome al tiempo que me frotaba la cabeza, me recomendé conservar la calma. Debía salir de allí y volver con Billy, pensé. ¿Qué temía? ¿Que algo blando y viscoso me agarrase el tobillo o la mano con que tanteaba en la oscuridad? No había nada de eso, y, si cedía al pánico, acabaría corriendo a ciegas por el almacén, derribando cosas y convirtiendo aquello en una loca carrera de obstáculos.
Me puse en pie con cuidado, atento a la rendija de luz que sin duda debía filtrarse entre las hojas de la puerta. Y allí estaba, en efecto: un débil pero inconfundible resquicio en las tinieblas. Avancé en aquella dirección, pero me detuve.
Oí un ruido. Un ruido tenue, susurrante. Cesó, pero de nuevo se hizo audible con un pequeño, furtivo topetazo. Alterado todo mi interior, volví como por arte de magia a mis cuatro años de edad. Aquel ruido no procedía del supermercado, sino de detrás de mí, de la calle. Venía de la niebla, donde algo se deslizaba por la fachada, la palpaba, la arañaba, buscando, quizá, la manera de entrar.
O a lo mejor ya había entrado, y me buscaba a mí. Y dentro de un instante sentiría en el zapato lo que hacía aquel ruido. En el zapato o en el cuello.
De nuevo oí el ruido. Me convencí de que venía de fuera. Pero eso no mejoraba las cosas. Di a mis piernas la orden de moverse, y no me obedecieron. Entonces cambió la naturaleza del ruido. Algo rechinó en la oscuridad. El corazón me dio un salto en el pecho y me precipité hacia la fina línea vertical de luz. Golpeé las puertas con los brazos tendidos e irrumpí en el super.
Justo detrás de la doble hoja había tres o cuatro personas —entre ellas Ollie Weeks—, que, con la sorpresa, retrocedieron en un brinco colectivo. Ollie se llevó una mano al pecho.
—¡David! —exclamó con voz ahogada—. Por amor de Dios, ¿es que pretendes quitarme diez años de…? —me vio la cara—. ¿Qué te pasa?
—¿No lo habéis oído? —alta y chillona, ni yo mismo reconocía mi voz—. ¿Nadie lo ha oído?
No habían oído nada, claro está. Se habían acercado para ver a qué se debía el paro del generador. Mientras Ollie me lo explicaba, llegó uno de los mozos con los brazos cargados de linternas. Nos miró alternativamente a Ollie y a mí con expresión curiosa.
—El generador lo paré yo —dije, y expliqué el motivo.
—¿Qué ha oído? —quiso saber uno de los otros, un tal Jim no sé cuántos que trabajaba en el departamento local de carreteras.
—No lo sé. Como un rechinar. Un ruido deslizante. No quiero volver a oírlo.
—Nervios —dijo el otro tipo que estaba con Ollie.
—No. No fueron nervios.
—¿Lo oyó antes de que se apagaran las luces?
—No: fue después. Sólo que…
Sólo que nada. Me di cuenta de cómo me miraban. No querían saber más ni de malas noticias ni de cosas inquietantes o desequilibradas. El cupo estaba ya completo. Ollie era el único que daba la impresión de creerme.
—Entremos y pongamos otra vez en marcha el motor —dijo el mozo, y comenzó a repartir linternas entre todos nosotros.
Ollie tomó la suya con expresión dubitativa. El chico me tendió otra a mí. Había un punto de desdén en su mirada. Tenía quizá dieciocho años. Tras una breve reflexión, tomé la linterna. De todas formas, necesitaba algo con que tapar a Billy.
Ollie abrió las puertas y las inmovilizó con unas cuñas, de modo que entrase un poco de luz. El suelo aparecía sembrado de cajas de lejía junto a la puerta de contrachapado entornada.
El tal Jim olisqueó el aire.
—Desde luego, huele mal —confirmó—. Creo que hizo bien en apagar el motor.
Los haces de las linternas danzaban sobre las cajas de conservas, papel higiénico y comida para perros. Jirones de humo flotaban en su luz, procedentes del obturado tubo de salida. El mozo recorrió con su luz la ancha puerta de carga, situada al extremo del almacén, a la derecha.
