3

La llegada de la niebla

Volvimos al departamento de frutas y verduras como salmones que luchan por remontar un curso de agua. Vi caras conocidas: Mike Hatlen, nuestro concejal; la señora Reppler, la maestra (tras haber sembrado el terror entre varias generaciones de alumnos de tercero, en ese momento examinaba con expresión sarcástica los meloncillos cantalupo), y la señora Turman, que, a veces, cuando Steff y yo teníamos que salir, cuidaba de Billy. La mayoría de los parroquianos, sin embargo, eran veraneantes que adquirían productos de los que no necesitaban cocción y bromeaban entre sí a cuenta de los sinsabores de la buena vida. Los fiambres habían desaparecido como si los vendiesen contra vales de obsequio: no quedaban más que unos cuantos sobres de mortadela, algo de picadillo en gelatina y una solitaria, fálica salchicha ahumada.

Cargué tomates, pepinos y un tarro de mahonesa. Steff pedía tocino ahumado, pero el tocino había desaparecido. Lo reemplacé por mortadela, pese a ser un producto que no he vuelto a comer con verdadero entusiasmo desde que la Dirección General de Sanidad dio cuenta de que cada sobre contenía una pequeña cantidad de cagadas de insectos (¡más por su dinero!).

—Mira —dijo Billy cuando rodeamos la esquina del cuarto pasillo—, soldados.

Eran dos, de uniforme color caqui que destacaba entre el vivo colorido de la ropa veraniega y las prendas deportivas del público. Encontrándonos a no más de cincuenta kilómetros del proyecto Punta de Flecha, habíamos terminado por acostumbrarnos a la presencia de militares. Aquéllos, sin embargo, no parecían ni en edad de afeitarse.

Repasé la lista de Steff y vi que lo teníamos todo… no: casi todo, pero faltaba algo. Al final, y como fruto de una idea tardía, había garabateado: ¿Botella de Lancers? Me pareció atinada la sugerencia. Por la noche, acostado ya Billy, podíamos beber un par de copas y, si se terciaba, preludiar el sueño con una larga, reposada sesión de amor.

Dejé el carro, me dirigí a la sección de vinos y me hice con el Lancers. Al regresar, pasé por delante de la alta puerta de doble hoja que conduce a la trastienda, de donde me llegó el sostenido ronroneo de un generador de buen tamaño. De potencia suficiente, sin duda, para alimentar los refrigeradores, aunque no bastante para suministrar fluido a las puertas, las cajas registradoras y todos los demás aparatos eléctricos. El zumbido que oía no era más fuerte que el de una motocicleta.

Cuando Billy y yo nos incorporamos a la cola, apareció Norton con dos lotes de seis cervezas, un pan de molde y la salchicha ahumada en que yo había reparado antes, y se colocó en la fila. Al faltar el aire acondicionado, hacía mucho calor en el local. Habiendo visto dos pasillos más allá a Buddy Eagleton mano sobre mano con su delantal colorado, me pregunté por qué él o algún otro de los chicos del almacén no habrían abierto cuando menos las puertas. El generador seguía ronroneando monótonamente. Sentí un incipiente dolor de cabeza.

—Pon aquí tus compras, no sea que se te caiga algo.

—Gracias.

Como las colas llegaban ya a los congelados, los que necesitaban proveerse de ellos se veían obligados a pasar entre quienes las formaban, con lo cual menudeaban los «disculpe» y los «perdone».

—Esto va a ser un coñazo —dijo Norton, de mal humor.

Torcí un poco el gesto: no era la clase de lenguaje que me gusta que oiga Billy.

El zumbido del generador se atenuó un poco y la fila avanzó. Norton y yo, deseosos ambos de eludir la desagradable querella que nos había llevado a los tribunales, iniciamos una deslavazada conversación sobre temas que iban desde el tiempo a las posibilidades que los Red Sox tenían de clasificarse. Agotado por fin nuestro escueto repertorio, guardamos silencio. Billy se movía, impaciente, a mi espalda. La fila discurría a paso de tortuga. Nos encontrábamos a la altura de los congelados, con los vinos caros y los champañas a la izquierda. Conforme nos acercábamos a las bebidas económicas, consideré la idea de cargar una botella de Ripple, el vino de mis desenfrenados años mozos, pero no la llevé a la práctica. Al fin y al cabo, tampoco había sido tan desenfrenada mi juventud.