Ollie y los otros dos hombres entraron en el compartimiento del generador. Los haces de sus linternas, que oscilaban inquietos por aquel espacio, me recordaban las historias de aventuras que había ilustrado cuando estaba en la universidad: piratas en el acto de enterrar su oro ensangrentado, o acaso el médico loco y su ayudante robando un cadáver. Retorcidas sombras monstruosas, producto del entrecruzamiento de las luces, saltaban por las paredes. El generador crujía irregularmente a medida que se enfriaba.
El mozo se dirigió hacia la puerta de carga alumbrándose con la linterna.
—Yo no me acercaría ahí —dije.
—Sí, ya sé que usted no se acercaría.
—Prueba ahora, Ollie —pidió uno de los hombres.
El generador resolló y en seguida se puso a rugir.
—¡Jesús! ¡Apaga! ¡Mi madre, la peste que suelta eso!
El motor volvió a pararse.
El mozo regresaba de la puerta de carga en el momento en que los otros salieron del cuartito.
—No hay duda: la salida de humos está tapada —dictaminó uno de los hombres.
—Os diré lo que vamos a hacer —intervino el mozo. Los ojos le brillaban a la luz de las linternas, y en su cara, en nada distinta de las muchas que había yo diseñado en mis portadas para historias de aventuras, se leía una expresión de completo desenfado—. Si lo ponéis en marcha un momento, yo subiré la puerta de carga, daré la vuelta y desbrozaré la salida de humos.
—No me parece buena idea, Norm —repuso Ollie, indeciso.
—¿La puerta es eléctrica? —preguntó el que se llamaba Jim.
—Claro —dijo Ollie—. Pero no me parece sensato que…
—No se habla más —le interrumpió el otro—. Iré yo —añadió, echando hacia atrás la gorra de béisbol con que se cubría.
—No, no lo entendéis —quiso explicarse Ollie nuevamente—. Es que de veras no creo que ninguno…
—No te preocupes —le contestó el otro en tono indulgente, desentendiéndose de él.
Norm, el mozo, estaba indignado.
—Mirad, la idea fue mía —dijo.
De pronto, como por ensalmo, se habían puesto a discutir, no si debía hacerse aquello, sino quién debía hacerlo. Claro está que ninguno había oído aquel espantoso ruido deslizante.
—¡Déjenlo de una vez! —dije en voz muy alta.
Se volvieron hacia mí.
—Parecen no darse cuenta —continué—. O empeñarse en no comprender. Esta niebla no es normal. Nadie ha puesto los pies en el supermercado desde que empezó. Como abran esa puerta de carga y entre algo…
—¿Algo de qué estilo? —dijo Norm, con el espléndido desdén de un macho de dieciocho años.
—Del de lo que hizo el ruido que yo oí.
—Perdóneme, señor Drayton —terció Jim—, pero a mí no me consta que usted oyera nada. Sé que es usted un pintor de altos vuelos, con relaciones en Nueva York, en Hollywood y en todas partes, pero a mi entender, eso no le hace a usted distinto de los demás. Lo que pasó, supongo, es que entró aquí a oscuras y, a lo mejor, se… aturulló un poco.
—Quizá —repuse—. Y quizá, si tanto interés tiene en salir a trastear ahí detrás, lo primero que tendría que haber hecho era asegurarse de que aquella señora llegaba con bien junto a sus hijos.
Su actitud, como la de su amiguete y la de Norm, el mozo, me estaba sacando de mis casillas y, al mismo tiempo, hacía que mi temor fuera en aumento. Sus ojos tenían el brillo que adquieren los de algunos hombres cuando, armados con carabinas, organizan una cacería de ratas en el vertedero municipal.
—Oiga —intervino el compadre de Jim—, cuando necesitemos sus consejos se los pediremos.
Ollie dijo vacilante:
—La verdad es que lo del generador no tiene tanta importancia. Lo que está en los frigoríficos puede aguantar doce horas sin ninguna clase de…
—Andando, chico, a ello —exclamó Jim bruscamente—. Yo le doy al motor y tú levantas la puerta, para que esto no huela demasiado mal. Yo y Myron nos quedaremos junto a la salida de humos. Cuando la hayas destapado, nos das una voz.
—Descuida —respondió Norm antes de alejarse, muy animado.
—Esto es una locura —dije—. Permitieron que aquella mujer se marchara sola…
—No me pareció ver que usted se partiera el alma por acompañarla —observó Myron, el colega de Jim, el cuello invadido por un rubor mate.
—… ¿y van a dejar que ese muchacho arriesgue su vida por un generador que ni siquiera importa?
—¡Por qué no se calla de una jodida vez! —estalló Norm.
—Una cosa, señor Drayton —intervino Jim, que me dirigió una fría sonrisa—. Si piensa añadir algo más, hará bien en contarse las muelas, porque ya me está hartando con sus idioteces.
Ollie me miró, visiblemente asustado. Me encogí de hombros. Estaban locos: no había que darle más vueltas. Habían perdido temporalmente el sentido de las proporciones. Afuera se habían mostrado aturdidos y asustados. En la trastienda encontraban una sencilla avería mecánica: un generador recalcitrante. Era posible solventar aquel problema, y solventarlo podría ayudarles a sentirse menos confusos y desamparados. Así, pues, habían decidido actuar.
Convencidos de que yo era un tipo que sabe cuándo le conviene callar, Jim y su amigo Myron volvieron al cuartito del generador.
—¿Listo, Norm? —gritó Jim.
El chico afirmó con la cabeza, y, en seguida, dándose cuenta de que no podían oír esa señal de asentimiento, respondió:
—Listo.
—Norm —le dije—, no seas loco.
—Es un error —añadió Ollie.
Nos miró a ambos. De pronto, su cara había dejado de ser la de un muchacho de dieciocho años, y parecía la de alguien mucho más joven. Era la cara de un chiquillo. La nuez le bailaba en el cuello, y me di cuenta de que estaba lívido de miedo. Abrió la boca con ánimo de decir algo —yo creo que de echarse atrás—, y en ese momento el generador se puso de nuevo en marcha con un rugido. En cuanto el motor empezó a girar, Norm golpeó el pulsador situado a la derecha de la puerta y ésta empezó a elevarse, retumbando sobre su doble guía. Las luces de emergencia, que se habían encendido al entrar en funcionamiento el generador, se debilitaron con la succión de energía del motor que alzaba la puerta.
Las sombras, retrocediendo con rapidez, se fundieron. Una macilenta luz blanca, de día invernal nublado, fue invadiendo la zona de almacenamiento. Percibí, una vez más, aquel extraño olor acre.
La puerta de carga ascendió lentamente, medio metro, uno. Al otro lado distinguí un andén cuadrado, de hormigón, cuyos bordes limitaba una franja amarilla. A tan sólo un metro más allá, la franja se diluía hasta desvanecerse. La niebla era increíblemente espesa.
—¡Andaaa-a! —gritó Norm.
Zarcillos de bruma, finos y blancos como encaje flotante, se deslizaron hacia el interior. La atmósfera era fría. Toda la mañana había sido considerablemente fresca, sobre todo después del pegajoso calor de las tres semanas últimas, pero se trataba de una frescura veraniega. En cambio, ahora hacía frío. Un frío de marzo. Me estremecí. Y pensé en Steff.
El generador se apagó. Jim salió del cuarto en el mismo momento en que Norm se colaba bajo la puerta. Y lo vio. Como lo vi yo. Como lo vio Ollie.
Un tentáculo surgió de la niebla por el lado más alejado de la plataforma de carga y agarró al muchacho por la pantorrilla. Me quedé boquiabierto. Ollie emitió un corto, gutural sonido de sorpresa, un ¡uj! El tentáculo, cuyo grosor sería de algo más de un palmo en el extremo prendido a la pierna de Norm —el tamaño de una serpiente de hierba—, se ensanchaba hasta tener tal vez un metro y medio donde desaparecía en la bruma. De un gris pizarra en su parte superior, iba matizándose hasta adquirir, debajo, un rosado de carne. Y por esa cara tenía hileras de ventosas. Ventosas que se agitaban y contraían como centenares de bocas enojadas.
El muchacho bajó la vista y, viendo lo que le atrapaba, se le desorbitaron los ojos.
—¡Quitadme esto! ¡Quitádmelo de encima! ¡Cristo, Jesús, quitadme de encima esta cosa del demonio!
—Oh, Dios mío —lloriqueó Jim.