—Caramba, papá. ¿Por qué no se dan más prisa? —protestó Billy.

La preocupación marcaba aún su rostro; de pronto, en la bruma de inquietud en que me hallaba envuelto, se abrió un jirón y por un fugaz instante algo espantoso me miró desde el otro lado: la metálica, rutilante faz del terror. Fue sólo un momento.

—Paciencia, campeón —dije.

Habíamos alcanzado las estanterías del pan: él punto en que la doble cola torcía a la izquierda. Se distinguían ya los pasillos de las cajas, los dos de las que permanecían en funcionamiento y los otros cuatro, desiertos, que mostraban en sus inmóviles cintas transportadoras pequeños rótulos, obsequio de los cigarrillos Winston, con la inscripción: POR FAVOR, DIRÍJASE A OTRA CAJA. Al otro lado se alzaban los altos ventanales reticulares que permitían ver la zona de estacionamiento y, al fondo, el cruce de la nacional 117 con la 302. Parte de la vista quedaba tapada por los papeles blancos de las ofertas y del obsequio habitual de la quincena, que resultaba ser la Enciclopedia de la Madre Naturaleza.

Estábamos en la cola que a su debido tiempo nos llevaría frente a Bud Brown: aún teníamos por delante alrededor de treinta personas, y la más visible de ellas era la señora Carmody, que, con su detonante traje, parecía un anuncio de la fiebre amarilla.

De repente sonó a lo lejos un aullido que fue cobrando fuerza hasta disolverse en un enloquecedor concierto de sirenas de la policía. En la carretera vibró un bocinazo seguido por un chirrido de frenos y un fuerte olor de goma quemada. Aunque no alcanzaba a ver lo que ocurría —estaba mal situado—, el ruido de la sirena llegó a su máximo volumen al acercarse al supermercado, y fue perdiendo intensidad a medida que el coche de la policía se alejaba. Unos cuantos de los que aguardaban turno, no muchos, se apartaron de la cola para mirar. Después de tan larga espera, la gente no quería arriesgarse a perder su puesto.

Entre los curiosos estaba Norton, que tenía sus compras en mi carro. Al volver, unos segundos más tarde, dijo:

—Policía local.

Empezó a silbar entonces la sirena del cuartel de bomberos hasta convertirse progresivamente en un alarido, que decreció por un momento para luego tomar nueva fuerza. Billy me asió de la mano, se aferró a ella.

—¿Qué ocurre, papaíto? —preguntó. Y a renglón seguido—: ¿Estará bien mamá?

—Debe de ser un incendio en Kansas Road —dijo Norton—. Esos condenados cables que derribó la tormenta. Los coches-bomba lo apagarán en un instante.

Eso proporcionó sustancia a mi inquietud; también en mi casa había cables caídos.

Bud Brown le hizo una observación a la cajera cuya labor supervisaba; la muchacha había estado ladeando la cabeza para ver qué sucedía. Ella se sonrojó y volvió a su calculadora.

Sentí la necesidad de abandonar aquella cola. Súbitamente sentía la viva necesidad de abandonarla. Pero, como la fila se puso de nuevo en movimiento, me pareció tonto retirarme. Estábamos a la altura de los cartones de cigarrillos.

Empujaron la puerta de la calle y entró alguien, un adolescente. Me pareció que era el chico con quien habíamos estado a punto de topar, el que iba sin casco en la Yamaha.

—¡La niebla! —gritó—. ¡Tendrían que ver la niebla! ¡Está ahí mismo, en Kansas Road!

La gente se volvió hacia él. Estaba jadeante, como si hubiera corrido una larga distancia. Nadie dijo nada.

—Vaya, tendrían que verla —repitió, esa vez como a la defensiva.

El público le miraba. Algunos mudaron de postura, pero nadie quería perder su turno. Los pocos clientes que aún no se habían sumado a las colas dejaron sus carritos y, cruzando los pasos de las cajas vacías, trataron de ver lo que el chico indicaba. Un tipo corpulento, tocado con un sombrero veraniego de ancha banda de cachemir (la clase de sombrero que apenas se ve, como no sea en los anuncios de cerveza ambientados en comidas al aire libre), tiró de la puerta de salida y un pequeño grupo, de quizá diez o doce personas, salió con él. El chico se les unió.

—Cierren esa puerta, ¡que se va a escapar toda la refrigeración! —bromeó uno de los jovencísimos militares, y se oyeron unas cuantas risas.

Yo no reí. Yo había visto la niebla en su avance por el lago.

—¿Por qué no vas a echar una ojeada, Billy? —dijo Norton.

—No —repliqué yo al instante, por ninguna razón concreta.

La fila volvió a avanzar. La gente estiraba el cuello, tratando de ver la niebla de que había hablado el muchacho, pero nada se ofrecía a la vista, salvo el intenso azul del cielo. Oí comentar que el chico debía tener ganas de broma. Alguien respondió que había visto en el lago, aún no hacía una hora, una extraña franja de niebla. Volvió a sonar la sirena de antes. No me gustó el chillido. Tenía algo de trompeta del Juicio Final.

Nuevos parroquianos salieron a la calle. Algunos dejaron incluso las colas, con lo cual se aceleró un poco la marcha. En aquel momento entró en el local el canoso y ya viejo John Lee Frovin, que trabaja de mecánico en la estación de servicio de la Texaco.

—Escuchen —gritó—, ¿lleva alguien una cámara? —y, habiendo recorrido a la concurrencia con la mirada, desapareció por donde había llegado.

Eso produjo cierto revuelo. Si la cosa era digna de fotografiarse, valía la pena echar un vistazo.

Inesperadamente se oyó la voz de la señora Carmody, ronca pero fuerte todavía:

—¡No salgan!

El público se volvió hacia ella. Las filas, antes ordenadas, se iban deshilachando conforme la gente las dejaba para ir a ver la niebla, o para agruparse, o para localizar a los amigos, o para alejarse de la señora Carmody. Una guapa joven que vestía una camiseta color arándano y pantalones verde oscuro observaba a la anticuaria con expresión a un tiempo calculadora y reflexiva. Unos cuantos oportunistas aprovecharon para progresar un poco en la cola. La cajera que estaba con Bud Brown volvió de nuevo la cabeza, y él le golpeó el hombro con un largo índice.

—Esté atenta a lo que hace, Sally.

—¡No salgan a la calle! —clamó la señora Carmody—. ¡Es la muerte! ¡Siento que ahí fuera está la muerte!

Bud Brown y Ollie Weeks, que la conocían, se limitaron a expresar irritación e impaciencia, pero los veraneantes que se encontraban cerca de la anticuaria se apresuraron a alejarse de ella, sin que les importara perder el puesto en la cola, en una reacción parecida a la que suelen provocar en los habitantes de las grandes ciudades las pordioseras que recogen desperdicios, como si fueran portadoras de alguna enfermedad contagiosa. Quién sabe; quizá lo sean.

A partir de ese instante los acontecimientos se sucedieron a un ritmo extraordinariamente rápido, desconcertante. Abierta de un empellón la puerta de entrada, llegó tambaleándose un hombre que sangraba por la nariz.

—¡Hay algo en la niebla! —gritaba, y Billy se me pegó al cuerpo—. ¡Hay algo en la niebla! ¡En la niebla hay algo que se ha llevado a John Lee! Algo… —retrocedió dando tumbos y fue a sentarse en un montón de sacos de abono para césped apilados junto al ventanal—. ¡Algo que hay en la niebla se ha llevado a John Lee y le he oído gritar!

La situación se modificó. Tensos los nervios a causa de la pasada tormenta, de la sirena de los bomberos, de la sutil alteración que cualquier fallo del fluido eléctrico produce en la psique norteamericana, y debido al clima de creciente malestar que se iba creando a medida que las cosas cambiaban… (no encuentro mejor definición que ésa: cambiaban), la gente empezó a moverse en bloque.

No fue una estampida. Si dijese eso, crearía una impresión totalmente errónea. No fue exactamente un movimiento de pánico. Nadie corrió; al menos, no la mayoría. Pero se movieron. Algunos, tan sólo hasta el ventanal situado al otro lado de las cajas, deseosos de mirar hacia afuera. Otros cruzaron rápidamente la puerta de entrada, algunos cargando las compras todavía por pagar.

—¡Eh, oigan! ¡Que eso no ha pasado por caja! —intervino acalorado Bud Brown—. ¡Oiga! ¡Usted! ¡Traiga aquí esos panecillos rellenos!

Alguien se rió de él con una risa gutural, abandonada, que hizo sonreír a otros. Pero, aún sonrientes, se les veía confusos, desorientados, nerviosos. Entonces, como se oyera otra risa, Brown se sonrojó. Le arrebató una lata de setas a una señora que pasaba junto a él para sumarse a los que miraban por el ventanal reticulado —los curiosos se alineaban allí con ánimo de atisbar por los resquicios como mirones aplicados a la valla de un solar en construcción.