Norm se asió al borde inferior de la puerta y se impulsó, con un tirón, al interior. El tentáculo dio la impresión de abultarse, como lo hace un brazo cuando lo flexionamos, y el chico salió despedido contra la plancha ondulada de la puerta, que golpeó sonoramente con la cabeza. El tentáculo se hinchó más aún, y las piernas y el torso de Norm comenzaron a deslizarse hacia afuera. El borde de la puerta le sacó de los pantalones el faldón de la camisa. Con un desesperado esfuerzo, como un levantador de pesas empeñado en llevar la suya hasta el nivel de la barbilla, el chico tiró de sí mismo hasta meterse de nuevo en el almacén.
—Ayudadme —sollozaba—. Por favor, chicos, ayudadme.
—Jesús, María y José —exclamó Myron, que había salido del cuarto del generador para ver qué estaba pasando.
Siendo el que más cerca se encontraba de él, agarré al muchacho por la cintura y, basculando sobre los talones, tiré con toda mi alma. Avanzamos, pero sólo durante un instante. Era como tirar de una goma, o de un trozo de melcocha. El tentáculo cedió, pero sin soltar a su presa. Otros tres salieron entonces de la niebla y flotaron hacia nosotros. Uno se prendió al rojo delantal de Norm y se lo arrancó. Al verlo desaparecer con su captura en la bruma, me vino a la memoria lo que solía decir mi madre cuando mi hermano o yo la asediábamos con una petición —caramelos, una revista infantil, un juguete— que ella no quería concedernos: «Lo necesitáis tanto —solía decir— como una gallina una bandera». Recordando eso, y a la vista del rojo delantal que hacía ondear el tentáculo, me eché a reír. Eso hice, con la particularidad de que mi risa y los aullidos de Norm resultaban sonidos casi idénticos. Es posible que nadie, excepto yo, llegara a darse cuenta de que estaba riendo.
Por un rato los otros dos tentáculos danzaron sin propósito por el andén de carga, repitiendo aquella especie de suaves rechinos que antes habían llamado mi atención. Y luego uno golpeó la cadera izquierda de Norm y le ciñó la cintura. Sentí su contacto en el brazo: era tibio, suave, vibrante. Pienso ahora que si me hubiera captado con aquellas ventosas, también yo habría ido a parar a la niebla. Pero no lo hizo. Fue a Norm a quien asió. Y el tercer tentáculo fue a enroscársele en el tobillo libre. Se me empezó a escapar.
—¡Ayudadme! —grité—. ¡Ollie! ¡Vosotros! ¡Echadme una mano!
Pero no acudieron. No sé qué estarían haciendo, pero no acudieron.
Desvié los ojos hacia el talle del chico y vi que el tentáculo estaba activo allí. Las ventosas le hurgaban en la carne donde el faldón de la camisa se le había salido de los pantalones. Empezó a brotar la sangre, roja como el desaparecido delantal.
Topé de cabeza contra el borde de la puerta parcialmente levantada.
Las piernas de Norm volvían a estar del otro lado. Se le había caído uno de los mocasines. Un nuevo tentáculo emergió de la bruma. Su extremo agarró con firmeza el zapato y partió con él. Los dedos del muchacho se aferraban al canto inferior de la puerta. Lo hacían con el desespero de la muerte, lívidos. Ya no gritaba, no estaba ya para eso: sacudía violentamente la cabeza, en indeterminable negación, la negra cabellera agitada con frenesí.
Miré por encima de su hombro y vi que llegaban nuevos tentáculos: docenas, legiones de ellos. Aunque en su mayor parte eran pequeños, los había gigantescos, recios como el viejo árbol que aquella mañana cortaba el paso en nuestro camino. Ésos tenían ventosas color de caramelo y del tamaño de tapas de alcantarilla. Uno de ellos golpeó la plataforma de carga con un estridente ¡rrrrras! y reptó torpemente hacia nosotros, como una ciega lombriz descomunal. A un fuerte jalón mío, el tentáculo que sujetaba la pantorrilla derecha de Norm resbaló un poco. Nada más que eso. Y, antes de que pudiera afianzarse de nuevo, vi que aquello se lo estaba comiendo a pedazos.