—¡Devuélvame mis setitas! —chilló la mujer, y ese estrambótico diminutivo provocó locas risas en dos hombres que se encontraban cerca de allí, con lo cual todo adquirió de pronto las características de la tradicional casa de orates.

La señora Carmody volvió a gritar que no saliéramos. La sirena de los bomberos se desgañitaba como una vieja que hubiera descubierto a un merodeador en la casa. Billy se echó a llorar.

—¿Por qué sangra ese hombre, papá? ¿Por qué sangra?

—No le pasa nada, Gran Bill. No tiene importancia: es la nariz.

—¿Qué quiere decir eso de «que hay algo en la niebla»? —preguntó Norton.

Fruncía solemnemente el ceño; probablemente fuese su forma de expresar desconcierto.

—Papá, tengo miedo —dijo Billy entre sus lágrimas—. ¿No podemos volver a casa, por favor?

Alguien, al pasar, me empujó con brusquedad y me hizo perder el equilibrio. Tomé a Billy en brazos. Yo también me estaba asustando. La contusión iba en aumento. Sally, la cajera, hizo ademán de abandonar su puesto, y Bud Brown le agarró por el cuello de la roja bata, que se descosió. La chica, deformado el rostro por una mueca, le arañó.

—¡Quíteme de encima esas manos de mierda! —chilló.

—Calla, zorra —replicó Brown, pero su tono era de completo pasmo.

Y se disponía a sujetarla de nuevo cuando Ollie Weeks intervino.

—¡Tranquilo, Bud! —ordenó con aspereza.

Sonó otro grito agudo. Si antes no podía hablarse de pánico —de verdadero pánico—, ahora la situación iba degenerando hacia él. La gente salía en oleadas por ambas puertas. Se oyó ruido de vidrios rotos, y por el suelo se extendió un espumeante charco de coca-cola.

—Cristo, ¿qué pasa aquí? —exclamó Norton.

Eso fue cuando empezó a oscurecer… pero no: no lo digo bien. Lo que pensé en aquel momento no fue que estuviera oscureciendo, sino que se habían apagado las luces del super. Un rápido reflejo me hizo elevar la vista hacia los fluorescentes, y no fui el único en eso. Y al principio, hasta que recordé el corte de fluido, tuve la impresión de que a eso se debía el cambio de luz. Pero entonces caí en la cuenta de que los tubos habían estado apagados todo el tiempo, sin que por eso notásemos oscuridad en el local. Y luego lo comprendí, aun antes de que empezaran a gritar y a señalar los que se hallaban junto al ventanal.

Llegaba la niebla.

Llegó por Kansas Road, del lado del estacionamiento, y ni siquiera a esa corta distancia difería para nada de cuando la vi por vez primera al otro extremo del lago: era blanca y clara, pero no resplandecía. Avanzaba de prisa, y había tapado ya casi por completo el sol, en cuyo lugar se veía una moneda de plata, como una luna llena de invierno que luciese tras un fino velo de nubes.

Llegó con perezosa rapidez. Observándola, recordé el aguacero de la víspera. Hay grandes fuerzas en la naturaleza —terremotos, huracanes, tornados— que rara vez vemos en acción. Yo no las he visto todas, pero lo que he visto de ellas me lleva a pensar que tienen una cosa en común, y es esa desmayada, hipnótica rapidez de su avance. Su contemplación subyuga, como les había ocurrido a Billy y a Steffy frente al ventanal panorámico la noche anterior.

Ascendió equitativa por el negro asfalto de la calzada de dos carriles y la borró de la vista. La hermosa casa restaurada de los McKcon, de estilo colonial holandés, fue engullida íntegramente. El primer piso del destartalado edificio de apartamentos lindante con ella sobresalió durante un instante de la blancura, y luego se desvaneció también. Las señales de CONSERVE SU DERECHA, instaladas en el acceso y en las salidas de la zona de estacionamiento del Federal desaparecieron en un limbo en que sus negras letras quedaron flotando hasta un segundo después de que el blanco sucio de las placas se esfumara. A continuación se fueron evaporando los coches del estacionamiento.

—Cristo, ¿qué pasa aquí? —repitió Norton, ya con la voz entrecortada.

Llegó hasta nosotros devorando con igual desembarazo el negro del alquitrán y el azul del cielo. Aun a seis metros de distancia la línea divisoria era perfectamente neta. Me invadió la disparatada sensación de estar asistiendo a un efecto visual de extraordinaria maestría, un producto de la consumada técnica de Hollywood. ¡Ocurrió tan rápido! El cielo azul se redujo a un ancho mantón, luego a una franja, más tarde a un trazo de lápiz, y finalmente se esfumó. Una anodina masa blanca se apretujaba contra la luna del amplio escaparate. Yo alcanzaba a ver hasta el barril que, destinado a desperdicios, se encontraba a quizá metro y medio de distancia, y, vagamente, hasta el parachoques delantero de mi automóvil, pero no más allá.

Una mujer soltó un chillido muy fuerte y prolongado. Billy se apretó más contra mí. Su cuerpo temblaba como un hatillo de cables de alta tensión. Lanzando a su vez un fuerte grito, un hombre echó a correr hacia la salida por uno de los desiertos pasos de las cajas. Creo que fue eso lo que finalmente inició la desbandada. La gente salió en tropel hacia la niebla.

—¡Eh! —rugió Brown. No sé si estaba furioso, asustado o ambas cosas. Tenía la cara casi morada, y las venas del cuello, hinchadas, resaltaban gruesas como cables de batería—. ¡Eh, ustedes, no pueden llevarse esas cosas! ¡Vuelvan aquí con esas cosas! ¡Déjenlas! ¡No se las lleven! ¡Eso es robar!

Sin dejar de correr, algunos arrojaron a un lado sus compras. Unos pocos reían, excitados, pero ésos eran los menos. Salieron en torrente hacia la niebla, y ninguno de los que allí nos quedamos volvimos a verlos nunca más. Un olor ligeramente acre penetraba por la puerta abierta. Nuevos parroquianos comenzaron a agolparse allí. Hubo codazos, empujones. La espalda empezaba a dolerme de cargar a Billy, que era bastante grande. Steff le llamaba a veces su novillo.

Norton se puso a caminar de un lado para otro con expresión preocupada y algo abstraída. Le vi encaminarse a la puerta. Cargué a Billy en el otro brazo y detuve a Norton antes de que se alejara.

—No, hombre, no hagas eso —dije.

Se volvió.

—¿Cómo?

—Que esperemos a ver.

—¿A ver qué?

—No sé —repuse.

—¿Te parece que…? —inició una pregunta, cuando surgió un grito de la niebla.

Norton calló. El prieto grupo de los que se apiñaban junto a la salida se hizo menos compacto y retrocedió. El parloteo, las voces, las exclamaciones fueron remitiendo. Las caras palidecieron súbitamente, se achataron, se tornaron bidimensionales.

El grito se prolongaba incesante, en competencia con la alarma de incendios. Parecía imposible que unos pulmones humanos alojaran aire suficiente para sustentar semejante alarido.

—Oh, Dios mío —balbució Norton, y se peinó el pelo con los dedos.

El grito cesó bruscamente. No fue perdiendo volumen: se cortó en seco. Otro individuo, un tipo corpulento que vestía los pantalones de trabajo color caqui, se lanzó a la calle, yo creo que con ánimo de rescatar al que gritaba. Por un instante fue visible su contorno al otro lado del cristal, entre la niebla, como una silueta percibida tras el velo de grasa de un vaso de leche. Luego (y que yo sepa fui el único en ver eso), algo, una sombra gris en mitad de toda aquella blancura, se movió a su espalda. Y me dio la impresión de que en lugar de internarse en la niebla, el hombre de los pantalones caqui fue propulsado hacia ella, las manos en alto, como por sorpresa.

Durante un segundo el silencio fue total en el super.

Una constelación de lunas cobró inesperada vida en el exterior. Las luces de sodio del estacionamiento, sin duda alimentadas por cables subterráneos, acababan de encenderse.

—No salgan a la calle —dijo la señora Carmody en su mejor tono agorero—. Salir es la muerte.

De pronto, nadie más se mostró dispuesto a reír o a protestar.

Afuera sonó un nuevo grito, éste ahogado y un tanto lejano. Billy volvió a estrecharse contra mí.

—¿Qué ocurre, David? —me preguntó Ollie Weeks, que había abandonado su puesto. Gruesas gotas de sudor le perlaban la cara, suave y redonda—. ¿Qué es esto?