Uno de los tentáculos, tras haber pasado rozándome delicadamente la mejilla, osciló en alto, como deliberando. En ese momento pensé en Billy, que dormía, tendido en el suelo del super, junto al mostrador de la carnicería del señor McVey. Mi excursión al almacén tenía por objeto encontrar algo con que taparle. Si alguna de aquellas cosas prensiles me atrapaba, no habría quien cuidase de él, como no fuera, quizá, Norton.
De modo que solté a Norm, con lo que fui a parar de manos y rodillas al suelo.
Me encontraba justo debajo de la puerta, con una mitad del cuerpo a cada lado. Un tentáculo pasó a mi izquierda, caminando, se hubiera dicho, sobre las ventosas. Atrapó uno de los abultados antebrazos de Norm y, tras una pausa, se enroscó en él.
De pronto el chico parecía una estampa soñada por un vesánico encantador de serpientes: tenía por todo el cuerpo tentáculos que se retorcían inquietos… y también los había a mi alrededor, por todas partes. Retrocedí al interior con un brinco ridículo, di en tierra con el hombro y volteé. Jim, Ollie y Myron seguían allí. Descoloridos los rostros, los ojos demasiado brillantes, parecían personajes de un grupo del museo de cera de Madame Tussaud. Jim y Myron se encontraban en extremos opuestos de la puerta de acceso al cuarto del generador.
—¡Poned en marcha el motor! —les grité.
Fijas las miradas en el muelle de carga con expresión de drogada tanatofilia, permanecieron inmóviles.
Palpé el suelo, me hice con lo primero que encontré a mano —una caja de lejía— y se la arrojé a Jim. Le acerté en el abdomen, justo por encima del cinturón. Soltando un gruñido, se hincó las manos en aquella parte. Con eso reapareció en sus ojos lo que parecía el resplandor de la lucidez.
—¡Al maldito generador! —grité tan fuerte que me lastimé la garganta.
En lugar de moverse, y creyendo, por lo visto, que, devorado Norm en vida por aquel espanto surgido de la niebla, era hora de disculparse, se dedicó a hacerlo.
—Lo siento —gimió—. ¿Cómo demonios podía yo imaginar…? Creí que se trataba …qué sé yo, de un pájaro o de algo así. Debió decírmelo usted. Le oí decir algo, pero debió explicarse mejor…
Fue Ollie quien entonces se puso en marcha. Apartando al otro con un voluminoso hombro, se internó en el cuartito. Jim tropezó, como antes hiciera yo, con una caja de lejía y se fue al suelo.
—Lo siento —repitió, el rojo pelo caído sobre la frente.
Tenía la cara como la tiza, y sus ojos eran los de un chiquillo aterrado. Segundos más tarde el generador entraba en funcionamiento con un ronquido.
Me volví hacia la puerta de carga. Aunque ya casi no se le veía, Norm continuaba tenazmente aferrado a ella con una mano. Todo su cuerpo era un bullir de tentáculos, y de él caían al suelo pausadamente goterones de sangre como monedas medianas. Sacudía con ímpetu la cabeza, y los ojos, vueltos con horror hacia la bruma, se le salían de las cuencas.
Renovados tentáculos se introdujeron reptando en el almacén. Eran tantos los que ondeaban junto al pulsador del cierre, que ni siquiera cabía pensar en acercarse a él. Uno de los últimos se cerró en torno a una botella de medio litro de pepsi-cola y partió con ella. Otro fue a enlazar una caja de cartón y apretó. Una porción de rollos de papel higiénico, empaquetados por pares en celofán, saltaron en un geiser y, cayendo, rodaron por todas partes. Diferentes tentáculos los atraparon con avidez.
Uno de los más grandes se coló en el local. Su punta se levantó del suelo y pareció olisquear el aire. Avanzó entonces hacia Myron, y éste se apartó remilgadamente, los ojos danzándole alocados en las órbitas. Se le aflojaron los labios y de ellos brotó un gemidito atiplado.
Miré a mi alrededor en busca de algo, cualquier cosa, de un largo suficiente para alcanzar el botón de cierre por sobre los tentáculos exploradores. Junto a un rimero de cajas de cerveza descubrí una escoba de las que los porteros utilizan para limpiar techos. Me hice con ella.