—Que me aspen si lo sé —repuse.

Parecía muy asustado. Ollie, que era soltero y vivía en una graciosa casita del lago Highland, solía frecuentar el bar de Pleasant Mountain. En el regordete meñique izquierdo lucía un anillo con un zafiro en forma de estrella. El año anterior había ganado en la lotería estatal un premio que invirtió en la sortija. Yo siempre había tenido la impresión de que a Ollie le amedrentaban un poco las mujeres.

—Esto no me gusta —dijo.

—A mí tampoco. Billy, voy a tener que bajarte: me estás rompiendo los brazos. Te tendré de la mano, ¿de acuerdo?

—Mami —susurró.

—No le pasa nada —respondí. Algo había que decir.

Pasó junto a nosotros, enfundado en el viejo suéter universitario que lleva todo el año, el excéntrico propietario de la tienda de lance situada junto al restaurante Jon.

—Es una de esas nubes de contaminación —expresó en voz alta—. De las fábricas de Rumlord y South Paris. Productos químicos —y con eso enfiló el pasillo número 4, por el lado de los medicamentos y del papel higiénico.

—Salgamos de aquí, David —dijo Norton sin la menor convicción—. ¿Qué decías que…?

Se produjo una sacudida, acompañada de un ruido seco. Una curiosa, vibrante sacudida que sentí sobre todo bajo los pies, como si el edificio entero se hubiese hundido un metro súbitamente. Varios parroquianos emitieron exclamaciones de temor y sorpresa. Se oyó un tintineo musical, de botellas que entrechocaban en las estanterías y, ladeándose, caían y se destrozaban en el embaldosado. Del ancho escaparate reticulado saltó una cuña de vidrio y vi que el armazón de madera que enmarcaba los rectángulos de grueso cristal se había torcido y agrietado en algunos puntos.

La sirena de los bomberos enmudeció repentinamente.

El silencio que siguió a eso era el que se observa en espera de que ocurra alguna otra cosa, algo más. Aturdido y conmocionado, en un curioso proceso mental relacioné aquello con un momento pretérito. En los lejanos días en que Bridgton era poco más que un cruce de carreteras, mi padre solía llevarme con él al almacén general, donde él se quedaba hablando junto al mostrador mientras yo miraba por el cristal los caramelos de a un centavo y los chicles de a dos. En el momento evocado estábamos en enero, al principio del deshielo, y el único ruido audible era el goteo de los canalones de palastro en los dos toneles que recogían, a ambos lados del local, el agua de lluvia. Yo, contemplando los caramelos de goma, los botones y las ruedas de fuegos artificiales, y, en lo alto, los globos de mística luz amarilla que proyectaban el monstruoso contorno de los batallones de moscas muertas del verano anterior. Un chiquillo llamado David Drayton, con su padre, el famoso pintor Andrew Drayton, cuyo lienzo Christine sola, de pie colgaba en la Casa Blanca. Un chiquillo llamado David Drayton mirando los caramelos y los chicles con cromos de Davy Crockett y con ciertas ganas de hacer pipí. Y afuera, las expansivas volutas de la niebla amarilla de los deshielos de enero.

El recuerdo se desvaneció, pero muy lentamente.

—¡Escuchen! —bramó Norton, dirigiéndose al público—. ¡Escúchenme todos!

Se volvieron hacia él. Norton mantenía en alto ambas manos, los dedos desplegados, como un candidato a un puesto político que apaciguara a sus seguidores.

—¡Salir puede ser peligroso! —gritó.

—¿Por qué? —replicó una mujer, gritando a su vez—. He dejado a mis hijos en casa. Tengo que volver con ellos.

—¡Salir es la muerte! —repitió inesperadamente la señora Carmody.

Estaba junto a los sacos de diez kilos de fertilizantes apilados al pie del escaparate. Su cara parecía un poco abultada, como si se le estuviera hinchando.

Un adolescente le propinó un empellón que la hizo caer sentada, con un rezongo de sorpresa, sobre los sacos.

—¡Calle, vieja pelleja! ¡Termine con esos disparates de mierda!

—¡Por favor! —continuó Norton—. ¿Por qué no esperamos un poco, hasta que pase la niebla y podamos ver…?

Le interrumpió una algarabía de voces contradictorias.

—Tiene razón —le secundé, alzando el tono para hacerme oír—. Tratemos de mantener la calma.