Norm, desasido ya de la puerta, tanteaba frenético el suelo con la mano libre, en busca de un asidero. Su mirada topó un instante con la mía mientras continuaba su desesperada búsqueda. La conciencia había puesto en sus ojos un brillo demoníaco: sabía lo que le estaba ocurriendo. Y entonces fue atraído, golpeando el pavimento y girando, hacia la niebla. Con un ahogado grito final desapareció en ella.
Alcancé el botón de cierre con el mango de la escoba, y el motor se puso en marcha con un ronroneo. La puerta empezó a bajar. El primero en recibir su peso fue el tentáculo mayor, el que había estado investigando en dirección a Myron, y su piel —o pellejo, o lo que fuera— resultó arañada y más tarde hendida. Una sustancia oscura, bituminosa, brotó a borbotones del corte. La extremidad se retorció con furia, barrió el pavimento como una obscena verga de toro y luego dio la impresión de aplanarse. Un instante más tarde, desaparecía. Entonces empezaron a retirarse los otros tentáculos.
Uno de ellos, que había hecho presa de una bolsa de dos kilos de comida para perros, se negaba a soltarla. La puerta en descenso lo seccionó antes de ajustarse a la ranura del cierre. Al contraerse, convulso, el trozo de tentáculo amputado estrujó la bolsa y de ella partieron en todas direcciones pardos granos de alimento canino. Entonces cayó al suelo, donde empezó a retorcerse como un pez fuera del agua, con impulso cada vez menor, hasta quedar inmóvil. Hurgué en su masa con el mango de la escoba. La porción de tentáculo, de acaso un metro de largo, la estrechó ferozmente por un segundo, volvió a aflojarse y se desplegó fláccida sobre los revueltos restos de papel higiénico, comida para perros y cajas de lejía.
Los únicos ruidos audibles eran el runrún del generador y el llanto de Ollie, procedente también del cuartito. Le vi sentado allí en un taburete, con las manos clavadas en la cara.
Entonces reparé en otro sonido. El mismo ruido suave, táctil que antes había percibido en la oscuridad. Con la diferencia de que se había multiplicado por diez. Lo creaban los tentáculos que, palpando la fachada, buscaban un punto practicable.
Myron se adelantó hacia mí un par de pasos.
—Mire, es preciso que comprenda… —comenzó.
Le descargué un puñetazo en la cara. Fue tanta su sorpresa, que ni siquiera intentó esquivarlo. El golpe le alcanzó bajo la nariz. El labio se le aplastó sobre los dientes y le brotó sangre de la boca.
—¡Usted le ha matado! —grité—. ¿Se fijó bien? ¿Se ha dado buena cuenta de lo que ha hecho?
Me puse a aporrearle a ciegas, con la derecha, con la zurda, no como me habían enseñado en las clases de boxeo de la universidad, sino lanzando golpes al tuntún. Retrocediendo, obvió algunos y encajó otros con una especie de insensibilidad que se hubiera dicho resignación o penitencia. Eso acrecentó mi furor. Le hice sangrar la nariz y le propiné en un ojo un directo que se lo pondría maravillosamente negro. Le volví a pegar otra vez en el mentón. Después de eso, la mirada se le nubló.
«Escuche —repetía—, escuche, escuche», hasta que a un golpe mío en la boca del estómago, se quedó sin aire y dejó de decir: «Escuche, escuche». No sé hasta dónde me habría ensañado con él si alguien no me hubiera inmovilizado los brazos. Me liberé con una sacudida y me di la vuelta, deseoso de encontrarme con Jim, a quien también quería vapulear.
Pero no era Jim, sino Ollie. cuyo rostro se había quedado sin más color que el negro que le cercaba los ojos, todavía húmedos de llanto.
—Para, David —dijo—. No le pegues más. Eso no resuelve nada.
Jim estaba de pie a un lado, el rostro completamente inexpresivo de puro aturdido. Le lancé con el pie una caja o no sé qué cosa. El objeto le dio en una bota y saltó.
—Tú y tu compadre sois un par de cretinos —dije.
—Ea, David, déjalo ya —pidió Ollie, entristecido.
—Dos cretinos; y habéis matado a ese chico.
Jim clavó los ojos en sus botas. Myron se sentó en el suelo y se llevó las manos a su abdomen de bebedor de cerveza. Yo respiraba afanosamente. Tembloroso todo el cuerpo, la sangre me rugía en los oídos. Me dejé caer sobre un par de cajas, hundí la cabeza entre las rodillas y me aferré los tobillos con las manos. Así permanecí durante un rato, el pelo caído sobre la cara, esperando a ver si me desmayaba, me ponía a vomitar o qué.
Al poco rato empezó a desvanecerse la sensación que me embargaba y levanté la vista hacia Ollie. La rosada piedra de su sortija relumbraba tenuemente a la luz de las bombillas de emergencia.
—Está bien —dije con voz átona—. Ya se me ha pasado.
—Me alegro —respondió Ollie—. Hemos de pensar qué se hace ahora.
El almacén volvía a oler a humo.
—Lo primero, parar el generador —dije.
—Sí, salgamos de aquí —terció Myron. Sus ojos me miraron implorantes—. Siento lo del muchacho. Pero es preciso que comprenda…
—Yo no tengo que comprender nada. Váyase usted y su colega al supermercado, pero no se muevan de junto al mostrador de las cervezas. Y cuidado con decir una palabra a nadie. No es el momento.
Obedeciendo de muy buena gana, cruzaron juntos las puertas de vaivén. Ollie paró el generador, y en el mismo momento en que las luces empezaban a apagarse, vi una manta acolchada, de las que se usan en las mudanzas como protección de objetos frágiles, abandonaba sobre un rimero de vacíos botellines de agua de seltz. La tomé para Billy.
Se hizo audible el rumor de los pasos de Ollie, que salía a tientas del cuarto del generador y que, como una gran mayoría de los hombres con exceso de peso, tenía una respiración algo afanosa y sonora.
—¿Sigues ahí, David? —dijo con voz un poco trémula.
—Aquí sigo, Ollie. Cuidado con esas cajas de lejía.
—Lo tendré.
Guiándose por mi voz, al cabo de quizá medio minuto salió de la oscuridad. Me apretó el hombro con la mano y exhaló un largo suspiro entrecortado.
—Salgamos de aquí, por Dios —discerní en su aliento el olor de las pastillas aromáticas que mascaba de continuo—. Esta oscuridad es… es mala.
—Sí que lo es —repuse—. Pero aguarda un instante, Ollie. Necesito hablar contigo y no querría que nos oyesen aquellos dos animales.
—Dave… ellos no obligaron a Norm. Conviene que tengas eso presente.
—Norm era un chiquillo, y ellos no lo son. Pero ya no importa, olvidemos eso. Hay que advertir a la gente, Ollie. A los del supermercado.
—Si cunde el pánico… —respondió indeciso.
—Puede que eso ocurra, y puede que no. En todo caso, les ayudará a pensarlo bien antes de abandonar el local. Es lo que se proponen la mayoría, y es lógico; tendrán gente esperándoles en casa. Como me ocurre a mí. Hay que hacerles comprender el peligro que corren ahí afuera.
La mano de Ollie me atenazaba el brazo.
—Está bien —dijo—. Sólo que me pregunto una y otra vez… Todos esos tentáculos… que parecen de un pulpo o de algo así…, ¿de dónde partirían? ¿De dónde partirían aquellos tentáculos, David?
—No lo sé. Pero no quiero que aquel par informe a la gente por su cuenta. Eso sí desencadenaría el pánico. Vamos.
Me orienté en la oscuridad y, al cabo de un par de segundos, distinguí la fina rendija de luz que se filtraba por entre las puertas de vaivén. Hacia allí avanzamos con paso cauteloso, atentos a las cajas diseminadas, Ollie aterrándome el antebrazo con su mano regordeta. Di en pensar que todos habíamos olvidado las linternas.
En el momento en que alcanzamos la puerta, Ollie habló con voz monocorde.
—David —dijo—, lo que hemos visto es… imposible. Te das cuenta, ¿no? Aunque lo hubiesen traído del acuario de Boston en un camión y lo hubieran descargado ahí fuera, un pulpo gigante como ése, un pulpo como el que salía en Veinte mil leguas de viaje submarino, moriría fuera del agua. Moriría sin remedio.
—Sí, así es.
—Entonces ¿qué ha ocurrido, eh? ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué hay en esa condenada niebla?
—No lo sé, Ollie.
Salimos.