—Creo que ha sido un temblor de tierra —dijo un hombre con gafas. En una mano llevaba una bolsa de hamburguesas y un paquete de bollos, y con la otra estrechaba la de una niñita de tal vez un año menos que Billy—. Creo de veras que ha sido un temblor de tierra.

—En Naples tuvieron uno hace cuatro años —dijo un grueso vecino de Bridgton.

—Eso fue en Casco —le corrigió inmediatamente su mujer en el tono inconfundible de la polemista inveterada.

—En Naples —repitió el hombre, pero ya con menos seguridad.

—En Casco —remachó la esposa, y el hombre desistió.

Un bote que la sacudida, temblor de tierra o lo que fuese había empujado hasta el mismo borde de la estantería, cayó al suelo con un golpe seco. Billy se echó a llorar.

—¡Quiero irme a casa! ¡Quiero irme con mi MADRE!

—¿No puede hacer callar a ese niño? —me espetó Bud Brown, cuyos ojos danzaban de un lado a otro, con viveza pero sin propósito.

—¿Quiere que le estampe un puñetazo en los dientes, bocazas? —le contesté.

—Vamos, Dave —intervino Norton, aturdido—, eso no nos conduce a nada.

—Lo siento —dijo la mujer que había hablado en primer término—, lo siento pero no puedo quedarme. Tengo que ir a casa, a ocuparme de mis hijos.

Se volvió para mirarnos. Una mujer rubia, bonita, de rostro cansado.

—He dejado a la niña a cargo del pequeño, ¿se dan cuenta? —prosiguió—. La niña sólo tiene ocho años, y a veces olvida… olvida que debe… en fin, que ha de cuidar del pequeño, ¿se dan cuenta? Y al pequeño le gusta… le gusta poner en marcha los quemadores de la cocina, por ver encenderse la lucecita roja… y a veces se lía con los enchufes… cosas de chiquillos… Y como al rato la niña se cansa de vigilarle… tiene ocho años nada más… —dejó de hablar y se limitó a observarnos. Supongo que en ese instante debíamos de parecerle tan sólo una hilera de ojos despiadados: no ya seres humanos, sino ojos nada más—. ¿Es que nadie va a ayudarme? —gritó, trémulos los labios—. ¿No hay… no hay nadie aquí dispuesto a acompañar a una señora a su casa?

Nadie contestó. Los presentes rebullían incómodos. Lívida, la mujer fue recorriendo las caras con la mirada. El hombre gordo de Bridgton, aunque poco resuelto, hizo ademán de adelantarse, pero la esposa lo frenó con un rápido tirón de la mano, cerrada en torno a su muñeca como un hierro.

—¿Usted? —le preguntó la mujer rubia a Ollie. Éste sacudió la cabeza—. ¿Usted? —le dijo a Bud. El gerente dejó en el mostrador la calculadora de bolsillo, sin contestar—. ¿Usted? —se dirigió a Norton, que empezó a decir no sé qué en su inflado tono de picapleitos, algo referente a la conveniencia de que nadie actuase con precipitación, y… y la mujer hizo caso omiso de él, con lo cual Norton dejó su frase en suspenso.

—¿Usted? —se volvió hacia mí; yo, tomando nuevamente en brazos a Billy, le abracé como un escudo con que protegerme de aquel terrible semblante demudado.

—Espero que todos ustedes se consuman en el infierno —dijo ella sin alzar la voz, en un tono de infinito cansancio.

Y dirigiéndose hacia la puerta de salida, la abrió de un tirón con ambas manos. Quise decirle algo, pedirle que volviera, pero tenía demasiado seca la boca.

—Señora… escuche, señora… —empezó a decir, alzando un brazo, el chico que había abucheado a la Carmody.

La mujer miró la mano que le tendía y el muchacho la dejó marchar, rojo de vergüenza. Se internó en la niebla. La seguimos con la mirada, sin decir palabra. Vimos cómo la niebla la envolvía, la hacía insustancial, la convertía, privándola de corporeidad, en simple silueta de un ser humano ejecutada a lápiz-tinta en un papel de una blancura que no se da en el mundo, y nadie dijo nada. Por un breve instante ocurrió como con las letras de la placa de CONSERVE SU DERECHA, que parecían flotar en la nada: piernas, brazos, pálido cabello rubio desaparecieron; sólo el brumoso espectro de su rojo vestido de verano permaneció, como danzando en un limbo blanco. Y entonces se desvaneció también el vestido, y nadie dijo nada.